viernes, 11 de marzo de 2022

LA AMABLE JOVEN DE LOS OJOS CELESTES-

Cuando paseamos, por placer o necesidad, por las calles y plazas de nuestras ciudades, nos cruzamos con decenas y decenas de personas de muy diferente edad, condición y carácter. No se nos oculta que, tras la visión de sus cuerpos, hay muy diferentes vidas y circunstancias, muchas de las cuales, en realidad todas ellas, podrían conformar grandes e interesantes historias, para enriquecer el acerbo cultural de nuestra memoria. Una de estas personas, anónimas para nuestro conocimiento en principio, va a ser el singular protagonista de este curioso relato.

Su nombre responde al de LUCIO Quintana y desde hace poco más de dos lustros trabaja como personal auxiliar en una de las facultades que constituyen la UMA, la Universidad de Málaga. Es una persona de temperamento y carácter un tanto extraño. Continúa viviendo con sus padres, siendo hijo único de la familia Quintana Romerales. A sus 39 años sigue manteniendo su soltería, no conociéndosele noviazgos o salidas grupales, pues es bastante reservado para compartir amistades de mayor o menor intensidad afectiva. En el ámbito profesional, cumple perfectamente con sus obligaciones laborales, en opinión de sus superiores, desarrollando un horario desde las 8 a las 15 horas, entre lunes y viernes. El amplio tiempo vespertino, que tiene libre, no lo ocupa en practicar una determinada actividad cultural o deportiva, sino en repetir con rutinaria monotonía su mayor afición o distracción, consistente en pasar las tardes callejeando por entre el laberinto viario que estructura el plano urbano de la ciudad en que nació y reside. En casa, prefiere más la radio que los programas de televisión y en los fines de semana suele sacar una entrada de cine, eligiendo de manera preferente las películas ajenas a la poderosa industria de Hollywood, como las europeas o de otros continentes, siempre en VOS.

Este operario de la universidad tiene una forma de ser bastante reservada. En él predominan los silencios y la soledad de conducta, llevando una vida intensamente monótona y repetitiva. En realidad, sólo está dispuesto a “abrirse” (y no mucho) con su madre, doña Casilda, que enviudó hace unos siete años de don Eustaquio, que ejerció como peluquero en un modesto negocio de barrio, en régimen de contrato. Ese comportamiento, escasamente comunicativo, también es aplicado con sus compañeros de trabajo, quienes ya conocen y aceptan en general su peculiar forma de ser.

Los itinerarios que recorre por las tardes nuestro personaje, gracias a una ciudad de clima tan grato como es Málaga, son cansinamente repetitivos, aunque él procura alternarlos según en cada día de la semana. Sucedió un martes de marzo. Ese día “tocaba” caminar por la zona universitaria del barrio de El Ejido. Al pasar por un conglomerado de antiguas edificaciones, construcciones hoy día con un cierto grado de deterioro en su conservación, observó en uno de los bloques de calle Hermosilla a una joven que estaba sentada en su pequeño balcón, disfrutando del áureo sol primaveral que iluminaba y templaba toda la modesta fachada. El piso donde estaba la chica ocupaba la segunda planta de un bloque de cinco niveles. Pronto percibió que esa joven centraba la mirada en su persona, sonriéndole con una gran placidez. Gratamente extrañado, Luiso le devolvió el saludo, agitando jovialmente su mano diestra. Aunque obviamente no se conocían de nada, el amable y cariñoso gesto de esa persona desde el balcón le resultó no sólo simpático, sino también cálidamente amistoso. Se quedó gratamente prendado de esa joven de frágil y delgado cuerpo, ojos celestes y largo cabello de color castaño bien recogido en una bella trenza que en ese momento caía sobre su pecho. Quedó impresionado de esa mirada angelical que su rostro ofrecía y esa tierna sonrisa que “hacía amigos” con solo mirarla. Calculaba que no superaría en mucho las dos décadas de vida.

El auxiliar de universidad había quedado profundamente prendado de ese cálido y amistoso gesto que había recibido y al paso de los minutos, en su rítmico caminar, no podía quitar su imagen del pensamiento. La recordaba, una y otra vez, tan inocente y natural, con esa bendita sencillez que dinamizaba sus sentimientos y provocaba una irrefrenable atracción imposible o muy difícil de olvidar o racionalizar.

