En casa de los Cebrián - Carrala, el despertador no se “ponía” el día en que finalizaba la semana. Era domingo, jornada de descanso y fiesta de “guardar” (día de precepto, en el que había que acudir a la parroquia para “oir misa”). Como ocurría durante el resto de la semana, MARIANA era la primera en levantarse de la cama matrimonial, a fin de ir preparando el desayuno y el almuerzo del día. Hoy tocaba cocido, con los ingredientes propios de tan suculenta olla, avíos que había comprado en el Mercado central de Atarazanas, el viernes: tocino añejo, tocino fresco, hueso de jamón, chorizo, garbanzos (que habían pasado toda la noche en remojo), patatas, apio, puerro, nabo, zanahoria, costilla y un cuarto kilo de ternera, todo ello con el objetivo de hacer un buen caldo y unos apetitosos platos de comida.
Esta madre de familia o ama de casa aprovechó que todos estaban aún durmiendo para asear su cuerpo. Los 44 años que indicaba su DNI hacía posible que aún ofreciera una buena imagen física, aunque soportando un notable sobrepeso en las nalgas, vientre y en las pantorrillas, según ella a consecuencia de los dos embarazos exitosos que había tenido en su matrimonio, además de otro más que había resultado fallido “porque dios así lo quiso ¡bendito sea el Señor!”.
Se trataba de una familia modesta, pero muy decente y religiosa. Al ser domingo, había que ir a misa y quedar bien con dios, por lo que era necesario preparar el cuerpo convenientemente. Vivían en un piso alquilado, en pleno núcleo antiguo de la ciudad malacitana, vivienda por la que pagaban 100 pesetas mensuales, cuya extensión útil no pasaba de los 45 metros cuadrados y que carecía de cuarto de baño. Sólo tenía un cuarto de aseo, en cuyo interior estaba la tacita del wáter y un lavabo de loza acomodado a un cuerpo de madera con un espejo. Los cuatro integrantes de la familia tenían que lavarse sus cuerpos por partes. Cuando llegaba los meses de verano podían ir a la playa, en la que gozaban del agua dulce que salía de las duchas allí instaladas por el municipio y especialmente cuando acudían a los populares Baños del Carmen.
Su marido, AMBROSIO, 48, fue el segundo en levantarse. El domingo, único día de la semana en el que descansaba del trabajo, podía quedarse un rato más en la cama, mientras que el resto de los días ponía el despertador a las 5 de la mañana, ya que tenía que estar en el obrador de la pastelería y panadería en donde trabajaba, LA BUENA HORNADA, junto a su compañero Nicasio, no más tarde de las seis. A partir de esa temprana hora, tenía que preparar y amasar la harina para cocer el pan. También había que preparar los bizcochos, los merengues, los hojaldres y las posibles tartas encargadas, además de los dulces y pasteles ordinarios. Mantenían el horno (de leña) en plena actividad hasta prácticamente el medio día. Los dulces y los panes cocidos (barras, teleras o pistolas, civiles, bollitos, roscas, piquitos, panes catetos y de molde) eran vendidos en el mostrador del establecimiento (ubicado en la dinámica y popular calle Carretería) por la tercera compañera de trabajo, la muy activa señora Candelaria. El horario de Ambrosio era casi de nueve horas (de seis a doce, continuando después del almuerzo, desde las 15 a las 17 hora o más…). A pesar de esta extensión laboral, la compensación económica por las horas trabajadas fuera de horario no llegaba, ya que don Matías, el dueño de la confitería/panadería, era bastante rácano en la retribución a sus esforzados empleados. Pero eran tiempos en los que había que “aguantar” estas rígidas condiciones laborales con la mejor cara. Responsablemente, tenía que mantener a su familia.
