En todas las edades de la existencia el ser humano necesita el calor afectivo de la amistad. Es una realidad de imposible controversia. Por supuesto, este preciado y difícil (en ocasiones) valor exige una lógica ambivalencia: actúa, por su propia naturaleza, en una doble dirección. Es preciso y muy grato recibirlo. Es necesario, también, ofrecerlo a los demás. Siendo importante, imprescindible, en cualquiera de nuestros años, esa necesidad vital se acrecienta, de manera especial, cuando acumulamos muchas hojas del almanaque en nuestras modestas biografías. Durante esos tiempos avanzados de la existencia. nuestros cuerpos manifiestan con mayor intensidad sus debilidades y limitaciones, se agudizan los fallos orgánicos y, además, el ánimo sufre o soporta con mayor agudeza los infortunios y las dificultades cotidianas. En este frágil, sutil y muy humano contexto insertamos la historia de esta semana.
A una organizada residencia para la tercera edad, denominada con el bello nombre de MARAZUL, ubicada en el marinero entorno de la barriada malagueña de El Palo y gozando de una frondosa y agreste naturaleza de arbolado y vegetación mediterránea, hermanada con el bálsamo de hermosas vistas a ese mar plateado y sereno de la bahía, llegaron este año dos nuevos residentes, con apenas mes y medio de separación. ROBERTA Aliaga tiene 79 años, mientras que PAULINO Arance alcanza ya los 82. Una curiosa coincidencia, establecida por el caprichoso y críptico destino, había unido en convivencia a dos personas que celebraban su cumpleaños en la misma fecha: el último día de junio, 30, en el ecuador exacto de cada anualidad. ¿Y qué sabemos de estos dos longevos internos, en el sosegado y acogedor establecimiento?
Paulino había trabajado durante toda su vida laboral como peón agrícola, en las tierras cálidas de la Axarquía, zona de Comares. Se estregaba diariamente a su labor de arar, desbrozar, sembrar y recolectar en las parcelas ajenas, a cambio de un salario con el que poder mantener a su corta familia. Una dura y esforzada actividad sobre la tierra de cultivo, ya fuera a pleno sol, frío, lluvia, viento o sequía. Además, tenía la voluntad de ayudarse económicamente (distrayendo su tiempo libre) manteniendo unas colmenas de abejas en un paraje asilvestrado, no lejos de la casita “autoconstruida” en los años de su juventud, en la que residía desde su matrimonio con Mª Adela, su compañera y esposa a la que siempre amó con fidelidad y absoluta entrega. Por la zona de la pedanía siempre se le conocía con el nombre de Paulino “el mielero” como le gustaba ser llamado, porque esa palabra de “apicultor” le parecía muy seria y poco explicativa. La miel que producían sus panales de abejas la iba vendiendo por algunas tiendas de la zona o llamando de puerta en puerta, transportando en su carrito de madera un par de tinajas metálicas llenas del dulce y nutritivo alimento, venta particular para la que utilizaba para medir las tapaderas metálicas con medio kilo de capacidad. No se cansaba de repetir que su miel era la más buena y saludable de toda la comarca veleña y, por supuesto, la de mejor precio para los afortunados compradores de su sabroso producto. Cuando los vecinos y amigos le pedían miel de castaño, de bosque, de tomillo, de azahar o de naranjo, el buen apicultor sonreía y respondía: “esta miel que ofrezco es universal, lleva todos esos componentes. Por eso, la llamo “miel de mil flores”.
El travieso o caprichoso destino jugó a este ejemplar y cariñoso matrimonio dos desafortunadas desventuras. No pudieron tener hijos, a pesar de que lo ansiaron año tras año, durante esa edad fértil de la mujer para la procreación. Esta dura carencia supieron sobrellevarla y compensarla intercambiando mucho cariño, respeto y recíproca admiración. La vida de Paulino y María Adela fue todo un ejemplo de sencillez, amor, sacrificio y unión “absoluta” entre dos seres que se amaban con el silencio de sus miradas y las muestras y gestos sentimentales de la sinceridad. Celebraron su feliz matrimonio en 1965, cuando Paulino tenía 24 años y Mª Adela dos menos.
Hacía, para la desventura, unos seis meses en que unas “malas fiebres” se había llevado de la vida al único y gran amor de su vida. Ya era octogenario, no tenía parientes muy próximos en la inmediatez física, ya que éstos residían en tierras del norte. Únicamente un sobrino /nieto, Jacobo, que era policía local en la extremeña localidad de Mérida, se encargó, en connivencia con el alcalde y los servicios sociales del pueblo, en realizar las gestiones para buscar a su “tío” un digno acomodo residencial, precisamente en el recomendado centro de Marazul. Era una sensata decisión, ya que este familiar de Comares era una persona bastante mayor, totalmente apoyado en su querida compañera “bendita en el cielo de los ángeles” como su difunto no se cansaba de repetir, con inocentes y desventurados lagrimones que corrían por su curtido rostro. Su estado depresivo y entristecido, entre suspiros y lamentos por la difícil e insoportable soledad, aconsejaba ese traslado con presteza a un centro convivencial de garantías, en donde pudiera ser convenientemente bien atendido.
