Todos los comportamientos humanos tienen, lógicamente, un origen o motivación, más o menos nítido o complejo, con el natural añadido del carácter, la educación y la forma de ser de quien los protagoniza. Para la masa social circundante, esos comportamientos, en muchas ocasiones, no son fáciles de interpretar, comprender y aceptar. Pero una vez que se conocen las raíces del hecho presenciado, leído o escuchado, esas mismas personas, que antes lo criticaban o rechazaban, se vuelven más comprensivas, complacientes y tolerantes. En este cotidiano contexto, de acciones más o menos insólitas, se inserta nuestra sencilla y hermosa historia de esta semana.
La acción se desarrolla en un popular espacio urbano de Málaga, denominado barrio de Huelin, durante la década de los 60, en el siglo precedente. Esta zona de la ciudad, muy próxima a las aguas templadas y azuladas del Mediterráneo, se encontraba muy densamente poblada por personas de humilde condición, con una modesta economía, que residían en grandes y elevados bloques de viviendas, a modo de “panales” de fraternales latidos vitales. Entre esas familias, con amplia descendencia genética, se encontraba un “personaje” que, por varios determinantes personales, se hizo popularmente famoso entre sus convecinos. Se llamaba ELADIO Picardo, casado con JIMENA Nevada, de cuyo matrimonio vino al mundo una niña, a la que pusieron por nombre DIANA.
Desde muy joven, tras la vuelta del servicio militar en 1962, con 22 años entró a formar parte de la plantilla municipal de los equipos de limpieza y conservación, para calles y jardines públicos. Ese mismo año, contrajo matrimonio su querida Jimena. En su trabajo y vida social, era muy conocido y apreciado en el gran barrio donde residía y en donde básicamente efectuaba su trabajo de limpieza y jardinería. Provisto siempre de su carrito de madera, gran escoba cuya barredora estaba formada con largas ramas de brezo, además de ese recogedor metálico, recorría unas y otras calles, según los días de la semana. Los vecinos, con franca familiaridad, lo saludaban, mezclando alguna que otra broma.
¡Eladio, que hace dos días que no te veo! ¡A ver si te acuerdas de mi calle! Muchas gracias por regarme las macetas, cuando pasas con la manguera. Eladio, te invito a un chato de vino o a una cervecita fresca. Eladio, ¡dale bien con la rasqueta y la manguera, que la gente es muy puerca o descuidada y hay que ver cómo han dejado las aceras!
Era sin duda una persona muy querida y apreciada por su llaneza, laboriosidad y, algo muy importante en los seres humanos, se le veía siempre feliz o satisfecho, con aquello que le correspondía hacer en su trabajo, como barrendero y jardinero, siempre con responsabilidad y eficacia.
Un día Diana, que ha había crecido en edad y madurez, se hizo novia de un canario que había venido de vacaciones a Málaga. Este chico era panadero de oficio. Con él se fue a las islas afortunadas, tras celebrar unos alegres y sencillos esponsales a la que asistieron muchos convecinos del barrio. Ahora vive con su marido y su niña, Yeray, en el Puerto de la Cruz, de la isla de Tenerife.
Con 35 años de trabajo y 57 de edad, Eladio alcanzó la jubilación anticipada, debido a un problema articular en las rodillas, ya que sufría un proceso degenerativo en ambas piernas. Era el año 1997. Ya jubilado, se sentía aún joven y con fuerzas, por lo que siempre estaba dispuesto a prestar ayuda a quien lo necesitara. Como la Sra. Encarna, ya muy mayor, que agradecía la ayuda que prestaba para cuidar sus muchas macetas. Al tío Jacinto, que tenía una tienda de verduras y frutas, le vigilaba los expositores con frutas colocados en la acera, cuando la tienda estaba llena de clientela. También echaba una mano al párroco don Daniel, el padre de todos, con muchos kilos en su obesa humanidad y no tanta movilidad. Eladio limpiaba y cuidaba de que todas las hornacinas de santos estuviesen bien limpias, llenando estos santos espacios de muchas flores, que él previamente había recogido del campo, dado su buen conocimiento en la materia.
Eran muchas las tardes, en que solía compartir el tiempo jugando algunas partidas de dominó con el vecino que se terciara. Con esos cafés, bien cargados sobre la mesa, y esas fichas de dominó que “percutían” con sus gratos sonidos, sustentando la amistad y la camaradería, relación que potenciaban su ánimo en esta época de descanso laboral. Eladio tenía una cualidad, que la mayoría de la vecindad desconocía: era su admirable arte para entonar y cantar canciones populares. Esa práctica la había continuamente mejorado, porque a Jimena le encantaba que su marido le cantara esas estrofas que habían hecho populares artistas famosos: desde Antonio Molina, Rafael Farina, Marifé de Triana o Lola Flores, hasta julio Iglesias y el propio Raphael. Sólo los vecinos de puerta o de planta escuchaban los canticos de Eladio “el barrendero” y hacían algún comentario jocoso sin más.
