Se trata de un
entretenido juego con el recuerdo, que muchos solemos practicar durante esos
momentos que reservamos para el sosiego a lo largo del día. En ocasiones la
motivación carece de un fundamento solvente, apareciendo ese ejercicio en
nuestra mente de la manera más insospechada y traviesa. Pero, las más de las
veces, el hecho de acordarnos de determinadas personas
(ancladas en la lejanía del pasado) recorre un camino acorde con la lógica del
azar o de una circunstancia puntual que en cualquier oportunidad nos afecte. Pero, desde luego, esa persona que “traemos”
a la memoria ha debido de tener, a no dudar, una significación especial en
nuestra andadura por la vida.
La infancia supone una de
las etapas más especiales e inolvidables, en la mayoría de las biografías. Esas imágenes y vivencias, protagonizadas en las
aulas u otras dependencias escolares, en las plazas y calles de nuestros
barrios familiares, en los pisos que habitábamos con una vecindad variopinta
pero humanamente dibujada de interesantes caracteres y temperamentos, toda esa
escenificación vivencial difícilmente llega a borrarse de la memoria, a pesar
de las nebulosas y cortinajes acaecidos
por la sucesión innegociable del tiempo. Alguna vez, seguro que muchas de las
veces, por una u otra razón, germinan y brotan de nuevo en nuestro pasado, pues
sus semillas encontraron una fértil tierra para la plasticidad que conlleva la
juventud y, por supuesto, esos pocos años
sumados en la impasible aritmética de nuestros privativos calendarios.
Valga esta dilatada
introducción para introducir el escenario estructural de nuestra historia.
Volviendo a esas ya lejanas etapas de nuestra escolarización, una realidad
aparece con la fuerza de su protagonismo
para la nostalgia. Unos más que otros, pero todos sin controversia alguna,
hemos tenido en las aulas de clase un compañero
especial, más próximo, más
proclive a la comunicación y a la confianza de nuestra privacidad, con el que
cultivamos la amistad y la distracción de los juegos, en esos años decisivos de
la primera o segunda etapa de la formación escolar. Lo más frecuente también es
que aquella intensa proximidad se fuera desvaneciendo, debido a que la vida y miles
de circunstancias no nos ofrecieran o motivasen más oportunidades para el
reencuentro o la renovación de aquella sana amistad. Sin embargo tampoco es improbable
que cualquier mañana o tarde, de la forma más imprevisible y afortunada, el
destino te coloque delante de aquella persona con la que cultivaste la amistad,
compañero, amigo o conocido del que ahora sólo recuerdas su nombre, los rasgos
infantiles o alguna que otra anécdota que se resiste a desaparecer.
Todo comenzó cuando aquel día de verano me desplacé a una entidad bancaria,
con la intención de resolver un asunto menor relacionado con una cartilla de
ahorros. De inmediato creí reconocer a la persona que me atendía. Era un antiguo
compañero de estudios, en aquel lejano bachillerato elemental, que se cursaba
entre los 10 y los 14 años, en la década de los años sesenta. Mi interlocutor
reaccionó con mayor lentitud en nuestro mutuo reconocimiento pero, al leer el
nombre y apellidos del cliente que tenía ante su presencia, me saludó con
cordialidad, aunque mostrando sin embargo la seriedad innata de su carácter.
Ninguno de los dos, al parecer, habíamos cambiado en demasía nuestro físico, a
pesar de que desde nuestro vínculo escolar (a comienzos de los años sesenta en
el siglo pasado) no nos habíamos vuelto a encontrar. Más de cincuenta años habían
pasado por dos vidas en la misma ciudad, sin que el destino facilitara el menor contacto o relación entre dos
antiguos compañeros de clase. En realidad nada anormal, en el contexto de la
convivencia masificada en una gran ciudad.
F y yo hablamos brevemente
sobre aquellos años infantiles en el colegio, pero lo hicimos de una manera
superficial, pues nosotros no habíamos cultivado la intensidad de la amistad. Fuimos
meros compañeros de estudio, en un grupo formado por unos 30 alumnos. Fue precisamente
este gestor o administrativo bancario quien hizo alusión a varios nombres de
profesores y alumnos, señalando entre ellos precisamente a quien había sido mi amigo más cualificado, aquél a quien la casualidad
nos hizo estar unidos correlativamente en el listado de apellidos y también en
la ubicación dentro del aula. En aquella lejana época del la última etapa del
franquismo, los escolares carecían de libertad para sentarse con quien desearan.
