Determinados comportamientos y respuestas de la ciudadanía suelen provocar nuestro asombro, divertimento o pesar, según los casos. Esas actitudes, que podemos calificar de insólitas, curiosas o simplemente raras generan, lógicamente, nuestro interés por conocer y entender algunos de sus fundamentos o el por qué han motivado su puesta en acción y desarrollo. Son acciones que conocemos generalmente a través de los medios de comunicación, pero también tienen lugar muy cerca de nuestro privativo o pequeño mundo, protagonizadas por la vecindad, por nuestros compañeros de trabajo, por los amigos e incluso por miembros de nuestra propia genealogía familiar. El relato que a continuación se narra se inserta en este planteamiento introductorio.
¿Quién es el protagonista de esta curiosa historia? En la pila bautismal y el Registro Civil recibió el nombre de LEO Almansa Revilla. ¿Leopoldo, Leandro, Leovigildo, León, Leonardo, Leocadio …? Sus padres, unos humildes tenderos, que poseían una tienda de “ultramarinos” y productos para casi todo, vivían y tenían su comercio ubicado en la zona del antiguo centro antiguo de la capital malagueña, pensaron en San Leandro. Alguien les comentó que este santo del cielo era muy milagrero y querían lo mejor para su único descendiente que la vida, finalmente, les iba a proporcionar.
Regular estudiante, Leo casó con una vecina del barrio, llamada ALFONSA y ambos llevaron el negocio de la tiendecita CASA MANOLO durante décadas, pues sus padres tuvieron la descendencia siendo ya mayores y necesitaban descansar, después de una vida sacrificada para el trabajo. El destino no quiso ser generoso con esta familia. Los padres de Leandro, Manuel y Rafaela se “marcharon” pronto al cielo, seguramente porque en su humilde existencia no habían cometido falta alguna, ya que eran la bondad personificada. Tampoco su hijo podía imaginar que Alfonsa se “hartara” “literalmente” de él, en un aciago día, por tener un marido “plano, aburrido y sin gracia con el que había convivido los mejores años de su existencia. En el momento en que Leo había cumplido los 65, decidió traspasar la tienda, obteniendo un capital que repartió con Alfonsa, quien con esa dote decidió irse a vivir con una prima hermana, que estaba bien “colocada” en Barcelona, trabajando en la casa de unos “señores bien”.
El resultado de todo este trasiego familiar es que Leandro se quedó sumido en la más profunda soledad, sin hijos, sin esposa, sin hermanos y sin padres. La acre soledad que castigaba a esta buena persona la asumía con gran dificultad y nunca se arrepintió más de haber traspasado su tienda, actividad que lo distraía y bien llenaba su vida. Es uno de esos errores que se cometen sin saber exactamente el por qué. Esa desacertada decisión había vaciado, con las circunstancias colaterales, sus horas del día.
El solitario ex tendero residía en un vetusto piso de reducidas dimensiones ubicado en la estrecha y en, aquellos años sesenta, comercial calle de Andrés Pérez, a pocos pasos de la iglesia de los Santos Mártires, Ciriaco y Paula. Trataba de organizar su vida, tras el abandono de “su Alfonsa” con esas pequeñas cosas que ayudan a digerir el trauma de la soledad. Tenía dinero para ir al cine (Avenida, Málaga Cinema, Principal, Andalucía, aunque también visitaba el Capitol y el Duque, aunque en estas salas las chinches molestaban lo suyo. No era lector y en esos años 60 todavía no estaba convencido de que la llegada de la televisión fuera la solución a su aburrimiento. Al final decidió comprarse un aparato de televisión, en el comercio de Enrico Radio, pero la única cadena que emitía tampoco podía tapar esa soledad física y anímica que soportaba.
Una noche, viendo una película de náufrago, se le ocurrió la idea de las cartas, enviadas no en una botella como el protagonista de la película, pero si en el buzón de correos, con destino “desconocido”. No conocía, obviamente, a quién se las remitía, pero tenía fe en que algún día obtendría respuesta. El plan consistía en que cada siete días enviaría una carta a un nombre que se inventaba y a una dirección postal que sólo estaba en su imaginación. Hasta ese punto llega la soledad en la ansiedad personal. Cada viernes compraba papel y sobre, en el estanco de la señora REMEDIOS, redactando por las noches hermosas misivas, en las que se presentaba como ese amigo con el que muchos desearíamos disfrutar, comentando como le había ido la semana: la película que había visto, los paseos que había realizado, algunas anécdotas curiosas o simpáticas que había presenciado, siempre comentándolas con generosa humanidad. También narraba algún enfado vecinal, el siempre recurso del estado del tiempo meteorológico, alguna comida disfrutada o elaborada en el “laboratorio de la cocina, no faltando aquella noticia sobresaliente de actualidad, escuchada en la radio o en el telediario. A veces comentaba esa visita médica realizada, con los achaques propios de la edad.