En cuanto a la otra residente, también notable protagonista de esta emocionante historia, Roberta Aliaga, al igual que el antiguo campesino/apicultor, había estado muy unida sentimentalmente a su marido Facundo, ciudadano que se ganaba la vida trabajando como cobrador del gas ciudad, actividad que le hacía recorrer a diario miles de metros por la planimetría urbana de la ciudad malacitana. Esta sencilla y apacible mujer también ayudaba a las necesidades familiares “echando horas" en una familia de “gente bien” que residían en una casa señorial ubicada en el barrio del Limonar. Eran los señores de Alarcos, propietarios por herencia de numerosas fanegas de tierra en la comarca de Antequera. En este “distinguido” domicilio, Roberta lavaba, tendía y planchaba la ropa, aunque su proverbial laboriosidad le permitía echar algún “cable” en la cocina, tarea que los Sres. agradecían por los exquisitos platos y postres que era capaz de preparar.
Facundo y Roberta sólo tuvieron una hija a la que pusieron el nombre de Remedios, niña y adolescente que a medida que fue creciendo dio abundantes muestras de tener “una cabeza” algo atolondrada y escasamente centrada. Las coincidencias con Paulino también afectaron a la estructura matrimonial. Roberta enviudó o perdió a su marido, quien tenía el mal hábito de “envenenar” los pulmones y el cuerpo fumando casi sin pausa. El cobrador del gas era un obsesivo dependiente del tabaco, siempre de “picadura” barata, como eran los míticos Celtas y Ducados. Cuando fue ingresada en la residencia para mayores hacía unos 8 meses que su marido había fallecido. Su hija pasaba temporadas en el domicilio de sus padres, cuando no estaba “libando con unos u otros amores”. Esta irresponsable mujer, estando ya muy cerca de su medio siglo de vida, aprovechaba esas fases “sin pareja” sabiendo qu,e en casa de sus progenitores y pacientemente, la recibían, a pesar del escaso buen trato que siempre les había deparado.
Roberta, ahora ya con su viudez, sobrevivía con las naturales estrecheces económicas. Había ido sumando años en su organismo, con las naturales limitaciones físicas e incluso mentales que suele provocar el avanzado calendario. Tenía un gran aprecio por su modesto piso “de toda la vida” sito en calle Melgarejo, en el popular y hoy muy degradado barrio malagueño de Lagunillas. Remedios iba y venía a este seguro habitáculo, cuando le convenía, sin aportar prácticamente nada a las carencias de su madre, ahora en estado de viudez. Precisamente ahora se había “encariñado” con un antiguo y vigoroso legionario que, en su momento, había sido expulsado del tercio por turbios asuntos relacionados con el tráfico de estupefacientes en Ceuta. Adrián, así se llamaba la pareja de Remedios, estaba ahora dedicado a trabajar como conductor en la empresa Cabify, de alquiler de vehículos con conductor. La fogosa pareja sentimental decidió instalarse en el piso de doña Roberta, cuya presencia les molestaba para poner en práctica su alegre y desenfrenada vida de “bacanales y desordenadas” fiestas, en sus horas libres de trabajo. Propusieron, mejor impusieron, a doña Roberta que debía ir a una residencia para personas mayores, en donde estaría mejor atendida, en función de sus limitaciones motoras y orgánicas. La llevaron engañada a la institución Marazul y allí la dejaron, a sus 79 años, financiando la estancia con la pensión de viudedad que recibía y una ayuda a la dependencia de los servicios sociales municipales. Se quitaron “literalmente” de en medio a una humilde y sencilla mujer, quedándose con el entrañable piso de su propiedad, tan apreciado vitalmente por la buena señora, dejándola sumida en la mayor tristeza.
Pero Marazul fue el punto de encuentro de dos almas solitarias, con muchos años a sus espaldas, que el travieso destino quiso aportar para, en lo posible, compensar la orfandad de sus desventuras. Roberta y Paulino eran dos sosegados internos residentes, entre los 75 que ocupaban plaza en ese centro para mayores de reconocido prestigio por la eficacia de sus prestaciones. Aunque la estructura de la residencia delimitaba dos zonas, vinculadas para los internos masculinos y femeninos, había importantes espacios comunes para ser compartidos por todos los residentes: el comedor, la sala de la televisión y los juegos, la capilla, la peluquería, las grandes superficies ajardinadas, el salón de actividades teatrales y cinematográficas, el gimnasio y, por supuesto, la enfermería y zona de curas. Obviamente, la zonificación separaba los dormitorios de los hombres y las mujeres, en orden a la privacidad de sus intimidades.
