viernes, 28 de octubre de 2011

DIÁLOGO CON LA SOLEDAD.

Abandonaba el complejo deportivo, en el que había estado practicando el ejercicio de la natación, durante aquella soleada mañana del martes. Una o dos veces a la semana, resulta aconsejable dedicar un rato de nuestro tiempo para jugar con esas aguas, tibias y salinas, que ofrece el servicio de una cuidada piscina climatizada. La cadencia disciplinaria es fundamental, siempre que nos esforcemos en mantener un tono saludable para nuestro organismo. Tras haberlo llevado a cabo, sentimos el cuerpo con esa ambivalencia de cansado, en lo físico, pero reconfortado, en lo anímico. Lo cual, en no pocas ocasiones, resulta aún mucho más importante. Ya en la puerta de las instalaciones deportivas, percibí la figura de un hombre algo mayor que recorría, dibujando unos zig-zágs en el tosco, pero funcionalmente elegante, suelo exterior del recinto. No le di más importancia al hecho. Pensé que sería una persona que estaba esperando la salida de algún amigo o familiar. Ciertamente, no llevaba en su indumentaria ropa deportiva alguna, salvo una gorrilla beige que le suavizaba el ímpetu solar, a esas horas en las que éste alcanza su mayor fortaleza térmica en la perpendicularidad de los rayos. Cuando me encontraba paralelamente a su altura, observo que se me acerca y, con voz un tanto entrecortada, me comenta si me puede hacer una pregunta. “Por supuesto, lo que Vd. necesite” le respondí.

Ante mí, un hombre que, en apariencia, supera las siete décadas en su calendario para la vida. Sin acumulación de sobrepeso, un cuerpo delgado cercano a los 170 cms de estatura. Su bigote y cuero cabelludo plenos de canosidad. Ojos cansados y regados de una inconfundible tristeza. La piel de su rostro se ve surcada por numerosas hendiduras e itinerarios para la memoria. Mantiene una media sonrisa, forzada, ante las continuas y ansiadas preguntas que se propone plantearme. Apenas me mira de una forma directa, pero trata de ser agradable durante el peculiar diálogo que mantenemos. Básicamente, me inquiere datos acerca del funcionamiento de las instalaciones deportivas de la Universidad. Pronto la conversación deriva hacia las características del Aula de Mayores en la institución universitaria. Le aconsejo su participación en ambas prestaciones, tanto para el ámbito deportivo como en la oferta cultural, respectivamente pues, casi desde el primer momento, detecto que se trata de una persona muy desorientada en su soledad. La conversación se va dilatando en el tiempo, por lo que le comento mi intención de dirigirme hacia el centro de la ciudad y que si lo estima necesario le puedo llevar en el coche. No es una respuesta usual en mi proceder, ante un desconocido, pero hay algo que me avala en su imagen a fin de concederle atención y confianza. Me confiesa que vive en el área del Campus de Teatinos, agradeciéndome que le deje cercano a su domicilio, a unos dos kms del lugar en el que hemos hablado por primera vez en nuestras vidas.

Continúa la conversación, a bordo del vehículo. Se sincera en unos datos un tanto inconexos que avalan el esquema que, desde los primeros minutos de nuestro encuentro, he notado en su austera y depresiva figura. Cada día toma medicinas, a fin de combatir el mal momento que está atravesando. Le comento lo inadecuado de confiar sólo en los fármacos, para afrontar problemas que deben encontrar soluciones por otras vías no farmacológicas. No llega a concretármelo, pero adivino que se trata de una persona que sufre la viudez. Sus tres hijos no le tienen abandonado, me lo recalca, pero él comprende que tienen sus vidas, sus obligaciones laborales, las necesidades propias de sus respectivas familias.. No quiere ser una carga en las molestias que sus problemas puedan depararles. Al circular por la zona donde tiene su propia casa, me ruega si tengo inconveniente en que me acompañe hasta llegar al centro de Málaga. Valora mi comprensión, los consejos y sugerencias que le facilito. La atención que estoy prestando a su evidente ansiedad. Incluso llega a confiarme el bien que, con nuestro ratito para la conversación, ha encontrado en ese cruce amistoso de las palabras. Comprende que debe reaccionar en ese desaliento que, a todas luces, pregona la tristeza de su cansado rostro. Antes de que se baje del coche, ya cerca de mi domicilio, le resumo a modo de esquema algunas vías que pueden ayudarle. Practicar el deporte, disfrutar con la lectura, el cine, el estudio…. pero, sobre todo, no encerrarse en la soledad de su domicilio, con esas angustias y lágrimas (él me las confirma) que nada resuelven y tanto degradan. Me repite palabras de agradecimiento por mi atención y la confianza que le he prestado. La parada de una línea próxima del transporte municipal le va a llevar de vuelta hacia el complejo universitario de Teatinos. Estrechamos las manos, con la confianza de nuestros nombres. “Seguro que nos volveremos a encontrar en el Aula de Mayores de la UMA” son mis últimas palabras que, con una sonrisa, llegan a sus oídos. Por el espejo retrovisor le veo alejarse, con su caminar pausado sin urgencias para el tiempo.

