En nuestro diario caminar por la vida son
infortunadamente numerosas las veces en que nos equivocamos. De manera especial
ello sucede cuando hacemos difícil y complicado aquello que sería fácil y
beneficioso, aplicando simplemente bondad y racionalidad. Así podríamos
conseguir un enriquecimiento personal en valores y sosiego espiritual. ¿Qué
sentido tiene dificultar las soluciones y respuestas? ¿Podemos encontrar alguna
satisfacción en no aplicar la bondad por nuestro alrededor? Cuando hacemos el
bien, nos sentimos más felices, mientras que el actuar con maldad nos envilece
y más pronto que tarde nos entristece y degrada. Cierto es que todos los
humanos tenemos momentos más afortunados que otros, en nuestro comportamiento
ante los demás y con respecto a nosotros mismos. Pero, para nuestra esperanza,
hay personas a las que podemos considerar como
“buenas” por naturaleza, asombrándonos lo poco que les cuesta difundir
tan estimable valor en la parcela de su microcosmos vital. Tracemos a continuación
algunos datos definitorios con respecto a una de ellas.
Se trata de un conocido empresario, llamado Prudencio Narcea Cabaña, que tiene su negocio
instalado en un populoso barrio perteneciente a una importante localidad
andaluza, a orillas del Guadalquivir. Como tantos otros comerciantes, tuvo la
suerte de heredar su tienda (en la que se vende casi de todo) a través de la
generación familiar. El negocio fue fundado por su abuelo. Su padre también
dedicó la vida a la atención de este colmado. Prudencio está casado con Eufemia Paris Endrina, quien de joven servía en casa
de unos señores bien, los Cercedilla, aunque las malas bocas los llamaban con
el apodo de “los cantimploros”, ya que procedían de una familia muy humilde. El
patrón familiar de los Cercedilla se ganaba la vida llevando agua fresca, en
botijos o tinajas, por los campos y las obras, en esos veranos tórridos de la
cálida Andalucía. Más adelante esta familia hizo dinero, con la compra,
restauración y venta de casas diseminadas y también de parcelas agrarias de
escasa rentabilidad para sus poseedores. Hoy en día mantienen una espléndida
residencia y buenos caudales en los bancos, pero no se han podido quitar esa
mácula identificativa de “nuevos ricos”.
Hace años que Prudencio veía pasar todas las tardes
a la joven Femi por delante de su
tienda, cuando ésta llevaba a los hijos de los señores al gran parque del
pueblo, a fin de que jugaran y disfrutaran. La supo enamorar y al poco se casó
con ella, quitándola de trabajar, ofreciéndole un hogar con todo lo necesario
para que se sintiera feliz, mientras él se entregaba de lleno a seguir con la
tradición familiar, manteniendo e incrementando la clientela del colmado, una
vez que su padre delegó en él toda la responsabilidad tras su jubilación.
El carácter de Pruden, como lo llaman los amigos,
representa el perfil de una buena persona. Comprensivo, generoso y abierto fraternalmente
a la sociabilidad. Para él la persona que entra en su tienda es más que un
cliente, lo considera un amigo y convecino, con el que gusta platicar y abrirse
a sus necesidades y problemas. Para su
pesar, no llegaron los hijos a su matrimonio. En aquellos años del siglo pasado
no se trabajaba la ciencia de la reproducción asistida. Tal vez por esta
limitación, Pruden, tiene siempre un trato especial con los niños de sus
clientes. Todo crío que entra en su establecimiento recibe el regalo de un par
de caramelos, procedentes de ese gran tarro suculento y policolor que don
Prudencio tiene cerca de la balanza.
El colmado de este apreciado comerciante tiene por
nombre EL ALMACÉN DEL HOGAR aunque la mayoría
de convecinos lo conocen con el apelativo simpático de La Botica, pues al igual que en las farmacias la
clientela puede encontrar casi todo lo necesario para sus necesidades
inmediatas: alimentos básicos y otros más especializados, herramientas,
artículos de papelería, alguna ropa (preferentemente para los trabajadores del
campo) e incluso determinados productos de parafarmacia. En el espacioso local
de su tienda hay tres grandes banquetas de madera, para que las vecinas y
vecinos no se cansen en la espera, mientras el locuaz tendero atiende a otro
cliente. Esos bancos suelen estar casi siempre bien concurridos, porque a los
parroquianos les agrada echar sus buenos ratos de conversación sobre los temas
más variados. Los diálogos y chascarrillos, a veces con divertida intensidad, son
seguidos por Prudencio con intervenciones puntuales, mientras va pesando en su
balanza (jocosamente le dicen que la tiene trucada) el medio kilo de lentejas,
el cuarto de azúcar, los cien gramos de queso o el kilo de patatas o el medio
litro de aceite, sin olvidar la botella de gaseosa o el cuartillo de tinto. “Pruden,
a ver de donde traes las lentejas, pues cuando las espulgo por las noches para
echarlas en agua no paro de encontrarme con demasiados yeros, piedrecillas
mezcladas e incluso pajillas del campo”. “!Venga Casilda, que las traigo de
Castilla, las mejores, tienen más hierro que esa recia reja que ves en la
ventana!” En definitiva, el Almacén ejerce como un muy popular micro casino
popular, con una atmósfera muy relajada, simpática y socializadora.