Completaban la familia, SERAFÍN, el hijo primogénito, que alcanzaba los 10 años, dos más que su hermana RAFI. Ninguno repetía el nombre de sus padres, pues éstos habían querido conservar el recuerdo de los abuelos. El “niño” iba al Colegio Sagrado Corazón de Jesús, de calle Martínez, a dos pasos de calle Larios, mientras que la “niña” lo hacía al Colegio de la Goleta, en la zona del barrio del Molinillo. A poco de que dieran las diez de la mañana, al fin se levantaron los dos jóvenes de la casa, cuando su madre descorrió las cortinas del dormitorio que ocupaban, abriendo también las colchas de sus respectivas camas. Lavaron por partes sus cuerpos y tomaron el desayuno que Mariana les puso en la mesa. Había que estar presentables con respecto a la ropa, pues todos irían juntos, como una ejemplar familia, a la misa de 12 en los Mártires, parroquia del barrio centro donde vivían. Ambrosio lo hizo con su traje y chaqueta dominguera de color gris, mientras que su mujer se puso su falsa plisada de color beige, las medias y los zapatos negros de domingo. Cubría su cuerpo con una gruesa rebeca de color gris oscuro, a pesar de que la ciudad gozaba de una cálida atmósfera primaveral, en un mes de mayo reluciente.
Mariana advertía a sus hijos de que iban a ir con antelación a la iglesia, pues había que confesar para poder comulgar y estar bien con dios. El Párroco, D. Benigno solía ponerse en el confesionario sobre las 10 y no salía del austero, recio e impactante cubículo de caoba hasta las 11:30, pues tenía que vestirse con los ornamentos litúrgicos y prepararse para la misa, repasando también la homilía que tenía que platicar desde el altar mayor, con esa voz “atronadora” que al “castrense” clérigo le caracterizaba. Los hijos de la familia Cebrián-Carrala confesaron “llenos de miedo” sus “culpas”, sin dejarse travesura alguna en el “tintero”. El niño arrodillado ante el severo sacerdote, mientras que la niña lo hacía través de la “difuminada” y conveniente celosía, de finas pero severas varillas de madera. Rezaron sus penitencias y ya con el alma limpia se sentaron silenciosos junto a sus padres quienes esperaban respetuosos la salida ceremonial de don Benigno, mientras sonaba música sacra tocada por el organista y sacristán de la parroquia. El templo de los Santos Mártires San Ciriaco y Santa Paula, como casi siempre sucedía en la santa misa dominguera de las 12, se encontraba repleto de feligreses.
D. Benigno se había extendido en la predicación de la homilía, como era usual en este sacerdote de fuerte carácter. Esa autoridad que irradiaba, dentro de su proverbial bondad, la hacía patente, en algunos momentos de la celebración, regañando a los padres que no hacían callar a sus niños o hablaban entre ellos, cuando él estaba explicando el contenido del evangelio del día a través del micrófono. Ya en la calle, sobre las 12:40, como también tenía por costumbre los domingos, Ambrosio se acercó al puesto de periódicos de calle Santa Lucía, para comprar el diario deportivo MARCA, mientras que Serafín eligió el cuadernillo de El Capitán Trueno de esa semana, con los atractivos personajes de Trueno, Sigrid, Crispin y Goliath. Rafi optó por su revista infantil preferida: Mujercitas.
La mañana estaba pintada, con lúdica generosidad, de sol y alegría. Pasaron por la Plaza de José Antonio (actual Plaza de la Constitución) y bajaron por Larios (con escaso tráfico automovilístico en ese domingo de mayo) hasta llegar a la zona arbolada de la Alameda. Era la hora de tomar un pequeño aperitivo en el bar LA MAR CHICA, en la Plaza de la Marina, ya alegremente “atiborrado” de clientes. Dos cervezas Victoria y unos refrescos para los niños. El platito de gambitas cocidas, con la tapa añadida de las aceitunas aliñadas, fue consumido con entusiasmo por los cuatro miembros de la familia Cebrián - Carrala.
Volvieron a casa sobre las 13:45 para tomar el almuerzo, disfrutando de esa gran olla de cocido, madrileño o andaluz, preparada por las hábiles manos de Mariana, que alegraba los corazones y sosegaba los estómagos. Antes y para el postre, Ambrosio se había llegado a la Buena Hornada, mientras su mujer ponía la mesa, pidiéndole a Candelaria le preparara un papelito con unos merengues y hojaldres rellenos de cabello de ángel. Don Matías tenía establecido que los pasteles que sus empleados se llevaran a casa los pagarían al 50% de su precio, norma que todos acataban sin rechistar.