Cuando llegaba el lunes, pasaba por el estanco de la Sra. Remedios, a fin de franquear la carta de la semana con el sello engomado, timbre de correos con la imagen del general Franco, ya entrado en años. El estanco de tabacos y franqueos estaba ubicado muy cerca de su domicilio, en la Plaza de los Santos Mártires, con el beneficio de que la estanquera disponía, en el muro lateral de la puerta del local, de un pequeño buzón de Correos en donde cómodamente podía echar las cartas, con ese horario de recogida de lunes a viernes, sobre las 17 horas. Doña Remedios, viuda de guerra, gustaba mucho de los chascarrillos para aliviar el aburrimiento de muchas horas tras el mostrador, desde el que atendía a la habitual y fiel clientela. Por supuesto que la buena señora echaba su ratito con don Leandro. Con gracejo andaluz, cuando lo veía llegar cada lunes para “echar” la carta (o los viernes para comprar papel y sobre) con “pícaro retintín le decía:
“¡Ay, vecino, ya venimos por el papel y sobre, para enviarlo a esa dichosa afortunada! Porque Vd. sin duda, es una persona buena, respetable y cualquier mujer se sentiría honrada con recibir sus siempre sensatas palabras”.
Leo respondía con una sonrisa. “Señora Remedios, Vd. siempre tan amable, me halaga con sus bellas palabras”. Como la escena se repetía cada semana, leo se sintió obligado a comentar a su vecina el motivo de todas esas cartas, que escribía y enviaba.
“Se lo voy a explicar, porque Vd. me inspira mucha confianza. Mi vida en soledad no es fácil de sobrellevar. No sólo echo en falta a mis añorados padres e incluso a mi ex, quien decidió apartarse de mi porque decía que se sentía infeliz y sin motivación viviendo junto a mí. No sabe cuánto echo de menos a mi tiendecita, tanto nos ha dado para vivir y entretener el tiempo de las horas del día. Se me ocurrió, tras ver una película de un náufrago que pedía ayuda con una hoja dentro de una botella, que también yo podía hacer lo mismo. Mi carta va en un sobre, debidamente franqueado y no en una botella. Le escribo a una persona y dirección imaginaria. Es mi amigo o amiga, aunque no los conozco. Como las cartas van con remite, me son devueltas con el sello de tampón que dice DESCONOCIDO. Así me entretengo y me ayuda a sobrellevar mejor la soledad. Comprendo que mi comportamiento se puede entender como una chiquillada, pero me ayuda y no hago mal a nadie”.
Su también veterana interlocutora, intensamente emocionada, entró en la trastienda en donde tenía su propia vivienda y le preparó, con rápida destreza una humeante taza de café, que Leandro tomó con placer y agradecimiento.
Y la vida seguía, para este ahora solitario y antiguo tendero en la popular tienda de Manolo. La costumbre de los envíos epistolares continuaba con el mismo ritmo y cadencia semana tras semana. Viernes y lunes, Leandro aparecía por la puerta del estanco para comprar los materiales de su ilusión, que después enviaría por los libres caminos del viento y los deseos. Durante el fin de semana escribía esa entrañable y amistosa carta, mediante la cual dialogaba con ese amigo o amiga ignoto o imaginario, narrando esas pequeñeces y grandezas que nos hermanan y hacen digerible la vida. Entre esos lúcidos párrafos, florecían esos educados interrogantes acerca de cómo le había resultado la semana a ese “asombrado” receptor, sumido en el misterio de los comportamientos humanos para la necesidad. Buscaba un nombre atractivo para el contenido de lo que había escrito, con su voluntariedad creativa pidiendo, con humildad y sencillez, eso tan complicado para muchos como es la amistad. Nombre y apellidos, a los que había que sumar el nombre de una calle con muchas puertas y números, para facilitar la receptividad. El lunes franqueaba la misiva, con el aval de la imagen de un caudillo cada vez más envejecido, por las leyes del tiempo natural. La sonrisa cómplice de doña Remedios, cuando observaba el gesto de su vecino introduciendo el sobre en el buzón receptor de correspondencia, aportaba confianza, esperanza y seguridad de que aquella carta ¡esta vez iba a llegar!
