Las ciudades cambian, es algo evidente, al igual que ocurre también con
las personas. Posiblemente, las transformaciones que “sufren o gozan” los
paisajes urbanos sean más lentas en su desarrollo que aquéllas que inciden en
las epidermis evolucionadas de nuestros cuerpos y organismos. Hay edificios urbanos
que incluso muestran en el frontal de sus paramentos el año exacto de su
construcción. Dicha cita cronológica en algunos inmuebles nos llega a asombrar,
pues vemos que permanecen hoy casi como ayer, aunque acumulen en sus
estructuras más del centenar en años. Pero lo normal es ese cambio, lento,
constante, en la fotografía urbana. También vemos estas modificaciones
novedosas por toda esa vegetación que da lustre natural y agradecido a nuestras
ciudades, aun conservando estupendos ejemplares que son más que centenarios.
Sin embargo, a pesar de todas estas no aceleradas transformaciones, comprobamos
fácilmente cómo la antigua imagen de muchas calles, plazas y rincones de
nuestro entorno ya no es la misma. Esa memoria fotográfica ha quedado
profundamente alterada, a través de las modificaciones que han ido recibiendo muchos
de sus edificios y otros elementos urbanos del área residencial donde se
ubican.
La mejor forma de comprobar esta realidad cambiante
es realizar un relajado paseo por las zonas, más o
menos antiguas, de la ciudad donde esté fijada nuestra residencia o
hayamos vivido durante un tiempo estimable. Tengamos una mayor o menor agudeza
observadora, las imágenes que perciben nuestros ojos avalan dichos cambios en el paisaje edificatorio, siempre en íntima
colaboración con los fundamentos de nuestros recuerdos. ¿Quién no ha dedicado
una de sus tardes o alguna mañana para realizar un pausado y “sentimental”
recorrido a través de ese puzle edificatorio, que estructura el barrio o la zona
donde nacimos, jugamos y crecimos, en nuestra ya alejada infancia? Vemos el
cambio en muchos edificios. Se han diseñado nuevas plazas y calles. La
decoración y el mobiliario urbano es muy diferente del que reposa con más o
menos nitidez en los anaqueles de nuestra memoria. Es una sensación tan
impactante la que te embarga que incluso hay momentos en que te ves corriendo,
jugando o paseando por los mismos lugares de “ayer” o entrando en comercios o
viviendas que ya no están, sin olvidar ese diálogo con personas concretas, de
nombres y apellidos, que al ser mayores que tú hace años que emprendieron sus
últimos y postreros viajes a esa inmensidad desconocida de la que algo
imaginamos y de la que casi nada o nada sabemos.
En este “geográfico” contexto, emerge la figura de
un modesto ciudadano llamado Heliodoro Radial Ermita.
Acumula más de seis décadas vitales en su calendario y aún hoy está en activo
laboral, como conserje de un importante museo de titularidad pública, entre los
muchos centros expositivos que pueblan los latidos culturales de la ciudad. Generalmente
cumple un horario continuado de mañana, desarrollando su jornada laboral desde
las 8 am. hasta las 15 horas. Esta temporalización del trabajo le permite
dedicar parte de las tardes a cultivar algunas de las aficiones que más le
incentivan, como son el cine, las visitas a exposiciones diversas, la
asistencia a conciertos de música variada y, en ocasiones, también gusta
practicar alguna actividad deportiva, de intensidad media o baja, como es el
senderismo por la naturaleza, siempre que el buen tiempo lo permita. También disfruta
con el mayor agrado de ese caminar inconcreto por la propia ciudad, a fin de
recorrer los barrios por los que usualmente apenas pasamos y que se hayan
alejados de nuestros itinerarios profesionales, comerciales o familiares.
