El tiempo lleno de Historia, que dormita en el interior de los curiosos y elegantes objetos expuestos en las tiendas de antigüedades, nos traslada a modo de ensueño a otras épocas y ambientes del pasado. En esos establecimientos suele llamar poderosamente la atención la imagen peculiar de su propietario, llamado precisamente por el tipo de mercancías que oferta: el anticuario. En general, se trata de personas mayores, sean hombres o mujeres, quienes además de sumar muchos almanaques, en sus organismos corporales, poseen abundantes conocimientos y una hábil, embriagadora y grata narrativa para motivar al cliente. La mayoría de estos comerciantes hacen gala de poseer abundantes y detallados datos, leyendas y realidades, vinculados a cada uno de los objetos que tienen en exposición.
A los interesados y curiosos visitantes de estas
interesantes y “subyugantes” tiendas suele asaltarles la duda acerca de la
verosimilitud de esas apasionantes historias,
que con tanto encanto y convicción escuchan del propietario o el vendedor del
establecimiento. Hay clientes que se preguntan si por el contrario todo es un
producto de la ejercitada y poderosa imaginación del comerciante, facultad o
marketing que les hace inventar o exagerar las aventuras y hechos
extraordinarios vinculados a los más variados objetos, pudieran o no haber
sucedido en la realidad.
El gran salón, donde reposan las elegantes y
misteriosas piezas expuestas esperando al futuro comprador, no suele estar muy
iluminado, sin duda para favorecer con su oscuridad
esa sensación o percepción de intriga, atracción y ensueño que estos comercios
psicológicamente generan. El olor que en ellos se respira es bastante
característico: muchos dirían que huelen a viejo, a rancio, algo dulzón,
penetrante e indefinido, que nos hacen recordar aromas parecidos a cuando
estamos en los archivos de legajos y manuscritos antiguos o incluso al que
percibimos en muchas sacristías de aquellos templos con varios siglos
acumulados desde su construcción .
Los comercios especializados en antigüedades son
espacios llenos de Historia y de silencios,
pues los no muy abundantes visitantes a los mismos se esmeran en pronunciar
escasas palabras y las frases expresadas son moduladas a un muy bajo volumen,
algo parecido a cuando entramos en los museos o en los edificio religioso y
aplicamos el debido respeto a las creencias vinculadas a las imágenes ubicadas
en sus altares y hornacinas. Es como si no quisiéramos molestar o trastornar la
atmósfera de “devoción” que flota por el ambiente.
También el polvo es
un elemento consubstancial o “necesario” en estos ambientes, en donde la
escenografía y la imaginación aportada tienen una poderosa intervención para la
decisión del interesado comprador. Esa fina nebulosa de las partículas
depositadas por todos los rincones de la tienda favorecen la realidad y
concreción del tiempo cronológico, que las figuras y los más variados objetos
atesoran.
Leocadia Miranda es una elegante señora, que ama e invierte en la
adquisición de antigüedades. Suele hacer ostentación, casi de continuo, de una
cuidadosa y rica cultura que, de una forma admirablemente autodidacta, ha ido
asimilando a lo largo de las seis décadas de vida que su documento de identificación
manifiesta. El cuidado continuo de su bello cuerpo, la forma señorial en como
viste, la escenificación de nobleza que resalta en sus modales, subyugan a todo
aquel que la conoce y trata. No tuvo estudios universitarios, pero ella es
consciente que tampoco los necesita para aparentar, a la altura de sus muchos
años, la imagen de una persona experta en arte y con el glamour exquisito de
las grandes damas. Saben aplicar con destreza una brillante y atrayente
conversación, capaz de motivar y atraer la atención y el respeto de sus
interlocutores, a los que cautiva y deslumbra. Aunque procede de una modesta
familia, aquéllos que han tratado por diversos motivos a Leocadia no dudan en
suponer o imaginar su inserción en un distinguido árbol genealógico, por supuesto noble y elitista.
