Son como testigos silenciosos de muchas historias
que algunos aún mantienen en sus trabajadas memorias. Su generosidad es
manifiesta, pues han podido dar cobijo a éstas o a aquéllas familia, a lo largo
de varias generaciones. La evolución sin tregua del calendario ha ido haciendo
desaparecer a muchas de las personas que habitaron esos entrañables espacios. También
ellos mismos se han visto “derribados” a causa de la obsolescencia natural de
sus materiales, que ha hecho aconsejable su sustitución por otras estructuras
más modernas, cómodas y versátiles, dado el constante avance de la tecnología y
la ineludible novedad de los modernos diseños constructivos.
Pero ¿de quién estamos
hablando? ¿Qué son esos terrenos, a los que una y otra vez nos estamos
refiriendo? En todos los núcleos habitados, siempre hemos conocido solares, más
o menos espaciosos, que surgían del derribo de antiguas viviendas, tanto de
construcción individual como también bloques de pisos, ubicadas en los barrios
de nuestras ciudades. Ese suelo que aparece ahora “disponible” es
apeteciblemente disputado por empresas de la construcción, con el fin de
edificar nuevas manzanas de viviendas que alberguen a otras familias o esa
arquitectura administrativa de oficinas, despachos y consultas de
profesionales. Tanto para el caso de la habitabilidad familiar, como para la
adecuación a la gestión administrativa, los bajos de esos nuevos edificios suelen
estar dedicados a la creación de comercios y tiendas de la más variada gama y
naturaleza.
Ciertamente esos enormes huecos poliédricos, situados
entre otras edificaciones aún en pie, pronto o más tarde desaparecen, pues en
su lugar crecen nuevas estructuras arquitectónicas, de diseño más moderno o
incluso manteniendo el clasicismo original (a veces sólo conservan la bien
remozada fachada original, que se “respeta para la historia con esos
espectaculares tirantes metálicos que protegen su valor histórico monumental).
Sin embargo los vaivenes de los ciclos económicos
trajo al mundo esa letal década que tanto daño ha hecho a casi todos,
especialmente a la generación más joven que ha visto sustraída muchas
oportunidades y esperanzas para la acomodación de sus vidas. Desde el 2008
hasta prácticamente la actualidad, en que parece que vemos a esa cruel recesión
en el camino de su despedida, aunque todavía permanecen vaivenes y dudas para
la recuperación de la prosperidad de otras épocas. Se va creando riqueza, se dinamizan los
intercambios, el poder adquisitivo va iniciando su despegue en positivo, aunque
aún soportamos un paro laboral estructural, con visos de patología sociológica,
que afecta a los más jóvenes y también a esa edad madura que no ve luces
esperanzadas para su merecida y confortable jubilación.
Muchos de estos huecos y solares, con apariencia de
eriales abandonados, van siendo “felizmente invadidos” por grúas y andamios, hormigoneras,
palés de ladrillos y numerosos sacos de cemento y arena, pero sobre todo por
esa anhelada estampa que forman las cuadrillas de albañiles- Estos
profesionales, con sus cascos y aparejos de seguridad, diestramente van limpiando
un abandonado suelo “tomado” por matojos y alimañas, excavan en el mismo y van lanzando hacia las nubes todos esos
pilares y tabiques que generan las estructuras de los nuevos edificios para la
habitabilidad. Algunos de estos espacios “incultos” llevaban más de una
desasosegante década de espera, inundados por una muy descuidada naturaleza
vegetal, mientras que los muros que los acotaban se han visto cromatizados por
dibujos y grafittis sin que falte, por supuesto una recurrente cartelería
comercial, sin el menor equilibrio cívico, calidad o estética visual. Incluso
en ocasiones hemos visto temporalmente “ocupados” estos solares por personas o
grupos desarraigados, que han aprovechado ese suelo para la erección de
chabolas o incluso las más ágiles tiendas de lona. Otros espacios, con menos
“suerte” se han convertido en basureros urbanos de escombros, e incluso han
servido para soportar el lanzamiento degradadamente incívico de bolsas con
residuos, o como útiles urinarios o puntos de defecación de animales y
personas, dada la dejadez de las autoridades y responsables municipales por no dotar
de estos útiles servicios a la ciudadanía que tributa.
En este nuevo tiempo para la esperanza, que parece
contemplarnos, las empresas de la construcción han entrado “a saco” en esos
abandonados espacios, con tal ímpetu y eficacia que los expertos en la materia
económica han llegado a temer incluso la eclosión de nuevas “burbujas”
financieras ligadas al ladrillo y al cemento arquitectónico.
