En determinadas ocasiones somos protagonistas de leves o más importantes errores, los cuales pueden generarnos sonrisas, enfados o esa oportuna anécdota que, posteriormente, compartimos en nuestro entorno familiar, laboral, vecinal o de la gratificante amistad.
ANICETO Labarca, músico clarinetista jubilado de la Banda Municipal, asistía a un sepelio, de otro compañero de la agrupación musical, quien había logrado alcanzar las 94 primaveras, en una clara muestra de estupenda longevidad. Cuando después de los saludos sentimentales, ofrecidos a los compungidos familiares del finado, bajaba las amplias escalinatas del templo ceremonial, observó que un hombre con cierto “sobrepeso” en su cuerpo, de apariencia sexagenaria (como también era su caso) se le acercaba, marcando en su rostro una afectiva sonrisa. El desconocido le extendió su mano para estrecharla, aunque de inmediato cambió la modalidad del saludo por un entrañable abrazo y varias palmaditas en la espalda. Aniceto correspondió amablemente a tan efusiva muestra de afecto, aunque su rostro no podía disimular la extrañeza que le producía aquel hombre que le abrazaba. En lo más íntimo de su memoria, no tenía la menor idea de quien era este señor, vistiendo más bien modestamente, que tenía delante suya. Venía tocado con un ridículo o trasnochado sombrero bombín de color negro, al igual que su traje.
“No has cambiado, a pesar de los años ¿No te acuerdas de mí? Soy ACACIO Maresca. Fuimos compañeros en el Colegio Sagrado Corazón de Jesús de calle Martínez, hace unos cincuenta años. Allí cursamos el bachillerato elemental. Desde entonces no hemos tenido la suerte de reencontrarnos, oportunidad que hoy, a pesar de por estos luctuosos motivos, la recibo con una profunda y desbordante alegría. Y eso que vivimos en la misma ciudad donde nacimos. No puedo reprimir el gozo que me embarga, pues me traes recuerdos imborrables de nuestra infancia. Te llamabas …”.
El antiguo clarinetista sonreía una y otra vez, más que confuso sumido en la selva difusa y enmarañada de los recursos. “Bueno, yo soy Aniceto Labarca…” “¡Claro hombre, ahora recuerdo perfectamente tu nombre!” Manteniendo la sonrisa consideró, en esos segundos claves para la decisión, que aun desconociendo en absoluto a la cariñosa persona que tenía por delante (su nombre y apellidos nada le decían), compañero de un colegio en el que él no había estado, era tal el entusiasmo de su interlocutor que no se sintió con fuerzas para aclarar la cómica situación. En realidad se sentía muy solo en la vida, en esos inciertos años de la jubilación, situación que se intensificaba dado que había permanecido soltero, residiendo en casa de su única hermana, que tampoco había podido llevar el matrimonio a su vida. Hacía años que ninguno de estos familiares directos vivía, por lo que no era desacertada la idea de “seguir” el entusiasmo de ese “desconocido” amigo del bombín, que decía haber sido su compañero y que había encontrado en tan “inevitable” espacio comunal. Pensó que sería interesante y divertido “seguirle la corriente”, escenificando una lógica confusión mental en función del paso de los años.
“Te confieso, amigo Acacio, que mi memoria no es buena, y los “nublados” me aturden con la edad. Pero me alegra que tu conserves la nitidez de los recuerdos y que me disculpes de mis errores de localización. Sería hermoso y reconfortante que supiéramos generar una amistad, incluso olvidándonos del pasado. Tener un amigo es hoy día como poseer un muy apreciado tesoro”.
Acacio reaccionó de inmediato. “Si no tienes algo más importante que hacer, podríamos almorzar juntos, para seguir “alimentando” la llama de nuestra recuperada amistad. Conozco un buen lugar en el barrio de Teatinos, a donde nos podemos desplazar (yo no he traído coche) utilizando dos trayectos de autobús, aprovechando el trasbordo. Allí nos atenderán como tu y yo merecemos”.
Aniceto hacía tiempo que tampoco conducía. Por lo que este ofrecimiento de Acacio, tan noble y sencillo, no podía rechazarlo. Así que enlazando la línea 23 con la 8 llegaron al nuevo y popular barrio universitario de Teatinos. El “amigo del alma” como el “desconocido” se autoproclamaba, seguía mostrándose efusivo, cariñoso, fraternal y solícito para aportarle ese calor humano que él tanto necesitaba. Ya en este moderno barrio del oeste malacitano, caminaron por un par de calles hacia un restaurante que en su exterior y tanto más en el interior tenía un ambiente y decoración absolutamente bohemia: EL CANDELABRO. Observó con asombro que todo el mobiliario era “reutilizado” y diferente uno de otro, tanto en el color como en la forma. Eran sillas y mesas probablemente compradas en el rastro o recogidas en las zonas de los contenedores de residuos, siendo repintadas o reparadas. El personal de servicio mostraba inequívocamente el prototipo hippy o contracultural en sus peinados, abalorios y piercings, vestimenta y forma de actuar en el trato con los clientes, generalmente gente joven, sin grandes conocimientos o destrezas profesionales para atender a la clientela.