Una mañana de abril bien temprano, cuando Pruden hacia pocos minutos
que había elevado la persiana metálica que cerraba la puerta de su colmado, Mariana entró en el Almacén acompañada del mayor
de sus cuatro retoños, un niño de siete años llamado Jaimín. Pronto el crío
tenía el deseado par de caramelos en sus manos, obsequio del agradable y
generoso tendero. Nemesio, el marido de esta
joven madre, pero físicamente envejecida, se hallaba actualmente en prisión,
condenado en juicio a un año y dos meses de cárcel, por haber robado unas
gallinas del corral de doña Maravillas, una acaudalada señora, con aires de nobleza
(nunca demostrada) soltera y que vivía de las rentas de alquiler procedentes de
unas viviendas y locales de su propiedad. La gravedad de la pena se explicaba
porque el Nemesio era reincidente de otros hurtos similares, siempre de escaso
valor, perpetrados para dar de comer a su amplia prole.
Pruden, necesito que me des algo. No
para mi, sino para los cuatro chavales, que no tienen culpa de “ná”. Ya sabes
que me dejo el alma fregando los suelos, pero ahora, con la cárcel del Nemesio,
la gente no se fía de mi y han dejado de darme trabajo. Se me parte el alma de
ver a los niños con cara de hambre. Voy una y otra vez a la parroquia, a ver si
don Adriano puede hacer algo, pero el buen
hombre me dice que solo puede preparar una bolsa cada quince días, porque la
gente no es muy generosa con eso de las limosnas. Sé que eres bueno y que
tienes que vivir de lo que vendes, pero no me vas a dejar ir sin nada que
llevar en la mano”.
Minutos después, la Nemesia salía de la “botica”
con dos largas barras de pan del día, en cuyo interior el buen tendero había
introducido varias rodajas de mortadela. Además le había preparado una bolsa
llena de abundante y variada fruta, ya muy madurada pero todavía en buen estado
de consumo y otra bolsa con restos de quesos y chacinas, que a la pobre mujer
le podían ser bien útiles, a fin de saciar la necesidad de alimento de sus
cuatro hijos hambrientos. La positiva reacción de Prudencio la enriquecía por
su actitud ante la petición de la convecina. Nada de miradas, palabras o gestos
enfadados, sino una continua sonrisa, a fin de calmar el ánimo de la humilde, nerviosa
y angustiada mujer.
En este tranquilo pueblo, en el que el tiempo y las
personas carecen de prisa, hay un viejo convento, de estilo barroco aunque su
albañilería está muy degradada, habitado por un grupo de monjas carmelitas. En
la actualidad son siete el numero de religiosas profesas dentro del mismo. La
mayoría de ellas soportan una edad avanzada. La pequeña comunidad dedica las
horas del día a diversas fases de rezos, oraciones y meditación. También a realizar
una serie de labores de limpieza y el cultivo de un pequeño huerto en donde
tienen algunas aves y sembrados de patatas y otros tubérculos, además de hortalizas
para el sustento alimenticio. Se autodenominan monjas
del Santísimo Amor. Tienen como generoso objetivo social atender a todos
aquellos necesitados que llaman a sus puertas en demanda de limosna o algún
trozo de pan que ellas saben preparar y cocer en un pequeño horno de leña de lo
más tradicional. Lo hermoso y dramático de la situación es que estas monjas
todo lo dan, a nadie niegan esa petición de alimento que los mas humildes
plantean ante sus recias puertas de hierro y madera de roble. Pero tienen que
realizar su gran obra social con lo poco que cultivan y aquello que algunas
personas generosas les entregan para sus obras de caridad. A nadie se le oculta
que son muchos los días en que estas religiosas entregadas a Dios pasan hambre
y necesidad material. Aunque Prudencio no destaca por su asistencia a las
prácticas litúrgicas, es uno de esos benefactores. De vez en cuando suele
enviar alguna saca con alimentos con productos de inmediata caducidad.
