Hay miles de imágenes que desfilan ante nuestros ojos en la sucesión de los días, que encierran historias interesantes para nuestra consideración y valoración reflexiva. En principio, la mayoría de estas escenas destacan por su sencillez, pero a medida que profundizamos en las mismas comprobamos su intensidad dramática y sentimental. Vayamos ya al contenido de nuestra historia.
El escenario nuclear de este relato está situado en la Alameda Principal malacitana, próxima a la intersección con la calle Córdoba. Allí se ubica una muy aceptada y visitada cafetería, denominada SOL Y MAR, casi llena de clientes en muchas de las horas de servicio. Este establecimiento tiene una posición estratégica, pues se halla en pleno centro antiguo de la ciudad. Loa camareros que bien atienden el servicio apenas descansan, portando en sus bandejas las viandas e infusiones demandadas por los visitantes comensales. El trajinar de personas de todas las edades y condición es constante, porque el establecimiento está “a mano” de numerosas oficinas y despachos profesionales de la más variada índole (médicos, abogados, notarios, gestorías, inmobiliarias, librería, hoteles, etc.)
Con la puntualidad de un reloj, alrededor de las cinco de la tarde, llegaba a la cafetería y establecimiento restaurador un hombre mayor septuagenario (72 años a sus espaldas), llamado AMALIO FRESNEDA CAÑIZAL, bien aseado en su limpieza, aunque vistiendo de una forma un tanto modesta. Se resguardaba, fuera cual fuera la temperatura ambiente, con una bien usada gabardina gris, debajo de la cual aparecía un chaleco de punto y unos pantalones de mezclilla marrones, calzando unas raídas zapatillas deportivas de color azul, con gruesa suela blanca. Esa gabardina gris de repetido uso la había recibido en un día de lluvia y mucho frío, cuando cruzaba el puente de Tetuán. Al pasar ante un joven que esperaba el autobús, esta atlética persona tuvo un gesto harto generoso, insólito y solidario “Abuelo, póngase esta gabardina que le protegerá del frío y la lluvia. Vd. la necesita más que yo. Tengo mucha ropa en casa”. Ese joven nunca olvidará el rostro de agradecimiento sincero de aquella persona mayor, a quien estaba ayudando de forma noble y desinteresada.
Una vez dentro de la cafetería, solía elegir una zona esquinera para sentarse, junto a una gran luna de cristal, desde donde podía divisar con facilidad la amplia avenida de los grandes y centenarios árboles, los románticos y cromáticos puestos de flores, más el alegre trajinar de vehículos y peatones, a esa hora clave de la media tarde. Este fiel y silencioso cliente solicitaba cada tarde el mismo servicio: una taza de café con leche, bien caliente, rogando por favor le sirvieran un vasito de agua, cuyos sorbos le aliviaban las frecuentes molestias en su garganta. Allí, bien acomodado y distrayéndose con el dinámico panorama, interior y exterior, iba “consumiendo los minutos” e incluso las horas. No hablaba apenas con nadie e iba tomando sorbos pequeños, tanto de la aromática infusión, como de ese vaso de agua, que gentilmente le habían puesto encima de su mesa.
A eso de las 19, 19:15 horas, tras ese trocito de tarde sentado en su “privilegiada” mesa, hacía una señal al camarero, para abonarle la no golosa consumición y apoyándose en su bastón de madera de pino barnizada, con zapata de goma en su base, tomaba el camino hacia la puerta, saludando educadamente a los camareros con los que se encontraba, conocidos pues no faltaba tarde alguna a su cita con la cafetería. El hecho de su repetida visita diaria, provocaba el gesto amable de los camareros, con el simpático comentario de “ya ha llegado don Amalio” “ve preparando el café con leche de don Amalio” “Déjame el vaso con agua de don Amalio”. Esta familiaridad “cariñosa” ante el fiel cliente, provocaba que los trabajadores en la cafetería añadieran gratuitamente y a motu proprio, un par de galletas junto a la taza de café. Ese gesto era también agradecido por el veterano personaje, con una sonrisa silenciosa y misteriosa que los camareros valoraban en lo que valía.