Un día de lluvia otoñal, con todo el suelo lleno de hojarasca, Eladio tuvo un resbalón, que dio con su cuerpo en el suelo. Diversas contusiones menores y un tobillo “aparatosamente” vendado, con el consejo del médico de que permaneciera en su domicilio unos días, hasta que fuera recuperando la fuerza en la articulación del tobillo, tras la bajada de la inflamación. Los nervios del barrendero se desataron en su estado de ánimo, pues eso de no salir un ratito a la calle, para intercambiar alguno chascarrillo con la vecindad no iba con él. Sin embargo, pronto pudo comprobar el aprecio popular hacia su persona. El propio concejal del distrito, el cura párroco don Daniel, Emilio el tendero/carnicero y otros muchos vecinos fueron a verle a su casa. Algunos le llevaban algún detalle, como tortas de aceite, bizcochos, chocolates, muestra de que conocían su goloso carácter. Pero lo que más agradecía era la presencia de sus amigos de siempre con las partidas de dominó, en el bar de Lisardo, que acudían con frecuencia a su casa, con la cajita de las fichas, para iniciar esas divertidas “competiciones” con el seis doble o los cuatro patitos.
Esta historia “toma cuerpo” cuando el bueno de Eladio se quedó “solo”. Jimena, dos años mayor que él, emprendió un “infinito” viaje en una noche, “la más larga de todas” al reino de las estrellas y los astros de cielo. Su máquina cardiaca se averió sin posible reparación. Cosas del corazón, a pesar de que ella y su marido lo tenían bien grandes, para el cariño y la amistad hacia todos los demás. Esa soledad sobrevenida resultaba, con patente tristeza, muy difícil de sobrellevar, a pesar del generoso calor humano que de inmediato Eladio recibió de la vecindad. Su hija Diana insistía en que se fuera con ella y su familia a Tenerife. Pero Eladio se sentía muy encariñado en “bahía malacitana”. En modo alguno quería abandonar su casa de siempre, su barrio y la amistad de sus gentes. Muchos de los vecinos le recomendaban, viendo la fuerza de su naturaleza y carácter, que no renunciara a rehacer su vida. Sólo tenía 61 años, una edad muy favorable para seguir caminando por la vida, pero con una “dulce” compañera, a fin de disfrutar de los minutos y los días.
Unos y otros le fueron presentando algunas señoras de su generación, pero el antiguo operario de la limpieza aprovechaba el mejor momento para “escabullirse” de esas buenas intenciones, con las que él no “comulgaba”. A su buen amigo Remigio, también jubilado (había trabajado toda su vida como cobrador de El Ocaso) le confesaba, con la intimidad propia del caso: “Y qué hago con este “bacalao” arrugado, lleno de pinturas, perfumes y abalorios, que me han querido “encasquetar” esta tarde. Remi, no sabía cómo escaparme de esa encerrona. Y se llamaba Clotilde. Menudo regalito, menos mal que al fin pude escapar. Aunque con honda tristeza, yo me siento feliz recordando a mi Jimena. Ella sí que era guapa. Toda una señora. Desde luego no sabía que en nuestro barrio abundaban tantos alcahuetes y alcahuetas, para “enchiquerarme” en estos años postreros de mi existencia”.
Una nublada mañana de octubre, los vecinos de la plazoleta del Ancla escucharon como, a eso de las 8 en punto, tan temprano, alguien cantaba desde el balcón de su vivienda. No le dieron importancia al hecho, pues tras finalizar la canción de Julio Iglesias, ya no vino una segunda. Pero hubo algunos que se asomaron a sus ventanas y terracitas, pudiendo identificar sin dificultad al autor de los canticos matinales. “¡Pero si es el Eladio! ¡Te lo aseguro, era el Eladio, que cantaba a viva voz desde su terraza! Este pobre hombre está perdiendo la cabeza” “Es que se sentirá muy solo y yo sé que desde siempre le ha gustado cantar. En realidad, no lo hace nada mal. Tiene arte el antiguo barrendero”. Y así una retahíla de comentarios, en los que se mezclaban las bromas con la fraternal comprensión afectiva hacia las dificultades anímicas de una persona que ha de afrontar la acre soledad vivencial.