Eligieron una mesa esquinera, a fin de protegerse de una gélida corriente de aire, procedente de un ventanal que tenía un cristal roto. La puerta de entrada estaba más tiempo abierta que cerrada, con lo que se incrementaba ese viento incómodo para la placidez. “¿Qué te parece si empezamos pidiendo un surtido de tapas? El pescado y la carne a la plancha que sirven suele estar aquí muy bien preparado. Y no te preocupes de los precios, que soy yo el que invita”. Siempre la iniciativa la llevaba Acacio, pues Aniceto continuaba un poco cortado, ya que era consciente de que estaba interpretando un papel que no le correspondía, pues de pequeño no había estado en el centro educativo a que aludía su compañero de mesa. Sin embargo, lo daba por bueno, para combatir esa soledad que tanto lo atenazaba.
Cuando estaban saboreando los entrantes, Aniceto sintió que tenía que ir al “excusado” pues no podía contener las ganas de orinar, cosas de la edad. Se “excusó” (valga la redundancia) con su amigo y entró en un pequeño cubículo, que había en la parte trasera del local, bajando un tramo de escalera. Para su sorpresa las paredes estaban decoradas con fotos de mujeres desnudas, en coherencia con el ambiente desenfadado del negocio restaurador. Le dio al pulsador de la luz y éste no funcionaba, aunque algo se veía a través de la luz que entraba por un pequeño ventanuco, situado en la parte alta del muro, oquedad que servía también para oxigenar la atmósfera del “tan necesario lugar” para el desahogo. Había cerrado, lógicamente, la puerta tras su entrada, para mantener la conveniente privacidad en su acción. Pero cuando fue a salir comprobó, para su sorpresa, que la puerta había perdido el mango interior, de forma que una vez cerrada no podía volver a abrirla. Ahora comprendía el por qué había un bastón de senderista en la apertura, que impedía cerrar la puerta y que él había quitado para todo lo contrario. El problema es que no podía abandonar tan incómodo lugar, porque no era posible abrir la puerta desde adentro para salir de ese cubículo en penumbra y con tan ingratos aromas para el olfato. Cayó en la cuenta de que no tenía el teléfono de Acacio, pues entre las presentaciones y el desconcierto no habían reparado en intercambiar los respectivos números. Entonces no se le ocurrió otra solución que la de golpear la puerta, que era de recia y gruesa madera y que tampoco hacía juego con otras que el local disponía. Tras varias percusiones, con los nudillos de las manos, viendo que nadie venía, decidió utilizar una gran brocha de pintor, que era utilizada para asear el inodoro de los restos que en su interior permanecían, Pero las cerdas, después de la última limpieza, no habían sido bien pasadas por el agua. Al comenzar a golpear el grueso portón con nuevas percusiones, provocó que de las cerdas de la brocha salieran expulsados al aire restos que habían quedado a ellas pegadas, tras algún “urgente servicio”. Las partículas orgánicas sobrevolaban el ya viciado espacio, cayendo sobre el cuerpo de Aniceto no copos de nieve, precisamente. Al fin, un camarero gordinflón, con alopecia completa y perilla entrecana en la barbilla, abrió la puerta, expresando una frase “cariñosa” y sin poder contener la risa “De mayores ¿hermano? Se lo habrá pasado muy bien ahí dentro, tocando los timbales”.
Durante el suculento y caro ágape, Acacio desarrolló todas sus artes de convicción, pues trataba de convencer al amigo de la infancia de que se apuntase a una asociación excursionista para personas jubiladas. Tenía por nombre LA AVENTURERA y según el amigo charlatán estaba subvencionada por el Ayuntamiento. “Soy el secretario de esta organización recreativa, así que te puedo informar con verosimilitud. Cada fin de semana salimos para visitar un pueblo de la provincia, con un coste meramente simbólico. Ponemos un autobús de 50-70 plazas y cada asociado sólo tiene que pagar 4 euros. Con la subvención del municipio, como asociación de jubilados, el almuerzo que hacemos en la localidad visitada sólo nos cuesta otros 6 euros. En ocasiones contratamos un guía, siempre a cargo de los fondos que tenemos en la caja de contabilidad. El único esfuerzo para los nuevos asociados es un único pago de 60 euros como inscripción. Y la cuota mensual es meramente simbólica: 2 euros. Piensa lo que te costaría salir cada domingo de excursión, visitando pueblos con encanto y con un guía que te explique datos de la historia y costumbres de la localidad, con un almuerzo de tres platos, por sólo seis euros. Es una verdadera oportunidad que te ofrezco porque eres amigo de la infancia. Hay personas en lista de espera que quieren asociarse pero, como yo soy el secretario, te incluyo de inmediato a poco que te animes.