Llegó el viernes y Lucio, persona de rígidos e integrados hábitos, se disponía a volver a pasar por la calle en que la chica que descansaba en un balcón tanto le había impresionado. Bajando desde su domicilio en Barcenillas, zona del Camino Nuevo, se dirigió hacia la zona de El Ejido. En su subconsciente llevaba grabado el rostro de una joven con una amable y angelical sonrisa. Un tanto nervioso, a medida que se acercaba al objeto prioritario de aquella tarde, que no era otro que volver a ver a la joven, por si estuviera allí nuevo en su balcón repleto de macetas. Para su inmensa suerte, ella estaba allí otra vez sentada, recibiendo la templanza térmica del sol en el atardecer. Nuevo cruce de afectivas miradas, con el ritual amable del intercambio de sonrisas y ese adiós con las manos, en el que ambos colaboraron. Sin embargo, en esta ocasión Lucio se detuvo durante unos segundos, a fin de deleitarse con la imagen de esa “amiga anónima” que le hacía feliz con solo observarla.

Aparte de los detalles físicos, grabó en su memoria la forma como vestía la chica de los ojos celestes. En realidad, no podía acceder a todos los datos de la vestimenta, pues las numerosas macetas en el no extenso espacio del balcón ocultaban prácticamente el cuerpo desde las rodillas hasta los pies. Como la temperatura esa gratamente suave, en esas horas de la tarde, solo cubría su torso con una camiseta blanca de manga corta, en cuyo frontal llevaba impresa una gran letra A, primera letra del alfabeto y que también podría ser la inicial de su nombre. Gran parte del resto de esa tarde estuvo pensando en nombres de mujeres que comenzaran por esa letra. Incluso los fue anotando en un pequeño bloc que el auxiliar solía llevar consigo para no olvidar las obligaciones a cumplir en su trabajo. Ángeles, Alexia, Alejandra, Alba, Aida, Azara, Ariana, Amina, Aurora, Ana, Abríl, Alegría, Ágata, Amparo, Almudena, Ainoha, Anastasia, Amelia, Araceli, Azucena … de esta forma seguía añadiendo nombres y más nombres. Aquella noche, ya en casa, decidió “bautizarla” como Alma, porque su imagen vitalizaba y daba un nuevo sentido a la vulgaridad de su “irrelevante” y solitaria existencia. Estaba profundamente trastornado con la joven de los ojos celestes.

Ya en la siguiente semana, Lucio había decidido dar un paso más en esa ilusión que estaba alegrando un corazón “adormecido” que vagaba desorientado en el seno de una sociedad insensible para la que nada representaba. En ese su segundo martes y antes de pasar por la calle Hermosilla, entró en la tradicional confitería Aparicio, para comprar una caja de bombones. Estaba dispuesto a subir al piso de Alma, para saludarla y ofrecerle ese pequeño gesto o regalo de agradecimiento por los minutos de felicidad que le proporcionaba al pasar frente a su balcón. Para ese encuentro personal, había cuidado expresamente la limpieza de su cuerpo, vistiéndose con una camisa beige chaleco azul, estrenando unos vaqueros y calzando unas deportivas también azules. Quería ofrecer una imagen más juvenil que contrastara con la realidad de los 39 años que marcaba su DNI.

Cada vez se sentía más nervioso, a medida que se aproximaba a su destino viario, portando la cajita de bombones en una bolsa de papel reciclado. Llegando a la altura del edificio, divisó emocionado la imagen de “su Alma” en el balcón anhelado, quien parecía estar esperándole. Se saludaron con alegría y él le hizo una señal con la mano, como avisándole que lo esperara, pues iba a subir para conocerla más de cerca. La chica pasó de la habitual y angelical sonrisa, a un cierto gesto de extrañeza. Pero Lucio ya había entrado en el portal de ese inmueble de cinco plantas. Como tenía por costumbre, evitó tomar el ascensor, decisión que provenía de una desagradable experiencia que le ocurrió hacía unos años. Una noche, al volver a su casa, tuvo que permanecer encerrado y sin luz en el ascensor, durante casi dos horas verdaderamente angustiosas. La grave avería de un transformador de Endesa había dejado sin fluido eléctrico varios edificios del Camino Nuevo, entre ellos su propio bloque, precisamente cuando ya se encontraba en el interior del elevador correspondiente.  

Al llegar al descansillo de la 3ª planta, comprobó que sólo había dos viviendas en donde llamar. Escuchó el sonido de la radio, en la 3º A y allí fue donde pulsó el timbre. Tras unos segundos de espera, un hombre bastante mayor le abrió la puerta.

“Buenas tardes. Vd. disculpe. ¿Vive en este domicilio una joven que en este momento está sentada en el balcón que está adornado por muchas macetas? Cuando paso algunas veces por delante del inmueble, solemos saludarnos. Me gustaría ofrecerle este pequeño obsequio, como muestra de agradecimiento por la amabilidad y dulzura con que me trata. Si me he equivocado de puerta, le ruego me perdone, pues llamaré al 3º B”.

