Difícilmente habría suficientes páginas en los libros, para anotar y explicar las diferentes formas y actividades realizadas por los seres humanos a fin de conseguir el sustento imprescindible de cada día. Para ese “ganarse la vida”, en la expresión popular, el ingenio aplicado a la necesidad va generando comportamientos muy variados, a través de los cuales sus respectivos autores van obteniendo las indispensables compensaciones económicas para la subsistencia y el humano sosiego.
En la actividad laboral podemos observar trabajos de tipo tradicional y aquellos otros derivados de los nuevos oficios, relacionados durante las últimas décadas a los sorprendentes avances en el campo de la informática y la electrónica, junto a los logros extraordinarios generados por la investigación científica, vinculada a la medicina, a la física, a la química y a la biología. Sin embargo, antes y ahora van apareciendo nuevas formas, un tanto atípicas y ocasionales, que nos dejan asombrados por su ingenio, desinhibición y admirable constancia para su puesta en práctica, tanto en la vía pública, como en los espacios más proclives para conseguir los objetivos que resuelvan la extrema necesidad de sus autores o protagonistas. En este contexto se desarrolla la temática de nuestra historia.
La familia Lazos Negrilla, integrada por don Raimundo y doña Deseada se encontraba almorzando en su céntrico domicilio malacitano un lunes de enero, matrimonio al que acompañaban sus hijos Cosme y Mariana. El plato principal que degustaban aquel día era una cazuela de arroz mariscado que había salido un tanto, bastante “pasado”, debido a la imprudencia de Deseada que no controló bien el tiempo dedicado a parlotear con sus vecinas más allegadas. Ciertamente había un quinto componente, en la buena armonía familiar, que con su constante verborrea animaba el fraternal ambiente del comedor, ayudando la ingestión de esta sencilla familia de clase media. Ese “quinto comensal”, que por sus caracteres electrónicos sólo consumía energía eléctrica, era el televisor, de pantalla extraplana de plasma, un Smart de especial inteligencia, que hacía posible inteligentes prestaciones para sustentar el gozo de sus propietarios. El aparato televisivo emitía, mientras los demás desatendían, pensaban en sus cosas y por supuesto … comían.
Raimundo, 53 años, trabaja desde los 27 en las oficinas del Catastro Provincial, como oficial administrativo. Es persona recta y austera en su comportamiento, muy amante de la vida familiar. Entre sus aficiones, destaca por el coleccionismo de sellos de correo y todo lo relativo al mundo del balompié, deporte que practicaba en su infancia y adolescencia, jugando con los amigos en los rincones callejeros y en la parcela arbolada de eucaliptos en Martiricos, junto al cauce del Guadalmedina. Deseada, cuatro años menor que su marido, atiende “desde siempre” a las tareas del hogar, aunque por las tardes suele reunirse con sus amigas del colegio (Presentación) colaborando, entre merienda y merienda, con la sociedad benéfica EL ROPERO SOCIAL, para la ayuda a las familias modestas y necesitadas. Cosme (Cosmín, en el apelativo familiar) hace su segundo curso de medicina, aunque los dos últimos veranos, con gran disgusto y oposición de sus padres) ha trabajado para GLOVO, trasladando pequeña paquetería, montado en su antigua bicicleta, por las calles del perímetro urbano malacitano. Explica que lo hace como experiencia, a fin de conocer un poco mejor el mundo en que vive y también para ganar unos euros que invierte en su gran afición coleccionista: zapatillas deportivas de marca. En cuanto a Mariana, después de mucho dudar, se ha matriculado en Ciencias de la Información. Sin gran vocación por el mundo mediático, sin embargo es en esta facultad donde trabaja como profesor ayudante su gran amor, Silverio, un hábil trilero y mujeriego agnóstico, once años mayor que ella, pero al que la ilusionada joven sigue con fervor incondicional.
El programa de Tele 5, usualmente sintonizado por Deseada, seguía regalando su emisión, siempre ruidosa y a ratos divertida, cómica o “vergonzante”, aunque por fortuna tres de los cuatro comensales “pasaban” de sus insustanciales contenidos, pues se esforzaban, con plausible esfuerzo, en “sacar partido” de la pasta de arroz pasado y engominado que tenían sobre sus platos, aunque por respeto a “la mama” evitaban comentarios acerca del tan dudoso ágape. Raimundo jugueteaba con el tenedor ensartando un mejillón que pensaba degustarlo antes de que Mariana retirara los platos, para lo que ya estaba dispuesta, pensando que le dejaría un buen sabor de boca ante la parte del engrudo que con santa paciencia había tenido que llevarse a la boca. Para sorpresa de todos, un grato y melodioso sonido exterior se entremezcló con la cantinela repetitiva de la 5ª cadena. Una potente voz entonaba, desde el distribuidor de la 6ª planta, la muy conocida canción de Julio Iglesias Me va, me va. La verdad es que lo hacía con una gran destreza y profesionalidad. Sin más acompañamiento musical que unos cómicos Tururú, tururú, con la percusión propia de unos golpes con los nudillos de las manos en la puerta de la vivienda, ayudados por sonoros talonazos en las losetas del suelo, para implementar los bajos del tambor de una imaginaria batería orquestal.