Resulta interesante y muy saludable pasear por la ciudad. De esta manera podemos fijarnos
en numerosos solares que aún esperan la llegada de las máquinas. En las paredes
de los edificios adjuntos aún pueden percibirse las huellas de los datos que
identificaban al bloque de viviendas del que hoy apenas queda nada. Sin
especial agudeza comprobamos el número de plantas sobre el suelo, la altura de
las viviendas, el grosor de los muros, el tipo de materiales que fue usado para
su construcción, el color de las paredes en muchas habitaciones, los restos de
ese papel pintado que algunos utilizaban sobre la tabicación e incluso algunos
dibujos a modo de adorno sobre esas mismas paredes.
Expresadas estas consideraciones, vamos a
detenernos ahora en uno de esos vetustos y degradados
espacios, que está situado en el núcleo más antiguo y sin embargo
céntrico de la malla urbana que conforma geométricamente nuestra ciudad. Por las
características de los edificios colindantes y el conjunto de toda la zona,
este humilde bloque de planta baja, sobre la que descansaban otras dos en
altura, debió de ser construido en los años inmediatos de la posguerra,
probablemente en los años cuarenta o a comienzos
de la década de los cincuenta, en el siglo pasado. Tenía, ayudándonos también
de nuestra memoria, dos viviendas por planta, siendo habitado en consecuencia
por cuatro familias, más una tienda de ultramarinos a nivel de calle, además de
la puerta que daba entrada a la vivienda y un gran almacén a su derecha, con su
correspondiente persiana metálica. El bloque carecía (dado el lugar y la época)
de garajes o aparcamientos y tampoco tenía esas cavidades tan útiles para
guardar material como eran y son los sótanos subterráneos. Esta construcción
carecía de cubierta aterrazada pues, al igual que sus edificios colindantes,
finalizaba con un tejado a dos aguas, que
blindaba, con su forma triangular y unas tejas muy gastadas, toda la cubierta
del edificio. Eran tejas de cerámica muy gastadas por el paso del tiempo, lo
que provocaba, dada las deficiencias y deterioro de su construcción,
“divertidas goteras” para los más pequeños de las dos casas del segundo piso. Para
las personas mayores esas goteras sembraban la
preocupación y los suspiros exagerados, dificultad que se intentaba resolver
colocando latas vacías, cubos y palanganas en el suelo, a fin de recoger los
goterones que con más o menos fluidez caían desde el humedecido techo. Era
frecuente que todos los miembros de la familia colaboraran con su esfuerzo para
realizar el correspondiente movimiento de muebles, que evitase el deterioro de
la madera con el que toscamente estaban construidos.
Las cuatro viviendas eran abalconadas,
con numerosas y “agotadas” macetas de barro, debido a una tierra que no se
abonaba y se regaba en demasía. Tantas macetas, debido a la cortedad espacial,
dejaba escaso suelo útil para los inquilinos del piso. Curiosamente los dos balcones
de la primera planta tenían un cierro de madera y cristal que potenciaba la
privacidad del interior familiar, pero que permitía sin embargo observar con
comodidad las vivencias de las viviendas vecinas y el paso de los viandantes
por la calle. Ese cierro actuaba a forma o modo de celosía.
La escasez de niveles o plantas y lo humilde de la
construcción no había favorecido la instalación de un ascensor
para el uso de los inquilinos, todos ellos en régimen de alquiler (parece ser que
el propietario actual era el nieto de un marqués, el cual había recibido el
inmueble como herencia y quien cada mes se encargaba de pasar por las viviendas
para el cobro de los correspondientes recibos). Por esta razón, sus residentes
estaban habituados a subir los escalones de madera, muy gastada por el uso y que
provocaba en ocasiones los peligrosos resbalones y las lesivas caídas al bajar,
cuando los usuarios lo hacían con prisas y no asían bien sus manos a la también
muchas veces repintada barandilla, construida en hierro y madera.
¿Quién se encargaba de abrir la puerta
de la calle, cuando alguien como el
cartero, el cobrador del Ocaso o algún que otro visitante tocaba en el llamador
de hierro que se hallaba situado en el frontal del viejo portón? Para estos
casos, los cuatro vecinos habían previsto una larga cuerda que iba desde una
argolla ubicada junto a la barandilla de la segunda planta hasta el pestillo de
la cerradura en la puerta. Este pestillo se estropeaba con frecuencia, debido a
los fuertes tirones que se ejercían desde arriba. El cartero casi siempre, una
vez dentro del portal y ante la puerta, después de tocar en el pomo gritaba a
viva voz el nombre del vecino para el que traía alguna correspondencia.
