En el ámbito de las comunicaciones suelen generarse errores por diversos motivos y equívocos, que generan situaciones muy diversas, tanto para el emisor como para el receptor. Estas situaciones pueden resultar incómodas, divertidas, insólitas, cómicas, enojosas, sorprendentes, inquietantes, etc. con la diversidad de adjetivos que la gramática nos permite utilizar. Nadie duda que gran número de estos errores son naturalmente fortuitos, no provocados intencionalmente. En otras ocasiones son consecuencia del azar o de lo que denominamos “cruce de líneas”.
¿En qué ámbitos se producen estos errores? Son frecuentes en las llamadas telefónicas, a causa de un número equivocado o mal marcado, también en los correos electrónicos, pues ya sabemos que, en el mundo de la informática, un punto, un guion alto o bajo, o un espacio de más, puede alterar el destino del mensaje. También sucede con el correo ordinario o de paquetería, con respecto al número de una vivienda o por una abreviatura mal interpretada. No olvidemos las veces que nos equivocamos al dirigirnos a una persona, resultando ser otra: ¡Perdón, me he confundido, porque es Vd. muy parecido a mi tío Cosme, tal vez con algunos kilos de más! En ocasiones escuchamos esa cómica frase de “¿no será Vd. Feliciano? ¿Tú eres Casimiro ¿verdad? Recuerda, del tiempo de los Escolapios” frase que provoca esa cara de extrañeza o sorpresa en nuestro interlocutor, quien nos responde “Lo lamento, pero mi nombre es Jerónimo y precisamente estudié con los jesuitas”. En este contexto se inserta nuestra historia, relato derivado de un e-mail equivocado en su destino.
Normalmente, cuando recibimos una llamada equivocada, aplicando esa básica cortesía, respondemos “Perdón, se ha equivocado de número”. En otras ocasiones no actuamos de manera tan complaciente, a causa del cansancio, por esos problemas cotidianos que nos afectan o por la repetición de la misma llamada que ya conocemos. En estos casos, solemos cortar la llamada o incluso se nos puede escapar algún que otro comentario “soez” reflejo de nuestro enojo.
EMILIANO Fortea Albarilla, era un veterano profesor, ya jubilado, que había impartido la materia de creatividad literaria, durante más de cuatro décadas, en la facultad granadina de Filosofía y Letras, ubicada en el polígono universitario de Cartuja. Su compañera familiar durante cuarenta y tres años se llamaba CLEMENTINA Soler, en un matrimonio sin hijos. Una noche estrellada, de sinceridad y luna llena, Clementina habló con su esposo, explicándole que, tras mucho pensarlo, deseaba dedicar los años que le quedasen de vida para conocer y experimentar nuevas vivencias, pero sin su compañía. Añadió, con cierta dureza, que sólo con mirarlo, le parecía ver a un hueso añejo, difícil de roer, de esos que se añaden al cocido para que den “gusto”. Ella era profesora de la misma facultad universitaria y estaba especializada en la antigua Grecia. “Quiero dejar de vivir mi soledad compartida, a fin de poder decir, como Neruda, “Confieso que te aguantado”. Emiliano, siempre tan atento, respondió cortésmente a tan cariñosos afectos escuchados: “Clemen, el sentimiento es recíproco. Hace tiempo que lo dijimos todo. Ya no queda argumentario entre nosotros”. Así que Clementina marchó a la aventura helénica, mientras Emiliano se dispuso a disfrutar del sosiego. Los dos, a su manera, se sentían felices de aquel trascendente cambio en sus vidas.
Una noche de primavera Emiliano estaba sentado ante su portátil, visitando algunas páginas de interés sobre la generación o irrupción de nuevos y prometedores escritores en el ambiente literario nacional. Antes de cerrar la sesión, por un instinto repetitivo y siempre esperanzador, buscando ese sosiego que temía haber dilapidado por un matrimonio bastante aparencial, abrió su yahoo e-mail, encontrándose una densa “parafernalia” de anuncios, entre los que incluso se encontraban algunas páginas de seguros de decesos. Dedicó algo de su tiempo diario, haciendo honor a la paciencia, para echar toda aquella “viruta”, como solía llamarla, al cesto informático de los papeles. Se decía “para sus adentros” “lo que yo daría, por recibir alguna carta romántica, que me motivara el alma con palabras amables, sinceras, deliciosas, para el buen sentir y el soñar”.
En esta ocasión el destino quiso mostrar su generosidad no habitual. Entre el batiburrillo de mensajes publicitarios, observó, con insólita sorpresa, que tenía un correo personal de alguien llamado EPIFANIO Serrezuela Tampón, con un título de Comunicación. El profesor de creatividad literaria se preguntaba, una y otra vez, quién sería esa persona, de quien no tenía la menor idea. Por más que rebuscaba en su memoria no encontraba, entre sus largas listas de alumnos, alguien que se llamara de esa forma. Razonaba que podía ser consecuencia de un error. Tal vez el emisario habría utilizado un listado de esos que las empresas publicitarias se venden o prestan unas a otras, a fin de atender los requerimientos de los clientes. Tuvo una primera intención de también desplazar la misiva a la papelera.