Este compañero y amigo (dedicado profesionalmente al trabajo de la
arquitectura) parece ser que en alguna ocasión había acudido a una comida de
antiguos compañeros. Esta no muy amplia conversación, en la inmediatez de una
gestión bancaria. me hizo recordar aquellos inolvidables años escolares y esa
natural amistad que mantenía con mi antecesor en el listado de clase y del que
no había vuelto a saber nada de él, durante más de cinco décadas. Nos
despedimos educadamente, pero sin el menor homenaje. El administrativo bancario
era una persona sumamente “fría” de carácter. De manera espontánea, aludió a su
desvinculación matrimonial y a un hijo, ya adulto, que residía fuera de España.
Percibí que F era una persona con problemas, pues en ningún momento esbozó esa
sonrisa amable que conforta lo que fue en realidad un breve diálogo.
Aquel encuentro con F y
la alusión que éste hizo del otro FJ, el arquitecto,
me hizo trasladarme mentalmente a los años de nuestras infancias. Con ese buen amigo
y compañero de clase mantenía las normales conversaciones que comparten dos
críos que inician ya la segunda década de sus vidas. Nos prestábamos apuntes,
nos contábamos aspectos de nuestras familias y juegos. El
estar ubicados juntos en el aula, tanto en las listas de clase, como en
las sillas o bancas escolares de aquellas hacinadas aulas, facilitaba esta frecuente
intercomunicación y, por qué no decirlo, una cierta rivalidad por el
“importante” asunto de las notas. Cada quince días, comparábamos el número de cincos que teníamos en las diversas materias
(el cinco era, curiosamente, la nota máxima que se alcanzaba en la puntuación).
FJ me contaba acerca de la profesión que ejercía su padre, actividad que al
parecer él había seguido en la evolución de sus estudios, llamándome mucho la
atención el elevado número de hermanos (ocho) que formaban su familia. También
compartíamos la misa obligatoria de los domingos
(había un compañero que llevaba las listas y al había que “apuntarse”, pues en
caso de inasistencia no justificada éramos castigados durante la semana
siguiente a quedarnos más horas en el colegio). Recordaba las homilías del padre jesuita que impartía el oficio divino y también
los miedos que FJ y yo soportábamos cuando llegaba la época cuaresmal de
asistir, en el mismo templo, a los “severos” Ejercicios
Espirituales de San Ignacio de Loyola. Las tardes de esos domingos eran algo
más lúdicas, pues también compartíamos las películas
en blanco y negro, que el propio jesuita proyectaba en un gran salón anejo a la Iglesia, utilizando un viejo
y único proyector al que había que cambiar el gran rollo del celuloide en medio
del visionado. Nos reíamos mucho también cuando el propio padre jesuita
colocaba, temporalmente, una opaca cartulina delante del objetivo, a fin de
evitar que viésemos reflejado en la pantalla algún beso o caricia intercambiada
por los protagonistas u otras escenas “inadecuadas” o “peligrosas” que tuvieran
relación con el sexo. Recuérdese que en esos tiempos había que consultar la
calificación moral de la cartelera, información expuesta normalmente en la
entrada de las parroquias. El nivel máximo que se concedía a determinados films
era el 4: gravemente peligrosa. También había un 3R: mayores con reparos.
Obviamente el jesuita no proyectaba películas con estas calificaciones, sino
mucho más livianas. Lo verdaderamente peligroso era el
sexo, que no la violencia (de muy diferente signo) grabada y exhibida s
través de las imágenes.
Como no se me había
olvidado el nombre de aquel buen amigo de la infancia (los
profesores pasaban lista varias veces al día) lo tecleé en el buscador Google
de Internet, que respondió afirmativamente en eléctricos y acelerados segundos.
Se trataba, según los datos, de un prestigioso arquitecto, que tenía su
despacho de trabajo en un céntrico lugar del urbanismo antiguo malacitano.
