No es fácil, sino todo lo contrario, conocer bien a las personas. En muchos de los casos, ni ellas mismas llegan a tener una visión correcta o en profundidad de sí mismas, a lo largo de sus más o menos largas existencias. Un familiar, muy mayor, al que llegué a conocer, decía algo así como “Para llegar a conocer bien a alguien, haría falta gastar un gran saco de sal. Y a veces, ni después de ese exagerado consumo”. Las apariencias y los sucesivos comportamientos de las personas que están cerca de nuestras vidas ayudan, no cabe duda, pero el interior de lo humano es tan complejo e intrincado, que desbrozar esa “gran selva” de las intimidades humanas, incluso después de largos años de convivencia, es tarea poco menos de imposible. En este psicológico contexto se inserta nuestra historia semanal, ambientada en los años sesenta del siglo XX.
SANTOS Arias Diana, 26, era un joven segoviano que, hasta esa edad, no había tenido suerte en los contactos afectivos. Este muchacho, que podía “catalogarse” en lo físico como una persona normal, gozaba de una notable capacidad para el trabajo o esfuerzo en el estudio. Esta constante y ejemplar dedicación a los libros le había permitido ganar plaza en unas oposiciones para administrativo en los juzgados de la región de Castilla y León, siendo destinado a la administración de justicia de la capital leonesa, un muy buen y apetecible destino, dado el excelente número que había conseguido en el listado de opositores aprobados.
Pertenecía a una modesta familia, todos ellos naturales de la provincia segoviana. Su padre FLORENCIO ejercía de transportista, alquilando su vetusta y gran camioneta, para trasladar mercancías de todo género por los municipios del histórico Reino de Castilla y León (Castilla La Vieja), aunque esos desplazamientos superaban en ocasiones los límites de tan monumental y extensa región. Su madre ALFONSA, además de atender a las labores del hogar, trabajaba con manifiesto y laborioso acierto el arte de la costura, atendiendo en su propio domicilio a numerosos encargos, cosiendo prendas tanto femeninas como masculinas. Estos humildes pero responsables progenitores no cabían en gozo, ante sus vecinos y amigos, mostrando su legítimo orgullo por ver a su único hijo convertido en funcionario administrativo de la justicia, un buen hombre de provecho, pero “sin suerte” en las cuestiones de amores. Florencio y Alfonsa tenían la percepción de tener un excelente hijo, aunque era algo tímido en sus relaciones sociales. Su padre, un hombre un tanto primario pero muy buena persona, le repetía en esas ocasiones de la sobremesa, esas sabias pero varoniles palabras: “En este mundo, chico, hay que tener con las personas un poco de más arrojo y echar los genitales “palante”.
Santos encontró, gracias a las amistades y relaciones de su padre, un aceptable acomodo para residir cuando tuvo que incorporarse a su puesto de trabajo en la provincia leonesa: una habitación en un piso compartido, no lejos del “barrio húmedo” de la ciudad. Esa habitación/dormitorio no era muy espaciosa, pero estaba limpia y ordenada, con ventana a un ojo de patio. Cama, mesilla de noche, mesa camilla redonda, que le podía servir como escritorio o para tomar algún alimento. Lógicamente, podía usar el WC colectivo, con plato de ducha, que estaba en el pasillo intercomunicador. No tenía “prohibido entrar en la cocina y hacer uso de los enseres que allí se encontraban, pero doña ANSELMA, tenía su carácter. Esta señora, viuda de guerra, era la casera y propietaria del piso (que le había dejado en herencia su difunto marido, cabo de artillería vinculado al bando Nacional, muerto en campaña en la sangrienta batalla del Ebro) daba diariamente a sus inquilinos un plato de comida al mediodía, además de un plato fiambrero para la cena, todos ellos con postre (generalmente fruta) y un buen vaso de tinto. Habitación y comida a buen precio, al menos soportable dada las carencias y carestía de la época. Además de Santos, estaban alquilados, ocupando los correspondientes dormitorios, una madre soltera, ENGRACIA, junto a su hijo pequeño Serafín, don TOMÁS, un hombre viudo de mediana edad, que trabajaba como dependiente en una mercería cercana a la Plaza de la Catedral. El 4º dormitorio, cuyo balcón daba a la calle, lo ocupaba la propietaria del inmueble, doña Anselma.
