Una muy popular y tradicional constante lúdica del periodo navideño es el sorteo de la lotería, que normalmente tiene lugar en la mañana del 22 de diciembre. Es un sorteo diferente al que se realiza durante los restantes meses del año, con esa imagen emblemática de los dos bombos con diferente tamaño. El mayor de estos bombos contiene las bolas con los números sorteados, mientras el menor lo hace con las bolas que indican la cuantía de los premios. Son muchas las personas que ponen sus ilusiones y esperanzas en conseguir ese dinero, procedente de un sorteo que “cantan” los niños del Colegio de San Ildefonso. Todos esperan o que llegue ese premio “gordo” que puede ayudar a solucionar muchos problemas materiales en las familias. Y el que no consigue que su décimo o participación en ese sorteo esté premiado (al menos con la “pedrea”: devolución del dinero jugado) le queda el recurso y consuelo de esa repetida frase “A ver si tengo más suerte en el sorteo de “El Niño”. En este contexto temático se inserta nuestra historia de esta semana.
Mauro Trellada, 66 años, actualmente en situación de jubilación, había sido durante su vida laboral auxiliar de recepción y cocina en una afamada cadena hotelera. Su función en estos establecimientos turísticos consistía en atender a la clientela del establecimiento en sus correspondientes necesidades, recogiendo los equipajes y llevándolos a las habitaciones o al autocar de partida, además de informarse y gestionar los problemas de los huéspedes con los elementos deteriorados en sus habitaciones. También este auxiliar prestaba su colaboración durante la celebración de eventos y reuniones diversas desarrolladas en las instalaciones del hotel. En las épocas de elevada ocupación veraniega o festiva, se le pedía que ayudara en las tareas de cocina y en el comedor general, sirviendo en las mesas o atendiendo a los comensales en sus peticiones y necesidades diversas. Nunca había tenido una significación especial, sólo era un bien dispuesto y simple ayudante, siempre al servicio de lo que indicaran o mandaran sus jefes en el hotel y, por supuesto, lo que demandaran los clientes hospedados en los establecimientos de la cadena hotelera a la que estaba adscrito.
Ya jubilado, su vida se vio presidida por esa aburrida tranquilidad a la que hay que poner color en cada uno de los días. Aunque había estado residiendo en diversas zonas turísticas del país, decidió volver a Málaga, la ciudad en donde nació y vivió durante los años de infancia y juventud y en la que conservaba la propiedad de un pequeño piso que había heredado de sus padres, como hijo único. Cuando su edad ser acercaba al medio siglo de vida, hizo una especial amistad con Laura, una camarera del hotel en donde ambos trabajaban. Se casaron ilusionados “por lo civil” pero, al paso de las semanas y los meses en íntima convivencia, fueron comprobando cómo los caracteres de uno y otro iban chocando por las razones más nimias y banales. Para colmo, no hubo en su unión esa “soldadura” genética que ofrece tener descendencia y que de alguna forma facilita la permanencia unida entre dos personas. Se habían equivocado y amistosamente cada uno siguió su camino. Ahora, sin las obligaciones propias del trabajo diario, ocupaba su tiempo dando largos y lentos paseos asistiendo a las salas de cine o a otros espectáculos promovidos por las instituciones culturales de la ciudad. Aunque iba conociendo y tratando a otras personas de su perfil generacional, nunca llegaba a intimar en demasía con ellas, pues prefería mantener su privacidad. Tal vez el paso del tiempo por su vida le había hecho más reservado, con respecto a las personas que iba conociendo en esos recorridos por las calles y salas culturales de la ciudad.
La situación económica de Mauro era modesta, aunque contaba con una pensión de la Administración que le permitía afrontar dignamente el día a día, pero sin grandes alardes o gastos extraordinarios en el consumo. Y llegó ese tiempo que genera alegrías, al menos externamente, de la Navidad. Una mañana de diciembre, paseando por el entramado urbano, como hacía casi todos los días, pasó por delante de una agencia de loterías del estado. Tuvo esa corazonada que a todos en alguna ocasión nos afecta, cuando vio en el expositor de la agencia un décimo para el sorteo del día 22, cuyo número finalizaba en ---66. Al igual que la edad que en ese momento alcanzaba su existencia. No era realmente asiduo a los juegos de azar, sólo aceptaba esa participación que entre los compañeros de hotel repartían para determinados sorteos, como el navideño “del gordo”. Tuvo uno de esos “prontos” que vienen a nuestro ánimo, normalmente sin una base racional certera. Le pidió a la señora lotera, dos décimos de ese número, que la vendedora le entregó con una amable sonrisa, previo cobro de los cuarenta euros correspondientes.
