Su nombre
responde al de LUCIO Quintana y desde
hace poco más de dos lustros trabaja como personal auxiliar en una de las
facultades que constituyen la UMA, la Universidad de Málaga. Es una persona de temperamento
y carácter un tanto extraño. Continúa viviendo con sus padres, siendo hijo
único de la familia Quintana Romerales. A sus 39 años sigue manteniendo su
soltería, no conociéndosele noviazgos o salidas grupales, pues es bastante
reservado para compartir amistades de mayor o menor intensidad afectiva. En el
ámbito profesional, cumple perfectamente con sus obligaciones laborales, en
opinión de sus superiores, desarrollando un horario desde las 8 a las 15 horas,
entre lunes y viernes. El amplio tiempo vespertino, que tiene libre, no lo
ocupa en practicar una determinada actividad cultural o deportiva, sino en
repetir con rutinaria monotonía su mayor afición o distracción, consistente en
pasar las tardes callejeando por entre el laberinto viario que estructura el
plano urbano de la ciudad en que nació y reside. En casa, prefiere más la radio
que los programas de televisión y en los fines de semana suele sacar una
entrada de cine, eligiendo de manera preferente las películas ajenas a la
poderosa industria de Hollywood, como las europeas o de otros continentes,
siempre en VOS.
Este operario
de la universidad tiene una forma de ser bastante reservada. En él predominan
los silencios y la soledad de conducta, llevando una vida intensamente monótona
y repetitiva. En realidad, sólo está dispuesto a “abrirse” (y no mucho) con su
madre, doña Casilda, que enviudó hace unos siete años de don Eustaquio, que
ejerció como peluquero en un modesto negocio de barrio, en régimen de contrato.
Ese comportamiento, escasamente comunicativo, también es aplicado con sus
compañeros de trabajo, quienes ya conocen y aceptan en general su peculiar
forma de ser.
Los
itinerarios que recorre por las tardes nuestro personaje, gracias a una ciudad
de clima tan grato como es Málaga, son cansinamente repetitivos, aunque él
procura alternarlos según en cada día de la semana. Sucedió un martes de marzo.
Ese día “tocaba” caminar por la zona universitaria del barrio de El Ejido. Al
pasar por un conglomerado de antiguas edificaciones, construcciones hoy día con
un cierto grado de deterioro en su conservación, observó en uno de los bloques
de calle Hermosilla a una joven que estaba sentada en su pequeño balcón,
disfrutando del áureo sol primaveral que iluminaba y templaba toda la modesta
fachada. El piso donde estaba la chica ocupaba la segunda planta de un bloque
de cinco niveles. Pronto percibió que esa joven centraba la mirada en su
persona, sonriéndole con una gran placidez. Gratamente extrañado, Luiso le
devolvió el saludo, agitando jovialmente su mano diestra. Aunque obviamente no
se conocían de nada, el amable y cariñoso gesto de esa persona desde el balcón
le resultó no sólo simpático, sino también cálidamente amistoso. Se quedó
gratamente prendado de esa joven de frágil y delgado cuerpo, ojos celestes y
largo cabello de color castaño bien recogido en una bella trenza que en ese
momento caía sobre su pecho. Quedó impresionado de esa mirada angelical que su
rostro ofrecía y esa tierna sonrisa que “hacía amigos” con solo mirarla. Calculaba
que no superaría en mucho las dos décadas de vida.
El auxiliar
de universidad había quedado profundamente prendado de ese cálido y amistoso gesto
que había recibido y al paso de los minutos, en su rítmico caminar, no podía quitar
su imagen del pensamiento. La recordaba, una y otra vez, tan inocente y
natural, con esa bendita sencillez que dinamizaba sus sentimientos y provocaba una
irrefrenable atracción imposible o muy difícil de olvidar o racionalizar.
Llegó el
viernes y Lucio, persona de rígidos e integrados hábitos, se disponía a volver
a pasar por la calle en que la chica que descansaba en un balcón tanto le había
impresionado. Bajando desde su domicilio en Barcenillas, zona del Camino Nuevo,
se dirigió hacia la zona de El Ejido. En su subconsciente llevaba grabado el
rostro de una joven con una amable y angelical sonrisa. Un tanto nervioso, a
medida que se acercaba al objeto prioritario de aquella tarde, que no era otro
que volver a ver a la joven, por si estuviera allí nuevo en su balcón repleto
de macetas. Para su inmensa suerte, ella estaba allí otra vez sentada,
recibiendo la templanza térmica del sol en el atardecer. Nuevo cruce de afectivas
miradas, con el ritual amable del intercambio de sonrisas y ese adiós con las
manos, en el que ambos colaboraron. Sin embargo, en esta ocasión Lucio se
detuvo durante unos segundos, a fin de deleitarse con la imagen de esa “amiga
anónima” que le hacía feliz con solo observarla.