¿Cómo era un día cualquiera, en la vida de este tímido, pero tenaz y voluntarioso, joven funcionario en las oficinas de los juzgados de León?
Durante la semana, entre lunes y viernes, su horario laboral era de 8 de la mañana a tres de la tarde, aunque podía disponer de unos minutos para tomar un café o similar a media mañana. Dos sábados al mes tenía que asistir también a su puesto de trabajo, pero sólo de 9 a 14 horas. Pasaba largas horas “encerrado” en su negociado, con las paredes cubiertas hasta el techo de severos estantes de madera, repletos de legajos, con mil y un expedientes, que contenían las causas penales y administrativas correspondientes.
Tenía, como compañero de trabajo a un hombre mayor, paternal y buena persona, que “andaría” por los cincuenta y tantos, llamado don CRISTIÁN, que era un tanto fanático o goloso de las barritas de chocolate con leche y almendras, que solía comprar en el mercado de estraperlo, donde se vendía a un precio más barato que en las tiendas, pero no de tan buena calidad (el chocolate contenía mucha algarroba) como el Nestlé, que compraban los señoritos de la “camisa azul” y la gente bien situada.
Cuando terminaba su jornada laboral, usaba una bien “reparada” bicicleta de tercera o cuarta mano que se había comprado a fin de llegar a tiempo a la casa pensión, antes de que doña Anselma cerrara la cocina. Tomaba con apetito el sabroso potaje leonés que le servía la casera, con un buen “cacho” de pan, que alimentaba hasta los ángeles del cielo. De postre, casi era usual, una manzana, naranja en época de los cítricos o plátano canario.
Tras el almuerzo, se echaba un ratito en la cama, para compensar los madrugones diarios que tenía que afrontar, con ese frio gélido que provenía de los montes de León que, junto al viento del Cantábrico, congelaba los huesos y “hasta el espíritu”.
A las cinco de la tarde ya estaba de pie. Bien abrigado con su bufanda tricotada por su madre y abrigado con un grueso gabán de lana, a cuadros de mezclilla con tonalidades marrones y grises que su padre le había traído de un viaje que hizo a los Pirineos y que lo habían entregado como pago en especie por su servicio de transporte. Entonces comenzaba a pasear, sin rumbo fijo, por las estrechas calles leonesas, acabando su paseo como destino en el rio Bernesga, importante afluente del Esla, que atravesaba la histórica ciudad de norte a sur.
Y así un día tras otro. Todos los días se parecían al de ayer y al de mañana. Carecía de amigos de su edad, ya que vivía en una ciudad que no era la suya natal. Sólo intimaba en la conversación con don Cristian, en el trabajo (bondadoso y receptivo en la conversación, que no se atrevía a “salir del armario” dado la mentalidad de la época (mediados años 60) y también con su compañero en la pensión, don Tomás, que era una persona más seria y taciturna a consecuencia de su viudez, Los fines de semana los reservaba para ver alguna película, pasando la mayor parte de la tarde disfrutando de algún programa doble en los cines baratos que más frecuentaba, el CAPITOLIO o el ODEÓN, salas que le cogían más cerca de su pensión para el desplazamiento.