Raimundo hizo una indicación a Cosmín para que bajara el volumen del televisor, pues la entonación de ese cantor urbano era verdaderamente notable para la buena escucha, lo que provocó que los cuatro comensales ralentizaran el ritmo de sus cucharas, a fin de prestar toda la atención al “bardo” de las escaleras. Éste continuó cantando una canción de Raphael, con gran perfección y digna de aplausos. Pero al escuchar la tercera pieza, “Suspiros de España”, don Raimundo, profundamente conmovido y enternecido se levantó de la mesa y se dirigió a la puerta del piso, acompañado de los tres miembros familiares, con la intención de saludar al improvisado artista que se había ganado el reconocimiento y el afecto de estos vecinos del 6ª A.
Ya en el descansillo de la planta, se encontraron a un hombre de no elevada estatura, que no cumpliría los 50, avanzada alopecia en su cabeza ciclotímica, ojos redondos y cejudos, nariz aplanada y el mentón poblado de una corta pelusa ya canosa, como el escaso cabello superior. Su cuerpo era más bien delgado, enfundado en una muy usada chaqueta estampada de cuadros pequeños, color marrón, con pantalones anchos de pana beige. Calzaba unos zapatos negros desteñidos, de exagerada punta fina, con los talones laterales muy gastados debido a la peculiar forma de caminar. Sostenía en su mano, en ese momento, medio pan cateto que doña Julia, la vecina del 6º B, se había prestado a regalarle y que desde su puerta no dejaba de repetir ¡pobre hombre, que bien canta las canciones populares que tanto me gustan! Raimundo no se lo pensó dos veces y con gesto perentorio, no exento de bondad caritativa, le franqueó su puerta al inesperado y sorprendente buen cantor:
“Pase a casa, buen hombre, que le queremos invitar a un café calentito, pues hoy hace un día un tanto frío. También podrá completar la merienda con algunas mantecadas de las monjas carmelitas de Ronda, que me trajeron la semana pasada unas personas agradecidas por mi gestión en sus consultas catastrales”.
Higinio, ese era su nombre, entró con una amplia sonrisa en el hogar de los Lazos-Negrilla, con su bolsa de plástico en la mano, en la que llevaba el buen medio pan de la panadería Curruca de Coín, según explicación de doña Julia. El curioso cantor, un tanto abrumado por la deferencia de esta generosa familia, no dejaba de dar las gracias, sintiéndose el blanco de todas las miradas. Rápidamente Deseada preparó una “ardiente” taza de aromático café con leche, sirviendo al momento, en una bandeja imitación plata, las afamadas y “santificadas” (aplicando buen humor) mantecadas rondeñas, como acompañamiento para el alimento del esforzado y cualificado artista. El café, aun bien caliente, se lo bebió “de corrido” y no pudo reprimir la tentación de tomarse hasta dos pastas mantecadas conventuales. Tras saciar esa indisimulable hambre que su estómago reclamaba, se sintió obligado a explicar algo de su vida y circunstancias, a esa familia que tan atenta y respetuosamente le observaba.
“Son Vds. Señores, muy buena gente. No sé cómo agradecerles su generosa hospitalidad. Aunque mi vida, en la actualidad, está presidida por la necesidad, en lo material puedo asegurarles que durante mucho tiempo he vivido con normalidad. Sin excesos, pero disfrutando de lo necesario. He trabajado como charcutero durante muchos años en un gran colmado del Puerto de la Torre, en donde resido con mi mujer en un piso alquilado “en el que tienen Vds. su casa”. Pero un triste día, hace año y medio, falleció don Florián, que en buena gloria esté, propietario y fundador del popular del negocio. Y entonces comenzaron todas mis desgracias. Sus hijos, gente joven y aventurera, carentes del necesario equilibrio, quisieron renovar el negocio. A dos dependientes, de los tres que allí trabajábamos, nos pusieron en la calle, pues querían un personal más joven. Nos decían que esta imagen veterana que ofrecíamos “no vendía”, que la clientela deseaba ser atendida por la juventud. El desempleo me duró un año. Busqué y busqué, un nuevo puesto de trabajo, pero ya saben, la edad es un factor que te abre y cierra puertas. A mis 57 años es muy difícil … yo lo que sé es atender tras el mostrador las peticiones de charcutería que me hacen los clientes. Amparo, mi mujer se puso a coser y a echar horas de plancha y limpieza en casa de “señores bien”, paro la suya es una entrada muy inestable que, eso sí, nos ha sacado de mil apuros, especialmente con el alimento.