Estos insólitos hechos pueden ocurrir. El número premiado con “el Gordo” en el sorteo de la lotería de Navidad ese año estuvo muy repartido, siendo Málaga una de las ciudades agraciadas. Entre los poseedores de ese mágico número, estaba Mauro, con sus dos décimos por los que había tenido tan lúcida corazonada. La alegría en su persona era intensa, increíble, incluso desbordante. Él, que nunca había significado “nada” para nadie, que se había pasado su vida obedeciendo las órdenes o indicaciones que otros le daban, por esa acertada corazonada, era poseedor de dos décimos premiados con el premio gordo de la lotería nacional. El solitario Mauro iba a cobrar un buen pellizco de Hacienda. Un tanto nervioso, acudió el día siguiente al del sorteo al banco que tenía más cerca de su casa, situada en el barrio de Lagunillas. El reloj marcaba las nueve en punto de la mañana. Cuando entró en la oficina, un empleado que ocupaba el mostrador de la caja le dijo mecánicamente que se pusiera la mascarilla, levantándose de su puesto y poniéndose a efectuar una llamada telefónica que duró unos largos minutos. El director de la oficina (sólo dos operarios para atender a unos clientes que esperaban haciendo acopio de paciencia) pasó por el lado de Mauro, que era el primero de la fila, sin dar los buenos días u otro tipo de saludo. Los clientes de la entidad (a esa temprana hora ya había cuatro detrás de Mauro) esperaban su turno con santa paciencia. Cuando al fin el cajero volvió a su puesto de trabajo, con cierta displicencia, le preguntó qué deseaba. Entonces el antiguo auxiliar hotelero extrajo de su cartera los dos décimos premiados con el Gordo, poniéndolos encima del pequeño mostrador que había fuera de la mampara transparente que protegía al empleado bancario.
“Quiero ingresar en mi cartilla de ahorros estos dos décimos del premio gordo de la lotería que se jugó ayer, día 22. Creo, según he consultado por Internet, que cada décimo está premiado con 400.000 euros”.
A partir de aquel instante, la actitud del cajero cambió de manera radical, pasando de esa rutina mecánica en el trato a mostrar un servilismo exagerado, teatral y cómicamente ridículo hacia el cliente que iba a ingresar en la sucursal 800.000 euros. El operario hizo una llamada, era más que evidente que habló con el director de la oficina, don Inocencio, quien a los pocos segundos estaba saludando efusivamente al sorprendido Mauro, ofreciéndole que pasara a su despacho ya que él mismo se iba a encargar de atenderle. Le ofreció sentarse y puso en sus manos una ostentosa agenda para el 2023, como regalo de la entidad al tan cualificado cliente. La expresión inicial innominada del cajero para dirigirse al impositor (¿Qué desea Vd.? o Sr. Trellada) se había transformado, en boca del obeso director de la sucursal, en don Mauro, amigo Mauro, distinguido Sr. don Mauro… nos sentimos muy honrados con su presencia …)
Tras abandonar aquel ambiente de falsa camaradería en la entidad financiera, se dispuso a dar un largo paseo hacia los jardines del Parque. Pensaba que, hasta aquel día, él no había sido alguien distinguido o importante, sino un “don nadie” ignorado por todos salvo para esas órdenes que durante toda su vida laboral había tenido que cumplir sin rechistar. El destino le había abierto las emocionantes puertas de la suerte, ofreciéndole ahora la posibilidad de poder gastar en sus caprichos, sin las cortapisas de la prudencia ante los límites de su muy modesta pensión. Comenzó a darle vueltas al alegre aturdimiento en que se encontraba “navegando” su mente, buscando un primer motivo, capricho o gran regalo, con el que quería empezar a cambiar la vulgaridad que había presidido o dibujado los 66 años de su vida. Entonces reparó en que aquello que más incidía para el dolor en su existencia era obviamente la soledad, la falta de calor humano o fraternal. Apenas tenía “familia”. Había sido hijo único, de