En esas viviendas modestas, de los años cincuenta y
sesenta, la mayoría de las casas carecían de cuartos
de baño. Las familias disponían de un simple cuarto de aseo. Los inquilinos
de las casas tenían que lavarse “a trozos” o utilizando alguna cubeta o barreño
donde se introducían y una vez enjabonados se echaban por encima algo de agua
previamente calentada, tibia o incluso fría en verano. Precisamente las cocinas de este inmueble utilizaban unas
cavidades, hornillas o fuegos, construidas de ladrillo, en cuya parte cenital
se aplicaban unas rejillas, muy adecuadas para calentar, freír o guisar las comidas.
En cuanto al combustible o energía utilizada, era el carbón la materia
energética más común y económica. Ya a finales de los cincuenta, muchas
familias compraban unos hornillos o “infiernillos” de petróleo, como solución
más avanzada, aunque hubo que esperar el avance de los sesenta para que las
bombonas y cocinas de gas fueran de uso mayoritario.
Este pequeño bloque, como otros tantos de la época,
tenía un ojo de patio interior, que iluminaba y
oxigenaba las habitaciones y que no daban a la calle. En ese pequeño patio descansaba
una gran pila de cerámica esmaltada, que era usada por las cuatro familias para
lavar la ropa. Las lavadoras eléctricas no
habían llegado aún al común de los hogares. Así que las cuatro vecinas buscaban
la oportunidad de bajar al patio para “hacer la colada”. Tomaban el agua de un
enorme pilón o barril metálico al que periódicamente echaban las cenizas de los
braseros. Esa agua con ceniza ejercía como lejía de sosa que facilitaba el
lavado y no se “comía” o dañaba el color de la ropa. El “detergente” usado era
grandes tacos de jabón verde que con esa agua hacía bastante espuma. La ropa
lavada era tendida por cada una de las vecinas en unos cables o cuerdas que
cruzaban el hueco que daba al lavadero. Tanto el tendido como el lavado era una
atractiva y alegre oportunidad para intercambiar chascarrillos, los avatares de
la novela radiada “Ama Rosa” el serial más popular y lacrimógeno de la época. También
era motivo frecuente de diálogo el coste de los productos de la compra, las travesuras
y castigos de los niños y esa frase tan socorrida del “te voy a contar algo que
no te lo vas a creer, pero me tienes que prometer que no se lo vas a contar a
nadie: dicen que han visto a la Elo….” Obviamente, dicho comentario o “chisme”
malintencionado llegaba pronto a toda la vecindad e incluso “traspasaba” en su
conocimiento el marco urbano donde primero se había compartido, llegando con
presteza a otras calles próximas del barrio.
El local o tienda de ultramarinos lo regenta el muy conocido por todo el barrio Benito Paz, el cual vive con su familia en el 1º B del bloque. La suya es una tienda preferentemente de artículos alimenticios de venta al por menor o detallista. El buen corazón del tendero le hace mantener una densa libreta de “fiados” que muy lentamente van disminuyendo el nivel de sus deudas, pues todos los días hay que comer y este sector de la ciudad, aunque muy próximo al centro, está habitado de manera generalizada por gente bastante humilde. Benito tuvo que luchar con “los rojos” en la Guerra Civil, aunque nunca se significó por sus ideas y al finalizar la contienda, tras unos meses de cárcel, quedó libre y pudo casarse y formar una familia con esfuerzo, paciencia, trabajo y un corazón pleno de bondad. Su mujer Amelia está dedicada por entero a las labores del hogar. Tienen tres hijos, dos niñas y un varón llamado igual que su padre, al que sus padres han dado estudios de peritaje, pues desde su infancia deseó trabajar en la Renfe. Las dos hijas aprenden, tras la escuela, en el taller de costura de la señora Carmela.
En el 1º A, piso
también con esa privada atalaya de cierro en el balcón, vive un hombre llamado Julián Valdenueva, que se dedica al negocio ilegal de
apuestas de “La Rápida”, ingresos que complementa con la reventa de entradas,
para los espectáculos taurinos, futbolísticos y cinematográficos. Vive junto a
una chica mucho más joven que él, aunque nadie conoce si han pasado por la
vicaría o el Registro Civil. La Loli lava la ropa en algunas “casas bien” y
atiende con gran respeto la autoridad de su pareja, que emplea mano dura para
que esta joven no se salga de una servil obediencia. Julián ejerce como
protector, jefe y dueño de esta chica que, con el paso de los años, va
acumulando gramos en su cuerpo. Las vecinas criticonas del lugar comentan en
voz baja que “el Julián” sacó a “la Loli” del negocio carnal, en los duros años de carencias y degradados
hábitos para la supervivencia, originados en la posguerra de España.