Una mañana reparó en una propaganda de mano, folleto que alguien, con las prisas propias de las gestiones, se había dejado olvidada en la ventanilla en donde él atendía al público. La propaganda hacía alusión al SALÓN MERCEDES, nombre de la propietaria de un salón de baile y alterne, montado para personas de todas las edades. Este salón de encuentro estaba instalado en la Avda. del Generalísimo Franco, aunque desde antiguo se conocía a esta arteria viaria como la Calle Ancha. Era y es una de las calles principales de la capital leonesa, no muy distanciada del Barrio Húmedo. Entonces, ese sábado de noviembre, con un frío que calaba hasta los huesos, decidió posponer o cambiar la tradicional película del fin de semana, por la asistencia a una sesión de baile. El prospecto indicaba que habría personas en la sala, que ayudarían a los clientes que no supieran bailar. En realidad, Santos pretendía, básicamente, hacer algunas amistades que compensaran la soledad tan incómoda que tanto le afectaba. Lo del baile sería una excusa para hacer algo de “ligue” con alguna chica que estuviera bien.
Tras pagar el correspondiente ticket de entrada, entró en el Salón Mercedes (había dos. El del sótano era bastante más umbrío y reservado para la privacidad. La primera impresión que extrajo de lo que veía era un ambiente muy festivo, con música que sonaba algo estridente, piezas musicales que eran intercaladas con otras más románticas, para bailar lento y “pegado”. Había personas de todas las edades, aunque predominaba la gente joven. Estaba un poco desconcertado, pero advirtió que una chica que estaba sentada, esperando a que la sacaran a bailar, se le quedó mirando con notoria fijeza. Entonces Santos, tratando de superar esa timidez que le afectaba desde siempre, se acercó a la muchacha, haciendo el ademán correspondiente de invitarla a bailar. LARA, ese era su nombre, accedió de inmediato, coincidiendo que sonaban dos piezas románticas para bailar pegado. Comenzaron a intercambiar palabras, frases, comentarios simples, tratando de ir rompiendo el hielo inicial de dos personas que no se conocían hasta ese momento. Tras estos bailes, la invitó a la zona del bar para mantener una conversación algo más relajada.
Era una joven de aspecto normal (a él le pareció bellísima) largo su cabello negro en una melena muy bien cuidada. Vestía falda, botines y no llevaba colgantes encima, ni bisutería ni otro tipo de joyas. Era algo mayor que Santos, pues ya había cumplido los 31. También le comentó que “servía” en casa los señores de Monforte y que tenía libre los sábados por la tarde y el domingo. Así pasaron juntos toda la tarde. A la chica parecía haberle caído bien este joven, con cara de buena persona y un tanto “despistadillo”, tras haber abandonado su hábitat natural segoviano. En las siguientes semanas, el noviazgo entre los dos jóvenes se fue formalizando, para la ilusión “desbordante” de Santos, quien pensaba haber encontrado a una agradable, sencilla y muy humana compañera, con la que combatir mejor esa soledad que hasta ese encuentro con ella le perturbaba. Un fin de semana tras otro, los dos jóvenes enamorados compartían los paseos, el cine, las meriendas y las confidencias para irse conociendo un poco mejor. También durante los días intermedios, a los sábados y domingos, hacían lo posible por verse, cuando ella tenía que ir a comprar o a realizar algún recado que le mandaban los señores de la casa. Santos le acompañaba y así estaba con la persona que en ese momento estaba transformando positivamente su vida.
Lara le comentó que ella era hija de unos labradores del Bierzo, que trabajaban por cuenta ajena en las tierras de unos propietarios que habían hecho mucho dinero con la venta del cereal. Esta vida modesta, en el ambiente rural, la había movido a buscar mejor fortuna en la capital del Reino. Los gastos de las meriendas, el cine, los bailes, etc. todo salía del bolsillo del funcionario judicial, quien cada vez se sentía más animado y “acaramelado” en lo sentimental, con su nueva compañera. Santos vivía como en un sueño feliz, que había reconducido y cambiado la soledad de su vida.