unos padres ya desaparecidos desde había muchos años. Tenía unos parientes lejanos, por parte de madre, residentes en Cercedilla, con los que apenas había tenido contacto en décadas. En cuanto a su ex Laura, sólo sabía que había rehecho su vida, uniéndose a un policía municipal viudo, con tres hijos a su cargo, más el que ella trajo al mundo, tras su vínculo matrimonial con el agente local destinado en el municipio toledano de Consuegra. Aunque inevitablemente la cena de Nochebuena la iba a pasar solo, a lo que ya estaba penosamente acostumbrado, pensó en la de Nochevieja, con la despedida y entrada de la nueva anualidad. Sería emocionante hacer la cena de esa noche especial rodeado con algunas personas, que también agradecieran el valor y calor de la compañía, compartiendo unas horas de amistad. Ahora tenía medios económicos para preparar unos suculentos alimentos que hicieran más grata esa reunión con personas “anónimas” a las que nunca antes había conocido. El salón/estar de su piso no era muy espacioso, pero juntando dos mesas podía muy bien habilitarse espacio para cinco o seis invitados. Pero ¿cómo seleccionar a esos hombres y mujeres que le iban a acompañar en la tarde noche del 31?
Estuvo toda la tarde dándole vueltas a la mejor forma para elegir a las mejores personas desconocidas. Al fin, ya en la noche, sentado ante su ordenador, se le ocurrió un habilidoso mecanismo para tan peculiar tarea, a modo de casting. Pondría un anuncio en su perfil de Internet.
Si estás solo en la Noche del día 31, te invito a que compartas mi cena en unión de otras seis personas que no conoces. Durante los días 26 y 27, entre las 10 de la mañana y la 1 de la tarde, podrás llamar a un número telefónico, en el que te atenderé durante no más de cuatro o cinco minutos, haciéndote unas básicas preguntas: nombre, edad, profesión y motivo fundamental para querer acompañarnos en esa cena. El día 28 te confirmaré si has sido elegido. Mi número de móvil comienza por 686 y termina en 393. Los tres números que faltan los podrá hallar entre los de una muy importante fecha histórica. Un poco de ayuda: esos tres números que faltan suman 15. Espero tu llamada. Señor M.
Este enigmático mensaje, a buen seguro que fue leído por muchas internautas o trasmitido por el “boca a boca” de los comentarios curiosos. No era muy difícil averiguar el número a donde efectuar la llamada para la “inscripción”, aunque tampoco fácil, si no se tenía una mínima cultura histórica. Mauro recibió 47 llamadas, entre las que tuvo, tras tomar los correspondientes datos, para decidir quiénes serían los seis “desconocidos” que le acompañarían en la fiesta/cena para la despedida del año. Efectivamente, el día 28 comunicó a esos seis peticionarios que habían sido elegidos para la cena, indicándoles también las señas a donde debían de dirigirse, no más tarde de las 20:30 del día 31. Mauro utilizó varios criterios, a fin de sustentar la elección: equilibrio entre hombres y mujeres, a ser posible tres y tres. Credibilidad en sus respuestas. Motivos por el que estaban solos en un día tan emblemático o significativo, entre todas las fechas del año. Trabajo que desempeñaban o habían desempeñado. Y, sobre todo, que se tratara de personas ciertamente humildes o modestas. ¿quiénes fueron los afortunados que estaban llamados a compartir la cena con el misterioso anfitrión?
TEODORO, 39 años, soltero y asalariado del taxi. Sufre el “maltrato” económico y psicológico del propietario del vehículo, un personaje nítidamente explotador. Este conductor del servicio público se había separado recientemente de su mujer, habiendo estados unidos casi tres lustros. Su exmujer se había llevado con ella a su hija adolescente y ahora residía en soledad en una habitación realquilada, con derecho a servicio y cocina y por la que pagaba 300 euros mensuales, más una cantidad prorrateada por el gasto de agua y de electricidad.