Nuestros dos protagonistas sólo se conocían, al principio de su estancia, “de vista”, al intercambiar los lógicos saludos de los días, las tarde y las buenas noches. Paulino se sentía muy favorecido o agradablemente señalado, ya que Roberta era prácticamente la única residente que al darle un saludo cariñoso cuando se cruzaban, aportando al tiempo una bella y serena sonrisa. En ese estado carencial afectivo, que él soportaba, desde la reciente pérdida de Mª Adela, el que una compañera le regalara esa cálida sonrisa, suponía todo un premio o incentivo anímico que el agradecía en lo más `profundo de su “gastado” corazón. Sentía como si le trasmitiese ánimo, simpatía, serenidad y amistad. A pesar de todos esos puntuales y ocasionales saludos, llevaban conviviendo unas cuantas semanas, pero sin el intercambio previsible de diálogo o afectiva conversación. Paulino sentía la necesidad de romper ese “hielo” silencioso que los separaba, pero le albergaba o condicionaba una cierta timidez con respecto a la respuesta que ella pudiera depararle a su ilusión de establecer un mayor contacto amistoso.
Esa frase que a veces, resulta certera con respecto a que “el saber esperar tiene sus frutos”, en esta ocasión fue plenamente exitosa. Cierta mañana, cuando Paulino paseaba por los jardines, pisó mal unas gravillas sueltas sobre un camino de tierra, resbalando y cayendo bruscamente al terrizo. Quiso la suerte, el azar o el destino, que la primera persona que acudió con presteza a prestarle ayuda fuera precisamente Roberta quien, a pesar de sus limitaciones físicas, sabía cómo tratar de manera adecuada a las personas mayores. Cuando trabajaba en la mansión de los Sres. de Alarcos, ayudaba en sus necesidades a los padres de la Sra. que eran dos personas de avanzada edad. Las palabras de afecto y cariño que aportaba a Paulino, tendido y dolorido en el suelo (enseguida acudieron los cuidadores para levantarlo y comprobar in situ si tenía alguna herida) fueron una primera y sutil terapia que hizo mucho bien al aturdido residente. Esas frases animosas y estimulantes supieron tranquilizar a este ser mayor, que agradecía la atención y el interés que Roberta se estaba tomando con respecto a su persona.
No había sido una caída de consecuencias graves, solo unas leves magulladuras en las rodillas, que fueron curadas con diligencia con un poco de agua oxigenada, mercromina, algodón y esparadrapo, que le aplicó el enfermero de guardia en la sala de curas. Roberta no se separó de Paulino ni un solo instante, quien se sentía aliviado por recibir la ayuda, las palabras de ánimo y sobre todo esas sonrisas angelicales de una compañera a la que admiraba desde hacía tiempo.
Desde aquella tarde de abril, los dos compañeros fueron como “uña y carne”. Paulino al fin supo abandonar esa timidez inicial con respecto a su receptiva y atenta amiga, a la que fue narrando en distintos momentos y días como trabajaba en las tierras de la naturaleza, soportando con paciencia los duros caprichos de la meteorología. Pero sobre todo se detenía, viendo el interés de su atenta interlocutoras Roberta, en detallarle todos los secretos para producir la “mejor miel de toda la Axarquía”, suculento y dulce producto tan bien apreciado en comercios y domicilios particulares. De hecho, el antiguo apicultor propuso a Pietro, encargado de las actividades culturales, ir a visitar a sus antiguas colmenas, que él había vendido cuando falleció Mª Adela. Se ofreció a explicar todos los secretos de la buena miel y la vida de las abejas, a los 24 internos que se animaron a acompañarle en una divertida e instructiva excursión a la añorada localidad de Comares, donde él trabajaba y preparaba y cuidaba de sus preciadas colmenas. Sobra añadir que, entre esos veinticuatro excursionistas, ocupaba un lugar de privilegio en el corazón de Paulino, la especial amiga Roberta.
Así un día tras otro, como providencial terapia afectiva, contra el ingrato pathos de la soledad. El paseo de la mañana. Y el de la tarde. Y esa ilusión por comer juntos, como si fueran los únicos en el gran salón del comedor. Intercambiado las miradas, las sonrisas, esas palabras cariñosas y los frágiles y cansados latidos del alma.
Aquella noche, durante la cena, Paulino quiso ser valiente y confesarle, mirándola cariñosamente a los ojos, esa petición o pregunta con la que soñaba durante las noches, bajo la mirada atenta de las estrellas:
“Mi querida Roberta ¿Te haría ilusión compartir conmigo el tiempo que dios y el destino nos depare en nuestras vidas?”
Lo hizo temblando de ilusión, emoción y algo de miedo, ante la respuesta que ella pudiera ofrecerle. Roberta tomó sus manos entre las suyas, besándole y después caminaron lentamente hacia los jardines, observando un cielo repleto de blancas sonrisas sobre un manto azulado, gracias a la generosidad de esa luna llena, invitada al cariño de dos seres que irradiaban el amor de la necesidad. Tres semanas más tarde, se celebró una nueva fiesta en el centro, a la que todos los residentes, cuidadores y directivos estaban invitados. En la capilla del centro, el Padre Daniel celebró el entrañable y sencillo enlace matrimonial de Roberta y Paulino. Dos felices octogenarios que, casi al final del camino, supieron encontrar cálidas, esperanzadas cariñosas respuestas a sus sencillas, humildes y ejemplares biografías. -
FELIZ ENCUENTRO,
EN UN ESPERANZADO ATARDECER
José L. Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
Viernes 30 junio 2023
Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es
Blog personal: http://www.jlcasadot.blogspot.com/
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