Así fue como ocurrió. El azar quiso que dos personas, anónimas en el conocimiento, entablaran, durante unos treinta minutos, aquella sencilla y agradable conversación en la necesidad. Realmente, desde los primeros minutos, adiviné la situación de mi interlocutor. Era bastante fácil comprender lo que José me estaba pidiendo. Aparte de alguna información puntual, sobre las actividades del complejo deportivo, me decía, me transmitía, con sus gestos nerviosos, con su mirada perdida, con su triste semblante, que se encontraba muy solo. Que necesitaba dialogar con alguien que le prestara el respeto de la atención. Que le facilitara alguna luz, en su ánimo nublado para la claridad. Tuve la confianza y el valor de atender a un perfecto desconocido, que me acompañó en ese tiempo de conducción. ¿Por qué actué así? NI yo mismo lo sé. Tuve la suerte de percibir una necesidad y gocé la oportunidad de no equivocarme en mostrarle mi confianza. ¿Le resultó rentable el proceso de mi ayuda? En dos ocasiones manifestó que le había sido muy útil el ratito de nuestra conversación. “Es que Vd. está diciendo cosas que realmente me ocurren…” En realidad, no era nada difícil hacerlo. Que se encontraba atado o vinculado a la toma de medicinas antidepresivas. Que muchas veces su desahogo se materializaba en lágrimas ante el desconsuelo. Que el apoyo, o colaboración de sus hijos, era cada vez más limitado. Que había que salir de casa, cuyo ambiente para el encerramiento termina siendo pernicioso y letal. Que hay soluciones, más naturales, fuera de las químicas farmacéuticas y de las consultas médicas, remedos de confesionarios. José asentía, cuando yo dosificaba estas consideraciones, atendiendo a semáforos, cruces y cedas el paso. Ahora, cuando escribo estos recuerdos, muy inmediatos en la memoria, pienso que debimos intercambiar los números de nuestros teléfonos. A ninguno de los dos se nos ocurrió. Realmente la hora no era la más apropiada (cerca de las tres de la tarde) para haber continuado el diálogo. Pero ahora, aun queriéndolo, no podría marcar unos dígitos en el móvil, a fin de preguntarle cómo le va. Si piensa poner en práctica alguna de mis sugerencias. Si podríamos tomar juntos un café, en esas tardes en que la noche avanza con presteza ante la realidad otoñal. Pero, lamentablemente, no sé la forma de volver a comunicar con esta persona.

Deseo, en lo humano, que José alcance ese sosiego de alma, cuya ausencia tanto le perjudica. No, no será fácil conseguirlo. Pero al menos, hoy, he visto, en su valiente actitud, una predisposición hacia el cambio en las tinieblas que aturden la tarde. Y, también, la crudeza nocturna. Igual ha tomado la certera decisión de matricularse en alguno de los cursos para mayores. En la Universidad o en otras instituciones que buscan el mejor servicio a la sociedad. Que ese temor que me confiaba, en incomodar la privacidad de sus hijos, se torne en una colaboración anhelada, ante las necesidades familiares de éstos. Que supere el ocre temor a la soledad por un darse a los otros, solidaridad que revertirá con grandeza para sentirse útil y generoso, en el clarear de cada una de las mañanas. Y que cuando se vea rodeado de silencios y nublados, sea él quien ejerza la inteligencia de la palabra, hablándole al mar, dialogando con la naturaleza, observando a los demás. Sonriendo, con aceptación, a la realidad de la vida.

¡Hombre, José! ¿No te acuerdas de mi? Sí, soy yo, el de la puerta de salida en la piscina. Sí, claro, ahora no llevo el ropaje de bañista. Pero tú tampoco te has puesto esa gorrilla beige que alegra y realza, sin duda, la figura. Me alegro mucho, de verdad, que estés por aquí. Fíjate, en apenas unos escasos minutos, noto en ti muchos cambios. Podemos quedar para después de las siete y media, hora en la que termino mis clases. ¿Y qué es esa cosa tan importante que me has de contar? ¡Déjame, déjame adivinarlo!

José L. Casado Toro (viernes 21 octubre 2011)
Profesor
http://www.jlcasadot.blogspot.com/

2 comentarios:

  1. Muy linda historia y estoy segura que a muchos de nosotros que te leemos podemos dar fe que son episodios que nos suelen suceder en la vida diaria. Cuanta soledad hay alrededor! Siempre se puede hacer algo por el otro, siempre!

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  2. Gracias, Gaby por tu aportación.
    José Luis.

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