Una tarde entró en la tienda don Venancio, a la sazón alcalde de la localidad,
para encargar a Pruden la preparación de unas bandejas de pequeños bocaditos y
unas cajas de cervezas, vino tinto y refrescos. Ese fin de semana iba a visitar
la villa el Gobernador Civil de la provincia, a fin de presidir la inauguración
de una pequeña estación depuradora, que evitaría la progresiva contaminación
del rio a su paso por esta comarca.
Hablando y hablando, salió el tema de las monjitas
del Santísimo Amor, con las necesidades materiales que a diario pasaban. Venancio
aducía que las arcas del consistorio no estaban muy boyantes en cuanto a
reservas y que aún así periódicamente les pasaba alguna subvención, aunque en
verdad bastante modesta. El regidor municipal explicaba que había escrito al
obispado a fin de que su máxima autoridad tomara cartas en el asunto, pero que
desde la sede episcopal se estaba dando de largas al asunto.
Esta conversación dejó muy pensativo a Prudencio
quien estuvo toda la tarde cavilando sobre problema que afectaba a las
“hermanas”, denominación que él utilizaba para referirse a las religiosas del
convento. Al día siguiente, sábado (al ser mes agosto, el Almacén solo abría
por la mañana de ese penúltimo día de la semana) el activo tendero se montó en
su vieja y querida furgoneta, un “cuatro latas” que utilizaba para los portes,
presentándose en el convento y solicitando hablar con la madre Regina, la superiora.
“Buenas tardes, hermana. Gracias por recibirme. Sé,
como otros parroquianos, las importantes necesidades que padecen, a fin de seguir
atendiendo las obras de caridad que hacen a diario. Ya conoce que soy
propietario de un importante colmado, que me va dando para vivir. Vengo a
proponerle una interesante colaboración, cuyos intereses económicos sería casi
absolutamente para su admirable acción benefactora. He traído en mi furgoneta
dos sacos de harina, cuatro cartones de huevos, un saco de cinco kilos de
azúcar, un bote de canela, una garrafa de aceite y un bote de miel. Estoy
completamente seguro que con estos ingredientes son capaces de preparar unas
bandejas de dulces, que bien podrían ser unas rosquillas. En principio me
preparan dos bandejas, cuyas rosquillas yo las pongo a la venta en mi tienda. A
diario visitan la tienda muchos lugareños y los fines de semana abundan los
turistas, a los que les agrada llevarse algo suculento de la tierra, para
cuando vuelvan a sus lugares de origen. Aunque muchos las comprarán sueltas,
siempre es interesante que vayan envueltas en papel de celofán y en bolsitas de
un cuarto de kilo, para eso de los regalos. El 85 % del importe de las ventas,
yo se lo paso para sus necesidades y obras de caridad. El 15 % restante lo
aplicaré para pagar el coste de la materia prima que yo les seguiré sirviendo. Estos
dulces, individuales o el bolsas pueden llevar el nombre de Rosquillas del Convento del Santísimo Amor. No me
cabe la menor duda que son Vds. unas maestras en el arte de la confitería y
repostería. Además de las que yo oferte en mi establecimiento, también pueden
venderlas a través del torno, como hacen otros conventos y monasterios. He
pensado en rosquillas, pero también podrían ser pequeñas tortitas. Seguro que
van a estar deliciosas”.
La idea del dueño de este popular establecimiento
llamado el Arca resultó sorprendente y genial, éxito que se sigue incrementado
al paso de los meses. Nadie que pasa por Villarrubia del Río lo hace sin llevar
como recuerdo y regalo una o dos bolsas de estos preciados dulces. Las monjas
del Santísimo Amor siguen elaborando las afamadas rosquillas y tortitas, cuyas
ventas han permitido sanear las necesidades materiales de estas religiosas
entregadas a la caridad de los necesitados. Y la modernización técnica ha
llegado al convento, con la compra de un gran horno eléctrico. Por cierto, las
tortitas llevan ahora un poco de cabello de ángel en su interior, ingrediente
que las hace más dulces y apetitosas. La madre Regina se pregunta muchas veces
si Prudencio fue guiado por ese Ángel de la Guarda que los creyentes piensan que guían lo mejor
de todos nosotros, salvándonos de muchos riesgos y singulares sinsabores.