Le explico, don Raimundo, que siempre me ha gustado la copla popular española: Lola Flores, doña Concha Piquer, Paquita Rico, Rocío Jurado, Carmen Sevilla, la Paquera de Jerez, Manolo Escobar, Rafael Farina, Juanito Valderrama, Antonio Molina y ya han escuchado a Julio Iglesias y a Raphael, entre los “modernos” etc. de los que me deleito cada día con sus canciones, en decenas de cintas que tengo en casa. De joven yo cantaba y parece que no lo hacía mal. Así que, en estos tiempos de carencia, pensé en sacar unas pesetillas o euros, haciendo mis pequeñas actuaciones por la calle, a pesar de que pasaba mucha vergüenza cuando me veían gente conocida. En dos ocasiones, los guardias me regañaron con severidad, advirtiéndome de que no molestara la placidez de los transeúntes. Así que ideé “regalar” mi canto por las escaleras de los pisos, como las suyas, a las que tengo el honor de visitar. Siempre hay almas caritativas, mejorando lo presente, que ofrecen un trozo de pan, algún bote de garbanzos, ese bocadillo que templa el estómago o algunas monedas, que nos ayudan a sobrevivir. La extrema bondad de que Vds. gozan me ha permitido entrar en su domicilio, para saciar esa hambre que tanto duele. Si lo desean, yo les canto lo que gusten mandar. No sé de instrumentos musicales, así que la música de fondo yo simplemente la entono, con el ton, ton, ton, el tararí y el “poropompero”, añadiendo la percusión con los nudillos de las manos en las puertas de los domicilios, o los talones en el pavimento, aunque en alguna ocasión he tenido que salir corriendo por piernas, ante el enfado de los residentes, que incluso me han echado los perros”.
Raimundo y Deseada se mostraban con los sentimientos a flor de piel, profundamente conmovidos. Cosmin y Mariana, jóvenes con una visión diferente a la de sus padres, apenas podían aguantar y disimular la risa, al escuchar lo del poromponpero y la batería de percusión que improvisaba el singular cantor de las escaleras con los nudillos de las manos en las puertas vecinales. La “merienda finalizaba e Higinio se puso de pie para improvisar una educada despedida.
“Déjeme un teléfono de contacto, en donde le pueda localizar, por si encuentro alguna cosa que le ayude laboralmente para los apuros que padece, amigo Higinio. Yo trabajo en el catastro y debo relacionarme con muchas personas a lo largo del día. Puedo preguntar si conocen algún “hueco” en donde Vd. pudiera echar algunas horas de trabajo, para obtener un sustento económico, sin tener que depender de la reacción pública a ese su buen hacer artístico, cantando por las escaleras de las viviendas”.
Dicho lo cual, Raimundo extrajo un billete de 20 euros, poniéndoselo en las manos al agradecido y emocionado “artista de la copla”. Deseada había ido a la cocina, en la que había llenado un táper o fiambrera con las albóndigas guisadas en salsa al vino Moriles que habían sobrado de la cena del día anterior, comida casera que entregó en una bolsa de plástico al necesitado ciudadano. La despedida fue muy cordial en plácemes y agradecimientos por parte de todos.
El resto de la tarde Raimundo estuvo dándole vueltas al asunto o curiosa experiencia que habían vivido durante el almuerzo del día. Mientras ojeaba el diario Marca, le vino a la mente una idea que podía ser interesante, para la ayuda a ese pobre hombre que tanto necesitaba en sus carencias.
“Desi, voy a hablar con Valeriano, el vecino del 3º B, que ya sabes salió de presidente de la Comunidad en la reunión que tuvimos hace dos semanas. Se me ha ocurrido una posibilidad que puede ser interesante. Eladio, el conserje de los dos bloques, es persona mayor. Creo que tiene sesenta y tantos. En alguna ocasión me ha dicho que estaba pensando en jubilarse, incluso el tema salió en la reunión de Comunidad. Voy a proponer al presidente que hable con Higinio, pues pienso que este buen hombre podría ser un adecuado conserje para sustituir a Eladio, a quien veo ya muy mayor y con achaques, por lo que necesita una buena jubilación”.
HIGINIO, UN BARDO CANTOR
EN LA GRAN CIUDAD
José L. Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
13 enero 2023
Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es
Blog personal: http://www.jlcasadot.blogspot.com/
No hay comentarios:
Publicar un comentario