Normalmente era al lunes siguiente, cuando don PRUDENCIO, un paciente y bondadoso emisario de la cartería, introducía la misiva devuelta en el buzón de Leandro, en calle Andrés Pérez, con el sello descorazonador y estampado de DESCONOCIDO. El veterano cartero hacía honor u homenaje a su nombre y aunque captaba que tantas cartas devueltas, cada semana, no era una situación lógica o racional, evitaba hacer comentario alguno cuando en ocasiones entregaba la carta devuelta al propio remitente en persona.
Verdaderamente, este comportamiento del antiguo tendero era un caso propicio para ser tratado por un titulado especialista en psicología o incluso psiquiatría, para reconducir la salud mental. Sin embargo, Leo (como muchos, desde siempre, lo habían llamado) se sentía feliz con este juego, tal vez infantil o producto de una especial necesidad. Con él ejercitaba su imaginación, fomentaba la ilusión y sosegaba, con humana resignación, el vacío en que sumía su acre soledad, en la sociedad hispana y malacitana de los años sesenta.
Y lo que sucedió un día, que Leandro Almansa nunca olvidará, fue producto del azar, la suerte o la sutileza milagrosa de un destino críptico y “juguetón” para las potencialidades humanas. El impacto emocional que este pobre hombre recibió nunca lo pudo imaginar.
Su misiva, esta vez a una tal AURORI Felices, en la ovetense calle de las Tenderinas, ¡venía con respuesta! Se identificaba como una señora, también jubilada, con unos tres años menos que Leandro. Se había producido el milagro de la respuesta. Y no solo sucedió una vez, sino que fueron hasta siete las cartas, siete semanas, en las se cruzaron mensajes de amistad, comprensión y cariño. La felicidad de este malagueño era inenarrable. Incluso doña Remedios, al verlo tan vitalizado, repetía, una y otra vez, “este hombre parece otro. Te veo, vecino y amigo, totalmente transformado. Tu rostro rebosa felicidad. Da gusto verte con esa grata expresividad. Ya me dará algunos datos de esa afortunada que tanto te está aportando”. Efectivamente, su travieso comportamiento había generado una gran amiga, en la otra costa del norte peninsular español. Se hablaban de sus cosas, de sus ilusiones, anhelos y percepciones íntimas en dos vidas, que recorrían el incierto y complejo camino de la ancianidad.
Pero la respuesta a la carta número ocho ya no llegó. Leandro insistía con sus misivas, siempre a esa dirección afortunada en el Principado de Asturias. Pero todas las cartas que escribió, a partir de ese infausto correo número ocho vinieron devueltas. Este no fue el último golpe anímico que recibió. Paralelamente a la interrupción de los correos, coincidió con que la estanquera Remedios dejó de abrir su negocio de tabacos y franqueos. Unas vecinas le confirmaron que el alma de esta señora había viajado a los reinos celestiales. Su pesar ante tanto infortunio era bien profundo. Buen sobresalto se llevó el tendero jubilado cuando una mañana comprobó que el estanco había abierto sus puertas de nuevo. Muy nervioso entró en el local, pero detrás del mostrador había un hombre de mediana edad. Tras preguntarle, el nuevo propietario del negocio resultó ser el sobrino de su fallecida amiga y vecina.
En ese amargo viaje de vuelta, se preguntaba repetidas veces qué había pasado, para “perder la realidad” de esa persona que durante un par de meses tanto había influido en su vida. Ya en Málaga, aquella noche mientras descansaba se despertó sobresaltado en varias ocasiones. Pensaba, una y otra vez, en Remedios y en Aurori. Desde los espacios celestiales, el alma de la veterana estanquera sonreía. Y se decía “al menos pude hacer feliz, durante unas semanas y con la colaboración generosa del bueno de Prudencio, a este buen vecino y amigo, quien soportaba una soledad tan amarga y cruel, en esa etapa de la vida tan difícil y complicada como es la ancianidad”. -
CARTAS AL VIENTO
José L. Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
Viernes 01 noviembre 2024
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