Aparte de los
detalles físicos, grabó en su memoria la forma como vestía la chica de los ojos
celestes. En realidad, no podía acceder a todos los datos de la vestimenta,
pues las numerosas macetas en el no extenso espacio del balcón ocultaban
prácticamente el cuerpo desde las rodillas hasta los pies. Como la temperatura
esa gratamente suave, en esas horas de la tarde, solo cubría su torso con una
camiseta blanca de manga corta, en cuyo frontal llevaba impresa una gran letra A, primera letra del alfabeto y que también podría ser la
inicial de su nombre. Gran parte del resto de esa tarde estuvo pensando en
nombres de mujeres que comenzaran por esa letra. Incluso los fue anotando en un
pequeño bloc que el auxiliar solía llevar consigo para no olvidar las
obligaciones a cumplir en su trabajo. Ángeles, Alexia, Alejandra, Alba, Aida,
Azara, Ariana, Amina, Aurora, Ana, Abríl, Alegría, Ágata, Amparo, Almudena,
Ainoha, Anastasia, Amelia, Araceli, Azucena … de esta forma seguía añadiendo
nombres y más nombres. Aquella noche, ya en casa, decidió “bautizarla” como Alma,
porque su imagen vitalizaba y daba un nuevo sentido a la vulgaridad de su
“irrelevante” y solitaria existencia. Estaba profundamente trastornado con la
joven de los ojos celestes.
Ya en la siguiente semana, Lucio había
decidido dar un paso más en esa ilusión que estaba alegrando un corazón
“adormecido” que vagaba desorientado en el seno de una sociedad insensible para
la que nada representaba. En ese su segundo martes y antes de pasar por la
calle Hermosilla, entró en la tradicional confitería Aparicio, para comprar una
caja de bombones. Estaba dispuesto a subir al piso de Alma, para saludarla y
ofrecerle ese pequeño gesto o regalo de agradecimiento por los minutos de
felicidad que le proporcionaba al pasar frente a su balcón. Para ese encuentro
personal, había cuidado expresamente la limpieza de su cuerpo, vistiéndose con
una camisa beige chaleco azul, estrenando unos vaqueros y calzando unas
deportivas también azules. Quería ofrecer una imagen más juvenil que
contrastara con la realidad de los 39 años que marcaba su DNI.
Cada vez se sentía más nervioso, a
medida que se aproximaba a su destino viario, portando la cajita de bombones en
una bolsa de papel reciclado. Llegando a la altura del edificio, divisó
emocionado la imagen de “su Alma” en el balcón anhelado, quien parecía estar
esperándole. Se saludaron con alegría y él le hizo una señal con la mano, como
avisándole que lo esperara, pues iba a subir para conocerla más de cerca. La
chica pasó de la habitual y angelical sonrisa, a un cierto gesto de extrañeza.
Pero Lucio ya había entrado en el portal de ese inmueble de cinco plantas. Como
tenía por costumbre, evitó tomar el ascensor, decisión que provenía de una
desagradable experiencia que le ocurrió hacía unos años. Una noche, al volver a
su casa, tuvo que permanecer encerrado y sin luz en el ascensor, durante casi
dos horas verdaderamente angustiosas. La grave avería de un transformador de
Endesa había dejado sin fluido eléctrico varios edificios del Camino Nuevo,
entre ellos su propio bloque, precisamente cuando ya se encontraba en el
interior del elevador correspondiente.
Al llegar al descansillo de la 3ª
planta, comprobó que sólo había dos viviendas en donde llamar. Escuchó el
sonido de la radio, en la 3º A y allí fue donde pulsó el timbre. Tras unos
segundos de espera, un hombre bastante mayor le abrió la puerta.
“Buenas tardes. Vd. disculpe. ¿Vive en
este domicilio una joven que en este momento está sentada en el balcón que está
adornado por muchas macetas? Cuando paso algunas veces por delante del
inmueble, solemos saludarnos. Me gustaría ofrecerle este pequeño obsequio, como
muestra de agradecimiento por la amabilidad y dulzura con que me trata. Si me
he equivocado de puerta, le ruego me perdone, pues llamaré al 3º B”.
El vecino que le escuchaba se mostró
profundamente sorprendido. Tras unos segundos de duda, improvisó una respuesta
amable pero desconfiada.