El vecino que le escuchaba se mostró profundamente sorprendido. Tras unos segundos de duda, improvisó una respuesta amable pero desconfiada.

“Mire joven, aquí vivimos sólo dos personas jubiladas. Y en cuanto al piso 3º B, está alquilado desde hace un año a don Eliodoro, un representante de mercería y productos cosméticos. Debe estar de viaje, porque desde hace más o menos una semana no lo escucho, pues suele poner la tele por las noches, viendo los deportes y las películas, a un gran volumen. Debe tener problemas de oído. No hay más personas en esta planta”.

“No dudo de lo que me dice, buen hombre. Pero es que, en su balcón, siempre que paso por esta calle, veo a una chica joven, que tiene los ojos celestes y lleva puesta una camiseta blanca, que tiene impresa en su frontal una gran letra A”.

En ese momento se unió a los dos hombres que hablaban una señora, también de avanzada edad, llamada Leocadia. Ella y su marido Mariano, ambos muy serios, cruzaron sus miradas con el rostro cada vez más extrañado.

“Si quiere Vd. pasar a nuestro balcón, comprobará que allí no hay persona alguna” Efectivamente, Lucio entró en el domicilio, llegando a través del saloncito estar hasta el balcón, muy iluminado todavía por los rayos del sol. En ese pequeño espacio sólo había macetas. Se encontraba vacío de personas que lo ocupasen. Lucio, visiblemente confundido y frustrado, sólo aceptó a decir, con palabras entrecortadas:

“No sé lo que me pasa… perdónenme. Algo me tiene que ocurrir. Tendré que pedir cita en el médico. En prueba de desagravio, le ruego, Sra. Leocadia, acepte estos bombones. Le aseguro que me haría un gran favor aceptándolos”.

Los dos inquilinos se miraban una y otra vez intensamente extrañados. Percibían que su interlocutor tenía algún desequilibrio.

“Por supuesto, joven. Debes ir mañana al médico, a que te recete algún buen calmante. El galeno seguro que te ayudará. Pareces una buena persona. Cuando te recuperes, puedes venir a visitarnos. Serás bien recibido. Somos muy mayores y nos gusta hablar con la buena gente ¡Venga, hijo!  ¡Cuídate! ¡Y no dejes de ir al doctor!"

Muy abrumado por la situación que estaba atravesando, solicitó de inmediato cita en su ambulatorio del SAS. Tras narrarle a su médico la experiencia que había vivido, el médico le recetó unos tranquilizantes, aunque también lo envió a los servicios de psiquiatría. Como le dieron consulta para cuatro meses, buscó alguna alternativa más rápida, ayuda que encontró en los servicios de salud laboral de la propia universidad. Tras un par de visitas al Dr. Abilio Treblanca, el facultativo le habló con puntual claridad.

“Lucio, has tenido una fase de delirio obsesivo, por extrema necesidad anímica. Para decírtelo de una forma simple y comprensible, has creído ver lo que no veías en realidad. Todo ha sido producto de una “desesperada” recreación mental, debido a tus profundas carencias afectivas, probablemente arrastradas desde la infancia, síndrome unido a un estado de delirio por la soledad vivencial en la que te sientes sumido o atrapado. Has generado o creado, en la patología de tu obsesión mental, una persona que en realidad no existe, sólo en un corazón herido por esa necesidad que no sabes o puedes resolver. Vamos a realizar una terapia psicoanalítica, acompañada de una estricta medicación que en modo alguno debes abandonar”.

“Por supuesto y es un mandato imperativo que te impongo, debes evitar volver a pasar por esa vía pública, donde has sufrido los delirios psicóticos. En la ciudad hay muchos lugares, agradables y divertidos, para disfrutar con esos paseos que son aconsejables para tu salud. Debes igualmente esforzarte en buscar una buena amistad, entre tus compañeros de trabajo o frecuentar alguna peña o sociedad recreativa, cuyas actividades lúdicas pueden ejercer un efecto positivo para esos desequilibrios anímicos que, no lo dudes, pueden afectar también al funcionamiento corporal”.

Las hojas del calendario han continuado su irrefrenable marcha. Al tórrido verano de ese año le ha sustituido un otoño más fresco y esperanzado, beneficioso para la salud del ya más recuperado auxiliar universitario, en su manía o visión obsesiva compulsiva. Lucio ha sabido respetar las indicaciones del especialista médico y no ha vuelto a transitar por la calle Hermosilla, aunque trabajo le ha costado. Se ha apuntado a un gimnasio, a fin de hacer ejercicios de recuperación y mantenimiento, durante dos tardes a la semana. Se siente mucho más tranquilo y consciente de haber superado aquella burda e irreal experiencia de la chica en el balcón, que le regalaba una sonrisa, muy confortable yangelical. ¡A lo que llega una mente enferma! se decía, mientras continúa haciendo kilómetros de bicicleta estática en el gimnasio Atlante.