Después de un par de meses, una tarde de domingo Lara le habló de un complejo asunto, totalmente inesperado, que sembró la inquietud en el corazón y equilibrio de Santos. Aquel día su compañera se mostraba inusualmente seria, cuando le planteaba algo que él nunca podía haberse podido imaginar. Básicamente, el turbio proyecto que le proponía consistía en que, conociendo la sirvienta cuando los señores no estaban en casa, su novio entrara en la casa, rompiendo unos cristales de la ventana y robara un importante cuadro de pintura barroca. Los señores, gente con mucho dinero que habían acumulado de su estancia en tierras americanas, eran muy aficionados al coleccionismo de obras de arte, especialmente pinturas. Ese cuadro, de un tamaño más bien pequeño, era una pintura atribuida a Rubens. Lara ya había contactado con un tratante, que se quedaría con la tela, a cambio de un buen montón de miles de pesetas. La entrada de Santos en la mansión debía producirse cuando ella hubiera salido, para hacer la compra en el colmado de la Plaza de la Platería.
Santos no daba crédito a lo que acababa de escuchar. Sin haber procesado totalmente la propuesta de su compañera y con el color del rostro transformado por el impacto de la situación, le preguntó a Lara el porqué de esta “terrible” propuesta, la joven le respondió que sus padres eran personas muy pobres. Y que la madre estaba enferma y también que su padre tenía deudas. Ante esta inesperada situación, el atribulado administrativo sólo acertó a responderle “Déjame que lo piense”.
Ya en casa, estuvo toda la noche dándole vueltas a este turbio asunto que su novia le había propuesto. Se despertó varias veces sobresaltado, pues lo delictivo de la acción era profundamente preocupante. ¡Como era posible que una chica tan buena y sencilla, le hubiera transmitido lo que aquella tarde había tenido que escuchar!
En la mañana del lunes, decidió pedir consejo al bueno de don Cristián. Tras escucharlo, este veterano escribiente judicial le respondió con ese afecto paternal que le caracterizaba.
“Amigo Santos, te voy a hablar como un padre lo haría con su propio hijo. No te metas en esos negocios sucios. Son delictivos y te pueden llevar a prisión. Cuando la policía investigue, tirará del hilo y lo descubrirá todo. Yo de ti me alejaría de inmediato de esa chica que, a pesar de toda la alegría que te ha aportado hasta este momento, puede llevarte a la destrucción personal. Por lo que tú me has contado, nunca te habrías esperado que te propusiera cometer un delito de robo, con allanamiento de morada. Pero así es la vida. Debes buscar para tu vida otra persona, que no te lleve a la perdición.”
Tras pensarlo durante algunos días, tomó finalmente la decisión de dejar de ver a Lara. Su vida de nuevo daba un giro hacia atrás. Pero la racionalidad y el sentido común le aconsejaban, que el camino que con tanta ilusión había emprendido, lo iba a llevar a la destrucción personal. Lo que más le dolía y le inquietaba era cómo en una persona, como su ya exnovia Lara, tras ese rostro y comportamiento “angelical” podía esconderse una mentalidad tan enrevesada y delictiva. Era, sin duda, un muy duro golpe que sólo el tiempo y la suerte podría ir borrando de su corazón y conciencia. Así que su vida volvió al régimen antiguo de la soledad, con la rutina de sus paseos hasta el río, las películas del fin de semana y a esperar que el destino le deparara otra oportunidad para encontrar una compañera que tuviera un interior normalizado y legal.
Apenas un mes después de estos acontecimientos, cuando una mañana Santos llegó al puesto de trabajo, su compañero don Cristián le tenía guardado un ejemplar del Diario de León, correspondiente al día anterior. “Mira en la página de sucesos. Te vas a llevar una gran sorpresa”. La información que el periódico ofrecía puso un nudo emocional en el corazón del asombrado escribiente. El artículo relataba acerca de la caída en manos de la policía de una red delictiva, que se dedicaba a robar objetos valiosos en domicilios pudientes. En la foto del reportaje aparecía el supuesto jefe de estos delitos, un personaje de origen turco llamado Omar L.F. Esta red delictiva se valía de la colaboración de varias mujeres, que se ponían a servir en domicilios de familias “bien”. Santos no ha vuelto a tener información alguna de aquella frágil y receptiva chica, que conoció una tarde de otoño en el Salón Mercedes. -
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DETRÁS DEL ESPEJO
José L. Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
Viernes 05 abril 2024
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