¿Habría cambiado mucho con respecto a la imagen que yo recordaba de aquel
compañero de clase, con poco m ás de diez u once años de edad? “Pregunté" al buscador por su imagen y a
través de las fotos no podía reconocer
o relacionar a la persona que respondía por ese nombre con el niño que yo
recordaba y que precisamente tenía delante en una
vieja foto grupal con los compañeros de clase, en la que ambos estábamos
¡cómo no! sentados juntos, muy próximos al Sr. Director del Colegio, también
llamado D. Francisco. Ambos aparecíamos en la foto extremadamente
delgados. El paso de los años (más de cinco décadas) había modificado
notoriamente el peso y forma de nuestras anatomías, de manera muy especial en
su persona. Objetivamente así lo definían
las fotos, tanto la muy antigua que conservaba en casa y esas otras, actuales,
que reflejaban la pantalla de mi ordenador.
Pensé en la conveniencia o no de contactar
con él. En caso afirmativo ¿sería mejor llamarle directamente por
teléfono (su número aparecía reflejado en Internet) o enviarle una carta a la
dirección de su despacho? Opté por esta segunda opción, pues así mi
destinatario tendría mayor margen
temporal para su posible respuesta. El contenido de esta sorpresiva misiva era
cordial, aunque apliqué cierta prudencia en la redacción, pues en cincuenta y
tantos años las personas pueden haber cambiado mucho (y no me refiero con ello sólo al aspecto
físico). Me presentaba como su compañero y mejor amigo de clase. Le comentaba
mi encuentro con ese otro compañero F y desde luego mi interés por saludarle y
compartir con él un té o similar, a fin de recordar juntos viejos y añorados
tiempos. ¿Cómo recibiría Fj esta carta,
franqueada por correo ordinario? Sería su memoria tan puntualmente detallista
como la mía, con respecto a nuestra antigua amistad en la infancia?
Al paso de los días, no
recibí la esperada respuesta a mi envío. Curiosamente, descubrí que FJ era un asiduo comentarista
de las noticias de prensa, escribiendo breves reflexiones en los
espacios de la página web dedicado a las aportaciones de los lectores. Sus consideraciones
aparecían preferentemente cuando las noticias a las que aportaba su opinión
estaban referidas a temas vinculados sobre la naturaleza urbanística. Por el
contenido y la forma de sus sensatas valoraciones deduje que se trataba de una persona moderada, muy racional en
sus juicios y argumentos, tratando siempre de encontrar puntos intermedios con respecto
a los posicionamientos de otros comentaristas que defendían opiniones con un
sentido o matiz notablemente más radicalizados.
En modo alguno pasó por
mi mente presentarme en su despacho o utilizar la vía telefónica, pues en todo
momento decidí que este muy lejano compañero de estudios tuviese la oportunidad
de recuperar los recuerdos y de reaccionar con tranquilidad, ante la
posibilidad de rehacer una muy antigua amistad de la infancia. Así fueron transcurriendo las semanas mientras yo
mantenía la esperanza, también la incertidumbre, acerca si FJ habría leído mi
comunicación y, en caso afirmativo, ¿por qué no
respondía en uno u otro sentido?
La paciencia compensa
con algunos frutos, siempre que se sepa utilizar y dosificar con acierto y
mesura. Una noche, en la profundidad del otoño, reparé
en un correo electrónico que llegó a mi portal informático firmado por
este antiguo compañero. En su breve texto, indicaba que por una serie de
reformas realizadas en su despacho de trabajo, mi carta había quedado
traspapelada durante muchos días. Se disculpaba educadamente por la tardanza en
su respuesta, ofreciéndome, con la satisfacción subsiguiente por mi parte, la
posibilidad de que mantuviéramos un encuentro, compartiendo un café o similar,
con el objetivo de saludarnos y recuperar los recuerdos.
Percibí, por el tono y
contenido de sus palabras, que su memoria no era tan explícita como la mía con
respecto a la muy lejana vinculación nuestras personas. Estaba seguro de que no
me recordaba con nitidez. Demasiado tiempo, alrededor de unos 55 años, desde
que los propios vaivenes escolares separaron esa amistad de la preadolescencia.
Su previsible nebulosa mental era perfectamente lógica. MI respuesta a su
correo, esta vez utilizando la vía electrónica, facilitó que ambos quedáramos citados para un lunes de octubre, a las seis de la
tarde. El punto de reunión no se hallaba lejos de su oficina profesional,
curiosamente bastante cercana a un antiguo y elegante edificio donde en aquella
lejana década de los sesenta estuvo ubicado el colegio educativo que relacionó nuestras jóvenes vidas, hoy plenamente dedicado
a oficinas y viviendas.