Fue tan insistente y persuasivo la ilusión que desarrollaba Acacio, que Aniceto entendió muy interesante la propuesta que su amigo le ofrecía. De inmediato, el sagaz interlocutor extrajo de una carpeta que llevaba bajo el brazo una ficha de solicitud de inscripción, con el membrete correspondiente de LA AVENTURERA. “no tienes que preocuparte de más papeleo. Me pones tus datos (el ayuntamiento quiere tener un control de los asociados, ya que nos entrega una buena subvención anual) y quedamos para otro día a fin de entregarte el carnet. Para ello me tienes que facilitar una foto pequeña, como las del DNI”. Aniceto estaba cada vez más animado. Me dejas los 60 euros y dos más por la cuota del mes que viene, que será noviembre. Y te firmo el correspondiente recibo.
Don Aniceto Labarca ha abonado la cuota de inscripción y el mes de noviembre, en la sociedad excursionista La Aventurera. Total, 62 euros. Fdo. Acacio Maresca. El impreso de inscripción y el pago del mes iban con sus correspondientes membretes, realizados a imprenta.
Al agradecido clarinetista se sentía feliz por haber recuperado a ese “amigo” de la infancia, al que había seguido el juego. Consideraba que Acasio estaba convencido realmente que habían estado juntos en tiempos de la infancia, por lo que no era oportuno negar ese convencimiento, toda vez que a él le beneficiaba tener a este buen amigo en tiempos de soledad. Cierto era que había percibido demasiado interés en su interlocutor para que se apuntara a la sociedad recreativa, pero los incentivos y beneficios de viajar por los pueblos de la provincia los fines de semana bien merecían esos euros que había tenido que invertir. El coste no resultaba gravoso, sino bastante económico, considerando que cada mes sólo tendría que pagar un par de euros “por estar asociado”.
“Tengo que aclararte, Aniceto, que La Aventurera no tiene sede fija. Tampoco es necesaria, porque con Internet se puede bien llevar. Te lo dice su secretario. Cuando celebramos alguna asamblea, pedimos al municipio que nos ceda algún local durante unas horas. No hay problema para conseguir esta cesión temporal. Ahora alcanzamos la suma de más de 200 asociados. Tienes que estar atento a la página en Internet, cuando desees hacer una excursión de las que proponemos. En varias ocasiones hemos tenido que alquilar un par de autobuses, dada la demanda por hacer estos interesantes paseos. Antes de despedirnos de este feliz día, te paso mis datos y la página correspondiente en la que debes entrar con frecuencia. Después de la comilona que nos estamos dando, vamos a elegir unos buenos postres”.
Acacio era una persona, un tanto barrigón, que nunca parecía estar satisfecho con lo que engullía. Aniceto pensaba que al pobre amigo le iba a costar un ojo de la cara pagar todo lo que habían pedido. “No insistas, que un día es un día. Pago yo y no se hable más. No se recupera a un amigo de la infancia, así como así. Yo me he dedicado a la compra/venta de pisos, colaborando con una inmobiliaria. Y he hecho buenos negocios por la “milla de oro”, con las comisiones subsiguientes que me he sabido ganar. Y no te preocupes por la memoria. Lo importante es que el destino ha querido que ahora estemos juntos y a partir de ahora vamos a ser inseparables”.
El reloj ya marcaba las cuatro de la tarde, en ese largo y suculento almuerzo de amistad. Inesperadamente, Aniceto vio como el rostro de Acacio enrojecía. ¿Qué te ocurre? ¿Te sientes mal? ¿Puedo ayudarte, buen amigo?
Acacio bajó sus ojos y con el rostro un tanto avergonzado confesó a su interlocutor qué le pasaba. “Desde hace años, buen amigo, sufro una reacción estomacal que se presenta aleatoriamente o cuando mi ingesta es abundante. Es como una gastritis gaseosa, que me provoca una cadena de flatulencias, verdaderamente incómodas y desagradables, por la vergüenza que paso cuando estoy fuera de casa. Los médicos de digestivo ya no saben qué prescribirme. Puede tener un origen genético o emocional. Me disculparás unos minutos. Voy a los lavabos a “desahogar” esta crisis gaseosa que me hace quedar en evidencia ante las demás personas, con el aroma propio que te puedes imaginar”.