El personaje de nuestra historia reside en un antiguo
3º B sin ascensor. Su piso está integrado en un pequeño bloque centenario
ocupado por sólo seis familias, mientras que en el bajo existe desde hace
muchos años un comercio de carnicería, cuyo propietario, el Sr. Colás sabe
dar amena conversación a muchas parroquianas y parroquianos que pueblan un
barrio muy popular, ubicado en la zona norte del Molinillo malacitano. Helio
permanece soltero, pues ha carecido de ese don de gentes para atraer a una
compañera con la que formar una familia. En su vetusta vivienda de toda la
vida, propiedad familiar, vive junto a su madre doña
Casilda (viuda de don Lisandro, que en
vida fue factor de la Renfe) con esos años inconcretos y cambiantes que ella
manifiesta (en el libro de familia aparece julio del 1936, como la fecha de su
lejano nacimiento). Son errores cronológicos comprensibles debidos a un
principio de alzhéimer que esta Sra. padece, con fortuna aún no muy pronunciado.
El episodio que iba a condicionar la vida apacible
de este modesto funcionario de la Administración civil del Estado comenzó en
una húmeda tarde del mes de febrero, cuando esa misma mañana leyó, en su
pequeño habitáculo de la conserjería del Museo, una información publicada en la
prensa local acerca de una interesante exposición
fotográfica, que estaba teniendo lugar en el salón de exposiciones de la
Sociedad Económica de Amigos del País. El muy atrayente motivo de esa muestra
fotográfica estaba centrado en testimoniales imágenes
de la Málaga de finales del XIX y gran parte del siglo XX.
A las seis en punto de la tarde de ese mismo miércoles,
ya estaba Helio atravesando la puerta de la histórica institución, con entrada
libre para la difusión cultural entre la sociedad malagueña y los miles de turistas que pueblan las calles, los
monumentos, los bares y los comercios de
la ciudad. Tras ir repasando las primeras muestras fotográficas, el muy
interesado visitante iba quedando asombrado al comprobar los cambios tan profundos que ha ido experimentando Málaga a
lo largo de las décadas. El puerto, el entorno de la Catedral, el propio
Parque y la Alameda, barrios como el de Capuchinos, Trinidad o la Cruz del
Humilladero, etc. Comparar la densidad y monumentalidad edificatoria del actual
barrio de la Malagueta, con la imagen que tenía ante sí de casitas modestas de
pescadores, todas de planta baja, construidas con materiales muy pobres y de
escasa consistencia, era toda una lección acerca de evolución urbanística de la
planimetría y “relieve” malacitano. Cambios que resultan un tanto increíbles, al
haber tenido lugar tenido lugar en el transcurso de no más de setenta u ochenta
años. Observando las fotos, percibía que esas transformaciones no afectaban
sólo a los volúmenes edificatorios y al muestrario vegetal de la antigua
ciudad, sino también incidían en sus habitantes, siendo estas diferencias evidentes
tanto en la forma de vestir, viajar o de emplear el tiempo de ocio.
En su lento pasear ante las láminas expuestas iba
deteniéndose unos minutos entre foto y foto, cuando inesperadamente llegó a una
gran imagen (por su tamaño) en la que se mostraba una sociológica y bella
estampa dominguera, correspondiente a un lejano mes de marzo. La toma
fotográfica estaba datada en 1961 y en ella se
mostraban a varios grupos de personas paseando por entre los jardines del
importante y heterogéneo tesoro botánico, por sus valiosas especies, parque
malacitano. Su sorpresa fue mayúscula, cuando entre las personas que deambulaban
por los coquetos jardines identificó a un niño: ¡era
él mismo! siendo muy pequeño (apenas habría cumplido entonces los cinco
años de edad). Sus dos manos las entregaba una a su mamá, fácilmente
reconocible por su juventud y belleza, mientras que la otra mano la llevaba un
señor, algo mayor que se madre, persona a quien en nada conocía. Desde luego
podía afirmar, sin ningún género de dudas, que ese hombre quien le llevaba
también de la mano no era su padre Lisandro. Obviamente la mayoría de los
paseantes que integraban la populosa imagen no estaban posando, sino que el
fotógrafo en la toma los había impresionado circunstancialmente en el celuloide
de su cámara, mientras apaciblemente caminaban. Con más detenimiento observó
que los dos adultos, quienes le asían de las manos, intercambiaban sonrisas,
mientras que él tenía sus ojos centrados en un grupo de palomas que estarían
recogiendo con sus picos algún alpiste perdido por entre la gravilla, albero y
losetas del suelo.