Subiendo por la escalera de la barandilla repintada
y el largo cordel como abridor, llegamos a la segunda y última planta del aquel
variopinto edificio de una calle con grados importantes de desnivel hacia el
también abandonado Altozano. El 2º A está
ocupado por la familia Nogueroles. Fermín trabaja
como carpintero en los talleres ferroviarios de la Renfe. Hombre dado al
trabajo y a la autoridad paternal, no perdona en la tarde del viernes y sábados
sus buenas copas de desahogo en el Quitapenas de la Plaza del estanco. Aunque
bebe como una cuba y llega tambaleándose a casa, sabe evitar el escándalo,
yéndose con presteza a la cama para dormir su silenciosa cogorza etílica. Su
mujer, Claudia, acepta con resignación la autoridad que ejerce quien trae al
final de cada mes el dinero a casa, aunque ella se desahoga con largueza en la
educación de sus dos hijos, niño y niña, con la disciplina de mano dura de
aquellas madres de los cincuenta, para corregir las travesuras de estos críos
de siete y nueve años de edad. Como casi todos los niños del barrio, éstos
juegan en la calle. con sus amiguitos de las casas vecinas. En aquellos años no
había televisores, ordenadores, tablets o bicicletas. Todo lo más a que los
niños del barrio podían acceder era a rudas patinetas de madera y ruedas de
goma, como la que Fermín fabricó a su hijo en los talleres de la Renfe,
aprovechando esos momentos residuales que la empresa estatal posibilitaba. Claudia
tiene tantas macetas en su reducido balcón que cuando escucha algún ruido o a
gente armando bronca en la calle, incluso cuando ha de llamar a Pablito y
Maruchi o para hablar con su vecina, saca parte de su cuerpo por un hueco de la
puerta que cierra la parte posterior del balcón, desprovisto del
correspondiente cristal.
Y, ya por último, tenemos en el 2º B a la familia de Palmiro
Martínez, confitero de profesión, que trabaja en un obrador propio que
tiene alquilado en una calle muy populosa, a “tres manzanas” de su domicilio.
Allí, junto a su cuñado Pelayo, elaboran una variada gama de pasteles y tartas,
además de la panadería del día, productos que venden en la parte delantera de
ese bajo, donde la numerosa clientela del barrio acude a comprar el pan
caliente del día y esos golosos dulces para alegrar los postres, las meriendas,
los cumpleaños y los santos. La confitería/panadería tiene por nombre La Tahona,
estando al frente del mostrador como expendedora la mujer del confitero,
llamada Saturma (conocida popularmente por Sati) a quien ayuda una sobrina que
ha venido del pueblo, de nombre Perpetua, hija única de unos labriegos muy
humildes. La chica ha encontrado la hospitalidad y el trabajo en la familia de
sus tíos, quienes le han preparado un pequeño cuarto como dormitorio en la
trastienda de la confitería, aposento ubicado junto al obrador de los dulces. Palmiro
y Saturna tienen dos hijos, Damián y Custodia, que dedican muchas de las horas
del día a distraer sus energías con los juegos de la
calle junto a sus amiguitos del barrio. El “pilla pilla”, “policías y
ladrones”, la “pelota empotrada”, las canicas o bolas de cristal, el “escondite”, el salto de la
comba”, la “rueda”, son las diversiones más recurrentes en su desbordante y
asombrosa energía de estos niños que utilizaban la vía pública como campo de
juegos, en aquellos inolvidables años de los cincuenta y sesenta. Dami án
también practica de "monaguillo", ayudando a don Servando, párroco de
la Iglesia del barrio, en la Santa Misa y demás oficios litúrgicos del
calendario anual. Su padre piensa que, a través del cura, el niño tal vez
pudiera entrar en el Seminario a recibir una educación de provecho, aunque él
mismo no es practicante en lo religioso y procura mantener las distancias con
todo el beaterio de velos, sotanas y “golpes en el pecho”.
Son muchos los solares, como el protagonista de
este relato, que en sus “castigadas” estructuras aún nos recuerdan las “castizas”
y populares vivencias que albergaban hace más o menos siete décadas, conservadas
en los fieles archivos o anaqueles documentales de nuestra memoria. En la
actualidad, con la “desigual” recuperación social de los flujos económicos, la
actividad constructiva centra en ellos sus intereses y esfuerzos a fin de concederles
una nueva oportunidad. A buen seguro, otras generaciones, jóvenes actores del
Siglo XXI, los habitarán e intercambiarán solidariamente en ellos otras formas
de vivir, disfrutar y dibujar sus propias
líneas de ruta, ante los retos que el destino, la imaginación y el
voluntarismo les ha puesto como metas. Esos jóvenes del hoy recorrerán, con esa
mezcla de esperanzas, prisas y desconciertos, los hitos siempre progresivos y
futuribles de un calendario para el que no se han construido o habilitado
estaciones de espera.-
José L. Casado Toro (viernes, 6 Julio 2018)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra.
Sra. de la Victoria. Málaga
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