Podemos ver y disfrutar, con cierta frecuencia, a “viejos” o muy veteranos roqueros, ataviados con su guitarras y espectaculares trajes de conciertos, actuando en cafeterías, restaurantes y bares de copas de las zonas turísticas playeras. Consiguen motivar el recuerdo y la nostalgia de un público que consume sus bebidas y alimentos, con sus antiguas canciones o versionando la de artistas de gran fama en el ámbito musical. Algunos todavía mantienen la fuerza de sus voces, pero otros dan protagonismo prioritario a sus luminosas y estridentes guitarras eléctricas, pues más que cantar lo que verdaderamente hacen es recitar, con voz a veces ronca, otras veces templada, pausada y melodiosa, bellas e inolvidables canciones. En este musical contexto se inserta la historia de esta semana.
NARCISO Briales había desarrollado toda su vida laboral, trabajando como escribiente, en una prestigiosa notaría instalada en la céntrica y popular calle Larios de la capital malagueña. Durante su infancia y juventud no fue un alumno aventajado en las aulas escolares. Había nacido en 1959 y como a tantos chavales les ocurre lo que realmente le gustaba era el juego en las calles, ese espacio lúdico para el divertimento infantil. También, los tebeos, las películas y las “chuches” eran objetivos gratos para el disfrute.
Su padre, don ARTURO, era ordenanza de juzgados. Este “recto” padre de familia, durante su juventud intentó y fracasó en el terreno de la actividad musical, realizando fallidas actuaciones como cantante de piezas musicales del cante popular. Por ello se esforzó en que su único hijo asistiera a las clases del Conservatorio Superior de Música en el Ejido, estudiando solfeo. Como doña MARCELINA estaba también de acuerdo, Narso (como familiarmente se le llamaba) aceptó con obediencia el deseo de sus progenitores. El chico eligió el aprendizaje de guitarra. Esas destrezas que se aprenden en la infancia casi nunca llegan a olvidarse.
Al finalizar sus estudios de Enseñanza Primaria, con 14 años, cambió la opción del BUP (bachillerato Unificado Polivalente) por la Formación Profesional de grado medio, matriculándose en un centro de F.P. para realizar el módulo de secretariado, aconsejado por don Arturo. La lógica de su padre era que podía “abrirle” algún “hueco” en el mundo administrativo de la justicia. No ser equivocaba el fiel ordenanza, ya que cuando Narciso finalizó ese módulo con 18 años, pudo entrar como auxiliar administrativo en la NOTARÍA NOBLEJAS, propiedad de don FELICIANO. Allí, primero con la mítica máquina de escribir Olivetti, después con la eléctrica, de la misma marca y a poco, con los primeros ordenadores “prehistóricos” PC, fue transcurriendo su rutinaria vida profesional: papeleo, fe de vidas, hipotecas, compra-ventas inmobiliarias, poderes notariales, últimas voluntades, herencias, testamentos, etc.
Con 35 en el almanaque vital, contrajo matrimonio con SATURNA Cantalapiedra, enlace conyugal del que nació su preciosa hija YOLANDA, que en la actualidad ejerce como enfermera, en el Hospital Clínico Universitario Ntra. Sra. de la Victoria, en el barrio de Teatinos malacitano.
Narso, un obediente y eficaz auxiliar administrativo, tuvo siempre “clavada la espina,” en sus momentos para la reflexión personal, de no haber desarrollado y triunfado en el mundo de la música, dentro de la especialidad de guitarra, para cuyo afán había dedicado varios cursos en el conservatorio. Pero el destino y su carácter de persona responsable para con su familia lo había dirigido a pasar las mejores horas de su vida a estar delante de la máquina de escribir. Y posteriormente ante las posibilidades de un ordenador, en los años finales del siglo, cuando el sistema informático se fue imponiendo en el campo administrativo y en toda la estructura de la sociedad.
Cuando entró en la complicada década vital de los 40, ya con el cambio de siglo, se veía como un ciudadano muy formal y cumplidor de su trabajo, aunque penosamente aburrido y viviendo entre legajos, carpetas, siempre sometido a la terminología jurídica en su capacidad expresiva. Sufría en su vida la falta de encanto, romanticismo, imaginación, aventura, novedad y, por supuesto, ilusión. Así que trataba de compensar esta gris existencia “engañándose” como bien podía, buscando compensaciones en el cine, algún ejercicio senderista, las comidas y en esa peña social, denominada “Las Castañuelas” a la que cada día iban menos pues, al igual que Saturna, se quejaba de esos bailes ridículos que en el vetusto local se desarrollaban y de esas horas “aletargadas” pasadas ante el parchís, el dominó, las cartas del siete y medio o las partidas de bingo, en las que nunca logró cantarlo, sólo alguna línea y de manera muy espaciada.
