Se trate de un defecto, costumbre, hábito,
inseguridad, carácter o indecisión, arraigado en muchas personas, lo cierto es
que dilatamos, de manera inapropiada, la solución de nuestros problemas, sean
éstos de naturaleza leve o, lo que resulta más preocupante, de mayor y
trascendente complejidad. El caso es que muchos piensan, anclados en el error,
que dejando pasar el tiempo ese asunto que nos afecta se va a resolver
“milagrosamente”, cuando la realidad nos indica que, en una mayoría de
ocasiones, permanecerá incómodamente ahí anclado en nuestra vida cotidiana, sin
que el paso del calendario dé solución al supuesto conflicto.
Hay una muy acertada frase, que resume con
inteligencia esta necesidad o premura de acción en los asuntos pendientes. Dice
más o menos así: “no dejes para mañana, lo que puedas resolver hoy”. Dicha
frase parece que es atribuida a uno de los “padres fundadores” de los Estados
Unidos de América, Benjamín Franklin (Boston
1706-Filadelfia 1790), cuya vida fue admirablemente dedicada a la acción
política, a generar inventos útiles para la humanidad y a la investigación
científica. Es cierto, los problemas o dificultades difícilmente se arreglan o
superan por sí “solos”. Sin embargo la experiencia nos muestra que ese “ahora” lo
vamos convirtiendo en “después”. Ese “después” en “mañana”. Ese mañana en
pasado, más adelante o, incluso en ocasiones, llegándose a ese “nunca”
verdaderamente desaconsejable y desalentador.
Esta forma de actuar no es inteligente, pues además
de no superar ese problema, necesidad o dificultad que nos afecta, perdemos la
tranquilidad, el disfrute o el goce que nos llega cuando hemos finalmente
superado aquellos asuntos pendientes que teníamos anclados en nuestra
conciencia, agenda u obligación. Los ejemplos serían muy variados, tanto en su naturaleza
como en su importancia intrínseca. Veamos algunos: ordenar ese cajón o carpeta,
donde todo está confusamente revuelto. Reparar el grifo que gotea, perdiendo
agua sin la mayor utilidad. Responder a esa carta o llamada pendiente. Sustituir
los zapatos que me están haciendo daño en los pies. Encontrar los minutos
necesarios para leer una novela que tenemos sin acabar. Salir al campo o
practicar el ejercicio físico que programé para cada una de las semanas.
Continuar con el autoaprendizaje del idioma foráneo. Consultar al médico esa
molestia que sigue sin mejorar. Reservar unos siempre gratos minutos para compartir un café y la densidad
de las palabras con un amigo. Borrarme al fin de esa asociación a la que nunca asisto.
Proponerme ser más amable con los demás. Prestar más atención a mi
interlocutor. Sentarme bien en la silla que tengo dispuesta ante el ordenador.
Y un muy largo listado de asuntos, proyectos y obligaciones, que se van
dilatando, sin solución, un día sí y el otro también.
El padre de Águeda, Benigno
Urdial, ejerce la medicina como propietario de una clínica privada de
odontología, con excelentes resultados profesionales y económicos. Es persona de
terco carácter, modales imperativos, gestos que potencian su incardinado
autoritarismo, mentalidad política ultraconservadora y acendrado catolicismo de
“etiqueta”. Cuando su hija cursó los estudios de la Enseñanza Secundaria, este
padre hizo todo lo posible para que el itinerario escolar de Águeda siguiera el camino más adecuado a fin de acceder
a la Facultad de Medicina, aplicando su intolerante persuasión. Su única
descendiente tendría de continuar en el futuro la senda que, con evidente éxito,
él estaba desarrollando profesionalmente.