Un día de septiembre, le entregan en la secretaría del centro universitario unos documentos para entregar de inmediato en el rectorado de El Ejido. Tras haber realizado el encargo y ¡picándole” la curiosidad quiso ponerse a prueba. Desde luego que se sentía seguro para la experiencia. Recorrió los pocos metros que le separaban de la calle Hermosilla, con un poco de intriga y no menos nerviosismo. Al llegar a la vía, miró a lo lejos el balcón recordado del 3º A. Ahora estaba vacío y sólo veía frondosas macetas entre los barrotes metálicos de la balconada. Ya más contento y feliz, tomó la decisión de visitar, a ser posible ese mismo día, a esa pareja de inquilinos mayores, tan amables y comprensivos con su persona.

Ya en la tarde, compró unos dulces en la cercana confitería Aparicio, encaminándose con valentía y fuerza hacia el domicilio de Mariano y Leocadia.  Al llegar al bloque de viviendas, miró una vez más al balcón de sus desvaríos (que permanecía vacío) subiendo con agilidad los tramos de escaleras. Le abrió la puerta Mariano, todo feliz al reconocerle de inmediato, sumándose a los parabienes una sonriente Leocadia, que estrechó sus brazos con los de un Lucio también feliz.

“¡Con que ya estás curado, gracias a Dios hijo mío, hemos pensado mucho en ti! Venga, pasa al saloncito, que voy a preparar una buena cafetera para merendar y que nos cuentes cómo te van las cosas.” La velada transcurrió plena de sencillez y agrado, en la que todos comentaron distintos aspectos de sus vidas, en un ambiente de íntima fraternidad. Desde el tratamiento del Dr. Treblanca, el carácter de Lucio se había vuelto algo más extrovertido y social. Conoció que Mariano había sido albañil y Leocadia había trabajado como “partera” o comadrona.

“Es curioso, trayendo centenares de hijos al mundo y la “cigüeña” no quiso ser muy generosa en nuestro matrimonio. A decir verdad, cuando éramos jóvenes sí tuvimos una hija, nuestra única descendencia. Era toda nuestra alegría. Pero unas malditas fiebres se la llevaron de este mundo, con diecinueve añitos que la pobre tenía…” Los ojos de estos dos entrañables ancianos se tornaron brillantes y pronto hicieron brotar unas sentimentales lágrimas “Pero el destino ha querido ser bueno y, aunque ha tardado, nos regala este “tesoro”, tan noble persona, que ahora nos visita con sincero cariño y respeto.  Lucio, para nosotros, eres como ese buen hijo que tanta falta nos ha hecho”.

Mariano le aclaró que era tanta la desesperación que sufrieron, que eliminó todo vestigio de la hija que se había ido. Pensaba que, al no haber recuerdos, el dolor sería menor o más llevadero. “Ni una sola foto conservo de mi niña. Sólo la llevo en la memoria. Perdona, voy al lavabo a limpiarme la cara, que no te quiero entristecer con estos lagrimones”. En aquel momento en que se habían quedado solos, Leocadia se acercó a Lucio, diciéndole en voz baja:

“Yo si conservo unas fotos de la niña, pero Mariano no lo sabe. No lo quiero desgraciar. Si te puedes pasar mañana tarde, te las enseñaré, cuando él se vaya a la Peña El Rocío, a jugar sus semanales “partiditas” de dominó.”

Al día siguiente, Lucio no faltó a la cita. Tenía curiosidad por conocer a esa única y perdida hija de sus tan queridos amigos. En esta ocasión no quiso dejar de llevarle a la buena señora un detalle de afecto: unas preciosaas flores, que había comprado esa misma tarde en una floristería de Cristo de la Epidemia. Con pícara sonrisa, Leocadia trajo de su dormitorio un cofrecito, que tenía escondido en una esquina de la cómoda, en el cajón de las sábanas planchadas. Abrió el sobre que contenía las fotos (todas en blanco y negro) poniéndoselas en las manos de su “ahijado” Lucio quien, tras ver la primera, sufrió un temblor y un momentáneo desvanecimiento. Los caracteres faciales de esa chica, que se llamaba Alicia, eran muy parecidos a los de esa joven de los ojos celestes, sentada en el balcón, que él había “bautizado” como Alma. -

 

LA AMABLE JOVEN DE

LOS OJOS CELESTES

 

José L. Casado Toro

Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

11 marzo 2022

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