Como tantas personas, a lo largo de su existencia, sufría críticos momentos reflexivos, a causa de no haber bien empleado y disfrutado en tiempo de su vida. Añoraba los años de su infancia, esa juventud perdida y verse inmerso, como un “tornillo” más, en la vorágine de la maquinaria productiva, haciendo un día sí y el siguiente también prácticamente lo mismo. Soportando con desesperanzada paciencia la rutina habitual. Con el agravante de que veía cada vez más lejana la juventud perdida, cuando los años se iban acumulando, con la premura del tiempo, en su recorrido vital. Se veía cada vez “más mayor” y más aburrido. Saturna empleaba el amplio tiempo libre que disponía practicando el yoga, las clases de pilates y experimentando con las cremas rejuvenecedoras. Esta mujer nunca había trabajado fuera del hogar.
Algunos fines de semana, Narciso solía coger su antigua guitarra, regalada por su padre don Arturo cuando su hijo aprobó el primer curso de solfeo, instrumento de una buena calidad, dedicándose a tocar diversas piezas, siempre cuando no estuviera su mujer en casa. El mayor elogio que podía recibir de su “cariñosa” cónyuge era esa manida frase de “ya está el cantautor dándole a las cuerdas. Veremos el cambio de tiempo que tendremos para mañana. Seguro que llueve y truena”. Ese era el mayor elogio que recibía, todo un “amor a raudales” en el reconocimiento de la afición de un pobre hombre al que le gustaba tocar música con su guitarra.
Así transcurría la gris vida de Nerciso, cuando le llegó la hora crítica en su cronología existencial: ¡cumplía los sesenta! Sucedieron varios hechos, que acabaron uniéndose para facilitar el “golpe de timón” a su leguleya y rutinaria vida laboral.
La notaría en la que siempre había trabajado iba a sufrir un proceso de honda transformación. Don Feliciano Noblejas, su activo propietario, cumplía 75 y tenía tomada la decisión la decisión de acceder a la jubilación, pasando la multitud de expedientes archivados a un nuevo notario que abonó una buena cantidad por las instalaciones, cartera de clientes y ubicación en la calle Larios, plena centralidad malagueña. Este nuevo notario, ROBERTO Centella deseaba rejuvenecer al personal y dado que Narciso cumplía los 61, con casi cuatro décadas de servicio a su antecesor, le ofreció el incentivo de una jubilación anticipada. Si aceptaba, la notaría se haría cargo de los pagos a la seguridad social hasta que el escribiente cumpliera los 65, además de compensarle económicamente con una interesante indemnización, que cubría con generosidad la asignación mensual que el empleado recibía.
Nerciso no se lo pensó y aceptó de inmediato la jugosa oferta. Era la providente oportunidad que desde hacía tiempo buscaba a fin de llevar a cabo algunas experiencias postergadas y a las que había tenido que renunciar ante su labor diaria como escribiente notarial. Pero Saturna puso el grito en el cielo
“Y ahora me pones en el suplicio de aguantarte, teniéndote todo el día en casa. Tendré que doblar mis sesiones en el gimnasio y salir más con mis amigas. Un hombre en casa todo el día, moviendo y tocándolo todo, es un estorbo que yo no puedo soportar”. Como ya estaba habituado el responsable y paciente escribiente, era una “amorosa” frase a la que ya estaba habituado a recibir de una esposa “cariñosa”.
La primera y gran medida que Narso adoptó en este trascendental cambio en su caminar vital fue dedicar amplio tiempo a practicar con su querida guitarra, regalo inolvidable de su padre, aquel frustrado cantante. Como trataba de tener los menos conflictos posibles con su cónyuge, tomó también la valiente decisión de “echarse a la calle, para disfrutar con sus toques de cuerda y de paso poder gozar de ese protagonismo que todo “bicho viviente” anhela tener en su existencia.