La presencia repetida de este cliente generaba entre ellos una serie de preguntas. ¿Tendrá familia, este pobre hombre? ¿Con quien vivirá? ¿Tendrá una pensión suficiente para vivir? ¿Por qué vendrá aquí cada tarde? ¿No tendrá amigos con quien salir? Todos estos interrogantes generaba que entre los camareros se cruzaran apuestas acerca de quién era capaz de investigar acerca del silencioso y extraño visitante. Un joven trabajador del local, llamado LUCIO comentaba “es bueno que dejemos en paz a don Amalio. Tendrá lógicamente su vida y hay que respetar su privacidad”. Sin embargo, Lucio no era totalmente sincero con sus palabras. Él también tenía interés en conocer qué había detrás de este conocido cliente, por el que todos hacían cábalas.
Lucio se acercó una tarde a la mesa de Amalio y medio en broma, medio en serio, le preguntó de “sopetón” “Don Amalio, ¿en qué ha trabajado Vd. hasta su jubilación? ¿A qué se dedicaba?” Esa directa y sencilla pregunta fue respondida por el anciano comensal con una rogativa sonrisa. Prefería no hablar y que le dejaran “tranquilo” en su bien elegido rincón. Pero Lucio, gran aficionado a las películas de detectives e intrigas, estaba dispuesto a conocer algo más acerca del misterioso cliente de las 17 h. En este sentido, una tarde en que el camarero libraba en su horario de trabajo, se acercó a la cafetería a la hora en que don Amalio solía abandonar el local. Efectivamente, cuando éste se levantó de su asiento preferido (algunas tardes se encontraba ese sitio ocupado, por lo que tenía que ocupar otro puesto entre las mesas disponibles) y se puso su gabardina gris (la tarde estaba algo fría y húmeda) dio las buenas tardes y con su bastón en la mano diestra “enfiló” el camino de la puerta. Lucio con ropa de calle, se encontraba en las inmediaciones de la cafetería. Cuando vio salir a don Amalio, se dispuso a seguirlo, hasta averiguar cuál era su domicilio. Pensaba el sagaz camarero, “metido” a detective, que era la única forma de averiguar algo de una persona que trataba de no desvelar nada de su pasado, ahora en su vejez.
Siguiéndolo a una prudente distancia y con toda paciencia, pues el veterano cliente caminaba bien despacio y con extrema prudencia, para evitar perder el equilibrio, fue recorriendo el itinerario marcado por don Amalio. Alameda principal, Alameda de Colón, puente de la Misericordia y de allí a calle Cuarteles, llegando hasta la Explanada de la Estación. Desde allí, giró a la izquierda, llegando al monumental e histórico edificio del siglo XIX (1868) de tres plantas, con fachada en ladrillo y piedra, que sirve de sede al ASILO DE LAS HERMANITAS DE LOS POBRES. Tocó en el timbre y le abrieron la puerta lateral, que tras su entrada se cerró de manera automática. ¡Don Amalio, el fiel cliente de la gabardina gris, residía y era atendido en ese centro asistencial para personas mayores necesitadas y sin hogar!
Lucio estuvo durante la noche dándole vueltas a este episodio y comportamiento del cliente fiel de Sol y Mar. Así que, al día siguiente, cuando de nuevo el anciano ocupaba su lugar preferido para el café con leche de media tarde, Lucio le comentó con prudente delicadeza: “don Amalio, ayer noche, cuando pasaba por la zona de la Estación, lo vi entrando en el edificio de las Hermanitas de los Pobres. ¿Reside Vd. allí?”
Amalio bajó la cabeza y al volver a mirar al joven profesional, mostró algunas lágrimas en sus ojos. En ese momento se mostraba dispuesto a contar algo de su vida, precisamente a ese camarero que tan bien lo atendía y al que consideraba el único amigo que realmente tenía. Así que, en las tardes siguientes, Amalio Fresneda fue narrando algunas fases y contenidos de su larga existencia.