Unos minutos antes de la
hora fijada para el encuentro, ya me encontraba en la proximidad de un bar
restaurante, con muy suculentos productos a disposición de los clientes,
situado en la esquina de nuestra calle “colegial” (a no menos de unos veinte
metros del portal de aquella institución escolar que tantos días atravesamos camino
de sus austeras aulas. Lo vi llegar pausadamente desde el final de la calle,
entre el bullicio callejero a esa hora de plana actividad comercial. Venía
caminando por el centro de la calzada, ya que por esa calle sólo circulan en la
actualidad los taxis y algunos vehículos que transportan mercancias, para los
numerosos comercios que hay ubicados en la zona. Su
despacho profesional no distaba más de cien metros de ese lugar. Desde
lejos le hice una señal con la mano, gesto que él me devolvió de la misma
forma. En un intervalo de segundos,
ambos analizamos el perfil orgánico de nuestras
respectivas y castigadas anatomías: la fugacidad del cabello, los
indeseados mofletes de la cara, nuestra “excesiva” cintura, la sinuosa curvatura
de la espalda… Apenas quedaba nada de la figura de dos niños muy delgados, en
su desarrollo infantil de los 10 u 11 años. ¡Cuántos habíamos cambiado!. Casi
seis décadas de distancia contemplaban a dos cuerpos extraordinariamente
transformados. Físicamente, por supuesto, pero ¿y nuestro carácter?
He de confesar la
extrañeza que me produjo el atuendo que FJ
había elegido para nuestro feliz reencuentro. Y con esta apreciación no quiero
decir que yo me presentara con chaqueta y corbata o zapatos de marca (no
representa mi manera de ser) sino que una persona de su categoría profesional,
tras seis décadas sin contactar con un compañero de la infancia y en los años
de su previsible jubilación, apareciera vestido de una forma tan intensamente
divertida y “bohemia”. En un octubre
dulcemente templado, cubria su ahora fornido y pesado cuerpo con una camiseta de
tono rosado, sin cuello, en la que se leía con letras moradas un significativo mensaje:
DON´T LET SOMEONE ELSE THINK FOR YOU (algo así
como “no dejes que nadie más piense por ti”). Llevaba unos vaqueros short y
calzaba sandalias de goma para trekking, marca Quechua, por cierto muy
desgastadas. Añadía a su peculiar ornato sendos piercings con forma de aros de
acero, en los pequeños lóbulos de sus orejas. Con toda franqueza, no me esperaba esa
definida imagen. En modo alguno concordaba con aquel frágil niño de 11 años o
con todo un prestigioso señor arquitecto, en su etapa de madurez avanzada.
En los saludos que nos
intercambiamos percibí una mal disimulada frialdad,
sin duda derivada de no tener bien claro quien era la persona que tenía
delante. Posiblemente a mi me ocurría lo mismo pues, en modo alguno, podría
relacionar a esa “moderna persona”, de notable o inmensa humanidad, con aquel
niño delicado, sensible y extremadamente delgado de los “inolvidables” años
infantiles. Para incrementar m ás el desconcierto que me
embargaba o la dificultad de asociación en los planos de la memoria, estaban los sonidos de su voz, grave y de acelerada dicción. En ese momento se me hicieron
nítidos los tonos vocálicos de mi tímido amigo, que nada tenían que ver con el
FJ que tenía ante mí.
Fuimos paseando hacia el
corazón antiguo de la “urbanitas” malacitana, intercambiando comentarios de
temas recurrentes, forzados, inevitables y concordantes con la situación que
protagonizábamos. El tiempo en Málaga, los cambios en nuestra ciudad, la cita
de profesores concretos, la evolución de nuestras respectivas existencias.
Llegamos a uno de los hoteles insignias, con el nombre de la provincia y el
apellido nobiliario. Subimos a su elevada terraza
y nos sentamos en una de las mesas situada próxima a la barandilla. Desde
aquella sin par plataforma divisábamos la vegetación del Parque, las aguas en
calma del Puerto, la densidad arborea de una Alameda sin álamos y las cubiertas
de una Catedral monumental que “invitaba” silenciosa al fervor de los rezos y
las creencias. Atardecía, con ese color
anaranjado que nos habla de un lento adiós, para que pueda llegar a nosotros,
con la pausa de los latidos, otro nuevo día.