Lo extraordinario de caso es que al día siguiente y a esa misma hora del amanecer, Eladio ya estaba entonando otra canción, ya fuera de Raphael, Camilo VI o Marifé. Unos y otros convecinos movían la cabeza, con la esperanza cierta de que tras esa pieza que el vecino cantaba, guardaría silencio u no seguiría haciendo más el ridículo. Y así cada día, cuando el cielo abandonaba su manto oscuro por otro terno cada vez más celeste, que anunciaba la hora oportuna para comenzar a construir las aventuras de una nueva jornada.
Cierto es que hubo algún vecino, más impetuoso y desabrido, que se asomó a la ventana y a vivo grito: ¡Artista, a ver si te callas de una puñetera vez y me dejas dormir, que me acabo de acostar y no me dejas coger el suelo, tras pasarme toda la noche trabajando (era Rodolfo, el enfadado vigilante de seguridad que trabajaba haciendo los horarios nocturnos que a sus compañeros no les apetecían)!
Entre el asombro, las risas, la piedad, los comentarios jocosos, las indirectas posteriores, los ¡ole, Ole!, todo ese batiburrillo de respuestas iba generando y provocando, al paso de los días, que la gente se fuera acostumbrando al “ruiseñor” del barrio, que entonaba su melódica canción, siempre a esa hora mágica de las 8 en el amanecer.
Geminiano, el “ventero” del “quitapenas” LA BOTA, un día en que Eladio pasaba por la puerta del establecimiento, tuvo el “acierto” de preguntarle acerca del motivo por el que cantaba desde el balcón de su casa, como si fuera un trovador en el amanecer. Con un vasito de moscatel en su mano, le explicó con toda claridad (y algo emocionado) el origen de este extraño comportamiento que a diario protagonizaba.
“Amigo Gemi, te aseguro que es muy dura la soledad que estoy sufriendo sin mi querida y añorada Jimena. ¡La echo tanto de menos! Ahora sólo la puedo tener en mis recuerdos. La explicación de las canciones es bien sencilla. A mi mujer le gustaba que yo le cantara algo cada día. Por este motivo, cuando me levanto cada mañana de la cama, siempre como un reloj, abro el balcón de mi terraza y mirando al cielo, en donde ella estará, no lo dudo, le dedico alguna de las canciones que a ella le gustaba escuchar. Le canto para que la goce escuchándola, dondequiera que ella esté. Por supuesto que procuro no elevar en demasía el volumen de voz, a fin de no molestar a los vecinos, pero si no potencio la voz puede que ella no me pueda escuchar.
¿Y por qué lo hago a las 8, en punto, cuando apenas está amaneciendo? Esa era más o menos la hora en la que yo cantaba en la ducha, y ella disfrutaba escuchándome. Cuando lleguen a sus oídos estas canciones matinales, se podrá contenta, pues comprobará que me estoy acordando de ella, un día tras otro. Echándola mucho de menos, amigo Gemi. No te lo puedes imaginar”.
Esta explicación, amorosamente convincente, llegó al oído de muchos convecinos, que fueron cambiando sus primeras opiniones acerca de ese cantor de la mañana, que a muchos despertaba de sus profundos sueños. Eladio era como un despertador para la vecindad. ¡Niño, que ya son las ocho y vas a llegar tarde al Cole! Que ya estoy escuchando “al Eladio” cantándole a su Jimena”. Incluso el cura párroco, el Padre Daniel, se acercó un día bien temprano para escuchar a su peculiar feligrés. Se sintió tan deleitado, que subió a su casa y le propuso que se integrara en el coro parroquial, que dirigía Sor Lucía, una hermana de las Adoratrices de Málaga.
Pero ese día, pleno de misterio e incertidumbre, al paso unos meses, tenía que llegar. Una mañana, los vecinos de la plaza del Ancla, no escucharon a las 8 de la mañana el cariñoso cántico del amigo Eladio. No sólo fue ese día. Tampoco en los siguientes. El responsable y antiguo operario de la limpieza municipal, fiel y amante esposo de Jimena Nevada, había “decidido” cantarle a su amada y a los ángeles directamente, en los oníricos o imaginados espacios celestiales. Precisamente allí, donde ella pudiera estar esperándole. Este barrio malacitano, muy cercano a las serenas y azules aguas mediterráneas, echa hoy de menos la presencia de un querido vecino, que atesoraba calidad humana, sencillez vital, laboriosidad asumida y ese “amor” que a todos nos agradaría ver reencarnado, algún día, en las personas con las que convivimos. También, por supuesto, recuerdan sus populares canciones, entonadas y cantadas con la mirada puesta en ese ignoto espacio angelical, que todos ansiamos para nuestro consuelo. –
EL RUISEÑOR
DEL AMANECER
José L. Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
Viernes 26 enero 2024
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