“Mire joven, aquí vivimos sólo dos
personas jubiladas. Y en cuanto al piso 3º B, está alquilado desde hace un año
a don Eliodoro, un representante de mercería y productos cosméticos. Debe estar
de viaje, porque desde hace más o menos una semana no lo escucho, pues suele poner
la tele por las noches, viendo los deportes y las películas, a un gran volumen.
Debe tener problemas de oído. No hay más personas en esta planta”.
“No dudo de lo que me dice, buen
hombre. Pero es que, en su balcón, siempre que paso por esta calle, veo a una
chica joven, que tiene los ojos celestes y lleva puesta una camiseta blanca,
que tiene impresa en su frontal una gran letra A”.
En ese momento se unió a los dos
hombres que hablaban una señora, también de avanzada edad, llamada Leocadia. Ella y su marido Mariano, ambos muy serios, cruzaron sus
miradas con el rostro cada vez más extrañado.
“Si quiere Vd. pasar a nuestro balcón,
comprobará que allí no hay persona alguna” Efectivamente, Lucio entró en el
domicilio, llegando a través del saloncito estar hasta el balcón, muy iluminado
todavía por los rayos del sol. En ese pequeño espacio sólo había macetas. Se
encontraba vacío de personas que lo ocupasen. Lucio, visiblemente confundido y
frustrado, sólo aceptó a decir, con palabras entrecortadas:
“No sé lo que me pasa… perdónenme.
Algo me tiene que ocurrir. Tendré que pedir cita en el médico. En prueba de
desagravio, le ruego, Sra. Leocadia, acepte estos bombones. Le aseguro que me
haría un gran favor aceptándolos”.
Los dos inquilinos se miraban una y
otra vez intensamente extrañados. Percibían que su interlocutor tenía algún
desequilibrio.
“Por supuesto, joven. Debes ir mañana
al médico, a que te recete algún buen calmante. El galeno seguro que te ayudará.
Pareces una buena persona. Cuando te recuperes, puedes venir a visitarnos.
Serás bien recibido. Somos muy mayores y nos gusta hablar con la buena gente
¡Venga, hijo! ¡Cuídate! ¡Y no dejes de
ir al doctor!"
Muy abrumado por la situación que estaba
atravesando, solicitó de inmediato cita en su ambulatorio del SAS. Tras
narrarle a su médico la experiencia que había vivido, el médico le recetó unos
tranquilizantes, aunque también lo envió a los servicios de psiquiatría. Como
le dieron consulta para cuatro meses, buscó alguna alternativa más rápida,
ayuda que encontró en los servicios de salud laboral de la propia universidad.
Tras un par de visitas al Dr. Abilio Treblanca, el facultativo le habló con
puntual claridad.
“Lucio, has tenido una fase de delirio
obsesivo, por extrema necesidad anímica. Para decírtelo de una forma simple y
comprensible, has creído ver lo que no veías en realidad. Todo ha sido producto
de una “desesperada” recreación mental, debido a tus profundas carencias
afectivas, probablemente arrastradas desde la infancia, síndrome unido a un
estado de delirio por la soledad vivencial en la que te sientes sumido o
atrapado. Has generado o creado, en la patología de tu obsesión mental, una
persona que en realidad no existe, sólo en un corazón herido por esa necesidad
que no sabes o puedes resolver. Vamos a realizar una terapia psicoanalítica,
acompañada de una estricta medicación que en modo alguno debes abandonar”.
“Por supuesto y es un mandato
imperativo que te impongo, debes evitar volver a pasar por esa vía pública,
donde has sufrido los delirios psicóticos. En la ciudad hay muchos lugares,
agradables y divertidos, para disfrutar con esos paseos que son aconsejables para
tu salud. Debes igualmente esforzarte en buscar una buena amistad, entre tus
compañeros de trabajo o frecuentar alguna peña o sociedad recreativa, cuyas
actividades lúdicas pueden ejercer un efecto positivo para esos desequilibrios
anímicos que, no lo dudes, pueden afectar también al funcionamiento corporal”.
Las hojas del calendario han
continuado su irrefrenable marcha. Al tórrido verano de ese año le ha
sustituido un otoño más fresco y esperanzado, beneficioso para la salud del ya
más recuperado auxiliar universitario, en su manía o visión obsesiva
compulsiva. Lucio ha sabido respetar las indicaciones del especialista médico y
no ha vuelto a transitar por la calle Hermosilla, aunque trabajo le ha costado.