Tras el familiar y fraternal almuerzo, Ambrosio se echó un ratito en la cama para reposar la comida. Mariana “quitaba” la mesa y “arreglaba” la cocina, mientras los niños se preparaban, sumidos en esa alegría nerviosa para darse prisa, pues tenían que llegar puntuales al cine, cuya primera sesión comenzaba a las 15 horas. Cada dos semanas, si se habían portado bien, tanto en casa como en la escuela, se les permitía disfrutar de su máxima afición. No vivían lejos del Cine Avenida, una popular sala de barrio, en la entrada de Mármoles, en donde siempre “acertaban” con interesantes programas dobles, a tres pesetas la entrada. Aunque la gran sala era fría en invierno y calurosa en verano, nada molestaba. La maravillosa ilusión de ver dos películas, fueran de vaqueros, policías y ladrones, cómicas o religiosas, de aventuras o amores, compensaba esos condicionantes térmicos y las ronchas que provocaban algunas chinches traviesas que también se invitaban a la programación. A las 19 horas, los hermanos Cebrián ya habían gozado de las dos películas. Como tenían permiso hasta las ocho para volver a casa, aún podían repetir unos 30 minutos del primer film. Sus ahorros durante la semana también les había permitido poder comprar algunas chuches, como avellanas, caramelos, saras y chicles “bazooka” sabor fresa, empleando esas “perras gordas” (10 céntimos de peseta) o “perras chicas” (5 céntimos) conseguidas por los mandados, por la ayuda en casa y por la venta, en la carbonería de Julio, de periódicos viejos y cartones.
Su padre Ambrosio dedicaba la tarde del domingo a seguir releyendo su Marca, pegado a la radio, escuchando el resultado de los partidos de futbol, con la vana ilusión de acertar los 13 o 14 resultados de la quiniela organizada por el PAMDB (Patronato de Apuestas Mutuas, Deportivas y Benéficas). Había premios suculentos en pesetas para los afortunados acertantes. Dicho Patronato amplió, años después, los aciertos a los que pusieran el correcto 1, X, 2 en al menos 12 partidos de la competición futbolera. Unas pesetillas siempre venían bien.
Los resultados de las quinielas eran generalmente “desalentadores”, pero ello no era óbice para que el pastelero volviera a probar suerte la semana próxima. Cuando el C. D. Málaga juagaba en el campo de la Rosaleda, Ambrosio acudía a ver el partido pues era socio de la grada GOL, en el lateral norte del estadio, zona muy popular y densificada, ya que era el lugar más económico al pasar por la taquilla.
Este pastelero/panadero no era muy dado a hacer deporte. Bastante ejercicio hacía con levantarse de la cama diariamente a horas “monacales” y no para hacer las oraciones de los monjes, sino para ir a trabajar al obrador de D. Matías La Buena Hornada. En verano gustaba acudir a la playa los fines de semana y durante las vacaciones, llevando a su familia a tan lúdico espacio. Tenía don Ambrosio una interesante afición, además del espectáculo futbolero. Se trataba del coleccionismo de sellos de correos. A los amigos, compañeros de trabajo y establecimientos del barrio centro, les tenía encargado que le guardasen los sellos ya franqueados “o matados” de la correspondencia que recibieran, gesto que él agradecía regalándoles algunos pasteles de la confitería en donde trabajaba. Esta entretenida, paciente y “culta” afición también la consideraba, en su modesta mentalidad, como la formación de un legado patrimonial que podía dejar a sus dos herederos o a “la Mariana” si él se marchaba antes de la vida.