Pero Águeda, no muy afortunada en su físico, pero
con una admirable voluntad en el esfuerzo ante el estudio, carecía del
necesario carácter para contradecir los dictados de su autoritario padre,
impuestos en los detalles más sutiles. Ya no sólo en la elección de los estudios
que iba a seguir su hija o el centro educativo donde los recibiría, sino
también en otros variados aspectos de la vida (horarios, contactos con amigos,
vestimenta, ocio, lecturas, etc). Esta postura fue provocando en la adolescente
la conformación de un carácter sumiso, dócil, complaciente, temeroso, con una
personalidad no habituada a contradecir a sus padres ni a sentar las bases de
su propia autoafirmación. Tras superar brillantemente las pruebas de acceso a
la universidad, en modo alguno pasó por su mente oponerse a la voluntad del
“patriarca familiar”, que señaló la facultad de medicina como el destino sin
discusión a donde ella habría de ir, con
el fin de ir cumpliendo, punto por punto, la programación normativa “impuesta”
a su vida.
Su propia madre, Brígida
Campiata, mujer también eclipsada por la soberbia personalista de su
marido, comprendiendo que también su hija se estaba viendo afectada
anímicamente por ese autoritarismo paterno, sin atreverse a enfrentarse directamente
con él, animaba a la adolescente a que alguna vez dijera no a las imposiciones
arbitrarias e imperativas de un padre que estaba degradando y anulando la
personalidad de una persona en puertas de acceder a la mayoría de edad. Águeda asentía a los consejos y sugerencias
de su madre, con esas palabras, manifestadas sin convicción, de “Sí, madre, ya lo haré. Te confieso de que estoy decidida
a hacerlo, pero necesito más tiempo para tener el valor de oponerme a sus
dictados”. Pero cuando llegaban las crispadas ocasiones, en las que
pensaba dar el paso valiente y necesario de responder a su padre con un justo
¡basta ya! no se atrevía, no se decidía
a dar ese paso personal y se decía para sí misma “ya
lo haré en otro momento”.
La hija del Dr. Urdial se especializó en la rama médica
de odontología y estomatología. Desde mucho antes de finalizar los estudios,
cumplía filialmente con la obligación impuesta por su padre de ayudarle durante
unas horas cada día en la prestigiosa consulta, vinculada ya en estos momentos
a una importante cadena odontológica que operaba en las principales ciudades
del territorio nacional. Una vez que Águeda estuvo en posesión de las
certificaciones oficiales correspondientes, una placa con su nombre acompañaba
a la del propietario y director de la clínica. Pero esta joven especialista no se sentía feliz con la profesión que ejercía,
debido a la tozudez de un padre que no variaba su hoja de ruta ni un milímetro,
sin importarle la libertad de decisión de las personas que con él convivían. La
joven seguía careciendo del valor suficiente para marcar su propio camino en la
vida y aunque en variadas oportunidades quería sentar las bases de su propio
protagonismo, una y otra vez lo iba postergando “para una mejor ocasión”.
Desde que era una adolescente, Águeda Urdial
mantenía en lo más recóndito de su ser una afición oculta, que se iba convirtiendo
en una vocación frustrada. Esa ilusión consistía en estudiar
artes escénicas. Durante su época escolar pudo desarrollar algunas
experiencias en este modalidad de la interpretación artística. Pensaba, con la
patente inestabilidad de su carácter, que formándose y actuando en los
escenarios (incluso, si la ocasión se le presentara, en los platós televisivos
o cinematográficos) se sentiría más feliz y realizada en lo humano. Sin
embargo, un día tras otro, su ocupación consistía en arreglar bocas y
dentaduras imperfectas o deterioradas, por el azar de la naturaleza genética o
el descuido perezoso de las personas con respecto a sus piezas dentales
arraigadas en la mandíbula.
Quiso
la “traviesa” o caprichosa suerte que una tarde de primavera, Belinda, compañera auxiliar de clínica, le comentara
que tras su jornada laboral iba a encontrarse con su pareja, el cual era
encargado y profesor de TALÍA, una escuela
privada de artes interpretativas. Águeda se mostró interesada por el
comentario, inquiriéndole información acerca del tipo de centro, ubicación y
otras características pues, una vez más, sentía que debía dar ese paso al
frente y disfrutar practicando una actividad que estuviera en concordancia con
su voluntad y mentalidad. Aunque la duda estuvo dificultando (como en otras
tantas ocasiones) la realización de su firme propósito, le pidió a su compañera
si podía acompañarla tras el cierre de la consulta, para hablar con este joven
llamado Paulo y sopesar la conveniencia de inscribirse en alguno de sus módulos
interpretativos. Como las personas que asistían a este centro tenían que
desarrollar sus obligaciones laborales, esta academia privada habilitaba unos
horarios muy flexibles para las clases, teóricas y prácticas, que incluso
llegaban hasta la medianoche. Tras dialogar con este agradable y receptivo joven, la siempre dubitativa Águeda quedó, en
esta afortunada ocasión, inscrita en uno de los módulos que ampliaba su tiempo
en dos horas y media los sábados por la tarde.