Preparó un repertorio de piezas clásicas, mezcladas con otra de música popular española. Dado que casi siempre había usado, dada la naturaleza de su trabajo, el severo traje gris, con una camisa haciendo juego, llevando anudada la correspondiente corbata de tonos oscuros, ahora iba a cambiar drásticamente su atuendo, con una camiseta de manga corta, bastante coloreada, para los meses calurosos, pantalones vaqueros cortos o bermudas azules, eligiendo para el calzado cómodas zapatillas deportivas, de la marca Quechua o sandalias de la misma marca. Este vestuario que pronto adquirió, con prendas duplicadas, por aquello de la suciedad y el sudor, lo guardó con rapidez en su armario, pues él y Saturna había tenido armarios diferentes para colocar su ropa. Trataba de evitar que su mujer tuviese conocimiento de las andanzas que trataba de protagonizar en esta nueva etapa existencial.
Y así, por las tardes, cuando tenía plena certeza de que su cónyuge estaba en sus sesiones gimnastas, que le ocupaban varias horas, cogía su gorrilla deportiva para que le cubriera amplia zona de su cabeza, dada la amplitud de la alopecia que padecía y que no favorecía su look. Con su guitarra bajo el brazo, elegía puntos emblemáticos de la ciudad, a fin de compartir su arte con aquellos viandantes que se mostraran dispuestos a escucharle. Para tocar las cuerdas de su guitarra optaba especialmente por zonas ajardinadas y populares en el tránsito, como mejor marco para lucir su arte: El gran Parque de Málaga, el parque Huelin, con su gran lago artificial, el parque Norte, los jardines de la Alegría, en la barriada de Ciudad Jardín. También visitaba, como marco escénico callejero, la muy transitada calle Alcazabilla, con su importante núcleo monumental como gran marco de fondo, añadiendo la sin par, tradicional y romántica Plaza de la Merced, por su bello trazado y presencia de riqueza vegetal en su coqueto arbolado.
Hay que aclarar que el veterano Narciso Briales no cantaba, sino que sólo tocaba piezas muy conocidas de la canción clásica española: Falla, Granados, Joaquín Rodrigo, Isaac Albéniz, etc. esforzándose en hacerlo con proverbial maestría. Le emocionaba verse rodeado de un público variopinto, en edad y condición social, que aplaudía al final de cada pieza interpretada con generoso entusiasmo. No se le pasó por la cabeza la desafortunada idea de poner un platillo, gorra o similar a sus pies, pues él no tocaba para recibir emolumento o dinero alguno. Lo hacía por puro placer, para ponerle un poco de color a su rutinaria vida anterior en el ámbito profesional. Sin embargo, resultaba inevitable la reacción de algunos espectadores u oyentes, que mientras “el maestro” tañía con su guitarra esas bellas notas musicales, sacaban de sus bolsillos algunas monedas y las dejaban caer delante del veterano artista. Esta “vergonzosa” situación (para él) trató de evitarla colocando sobre el suelo un pequeño cartel de cartón que decía:
MUSICA GRATIS. NO ECHEN MONEDAS. GRACIAS.
FREE MUSIC. PLEASE, DON’T THROW COINS. THANK.
Pero a pesar del claro texto, en bilingüe, siempre había alguna señora, caminante o paseante, español o extranjero, que hacía caso omiso de la recomendación, arrojando algunos céntimos de euro o más cantidad de efectivo, según su voluntad y capacidad económica.
Cuando finalizaba su actuación, con las ocho o diez piezas interpretadas, optaba por cambiar de escenario, desplazándose a otro lugar con su “hermanada” guitarra. Un poco avergonzado por el tema de las propinas donadas por la caridad popular, recogía del suelo las monedas y las guardaba en una bolsita de plástico. Iba juntando varias bolsas que las entregaba, de forma anónima, en alguno de los centros de acogida malacitanos, especialmente a las Hermanitas de los pobres, en la zona de la Estación Vialia. La verdad era que su destreza con las cuerdas de la guitarra era importante y muy agradable a los paseantes, quienes se sentían “obligados” a entregar ese óbolo caritativo, a veces con comentarios especialmente ilustrativos.