Se ha apuntado a un gimnasio, a fin de hacer ejercicios de recuperación y
mantenimiento, durante dos tardes a la semana. Se siente mucho más tranquilo y
consciente de haber superado aquella burda e irreal experiencia de la chica en
el balcón, que le regalaba una sonrisa, muy confortable yangelical. ¡A lo
que llega una mente enferma! se decía, mientras continúa haciendo
kilómetros de bicicleta estática en el gimnasio Atlante.
Un día de septiembre, le entregan en
la secretaría del centro universitario unos documentos para entregar de
inmediato en el rectorado de El Ejido. Tras haber realizado el encargo y
¡picándole” la curiosidad quiso ponerse a prueba. Desde luego que se sentía
seguro para la experiencia. Recorrió los pocos metros que le separaban de la
calle Hermosilla, con un poco de intriga y no menos nerviosismo. Al llegar a la
vía, miró a lo lejos el balcón recordado del 3º A. Ahora estaba vacío y sólo
veía frondosas macetas entre los barrotes metálicos de la balconada. Ya más
contento y feliz, tomó la decisión de visitar, a ser posible ese mismo día, a
esa pareja de inquilinos mayores, tan amables y comprensivos con su persona.
Ya en la tarde, compró unos dulces en
la cercana confitería Aparicio, encaminándose con valentía y fuerza hacia el
domicilio de Mariano y Leocadia. Al
llegar al bloque de viviendas, miró una vez más al balcón de sus desvaríos (que
permanecía vacío) subiendo con agilidad los tramos de escaleras. Le abrió la
puerta Mariano, todo feliz al reconocerle de inmediato, sumándose a los
parabienes una sonriente Leocadia, que estrechó sus brazos con los de un Lucio
también feliz.
“¡Con que ya estás curado, gracias a
Dios hijo mío, hemos pensado mucho en ti! Venga, pasa al saloncito, que voy a
preparar una buena cafetera para merendar y que nos cuentes cómo te van las
cosas.” La velada transcurrió plena de sencillez y agrado, en la que todos
comentaron distintos aspectos de sus vidas, en un ambiente de íntima
fraternidad. Desde el tratamiento del Dr. Treblanca, el carácter de Lucio se
había vuelto algo más extrovertido y social. Conoció que Mariano había sido
albañil y Leocadia había trabajado como “partera” o comadrona.
“Es curioso, trayendo centenares de
hijos al mundo y la “cigüeña” no quiso ser muy generosa en nuestro matrimonio.
A decir verdad, cuando éramos jóvenes sí tuvimos una hija, nuestra
única descendencia. Era toda nuestra alegría. Pero unas malditas fiebres se la
llevaron de este mundo, con diecinueve añitos que la pobre tenía…” Los ojos de
estos dos entrañables ancianos se tornaron brillantes y pronto hicieron brotar
unas sentimentales lágrimas “Pero el destino ha querido ser bueno y, aunque ha
tardado, nos regala este “tesoro”, tan noble persona, que ahora nos visita con
sincero cariño y respeto. Lucio, para
nosotros, eres como ese buen hijo que tanta falta nos ha hecho”.
Mariano le aclaró que era tanta la
desesperación que sufrieron, que eliminó todo vestigio de la hija que se había
ido. Pensaba que, al no haber recuerdos, el dolor sería menor o más llevadero.
“Ni una sola foto conservo de mi niña. Sólo la llevo en la memoria. Perdona, voy
al lavabo a limpiarme la cara, que no te quiero entristecer con estos
lagrimones”. En aquel momento en que se habían quedado solos, Leocadia se
acercó a Lucio, diciéndole en voz baja:
Al día siguiente, Lucio no faltó a la
cita. Tenía curiosidad por conocer a esa única y perdida hija de sus tan
queridos amigos. En esta ocasión no quiso dejar de llevarle a la buena señora
un detalle de afecto: unas preciosaas flores, que había comprado esa misma
tarde en una floristería de Cristo de la Epidemia. Con pícara sonrisa, Leocadia
trajo de su dormitorio un cofrecito, que tenía escondido en una esquina de la
cómoda, en el cajón de las sábanas planchadas. Abrió el sobre que contenía las
fotos (todas en blanco y negro) poniéndoselas en las manos de su “ahijado”
Lucio quien, tras ver la primera, sufrió un temblor y un momentáneo
desvanecimiento. Los caracteres faciales de esa chica, que se llamaba Alicia, eran muy parecidos a los de esa joven de los ojos celestes, sentada en
el balcón, que él había “bautizado” como Alma. -
LA AMABLE JOVEN DE
LOS OJOS CELESTES
José
L. Casado Toro
Antiguo
Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
11 marzo
2022
Dirección
electrónica: jlcasadot@yahoo.es
Blog
personal: http://www.jlcasadot.blogspot.com/
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