Amalio había trabajado como electricista, en una empresa de multiservicios. Vivía con su señora madre, quien al fallecer provocó una profunda soledad en su único hijo. Nunca supo quién era su padre ni, lógicamente, llegó a conocerlo. Esa dura soledad existencial, le llevó a buscar la compañía y, posteriormente, el matrimonio con una señora, CASILDA, mayor que él (42-50 años respectivamente). Esta mujer tenía una gran afición a los gastos desmesurados, en joyas y perfumes. Profunda y “locamente” enamorado de esta compañera, se fue paulatinamente arruinando en su sueldo y ahorros, enfebrecido por el amor que profesaba a esa mujer, en la veía o imaginaba el recuerdo de su madre. Esta desleal compañera, no sólo arruinó a su esposo, quien incluso llegó a hurtar en la empresa donde trabajaba, para atender a sus desmedidos caprichos. Tras descubrirse el robo, fue inmediatamente despedido, aunque el jefe de la empresa le perdonó la denuncia que podría haberle llevado a prisión. Tuvo en cuenta los muchos años en que estuvo trabajando para él, y conocía la peculiar relación de Amalio con una señora que lo había llevado incluso a delinquir. A partir de aquí, en la ruina económica y anímica, perdió su piso y, de inmediato, ella lo abandonó.
El abrumado electricista estuvo vagando en habitaciones de alquiler, residencias que pagaba con algunos trabajos que hacía por su cuenta. Cuando fue perdiendo vigor y fuerza para trabajar, y estando cerca de los 65 años, la señora que le alquilaba la habitación le gestionó una pensión básica “de pobre”, que no le daba para afrontar el alquiler y la alimentación. Esta señora. Doña ADELA, muy fervorosa en sus creencias religiosas, habló con la dirección de las Hermanitas de los Pobres, en donde fue admitido y donde reside en la actualidad. Los 450 euros que le entregan de pensión los entrega a las Hermanas, quienes le facilitan pequeñas cantidades para atender a esos cafés que diariamente le vitalizan y entretienen. Viste con la ropa que le facilitan en el Asilo, donada por la ayuda caritativa de personas anónimas. Entre su ropa, prioriza la entrañable gabardina que mayoritariamente lleva puesta, recordando a ese joven generoso que en un día de lluvia y frio le donó su propio abrigo.
Las personas que lo acompañan en el asilo son muy mayores, en general. Amalio manifiesta que también necesita estar rodeado de personas más jóvenes y vitales, al menos durante un par de horas al día. “Me siento muy bien en la cafetería. Estoy menos solo y con el calor de ánimo de toda la gente que entra y sale del establecimiento. Valoro mucho ese ratito de café con leche y el vasito de agua que me traen los camareros, los cuáles me tratan muy bien y que hacen que me sienta algo feliz. Mi vida no es muy alegre, por eso no me gusta comentarla. Hablar de cosas tristes no es una decisión acertada. Es mucho mejor guardar silencio (aunque los demás no lo entiendan) que recordar esos nubarrones que han pasado por mi existencia”.
Esta triste, entrañable y hermosa historia llegó a oídos del dueño de la cafetería, don Cristián, quien dio orden a sus empleados de que ese café, que a diario tomaba el veterano y apacible cliente, no le fuese cobrado, por gentileza de la casa. Esa positiva decisión, también conocida por la dirección del Asilo, mereció una muy bella respuesta, que llegó de inmediato al generoso propietario del popular establecimiento.
Don Amalio, que guarda la intimidad de su historia en esa memoria cada vez más “vapuleada” por la edad, ha tenido la suerte de tener cariño, habitación, cuidados, alimentación y compañía, en su benéfico centro asistencial. Pero en su bondadoso carácter, destaca agradecido ese “huequecito diario, durante un par de horas, en la cafetería Sol y Mar, del centro malacitano. Allí, rodeado de clientes de todas las edades, encuentra calor, vitalidad y estímulo ambiental, ayudado por comprensivos camareros, a los que considera como amigos, casi como hermanos. Muy especialmente, un joven trabajador llamado Lucio, aficionado a los temas policiacos y de detectives, que trata al anciano cliente como a un padre, cuidando que al cliente de la gabardina gris no le falten algunas galletas y el vaso de agua, junto a esa taza de café con leche que reconforta los cuerpos necesitados. -
EL FIEL CLIENTE
DE LA GABARDINA GRIS
José L. Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
Viernes 26 abril 2024
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