Por supuesto que a don Benigno no le llegó
información alguna de la decisión que había adoptado su hija sin consultarle
(ciertamente animada y motivada por Paulo). Al intransigente progenitor le
hubiese escandalizado conocer que su única hija practicaba el aprendizaje
teatral con esos “poco recomendables” personajes de la farándula. Para la joven,
aquel paso dado al frente fue un hecho trascendental en su opaca existencia autónoma.
Por primera vez en la vida estaba haciendo aquello que le gustaba y atraía
desde que era adolescente. Y esa actividad la desarrollaba de espaldas a su
padre pues, muy próxima a la treintena, todavía se veía obligada a dar cuenta
en casa de sus salidas y actividades fuera del ámbito clínico, en donde su
propietario y director (situación absurda e incomprensible) la tenía bien
controlada, a pesar de no ser ya una niña o joven en minoría de edad.
Viendo las prometedoras cualidades de su nueva
alumna, Paulo la integró como intérprete secundaria en una interesante y
desenfadada obra, que uno de los grupos estaba preparando para concurrir a un
concurso de teatro experimental o alternativo, patrocinado por la Consejería de
Cultura de la administración autónoma. Para su participación en dicha obra, cuyo
nombre era Bajo la luna blanca de la esperanza,
la novel intérprete tuvo que ampliar sus horas de ensayo, además de aquéllas otras
que tenía ya contratadas el sábado por la tarde. El caso era que la temática de
esta pieza teatral “alternativa”, escrita y dirigida por el propio Paulo, exigía que todos los participantes en escena,
en un momento determinado del argumento, tuvieran que mostrarse prácticamente desnudos ante el público. Esta circunstancia, aunque
hizo dudar en principio a nuestra protagonista, no impidió que continuara con
los ensayos, sobre todo porque en esa muy íntima y desinhibida escena, las
luces palidecían en azul, creando un ambiente nocturno muy apropiado para
facilitar la exposición de unos cuerpos desprovistos casi totalmente de ropa u
otros complementos. La cólera de don Benigno hubiera sido inenarrable, si
hubiera tenido conocimiento de que su proyección filial estaba vinculada (y muy
feliz) a tan especiales e “indeseables” actividades.
La representación de la obra, ante un público
mayoritario de jóvenes universitarios, fue todo un éxito. El elenco de
intérpretes se sintió muy a gusto y desinhibida “sobre las tablas” y la propia
Águeda comprobó que ese era el camino para reafirmar su propia personalidad.
Una noche, cuando volvía a su domicilio bastante feliz al tener conocimiento de
que el grupo en el que estaba integrada había sido reclamado para representar
la pieza teatral en otras localidades de Andalucía (incluso en algunas
distritos universitarios fuera de la Comunidad) reparó
acerca de un sobre sin remite que estaba en el buzón de su domicilio y a
ella dirigido. Ya en su dormitorio, abrió el mensaje y para su sorpresa
comprobó que era un desagradable anónimo. En su breve contenido se le decía que
si no rompía con su vinculación al grupo teatral y con las personas que lo
componían, se enviaría la foto adjunta, junto a otras similares, al padre de la
destinataria. Dicha foto, tomada el día de la representación, mostraba el cuerpo
de su persona en esa escena tan peculiar y valiente ante el público. De
inmediato Águeda llamó a Paulo contándole el desagradable hecho. Ambos estaban
iniciando una relación afectiva, a espaldas de Belinda. Dedujeron que, de
alguna forma, la frustrada joven había tenido conocimiento de este acercamiento
sentimental entre ambos y que ella u otra persona cercana a la misma era la
autora del tan delictivo y amenazador envío.