A su edad, ya en los parámetros de la jubilación
para la mayoría de los mortales, no ha desempeñado profesión conocida que se le
conozca, lo que no ha sido obstáculo para que disponga en la actualidad de una
acomodada suma en su cuenta bancaria, siendo además propietaria de dos amplios
locales alquilados a una poderosa cadena de establecimientos para la venta de
perfumes y productos estéticos para embellecer el cuerpo, ubicados en
estratégicas zonas del barrio de Salamanca madrileño. Estas propiedades le
reportan mensualmente atractivos ingresos, para mantener su cualificado nivel
de vida. Reside e una suntuosa villa señorial, con amplio jardín privado y
marmórea y pétrea construcción, situada en una zona boscosa de la carretera de
Navacerrada. El “dudoso” en principio origen de tanta opulencia procede
simplemente de sus encantos y habilidades para enamorar
a viudos con abundante capital y notablemente mayores que la propia
señora Miranda.
Esta atractiva mujer ha estado casada en tres
ocasiones. Su primer cónyuge fue un conde italiano, de nombre Giuseppe Contoni, que había amasado abundante dinero
en el negocio de las heladerías. Por su avanzada edad y ajetreada vida sexual
falleció a los tres años y medio de matrimonio, dejando a su amada una buena
“tajada” económica en el documento testamentario, a pesar de la oposición de la
amplia prole (seis hijos) que el finado había gestado en su primer matrimonio.
Un financiero francés, llamado Marcel Derlaz, que se encontraba también en estado de
viudez, muy hábil en el negocio de la revalorización constructora en barrios
marginales, adquiriendo solares con edificaciones ruinosas, relativamente
próximos a los núcleos del centro histórico en importantes ciudades galas, fue
su segundo marido. Lo conoció en un crucero por el Mediterráneo, produciéndose
la declaración amorosa en Mykonos, una paradisiaca isla del Egeo en las
Cicladas griegas. Con el francés vivió seis apasionados y sensuales años de
amor, abundancia material y felicidad. Pero el idílico castillo erótico se
derrumbó drásticamente cuando el francés calculó mal un descenso, en una estación
de esquí de los Alpes suizos, “volando” por los aires hasta el firmamento
infinito. Los tres herederos que tenía Marcel, de su primer matrimonio,
accedieron, a fin de honrar la memoria de su progenitor, a ceder a la compañera
que tanta felicidad le había deparado, la lujosa villa o palacete residencial
en la que actualmente reside la acaudalada señora Leocadia.
Y del tercer cónyuge, también bastante mayor que su
interesada compañera, no ha vuelto a saberse más de él. Esta nueva conquista
”huyó” –literalmente- de su avariciosa compañera, tras comprobar que su “amor
infinito” le había descapitalizando su acomodada fortuna, conseguida durante años
en el negocio bodeguero. El vinatero “fugado”, llamado Arnaldo
Dorronsoro, era un leonés, también viudo de su primera esposa. Los gastos en joyas que Leocadía realizaba,
usando la tarjeta oro que su amantísimo esposo le había entregado, hizo que
éste fuera embargado de algunas propiedades y capitales bancarios. El bodeguero
puso tierra der por medio y de él nada más se ha vuelto a saber. La señora
Miranda tiene esas valiosas joyas guardadas en cajas de seguridad fuera de la
Península Ibérica. Los frecuentes viajes a Berna de Leocadia pusieron en
guardia a su ilusa pareja de alcoba.
Tres “fructíferos” matrimonios, pero sin el don
genético de la cigüeña. Leo se entretiene en la actualidad “llenando” de antigüedades y objetos
suntuarios la enorme mansión: Villa Miranda del Sol
donde reside en soledad, fruto en herencia de su segundo esposo. Para esta
culta, entretenida y costosa labor, visita con repetida frecuencia las tiendas
de antigüedades de mayor prestigio, tanto en Madrid, como en otras capitales españolas
e incluso algunas ubicadas fuera del territorio nacional. Sus viajes a Londres,
París y Roma (además de Berna) siguen siendo frecuentes. Su afán es encontrar
aquella pieza rara, elegante y “deslumbrante” , que enriquezca los largos
pasillos y las “barrocas” estancias del palacete legado por el añorado y
apuesto Marcel.
Una tarde de Otoño, a pesar del saludable frío que
la capital de España soportaba, Miranda acudió al establecimiento de un
anticuario, situado en la parte más elevada de la Cuesta de Moyano, negocio de
bastante prestigio que había conocido en las páginas de Internet a través del
buscador Google. La “lúgubre” fachada de la instalación, denominada Treasures. Antiguedades, estaba ubicada en la planta
baja de un edificio de nueve plantas, en una muy antigua construcción alguna
vez remodelada, que hacía bastante juego con el comercio de objetos artísticos
que ocupaba prácticamente toda la planta basal del inmueble.