Mostrándose muy interesado por aquella muestra
fotográfica de su infancia, en la que había quedado impresionado por una cámara
profesional o aficionada, se dirigió a la encargada de la exposición, Clara Báguena, a quien consultó la posibilidad de
solicitar una copia de esa foto, titulada “Paseo
dominical por el Parque”. Explicó los motivos a la responsable de la
muestra, la cual le ofreció dos posibilidades que podrían satisfacer sus
deseos. Una de ellas consistía en acudir al propietario de las láminas
expuestas, el muy veterano fotógrafo Plutarco Cambials.
Pero el medio más rápido era que tomase con su móvil una copia de esa
fotografía. Así lo hizo, aunque esa noche estuvo localizando a través de
Internet datos del fotógrafo propietario de las imágenes, a fin de ponerse en
contacto con él. Desde que se vio allí retratado de manera involuntaria y
durante los días siguientes, aparte de la alegría de reconocerse allí siendo un
niño, en una imagen que había conocido más de medio siglo después, le daba vueltas
a la cabeza acerca de la identidad de ese hombre, con sombrero y recatado
bigote, que acompañaba a su madre en tan placentero paseo. Lo más curioso fue
la reacción de su madre cuando le mostró esa parte de la fotografía,
notablemente ampliada en su móvil. La Sra. Casilda, un tanto desorientada y
algo nerviosa balbuceó unas palabras en el sentido de que no recordaba nada de
lo que allí se veía. Aceptaba que era ella y su hijo, pero que no sabría explicar
quien sería ese señor que tomaba de la mano al niño Helio. Sus problemas de
memoria eran cada vez más intensos y preocupantes.
Aplicando la mayor paciencia y constancia, al fin
pudo contactar con este fotógrafo, ya retirado profesionalmente, propietario de
las imágenes expuestas. Era un venerable señor nonagenario quien, tras escuchar
las explicaciones de Helio, accedió a facilitarle una copia de esa foto, con la
gentileza de no cobrarle nada por el trabajo. En realidad él no la había
tomado, sino que la descubrió, junto a otras tomas, en el negocio de un
anticuario de la calle Andrés Pérez, sino en una de las zonas más recónditas de
la Málaga antigua. La guardó con gran esmero pues, aunque resultase curioso, no
poseía apenas fotos de su infancia. Al preguntarle a su madre acerca del por
qué no conservaba fotos de sus primeros años, aquélla trataba de cambiar de
conversación o aportar la excusa de que su difunto marido no era persona
aficionada al arte fotográfico. No quiso incidir más en el asunto, pues era un
tema de conversación que no parecía agradar a la buena señora, en sus momentos
de normal lucidez.
Pasaron algunos meses desde estos hechos cuando otra
tarde de tiempo primaveral, al volver de un largo paseo deportivo por el paseo
marítimo del Oeste, Helio decidió darse una reconfortante ducha, pues la
temperatura del día había sido anormalmente elevada. Los primeros terrales de
la temporada se adelantaban en el calendario, debido probablemente a las
alteraciones meteorológicas del cambio climático. Al salir del cuarto de baño,
comprobó que su madre se había quedado adormilada ante la televisión, sentada
plácidamente en su apreciada mecedora. Pensó salir de nuevo a la calle, con la
idea de acercarse a una pizzería que tenían cerca de casa, a fin de comprar algo
para la cena. A doña Casilda le gustaba preparar excelentes ensaladas, con lo
que ya tendrían el menú dispuesto para esa noche. Observó que su madre había
dejado la luz de su habitación encendida y al ir a apagarla vio que un cajón de
la cómoda estaba medio abierto y una pequeña bolsa de terciopelo rojo había
caído al suelo. Se agachó a recogerla con la curiosidad propia de no haber
visto nunca esta bolsita, que parecía tener muchos años por su textura y uso en
manos de su madre. Percibió que estaba llena de algo que parecían pequeñas
cartulinas, por lo que decidió mirar más detenidamente en su interior.