Sin embargo, el veterano profesor se sentía, después de su ruptura conyugal, bastante solo. Sopesó la posibilidad de entretenerse leyendo aquello que el comunicante deseara transmitir. A tal fin, con un gesto de justificación investigativa, abrió el correo. Resultó que el remitente, de forma agradable y correcta, se excusaba por las molestias que “su atrevimiento” pudiese provocar. Su amplio y básico texto (posiblemente repetidamente enviado) era titulado “Al mundo, para hacer amistades. Explicaba que su situación actual de viudez la sobrellevaba con dureza y sacrificio. Durante toda su vida había ejercido de tapicero y reconocía que era una persona sin gran cultura, pero que valoraba y ejercía la buena voluntad entre sus semejantes. Poseía una antigua habilidad artesanal: hacer figuras de madera, habilidad que aprendió de su abuelo, que era un gran tallista de ese material. Sus figuras tenían las más variadas formas y desde joven le gustaba cantar la copla popular española de las grandes cantaoras, como Juanita Reina, Marifé de Triana, Lola flores, Rocío Jurado, etc. El antiguo tapicero se ofrecía para mantener amistosa correspondencia electrónica desde Ciudad Real, su lugar de residencia.
A Emiliano le resultó simpático el insólito gesto, no totalmente involuntario del remitente. Epifanio, como más tarde reconoció, había utilizado algunas de esas plataformas en las que aparecen serie de direcciones electrónicas. En realidad, sólo demandaba, con la mayor educación y cordialidad unos “ratitos” de amistad. No percibía intencionalidad malsana en el noble y comprensible deseo de un jubilado solitario, diestro en el manejo informático, que necesitaba eso tan vital como es la comunicación con sus semejantes. A tal fin respondió a ese inesperado correo. Pensaba, con acierto, que la soledad compartida es menos soledad. En su respuesta, también le ofreció algunos trazos básicos de lo que había sido su vida, en justa correspondencia a la información que su “misterioso” comunicador le había ofrecido. Un tanto somnoliento, pero ilusionado, se fue a la cama, pensando en cómo sería el remitente castellano Epifanio.
Lo sorprendente del caso es que, a las dos de la mañana, sonó el “tlon” indicando la entrada en el portátil de un nuevo correo. No lo había apagado y lo tenía encima de la colcha que cubría su lecho. Se había quedado dormido con el ordenador encima de sus piernas. Comprobó que Epifanio le había contestado. Este su segundo correo, contenía una larga carta en la que narraba, con sencillez y humildad, la realidad de su vida. Reconocía que de los diez correos que había enviado, sólo había tenido respuesta del que había viajado a la capital nazarí.
De esta forma tan simple y generosa, se había fraguado una hermosa amistad entre un profesor universitario y un esforzado tapicero, entre un creador de narrativas y un sorprendente tallista de figuras de madera. Y esa amistad prosiguió, utilizando ambos el correo digital de Internet. Epifanio, en una de sus comunicaciones, invitaba a su nuevo amigo de Granada para que se animara a visitar la Mancha castellana, ofreciéndole con generosidad su propia casa “que estaba muy vacía, pues su mujer se había ido al paraíso celestial y las dos hijas que habían tenido formaban familia en Extremadura y en la Rioja. Efectivamente, la semana que pasó Emiliano en la histórica ciudad castellana resultó muy grata para ambos. Posteriormente fue Epifanio quien viajó a la magia nazarí de la romántica Granada. Uno y otro se encargaron, en esas estancias viajeras, de enseñar como guías turísticos la riqueza monumental y natural que ambas bellas ciudades atesoraban, para propios y visitantes.
Los dos primeros regalos que se intercambiaron Emiliano y Epifanio fueron respectivamente dos creatividades personales. El veterano profesor llevó a su amigo un pequeño libro de relatos, historias que había escrito poco antes de alcanzar la jubilación. Esas 25 narraciones, de distintas personas en situaciones muy contrastadas, entretenidas e interesantes, iban ilustradas con fotos tomadas de los lugares elegidos por el propio autor de la publicación. Por su parte, el paciente tapicero y tallista artesanal le llevo una preciosa figura en cuerpo entero de don Quijote, Alonso Quijano, de unos cuarenta cm. de altura, una obra muy apreciada en su colección y que había trabajado aplicando la gubia con infinita paciencia a un buen trozo de madera de pino.
El correo electrónico, los whatsapps, los mensajes de voz y esas visitas de uno y otro a sus respectivos domicilios fue manteniendo y cimentando una amistad que ambos vitalmente necesitaban. Así pasaron los meses, así fueron pasando los muchos años, con primaveras y otoños en los rígidos calendarios de la vida. Ambos eran ya muy mayores, por lo que tomaron la sabia decisión de solicitar el ingreso en una residencia para personas mayores. Les concedieron un establecimiento en la capital malagueña, ya que a Epifanio siempre le había gustado y fascinado la dulzura del mar.
Eran octogenarios avanzados, con las estructuras orgánicas ya muy gastadas y deterioradas. Tenían que utilizar carritos andadores para hacer esos cortos desplazamientos, por la mañana y muchas de las tardes, que siempre finalizaban en la gran terraza de la residencia, desde donde se divisaba la placidez y cromatismo de las aguas tranquilas que mecen la bahía malacitana. Una de esas tardes, estando ambos sentados escuchando el oleaje que se rompía en la orilla de la playa se miraron durante unos minutos a los ojos. Sólo con la vista, asumiendo la decrepitud de sus cuerpos, tomaron la decisión de “viajar hacia el infinito”.
Esta sencilla y entrañable historia, llena de verdades y necesidades, en un ilustrativo ejemplo de la crudeza que provoca en el mundo actual el cúmulo de tantas soledades, a modo de “pandemia” que enturbian, para los más veteranos en la existencia, ese postrer viaje hacia lo desconocido. Precisamente ocurre cuando más se necesita del calor afectivo de los demás. En esta admirable fidelidad para la amistad, ejerció influencia decisiva uno de los diez correos electrónicos, que una tarde envió un tapicero, aficionado a la talla de la madera, a un también veterano profesor universitario, que escribía relatos narrando historias desarrolladas en el gran escenario de nuestras vidas. -
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EL ÚLTIMO VIAJE
José L. Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
Viernes 11ABRIL 2025
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