Tras pasar al interior del establecimiento, la
acaudalada y antojadiza señora se disponía a entretenerse un buen rato, aplicando
en esa afición que tanto le gustaba, siempre con la esperanza de hallar alguna
pieza interesante para comprar, siempre negociando el precio con el vendedor de
turno. En este caso se trataba de un hombre también bastante mayor. Permanecía
sentado detrás de una mesita abarrotada de carpetas y papeles un tanto
desordenadas, observando de reojo a la única clienta que tenía dentro de la
espaciosa sala. Leocadia, después de un breve saludo, también miró durante unos
segundos al extraño e intrigante personaje, probablemente el propietario del
negocio. El anticuario vestía con una gran bata de color gris, tenía un
monóculo sobre su ojo derecho enganchado a una cadenilla que le salía del
bolsillo superior de la bata, sufría una avanzada alopecia que trataba de
disimular con dos acumulaciones de pelo canoso, ubicadas en ambas zonas
temporales de su oronda cabeza. Al igual que tantas personas calvas, se había
dejado crecer una espesa barba, acrecentando con todo ello esa imagen
intrigante a juego con el abigarrado y empolvado material expuesto por toda la
superficie comercial. Cuando se incorporó de su silla, a petición para consulta
de la nueva cliente, caminaba diligente aunque apoyándose en un barnizado
bastón de madera, color marrón caoba.
Leocadia carecía de prisas o asuntos pendientes que
resolver, por lo que estaba dispuesta a echar un buen rato en el atrayente,
para su interés, establecimiento de Treasures. Miraba y remiraba, rebuscando
por todo el “laberinto” comercial algo novedoso que incrementara la decoración de
su gran mansión, en la que aún había muchos huecos por rellenar. Pasó muchos
minutos en el empeño de buscar algo original. Sin embargo la mayor parte de los
objetos que analizaba no le motivaban en demasía. Ya un tanto cansada de dar
vueltas, entre tanto objeto suntuario, recurrió a una práctica que había
aprendido en sus recorridos comerciales, dentro y fuera de España.
“Buenas tardes. Mi nombre es Leocadia
Miranda y dedico muchas horas de mi tiempo a buscar objetos originales y
elegantes, para el ornato del palacete en donde resido. Sé por experiencia que
los profesionales de las antigüedades, además de los productos que tienen en
exposición, poseen algunos objetos que por razones varias no están dispuestos
para la venta en general, salvo para ofertarlos a clientes muy especiales: tanto
por la amistad en el conocimiento, el precio elevado en que están valorados los
objetos o cualquier otra circunstancia que motive esta privacidad. Todos los
anticuarios que conozco suelen tener una pequeña sala reservada, en donde
guardan algunas piezas de gran valor Por tanto, apelando a su comprensión ¿tiene
algo, verdaderamente especial, para ofrecerme?”
“Encantado de conocerla, señora. Soy
Hermógenes Vivar, el propietario de esta establecimiento de objetos antiguos, que
acumulan un gran valor histórico y estético. Este negocio lo heredé de mi padre
y he mantenido su tradición de ofertar a los clientes piezas de especial
calidad y con la suficiente garantía de autenticidad. La he visto repasando
muchas de las figuras y demás objetos y he llegado a la conclusión de que Vd.
está buscando algo verdaderamente especial, original y diferente, de lo que
está expuesto. Percibo que es una persona con cualificado conocimiento y
exigente con aquello que desea adquirir. Vamos a pasar a la trastienda, donde
tengo algunos elementos que sólo enseño a clientes muy especiales. No me cabe
la menor duda que Vd. Leocadia, tiene el perfil adecuado de ese tipo de personas”.
Ambos interlocutores entraron de inmediato a una
sala, no muy espaciosa, pero densificada en piezas nobles que poblaban armarios
y estanterías. Los objetos allí depositados y seleccionadas probablemente
tendrían un gran valor. Hermógenes, visiblemente emocionado, se detuvo delante
de un gran reloj de pared o mural con pesas, que estaba encastrado en una gran
caja rectangular y vertical de madera noble, con filigranas decorativas
talladas en sus distintos paramentos.