Aniceto, ya más relajado, siguió saboreando su café moka, que estaba ciertamente delicioso. Al paso de los minutos comenzó a preocuparse, porque Acacio no volvía de los lavabos, que estaban ubicados en la planta sótano y en donde él había sufrido una cómica experiencia. Como la situación no cambiaba, llamó a uno de los camareros, explicándole que hacía como unos 15 minutos que su compañero no volvía de los lavabos a donde se había desplazado por una indisposición.”
El camarero le dijo que lo acompañara al excusado para ver si su amigo necesitaba ayuda. Bajaron la corta escalera y llegaron al cubículo que Aniceto bien conocía. Golpearon en la puerta del WC. Al no encontrar respuesta decidieron franquearla. Una vez abierta, allí dentro no había nadie. Hicieron lo mismo con el WC femenino, golpeando con firmeza, por si había habido algún equívoco, pero se encontraron una señora que salía un tanto enfadada “desde luego que no puede una tener tranquilidad ni para “obrar” con sosiego”.
¿Qué estaba ocurriendo? Aniceto, profundamente confuso y preocupado, volvió a su mesa esquinera para acabar de tomarse el café, haciéndolo de un largo sorbo. Se preguntaba una y otra vez ¿dónde estará mi amigo? Al poco rato volvió el mismo camarero, pero esta vez venía acompañado por un señor sin uniforme con una mímica facial de “pocos amigos”. Se identificó como el dueño del local restaurador. Su nombre era URBANO Campanario. Traía en su mano diestra una pequeña bandeja de madera, muy grasosa por el uso y falta de limpieza, sobre la cual descansaba una nota: obviamente era la cuenta del opíparo almuerzo.
“Buenas tardes. El camarero me ha explicado la situación. Efectivamente, Vd. ha estado acompañado de una persona que en este momento parece que no está. Pero la cuenta de la mesa 7 tiene que ser pagada y esa obligación le corresponde a Vd.” “Pero Sr. Campanario, mi amigo se comprometió a invitarme. Tuvo que ir al excusado por unos gases malolientes que le afectaban el vientre. Yo no sé dónde puede estar” “Pues nosotros tampoco. La cuenta o ´dolorosa ‘suma 112 euros, IVA incluido. Entiéndalo. Hay que pagar lo que se consume y en esta mesa se ha comido mucho y bien”. La actitud del propietario Urbano Campanario era cada vez más serie e imperativa. “Si Vd. persiste en su negativa, pues deberá explicárselo a la policía para aclarar este enojoso asunto”.
El atribulado ex clarinetista se sentía cada vez peor. Incluso tuvo que tomar asiento porque le estaban temblando las piernas. Deseando que aquella absurda situación finalizase, extrajo de su cartera una tarjeta bancaria y la puso en la bandeja, sobre la minuta a pagar y cerró los ojos, porque la habitación “le estaba dando vueltas”. Su mareo era evidente. Otro camarero trajo la máquina digital de pago y de inmediato más de 100 euros “volaron” de su cartilla de ahorros. Una vez finalizado el pago, Urbano Campanario le dijo en voz baja (otros comensales ya estaban al tanto de la situación) “Ahora le ruego que abandone el local y no siga con estos juegos “infantiles” que le pueden traer malas consecuencias. Ese que dice “su amigo” le ha tomado bien el pelo.
Nunca más volvió a encontrarse con el tal Acacio o como realmente se llamase. Cuando Aniceto camina por la calle y observa que alguien se le acerca, suele acelerar su paso, a fin de evitar una tan amarga experiencia como la que se inició en el sepelio oficiado de San Gabriel.
Habría sido muy cruel para su débil carácter haber conocido que, en la tarde en que sucedieron los hechos, Urbano Campanario, el dueño del Candelabro recibió una llamada en su móvil. “Hola, Urbano. Con el incauto de hoy ya van siete en el mes. Los 20 euros que me das por cliente me los vas a tener que aumentar, pues el trabajo de interpretación que realizo creo que merece una más elevada compensación”. “Sí, Mariano, pero tú te “zampas” y disfrutas de una comida de lujo y además te quedas con la cuota de inscripción en la sociedad excursionista y el pago del primer mes. Recuerda los años cuando pasabas hambre y “mendigabas” un papel de figurante en el teatro, el cine o en las televisiones locales. Hermano mío, no lo olvides”.
EQUÍVOCOS
ENCADENADOS
José L. Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
Viernes 22 noviembre 2024
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