Lo curioso del caso es que la relación profesional en
la consulta médica entre ambas mujeres, aunque cada vez más fría y distante, se
hallaba dentro de una educada normalidad y corrección. De todas formas, Paulo
pidió a su nueva “secreta” pareja que le diera algún tiempo para resolver el
antiguo vínculo que mantenía con Belinda, pues quería poner fin a su antigua
relación con un cierto tacto, a fin de que su pareja “oficial” aceptara con
racionalidad la nueva situación. Pero no habían pasado dos días de estos
hechos, cuando al volver a casa después de estar un rato paseando con Paulo,
Águeda se encontró con D. Benigno, quien visiblemente enfurecido y con los ojos
que parecían salírsele de sus órbitas oculares, le mostraba
un conjunto de fotografías, tomadas en el día de la representación
escénica, láminas similares a la que ella había recibido con el cobarde
anónimo. La crispada y sonora escena, desarrollada en el salón de estar del
domicilio y con la presencia silenciosa de Brígida, fue definitiva para la
ruptura afectiva entre dos personas: un padre “dictador” embargado por una
soberbia enfermiza y una hija que por fin rompía el cruel e inexplicable
sometimiento al que había estado sometida, deparado a una persona mentalmente
desequilibrada. Las durísimas palabras y gestos que ambos se cruzaron rompieron
todos los lazos de acuerdo y racionalidad para el futuro. Los acontecimientos, al
paso de los días y a partir de este violento enfrentamiento, se aceleraron en
las vidas de todos los protagonistas de esta compleja y convulsa historia.
Han pasado ya muchas hojas del calendario. ÁGUEDA abandonó no sólo el domicilio y la consulta médica de su padre, sino también
el ejercicio de una profesión para que carecía de la necesaria y básica actitud
vocacional. Su cada vez más exitosa entrega a la actividad escénica le reconforta
no sólo en lo económico, sino también en el equilibrio y madurez personal. Tuvo
la sensatez de aprovechar la oportunidad que
las circunstancias le depararon y no dejarla para después o mañana. Ella y PAULO continúan viviendo en el apartamento de
éste, formando una feliz, muy “moderna y liberal” pareja, gracias a que el
director teatral le pidió y obtuvo de ella su condescendencia y tolerancia para la innata libertad de
movimientos que él apetecía, derivada de su edad (seis años más joven que Águeda)
y de su peculiar forma de ser. DON BENIGNO decidió
jubilarse, debido a su ya avanzada edad. Traspasó la propiedad de la consulta a
un grupo médico propietario de una cadena odontológica. Tras llegar a un
acuerdo económico de separación matrimonial con BRÍGIDA
(que volvió a sus raíces familiares, en el sur de Italia, rehaciendo su vida
sentimental con un veterano y viudo terrateniente dedicado a la producción
vitícola) ingresó como lego en la orden
religiosa de los Jerónimos, dedicándose a la oración, al estudio y al paciente
cuidado de la jardinería claustral. Su inestable y desequilibrado carácter ha
encontrado al fin la sosegada y necesaria terapéutica, en la paz silenciosa y
reconfortante de un silencioso monasterio, enclavado en la austera naturaleza
de la planicie castellana. En cuanto a BELINDA,
continúa trabajando como auxiliar de enfermería, tras haber aprobado unas
oposiciones convocadas por el Servicio Andaluz de Salud. Por cierto, Águeda
nunca ha llegado a saber quien fue realmente la persona que envió las “muy
útiles” fotos a su padre, hecho que precipitó su ineludible y beneficioso
cambio de vida. Belinda siempre ha negado, con sincera y firme convicción, que
fuese ella la autora de los dos desleales y denunciantes anónimos.-
AHORA DESPUÉS O
TAL VEZ MEJOR MAÑANA
José L. Casado Toro (viernes, 22 FEBRERO 2019)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra.
Sra. de la Victoria. Málaga