JENARO, 56, también soltero, se gana la vida vendiendo almendras y peladillas en el Parque y en otros lugares de amplia concurrencia. Durante años había estado empleado en pescadería, pero una mañana él y sus compañeros tuvieron conocimiento de que su jefe había descapitalizado la empresa de congelados. Se vio en la calle y sin protección, porque este jefe desleal había estado incumpliendo su obligación de pagar las cuotas de la seguridad social de sus trabajadores. Viéndose en una situación económica desesperada, se puso a buscar trabajo con urgencia, pero en las puertas donde llamaba le respondían que no querían o necesitaban a nadie con su edad. La única tarea que encontró valida fue la venta de almendras y peladillas, a esos niños que iban al parque, acompañados de sus padres, para jugar, correr y saltar.
LORETO, (en su sexta década), una mujer de la vida. En sus mejores años físicos, tuvo una selecta clientela, siendo compensada económicamente con generosidad por la prestación de sus cálidos servicios. Ahora, avanzando en los sesenta, su negocio afectivo ha decaído drásticamente en la demanda. Su drama es que el truhan que dirigía el “negocio” fue dilapidando todos los ahorros que había generado con su diario esfuerzo. Se ve obligada a vivir, en esta su época de decadencia para su oferta, junto a una hermana mayor con la que en ningún momento se llevó bien, recibiendo con harta frecuencia el maltrato y humillación física y psicológica de aquélla. La ilusión por despedir el año con personas a las que no conoce la tiene muy entusiasmada.
VALERIANO, 34 años, empleado de una estación de servicio. Siempre ha llevado, con elegancia y discreción, su natural homosexualidad. Vive solo, pues sus padres, personas muy ultraconservadoras y acomodadas en su estatus económico y social, se negaron a aceptar a un miembro familiar de esa “naturaleza”. El padre, don Viriato, es capitán del ejército de tierra, mientras su madre, Saturna, ejerce como profesora de religión en un centro privado de ideario intensamente confesional. Una frustrada y dolorosa experiencia convivencial con un compañero de trabajo le ha obligado a internarse durante unas semanas. Ya más recuperado, se siente ilusionado con esta experiencia “inédita” del día 31.
LIRIA. Nacida en Portugal, físicamente aparenta más años de los 29 que tiene. Hija de madre española y padre portugués. Con 13 años, abandonó un hogar carente de amor y armonía, itinerando por lóbregos centros de la existencia. Una pareja del mundo marginal le enseñó la técnica del trabajo en piel, para lucrarse con su esfuerzo. Hace un par de años recaló en Málaga, sustentando sus necesidades básicas con la venta callejera de los productos artesanales que con destreza elabora. Cree que su último intento por salir del mundo de la droga puede resultar exitoso. Despedir el año con personas que son ajenas a su lúgubre recorrido por la vida, motiva su ánimo y fe en el cambio urgente de su trayectoria.
FELIPA. 35 años. Se expresaba muy bien, cuando contactó con Mauro, ajustando perfectamente sus palabras. Nacida en el seno de una familia muy religiosa, practicantes diarios de las celebraciones litúrgicas. Hija única y tardía de unos padres ya muy mayores. Le pusieron ese nombre en recuerdo del patriarca familiar Felipe Reinal, fundador de una importante empresa del automóvil. Educada bajo rígidos principios religiosos, a los 18 años hizo público su deseo de profesar como religiosa, en las Hermanas Reparadoras. El gozo de sus padres era inmenso. Estuvo adscrita a varias residencias de mayores dirigidas por estas Hermanas durante catorce años. En un momento de confusión anímica, tomó la decisión de abandonar la senda que había emprendido. Sus roces ideológicos y de opinión con otras hermanas le reafirmó en ese trascendente paso de la secularización. Ahora imparte clases de religión en un centro concertado de educación Primaria. El paso dado en su vida golpeó severamente en la soberbia de unos padres inmensamente dolidos y defraudados, quienes le cerraron literalmente las puertas del hogar familiar. Su ilusión es poder formar algún día una familia. Cuando Mauro conoció esta historia, no tuvo duda alguna en elegirla.