No se equivocaba en su suposición. La bolsa de tela roja contenía un bloque de pequeñas
fotografías que sumarían no menos de un par de docenas. Tal vez, más.
Todas ellas eran en blanco y negro, aunque tenían un “virado amarillento” por
ambas caras, debido al paso del tiempo y al probable “manoseo” de las mismas. Sufrió
un gran impacto el reconocer, desde las primeras fotos, la imagen de ese hombre
del sombrero elegante y con bigote recortado que acompañaba a su madre y a él
mismo en su infancia, durante un muy lejano paseo dominguero por el Parque.
Había muchas fotos de este hombre, cuyo nombre firmaba como Uriel, en la amorosas dedicatorias dirigidas a su
amada Casilda. Guardó las fotos en la bolsita de terciopelo y las devolvió al
cajón de la cómoda, para reflexionar con más tiempo como debía actuar con
respecto a ese descubrimiento.
Durante la cena de ese día y en otras oportunidades
de los días sucesivos sopesaba la conveniencia de preguntar abiertamente a su
madre acerca de la identidad de ese hombre que aparecía tantas veces junto a
ella, dedicándole tiernas y muy cariñosas palabras, en el anverso y reverso de
las fotos. Pero no tenía el ánimo suficiente para poner en aprietos a la
persona de quien había recibido la vida y a la que amaba profundamente. por
todo el bien que ella había sabido darle, tanto en los años de crianza y
desarrollo hasta la actual etapa de su plena madurez. Pero al fin sus dudas
pudieron más que la necesaria prudencia ante la compleja intimidad de un ser
tan querido. Un luminoso lunes de marzo, mientras servía a su madre un tazón
con leche caliente, que la buena señora gustaba consumir, añadiendo migas de
pan en su contenido, se sentó junto a ella en la mesa camilla y, mirándole con
serenidad a sus ojos, planteó la correspondiente y difícil pregunta:
“Mamá ¿has conocido o tratado alguna
vez a una persona con el nombre de Uriel?”
Esperó serenamente la respuesta de la veterana señora, a quien se le cambió el
color del rostro, en el instante de escuchar ese significativo nombre,
pronunciado por su único hijo. Casilda no respondió, pero entornó la vista y
siguió como si nada, migando el pan sobre la leche caliente que llenaba su
tazón preferido. Helio hizo lo propio, moviendo lentamente la cucharilla en la
taza de té que también se había preparado. Guardó silencio, ante el silencio de
una anciana señora que sentía, en lo más íntimo de su ser, verse descubierta
ante el secreto de toda una vida. La escena
conformó una bella y plástica imagen. Un hijo
que serenamente se levanta de su asiento, retira el tazón y su propia taza, ya
consumidos, para llevarlos al lavaplatos. Vuelve al salón de la vivienda y,
tras besar a su madre, le comenta que va a dar
un paseo. “Abrígate un poco, porque puedes coger algo del frío en la humedad de
la noche”. Estas fueron las únicas palabras que Casilda pronunció, en aquella
significativa tarde que ya nunca más olvidó.
El desenlace explicativo de esta sencilla pero al tiempo compleja historia,
entre un hijo y su madre, hay que buscarlo casi dos años después, cuando aquél organizaba
el dormitorio, con los enseres y recuerdos de una muy querida persona que ya no
volvería a ocuparlo. Helio había soportado unos muy tensos y dolorosos días,
con esos cansinos trámites administrativos, entremezclados de conflictos
afectivos, que todos los decesos conllevan. Preparaba hatillos de ropa, para
cederla a las Hermanitas de los Pobres y también a la organización Cáritas. Al
fin le llegó repasar la vieja y entrañable cómoda de doña Casilda que, filial y
respetuosamente, no había querido volver a investigar. Efectivamente allí, en
ese tercer cajón hacia el suelo, reposaba la pequeña bolsa de terciopelo rojo,
con ese fajo de fotografías que dos años antes tuvo inesperadamente en sus
manos. Pero junto a las imágenes “apresadas” en unos pálidos y “somnolientos” cartones,
debido a su antigua cronología, había un sobre blanco,
inmaculado como la nieve, dirigido a él mismo. Contenía en su interior un muy largo
folio explicativo escrito con una dubitativa y torpe caligrafía y ortografía,
aunque pleno de sentido, amor y cariño hacia su genético y afecto destinatario.