“Disculpe mi emoción, pues aquí le muestro, con
honor y sentimiento, una de mis joyas más preciadas y queridas, una verdadera
obra de arte. Tanto en lo artístico, como en el complicado e ingenioso mecanismo
de su funcionamiento. Este gran reloj de pared,
por una pequeña placa grabada que tiene inserta y en la que se lee 1882,
procede de un gran lord inglés (del que me va a permitir respetar su nombre).
Este preclaro miembro de la nobleza, tras conocer con amargor y desesperación
la infidelidad que su amada duquesa y esposa le deparaba a sus espaldas, abandonó
frustrado y enfurecido la mansión en la que residía, para dirigirse al
extranjero en búsqueda de una nueva vida. Posiblemente su destino fue el
Oriente asiático. De él nada más se supo. Cuando su infiel esposa tuvo
conocimiento de que su marido se había llevado con él todo el elevado capital
bancario que poseían, dejándola en la ruina, se sintió desesperada, pues su
aprovechado amante, viendo la perspectiva que se les avecinaba, también la
abandonó. Todo ello provocó el desequilibrio de la señora que para mantener la
mansión y poder comer, en el día a día, comenzó a vender las mejores piezas
suntuarias que su marido había acumulado, con paciencia y tenacidad, a lo largo
del tiempo. Yo conseguí, hace un par de años, este tesoro de reloj de pesas, a
través de una deuda de juego que mantenía conmigo un miembro de la mafia
italiana, vinculado a las joyas del arte. Esta pieza de museo se llama EL RELOJ DE LOS CUATRO COMPASES. Además de su valor
artístico indudable, que no dudo Vd. percibirá, tiene un mecanismo especial, que
le permire tocar “los cuartos, las medias y las enteras”, utilizando las notas musicales
grabadas o taladradas en unas cintas preparadas y articuladas (verdadera
ingeniería) con toda la mecanización de
las manecillas que marcan las horas y los minutos.
Vd. muy distinguida señora, me cae especialmente
bien. Es culta. Tiene modales exquisitos. Una verdadera señora de la nobleza
que con su presencia prestigia el nombre de este establecimiento. Sin embargo
no le oculto que me costaría desprenderme de este tesoro mecánico y monumental,
a menos de escuchar por su parte una razón muy convincente, que me moviera a
ponerle precio al valioso reloj. Piense despacio y sosegadamente esa motivación
y si le parece mañana proseguimos esta grata conversación. No se precipite. No
olvide que la razón que me ofrezca ha de ser harto convincente para que yo
accediera a venderle el elemento más distinguido y atrayente de mi colección de
antigüedades.”
“No es necesario dejar pasar veinticuatro horas, ni
cinco minutos, amable y entendido especialista, pues me he encariñado tanto con
el reloj que le voy a ofrecer una poderosa motivación a fin de que, con su
profesionalidad y generosidad, acceda a venderme este precioso y suntuario
artilugio mecánico. Señor Hermógenes: cada uno de los cuartos, escuchando sus
compases musicales, me harían sentirme plenamente feliz, ya que me
recordarían que he vivido un cuarto de
hora más, siempre por generosidad de los dioses que presiden nuestros actos. Lo
cuidaría con mimo y Vd tendría las puertas de mi mansión abiertas, para su
gozo, contemplándolo y escuchándolo cuando lo deseara y lógicamente yo lo
autorizara. ¡Póngame un precio por esta joya que no quiero en modo alguno perder!”
El sagaz anticuario dejó pasar unos instantes, tensos
y silenciosos, moviendo lentamente su oronda cabeza y poblada barba, hasta
acertar responderle a su obsesiva interlocutora:
“Respetable y bella Señora: La deuda de juego, de
la que le he hablado confidencialmente, equivalía a unos 20.000 euros. Por 24.000
euros estaría dispuesto a desprenderme del reloj, si con ello favorezco su buen
estado de felicidad. Es un precio realmente simbólico. Pero si ello enriquece y
potencia su estado de felicidad, yo me siento muy honrado y generoso de hacer
este sacrificio, que le aclaro no me resulta fácil. Pero cada minuto que pasa soy
más consciente de la grandeza de su persona. Doña Leocadia, Vd. merece mi profundo,
leal y cariñoso sacrificio.”
En cuarenta y ocho horas, Leocadia gestionó la
liberación de uno de los plazos fijos que tenía depositados en una importante
entidad bancaria. En modo alguno quería dejar pasar la oportunidad de costearse
ese costoso capricho, con el que pensaba iba a ennoblecer aún más su ya barroca
y suntuosa mansión.