Doña Herminia Montera Cumplido, cada uno de los lunes del mes y desde hace tres
semanas, compra una botella de brandI y tres botellas de tinto Rioja en el
establecimiento de Pruden. Las cuatro botellas son de marcas famosas y con
caldos de reserva, por lo que su precio no es bajo. “Es que va a venir mi
cuñado, una persona que siempre ha sido un gran bebedor”. La explicativa frase,
que Prudencio conoce ya de memoria, es pronunciada por esta señora sexagenaria
y viuda de don Tarsicio, que ejerció la profesión militar llegando al grado de
Capitán de artillería. Los hijos de esta apreciada vecina de pueblo hace años
que emigraron a otras provincias españolas. Isaac ejerce la medicina en la isla
de Mallorca, mientras que Rocío lo hace como profesora en Cantabria, ya que su
marido es natural de la Montaña cántabra, donde toda su familia está enraizada.
Al principio Pruden consideró que la adquisición de
estas buenas y costosas botellas de marca se debería a la necesidad de corresponder
con un especial regalo a personas amigas
o a familiares de la señora. Pero al repetirse la misma adquisición durante los
dos lunes siguientes, las dudas de Prudencio fueron in crescendo, dudando y
sospechando que el cuñado de la señora fuera tan amante de la buena bebida. “Otra vez viene mi cuñado Irineo a visitarme. Reside en
la capital, pero se encuentra muy solo, El pobre tuvo que sufrir con mucho
dolor la irresponsabilidad de mi hermana, que lo abandonó, yéndose con un “faldero”
sacristán que la lió en amores perversos. Viene a visitarme los fines de
semana, compartiendo nuestra soledad y el afecto cariñoso de las palabras. El
pobre hombre se anima con una copita tras otra, a fin de compensar esas horas
bajas en que su vida se halla penosamente estancada”.
Pero en ese tercer lunes para la compra, a doña Herminia
se le quedó olvidado un pequeño monedero de piel , con monedas y llaves en su
interior. La venta ocurrió un poco antes de la hora del cierre del Almacén. A
la mañana siguiente Prudencio reparó en ese monedero y pensando podría
pertenecer a su agradable y fiel clienta, al cerrar la tienda a las una y media
del mediodía, decidió acercarse al domicilio de la señora y consultarle la
posible pérdida. Después de tocar el timbre de la puerta en dos ocasiones, al
fin apareció doña Herminia enfundada en una bata de franela y calzando unas
babuchas, La buena señora mostraba un aspecto lamentable: poco aseada y cuidada
tanto en su apariencia y el ropaje. Pero lo grave fue que su interlocutora se
balanceaba y balbuceaba sus palabras con inseguridad, aplicando en las respuestas
palabras entrecortadas. De sus ojos provenía una mirada fugaz e inconcreta. Su
veterana convecina estaba claramente soportando un estado de patente embriaguez.
La borrachera que tenía era de campeonato. Prudencio disimuló como pudo y
abandono el domicilio de la clienta en un estado de nerviosismo e intensa
preocupación. En realidad, desde un primer momento sospechó el destino de
aquellas botellas que vendía cada lunes.
Esa misma tarde llamó por teléfono a Venancio, el
alcalde, para informarle de la situación de alcoholismo en que previsiblemente
estaba inmersa la convecina. En veinticuatro horas se pudo contactar con el
hijo de doña Herminia, que se movió con diligencia para llegar a Villarrubia lo
más pronto que pudo. Había que salvar a esta clienta de las garras del alcohol.
La diligente disponibilidad y sagacidad de Prudencio, había facilitado esta
necesaria reconducción médica, para una persona enferma y necesitada.
La narración de estas tres muestras emblemáticas
ponen de manifiesto la calidad humana y profesional de este responsable y sagaz
tendero, profesional que trabaja en un tranquilo pueblo andaluz. La bondad de su carácter potencia una
personalidad muy abierta a la sociabilidad de su entorno. Representa a esas
positivas personas que logran hacer más fácil y grata la coexistencia, en un
mundo lastrado por el estrés y los egos que perjudica la insustituible
concordia. El Almacén del Hogar, que
Prudencio tan bien sabe gestionar, es algo más que una tienda útil para casi
todo. Representa un dinámico centro social, en el que te sientes a gusto, muchas
veces mejor que en tu propia soledad existencial, porque encuentras en ese
alegre y afortunado entorno la cálida llama de la amistad. Allí eres más que un
cliente, eres un convecino amigo que puedes encontrar esa fraternidad y
hermandad social que nuestros alocados o desordenados comportamientos tantas
veces demandan.-
LA BONDADOSA HUMANIDAD
DE UN TENDERO SAGAZ
José Luis Casado Toro
Antiguo Profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la
Victoria. Málaga
21 Agosto 2020
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