“Mi querido y muy amado Helio. Leerás
estas líneas cuando ya me haya tenido que ir. No debes estar triste en ese
momento, pues las leyes de la naturaleza hay que aceptarlas y asumirlas. En este
carta vas a tener la respuesta a la pregunta que me hiciste, con extrema
delicadeza, hace muchos meses y que yo no supe o no pude responder. Haberlo
hecho, en aquél momento, habría sido como traicionar una promesa que tenía
anclada en mi conciencia. Pero en estos duros momentos, que no quiero resulten
tristes para ti, creo en justicia que debes conocer un secreto que he sabido
mantener oculto durante gran parte de mi existencia.
Como entenderás, la vida en aquellos
lejanos años 50 era muy diferente a la actual. Mi matrimonio con tu padre era
medianamente feliz … a pesar de ese su difícil carácter que le surgía en las
ocasiones más inesperadas. En el fondo se sentía un hombre frustrado, porque no
venía esa descendencia que reafirmara su personalidad como hombre de la casa.
De la forma más simple e imprevista, conocí a una gran persona llamada Uriel. Tuvo un accidente cerca de casa, no
demasiado grave aunque aparatoso, viajando en su moto. La casualidad quiso que
yo me encontrara en la puerta de nuestra casa y me apresté a ayudarle en sus
molestas heridas. Así de simple nació nuestra entrañable amistad. Era militar de profesión y estaba casado con
una difícil mujer que le había dado tres hijos, pero con la que se sentía
profundamente infeliz. Nos seguimos viendo en secreto, aprovechando las
ausencias que por su trabajo en la Renfe tenía que realizar Lisandro. Agradecía
y valoraba mi cariño y dulzura con su persona. La naturaleza y la divinidad
quiso que sembrara la semilla de tu vida en mi cuerpo. En modo alguno quisimos
poner fin a un ser que reafirmaba nuestro cariño, en realidad un vínculo
imposible. No eran los tiempos del siglo XXI. Ninguno de los dos podíamos, ni
queríamos en realidad, romper con nuestras familias. Era una época difícil, muy
difícil y autoritaria, para adoptar actitudes valientes y escandalosas, ante
los ojos de una sociedad profundamente hipócrita, machista y clerical.
Lisandro creyó siempre que era el padre de un hijo que al fin el
destino le regalaba. Mientras que Uriel y yo nos conjuramos a mantener el
secreto de por vida y a afrontar nuestra muy dolorosa renuncia afectiva. Dejamos
de vernos, aunque durante algunos años buscamos algún encuentro puntual y
secreto, siempre en la fecha del 26 de Marzo, la fecha en que tu naciste, para
que durante algunos minutos el pudiera verte y llevarte de la mano.
De Uriel, tu verdadero padre genético,
sé que falleció hace mucho tiempo, cuando participaba en unas maniobras
militares. Mi ilusión sería que tras este mi último viaje, pudiera encontrarme
con él, la persona a quien mucho quise, a quien de verdad amé. Tal vez ese
encuentro se produzca en la inmensidad de ese infinito sembrado de estrellas y
regado por la humedad de las mágicas nubes. Sería una alegría, un milagro, que algo
así sucediera.
Perdóname que nunca fuera sincera
contigo. Pero el juramento que hicimos Uriel y yo debimos y supimos cumplirlo.
Con todo mi fervoroso amor, siempre tu madre, Casilda”.
VIVENCIAS DE LOS
TIEMPOS FUGACES, INSERTAS EN
LA MEMORIA.
José L. Casado Toro (viernes, 1 FEBRERO 2019)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra.
Sra. de la Victoria. Málaga
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