Una vez ubicado el gran reloj, en un lugar
preferente del espacioso salón estar del palacete, organizó una deslumbrante cena
con fiesta, a fin de presentar la nueva y costosa adquisición a sus
distinguidas y escogidas amistades. Ante los presentes aquella lúdica velada y
a todas las horas y cuartos de los días siguientes, el mecanismo horario hacía
sonar los cuatro compases cada quince minutos, entonando el engranaje acústico unos
sones de piezas clásicas, henchidas de incuestionable belleza, para gozo y orgullo
de la muy obsesiva señora.
Todo marchaba a pedir de boca, para los deseos de
Miranda, cuando apenas una semana después de la suntuaria y costosa compra, el
reloj detuvo imprevistamente su marcha, a pesar de que tenía la cuerda bien
“dada”. Probó una y otra vez, pero por más cuerda que le aportaba, el mecanismo
no reiniciaba su marcha. Abrumada y desconcertada, apenas pudo dormir en
aquella noche de desvelo. Pero para su sorpresa, en el silencio relajado de las
estrellas, comenzó de nuevo a escuchar el tic tac,
tic tac. El reloj había reiniciado
misteriosamente su marcha. Los sones musicales de los cuartos volvían a alegrar
los oídos y el corazón de la ansiada dueña de la mansión Ya mucho más sosegada,
pudo al fin dormir unas cuantas horas.
Al levantarse de su lecho, antes de asearse, fue a
comprobar que aquellos sonidos del tic tac correspondían o avalaban el buen
estado del engranaje mecánico. Vio marcada una hora muy extraña, corrigiéndola
de inmediato. Tras el aseo y el desayuno, fue otra vez a contemplar su querido
reloj y quedó profundamente preocupada, cuando comprobó que las manecillas del
reloj no sólo habían atrasado, sino que ¡avanzaban
hacia atrás! En vez de sumar minutos y horas las iba restando, en la
señalización de sus dos manecillas. Curiosa y extrañamente las notas musicales
de los compases también sonaban para mayor absurdo “caminando” hacia atrás. Era
¿Magia? ¿Premonición? ¿Desgracia? ¿Qué misterio encerraba el caminar de ese
anómalo mecanismo?
Un tanto trastornada, bajó al centro de Madrid, con
la intención de consultar al vendedor Hermógenes y exigirle una convincente
explicación. Una vez ante el anticuario, le expuso el caso con educados, pero
muy apenados, modales. La respuesta que recibió le dejó sin poder articular
palabra alguna.
“Mi admirada Señora. Ya le advertí que este reloj
podía traer suerte a su poseedor, aunque también podría favorecer algún estado
de desgracia. Al lord propietario le generó la ruptura matrimonial, tras el
engaño propiciado por su mujer. En mi caso, por el contrario, favoreció que mi
negocio mejorara en sus ventas. Vd. Doña Leocadia ha tenido toda la suerte del
mundo con esta adquisición, pues el reloj no quiere sumar horas a su
excepcional existencia, Está restando horas, para que su actual poseedora pueda
avanzar, con la magia del destino, hacia esa juventud que a todos nos va
pasando. Cada día será Vd. un poco más joven, pudiendo comprobar este gran
misterio, en su cuerpo y en su espíritu. Ese es el gran don que el reloj de los
cuatro compases quiere donarle. No dude
que la trágica hora de su fallecimiento cada vez se alejará más de la hermosura
que preside su excepcional vida.”
En la actualidad Hermógenes Vivar y Leocadia
Miranda conviven en la mansión propiedad de esta acaudalada señora. Cada una de
las mañanas, el jubilado y persuasivo anticuario la sigue convenciendo de que
su cuerpo se rejuvenece, pausada pero constantemente. El monumental reloj, con
sus acústicos y clásicos compases sigue caminando, con la magia de lo
desconocido, hacia atrás, marcando la juventud inexplicable de la ilusionada
señora.-
EL SUGESTIVO RELOJ
DE LOS CUATRO
COMPASES
José
Luis Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la
Victoria. Málaga
20 Noviembre 2020
Dirección electrónica: jlcasadot@yahoo.es
Blog personal: http://www.jlcasadot.blogspot.com/
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