Fueron seis las personas seleccionadas, aunque las llamadas que el antiguo auxiliar de hotel recibió durante los dos días de plazo multiplicó ampliamente ese número. Seis personas caracterizadas por el trauma innoble y doloroso de la soledad existencial, carga anímica que iba a quedar “aparcada”, al menos durante esa noche de fin de año, por la ingeniosa y generosa actitud de otro ser solitario, que gracias al juego de la lotería podría permitirse esa noble acción. Sin reparar en los gastos, Mauro deseaba dar lustre y realce a esa cena y fiesta en el domicilio de su propiedad. Aunque compró algunos alimentos complementarios, encargó la cena para siete a una empresa de catering especializada en preparar bien el evento. Podía permitírselo, gracias a la estupenda cuantía del premio conseguido con las bolas de la suerte. Un par de empleados de la empresa Lepanto llegaron a su casa, a eso de las 7:30, llevando en unas vasijas térmicas los correspondientes menús, que después habría que recalentar unos minutos al microondas.
Mauro había indicado a los seis acompañantes de esa su noche, que podían ir llegando entre las 7:30 y las 8. La cena no comenzaría hasta las 21 horas, por lo que estimaba que esa hora intermedia sería muy fructífera para tomar las primeras copas e ir trabando ese conocimiento mutuo que abre las puertas de la amistad. Aunque nada les había pedido, cada uno de los seis invitados tuvieron el simpático y educado gesto de aparecer con pequeños obsequios. Tanto para el anfitrión de la cena, como para los demás compañeros asistentes. Teodoro, el taxista, llevó seis vales para un viaje gratis cada uno en taxi, a realizar dentro de la ciudad. El vendedor ambulante de almendras, Jenaro, entregó a cada compañero de mesa sendas bolsitas de sus mejores almendras. Loreto causó sensación con sus seis pañuelos de seda, estampados con bellos colores. La artesanía de la piel también tuvo protagonismo con las dádivas. Liria entregó unos simpáticos colgantes del cuello, trenzados con tan natural material. Los bombones de Valeriano también gustaron, así como esas medallitas del Sagrado Corazón que regaló la ex hermana Felipa.
Cenaron un suculento menú en un ambiente de franca camaradería, en la que cada uno de los asistentes narró y compartió algo de su vida, sus miserias, logros y realidades, aunque hubo algunos más explícitos, como fueron los casos de Jenaro, Teodoro y Loreto. Después Felipa propuso cantar unos villancicos, a lo que todos accedieron, con gran voluntad y con diferentes desentonos en el improvisado grupo coral. Poco a poco fue desapareciendo entre ellos los típicos recelos ante personas desconocidas y las risas desenfadas fueron tomando cuerpo entre seres necesitados de amistad. En realidad, lo más importante de esta inteligente experiencias, para las siete anónimas vidas implicadas, no fue el contenido del menú, ni los regalos aportados, sino que un grupo de personas sin suerte, poco importantes en su relevancia social, gozaron en esa noche especialísima del regalo incalculable de la amistad. Estar juntos, conocerse un poquito mejor, olvidar esas incómodas “oscuridades” que pesaban en sus pasados, abrir ventanas a la esperanza … todos esos valores se habían generado a partir de la decisión de otro hombre sin suerte, Mauro, que consiguió el gran regalo de no estar otra vez solo, cenando en silencio delante de la televisión. Lógicamente entre ellos, unos intimaron más que otros, pero en general habían logrado sembrar la dulce y necesaria simiente de la amistad. Tomaron, con alegría y buen humor, las doce uvas, al son de las campanadas del reloj de la Puerta del Sol madrileña.
En los momentos previos a la despedida, se prometieron la intencionalidad de reunirse periódicamente (podría ser una vez al mes) buscando el lugar adecuado para la cita. Se comentó que podrían hacerlo en los jardines del Parque o en las amplias dependencias del Puerto o en ese cuadrante de frondoso arbolado, tan coqueto y romántico, como era la Plaza de la Merced. Mauro siguió ofreciendo su casa, aunque también alguien aludió que sería bueno salir a la naturaleza y echar todos juntos un buen día de campo, respirando y gozando esa brisa aromática que sopla desde cualquier punto de la atmósfera. Había nacido una nueva oportunidad para sus vidas. Estaba en sus manos saber aprovecharla, con inteligencia y generosidad.
12 CAMPANADAS
DE ILUSIÓN FRATERNAL
José L. Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
30 diciembre 2022
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