“¡Pobre hombre! tan mayor y viéndose obligado a tocar en la vía pública. Seguro que no tiene ni para apenas comer”
Cierto día tenía que ocurrir. Esa tarde de octubre, se había formado un denso corrillo de espectadores a su alrededor, en el Paseo Marítimo de la Malagueta, zona de la Residencia Militar. Y quiso el destino o la casualidad que por allí pasase una persona que bien conocía al “maestro de la guitarra”. Se trataba del Sr. notario jubilado, D. Feliciano Noblejas, su antiguo jefe. El bello sonido de los toques de guitarra hizo que éste se acercara, acompañado de su señora doña Mariblanca. De inmediato reconoció al “maestro” que estaba centrado en las cuerdas de su instrumental. El impacto que sufrió el antiguo notario y su señora fue contundente e inexplicable. No podían creer lo que tenían delante de sus asombrados ojos. Por supuesto que Mariblanca conocía bien, después de tantos años, al formal escribiente del despacho de su marido. Estuvieron a punto de darles un “patatús” en expresión popular malagueña. El veterano matrimonio aceleró sus pasos, esforzándose con puntual disimulo para que el “artista” no los viera. “Este hombre ha debido perder la cabeza. Nunca pudo llegar a pensar que una persona tan recta, educada y seria, pudiera ir por las calles tocando la guitarra, rodeado de monedillas en el suelo, como un hippy trasnochado, dada su edad”. “Pero Feliciano ¿tan mal le debe ir la jubilación a este hombre, que no tiene ni para comer?” Por fortuna, el juglar callejero no había visto a su jefe. Mucha vergüenza habría pasado, mostrándole su insólito comportamiento.
Otro día, dos miembros de la Policía Nacional se acercaron al grupo formado alrededor de narciso mientras tocaba a pocos metros de la Catedral renacentista y barroca de Málaga. El guitarrista se ayudaba de una sillita “tijera” de pescador, para estar sentado mientras hacía sonar las cuerdas de su instrumental. Una mujer policía se le acercó.
“Abuelo, no se puede pedir limosna en la vía pública. Además, los sonidos de su guitarra pueden molestar a los ciudadanos viandantes”. Narciso miró a la joven miembro de la policía, quien por su edad podía ser su hija o mejor su nieta. Con los ojos entristecidos, le respondió: “Señora agente, no estoy pidiendo limosna, como puede leer en el cartel que tengo delante de mi persona. Mi única intención es alegrar un poco a la gente que pasea por las calles, desarrollando mi antigua afición a la música. Sólo toco mi guitarra. No hago mal a nadie”. “Es que, Sr. está prohibido, según las ordenanzas municipales. Tendría Vd. que solicitar un permiso para realizar este proceder. Sea razonable. Recoja sus Bártulos y márchese a su casa. Si le vuelvo a ver en otra ocasión, me veré obligada a requisarle el instrumental y a pedirle la identificación para proceder a denunciarle”.
En la actualidad, NARCISO se desplaza a tocar a los colegios, centros de acogida, asilos y a las residencias de la tercera edad. También ha ido a tocar a varios hospitales, para alegrar un poco la vida de los enfermos que allí son tratados. Su esfuerzo e ilusión son absolutamente gratuitos. De esta forma, se siente algo más feliz y útil, en esa etapa final de su existencia. Mantiene el recuerdo cariñoso a la memoria de su padre, don Arturo, que supo motivar en su hijo esta hermosa destreza musical. Así se siente más realizado, respecto a su rutinario y aburrido comportamiento durante su vida laboral.
En cuanto a SATURNA, llegó a sus oídos lo que su marido “hacía por las calles”. Después de una ingrata y tempestuosa broca entre los dos veteranos esposos, decidieron hacer vida separada, aunque por motivos económicos sieguen compartiendo la misma vivienda, debidamente “parcelada”, sin dirigirse la palabra. Ante sus amigas, esta ingrata mujer, con una falta de caridad y comprensión incalificable, comenta con sus “retorcidas y criticonas amigas: “Mi ex ha perdido completamente la cabeza. Es un fantoche que se comporta sin el menor pudor. Con ayuda de unos albañiles hemos dividido el piso en dos pequeños apartamentos. Sólo con verle tengo que tomarme el tranquilizante que me han recetado en el ambulatorio”.
La enseñanza de esta curiosa historia es muy sencilla y profunda al tiempo: “No dejes para más tarde, lo que puedas gozar o realizar ahora. Vive el momento, así serás más feliz en esta complicada y tantas veces irracional aventura”. -
UN VETERANO
JUGLAR CALLEJERO
José L. Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
Viernes 08 noviembre 2024
Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es
Blog personal: http://www.jlcasadot.blogspot.com/
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