El ama de casa, esposa y madre, doña Mariana solía dedicar la tarde dominical a diversas y hacendosas tareas, como planchar la ropa atrasada, al tiempo que escuchaba los “discos dedicados” de la música popular española, en un viajo aparato de radio, que les entregó sus padres como regalo matrimonial (nupcias celebradas en 1944). Ambrosio utilizaba su apreciado transistor National, que había comprado a buen precio, en el estraperlo o contrabando barato (tabaco, relojes, transistores) en el núcleo marginal de la calle 7 Revueltas, a muy pocos metros y paralelo de la conocida y señorial Larios. Este núcleo urbano del “menudeo contrabandista” fue erradicado a los pocos años y convertido en una coqueta plaza rectangular, conocida como P. de las Flores.
En ocasiones, Mariana subía al piso 2º A (ellos vivían en el 1º A) para “echar” un ratito con su vecina y amiga Doña Concha, mujer de distraída conversación, a la que agradaba ir contando mil y una historias y experiencias (superaba en once años a Mariana) sin evitar tema alguno. Incluso le contaba los devaneos de infidelidad que su marido Remigio le hacía, con una joven dependienta de una tienda de frutas y verduras, llamada Maruchi León, la “querida” de su esposo. Estos vecinos se acercaban en edad a los sesenta. Él era ferroviario, de talleres y Concha tomaba sus aventuras afectivas con resignación, inteligencia e incluso humor: “Esa niña ya se hartará de un viejo “pitracoso”. Pronto lo pondrá de patitas en la calle. Entonces Remigio volverá a mí, como un avergonzado y humilde corderito, trayendo bajo el brazo y como consuelo un papelito de “isabelas y bollos de aceite”, de la confitería donde trabaja Ambrosio, pasteles que sabe lo mucho que me gustan”.
Cuando los niños volvieron del cine Avenida, muy contentos por haber disfrutados con dos películas de acción, contaban a sus padres los más curiosos detalles de esas historias con las que habían pasado la tarde. Antes de la cena y por “presión” de su madre, los chicos fueron completando “los deberes” que le habían puesto sus maestros, don Miguel y las hermana Regina, respectivamente, tareas tenían que hacer para el fin de semana, a fin de presentarlos el lunes en clase.
A las 21:30 ya estaban los cuatro miembros de la familia reunidos en torno a la mesa. Se escuchaba la “radio de mami” que estaba sintonizada con la emisora Radio Nacional de España, que programaba una emisión de variedades, hasta que sonó la conocida música de viento que daba paso al “parte” de las 10 de la noche, con las noticias más importantes del día. Serafín y Rafi tenían que irse pronto a la cama, al igual que su padre, quien cuidó de poner el despertados a las 5, pues una hora más tarde ya tenían que estar presente en el obrador de don Matías. Como primera acción tenían que encender el horno de leña y comenzar a trabajar la harina, convirtiéndola en saludable y esponjosa masa con la que hacer los primeros panes del día. Antes de acostarse Mariana preparaba a su marido un tazón de café con leche, que gustaba tomar bien migado, como postre de la cena. El ama de casa era la última que también se iba a descansar, pues antes tenía que “quitar” la mesa, arreglar la cocina y poner las lentejas a remojar, guiso que pensaba cocer para el almuerzo del lunes.
Aquellos años cincuenta dibujaban un mundo (para nuestro asombro actual) sin televisión, ordenadores, aparatos tablets, móviles o Internet. No existían las pizarras electrónicas, sólo los austeros encerados grises y las barras de tizas “inmaculadas”. El principal recurso didáctico de los maestros, profesores y alumnado era la poderosa “magia” imaginativa y el voluntarismo personal ante el juego, ante el aprendizaje. El nacional catolicismo impregnaba e ideologizaba la mayoría de los comportamientos colectivos e individuales, con la impuesta existencia un único partido político, el Movimiento Nacional y un único sindicato “vertical”. Lo mejor y esperanzado del conjunto social era, como siempre, el dinamismo de una infancia, alegre e ilusionada, que hoy la recordamos con entrañable cariño, incalculable nostalgia y mucho amor. -
UN DOMINGO FAMILIAR
EN LOS 50
José L. Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
Viernes 23 junio 2023
Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es
Blog personal: http://www.jlcasadot.blogspot.com/
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