“¿Te acuerdas de d. Carlos, y su peculiar forma de
impartir disciplina? No he olvidado la exquisita caligrafía con que adornaba d.
Luis (con esa tartamudez que soportaba) los boletines de nuestras notas. La
imagen de d. Francisco el director, entrando en clase y afeando públicamente a
d. Miguel, el de Matemáticas, todo ruborizado, que no hubiera pasado por su
despacho para recoger de la carpeta el listado de clase, a fin de poder salir
un poco antes sin ser visto, me impresionó profundamente. Entonces los
profesores fumaban en clase delante de los alumnos, entre otros d. Francisco,
un genio de las Matemáticas. Pues d. Rafael, el de Gimnasia, volvió a darme
clase en las aulas de Magisterio, allá en el Ejido del magisterio. D. Manuel,
el de latín, lo volví a encontrar como profesor de Geografía en la Facultad de
Letras malagueña. Curiosamente, la mayoría de los profes eran hombres. Ahora
mismo sólo recuerdo a doña Carmen, la que nos daba Francés…”
Y así una larga retahila
de inolvidables nombres fueron fluyendo de nuestros recuerdos, todos ellos con esos
apellidos en forma de “motes” que alguna vez se
les había asignado y del que ya nunca pudieron liberarse sus “venerables” y respetadas figuras.
En un momento concreto de la conversación, entre sorbo y sorbo de las cervezas
que ambos habíamos pedido, para disfrutar de la conversación en tan elevada e
impresionante atalaya, extraje de mi cartera la foto
grupal en blanco y negro, escaneada e impresa que, con fortuna, siempre
había conservado. En la misma aparecía nuestro antiguo grupo de clase. Allí
estábamos todos, muy niños y alegres, rodeando a la insigne figura del veterano
y serio director D. Francisco. Probablemente
la edad de todos nosotros no superaba los 11 años de edad. Como era previsible
FJ y yo estábamos sentados juntos, en la primera fila grupal. En ese momento,
fue la primera vez que vi a mi interlocutor algo emocionado, pues no recordaba
la existencia de esa testimonial imagen. ¡Cuánto
habíamos cambiado, desde entonces! A partir de ese instante lo vi algo más
abierto y receptivo. Abandonó su inicial y fría actitud de confusión en la
memoria y esa “educada” interpretación realizada por alguien que ha acudido a
una cita o reencuentro algo forzado, o simulando su escaso y relativo interés.
La tarde continuaba su
lenta despedida, para dejar paso con elegancia a la oscuridad de la noche. Los dos vasos de
cerveza estaban ya completamente vacíos y FJ y yo observábamos la preciosa
estampa de la Málaga nocturna, intercambiando cada vez menos palabras. Esa foto
que yo le había entregado parece que, no sólo a él, sino también a mi, nos
había hecho mella. Entre la imagen allí reflejada y nuestra conversación de ese
lunes mediaba no sólo un espacio temporal de más de medio siglo, sino la
evolución natural de dos personas, que ahora eran lógicamente muy diferentes. Habíamos
cambiado notablemente, tanto en lo fisico como en el carácter, en la mentalidad
y en la valoración sentimental de las respuestas. Obviamente, nada quedaba de aquella amistad escolar que nuestros
apellidos habían favorecido y que la curiosidad me había hecho, vanamente,
intentar recuperar. Nos observamos una vez más de manera pensativa y curiosa, comprendiendo
que apenas quedaba algo más que añadir. Es muy difícil, inviable, casi
imposible, recuperar o tratar de superar seís décadas de silencio y separación.
Nos despedimos de una forma amablemente cordial e intercambiamos esos
propósitos de seguir manteniendo el contacto, intenciones que probablemente
ninguno de los dos pensábamos llevar a cabo. El tiempo pasado hay que dejarlo
descansar allá en el misterio de la naturaleza, dormitando plácidamente en las
brumas lejanas que parecen nublar los recuerdos.-
José L. Casado Toro (viernes, 14 Septiembre 2018)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra.
Sra. de la Victoria. Málaga
No hay comentarios:
Publicar un comentario