Cuando el frío, la lluvia o el viento hace poco
apetecible el paseo por las calles, especialmente durante esas tardes brumosas
de invierno, Modesto Sebastián León solía
acudir a la biblioteca municipal que tenía a dos manzanas de su casa. El placer
por la lectura lo tenía arraigado desde sus años de Instituto, cuando la añorada
profesora de Literatura, Srta. Lalia, despertó
en él y en muchos de sus compañeros la afición por descubrir los interesantes y
sugestivos mensajes de las páginas escritas. Es cierto que podía sacar en
préstamo los libros de la biblioteca y disfrutarlos cómodamente en casa por
períodos de quince días. Sin embargo prefería pasar esas horas de entretenimiento
en los salones del centro público municipal, pues allí encontraba una serie de
incentivos que favorecían mejor ese diálogo mental con el autor y sus palabras,
escritas solidariamente para la distracción y la cultura. Elegía un buen sitio
en alguno de los salones que conformaban el diseño estructural de la biblioteca
y allí encontraba la necesaria concentración, el imprescindible silencio, la
sugerente ambientación decorativa, el fraternal compañerismo de tantas personas
jóvenes y mayores antes sus páginas de lectura e incluso, por qué no decirlo,
esa muy grata calefacción (a veces un tanto exagerada en su nivel) que
tonificaba el cuerpo en tiempos de gélidas y austeras temperaturas.
Este relojero ya jubilado (había iniciado ya su
séptima década existencial) vivía solo en un piso tercero A, correspondiente a
un vetusto bloque de protección oficial, construido allá en los lejanos años
sesenta por la zona oeste de la ciudad. Nunca supo, ni se molestó en conocer,
quién fue el “desafortunado” personaje en quién puso los ojos su desequilibrada
esposa Balda. El remanso de paz que inundó felizmente su piso, desde que la
convulsiva Baldomera decidió una mañana hacer
las maletas para irse con un anónimo y “heroico” compañero, hizo innecesario
cualquier gesto de preocupación o
angustia por tan “feliz” y sosegado abandono.
El oficio que le había dado para vivir y, desde
hacía cinco años, disfrutar una apacible jubilación, lo había aprendido siendo
muy joven, en tiempos de su adolescencia. Un vecino de bloque poseía un taller
de relojería, muy bien situado en un pequeño local frente a la Iglesia del
barrio, con esa fiel clientela que acudía para revitalizar las manecillas del
tiempo, reparando de su letargo a esas maquinarias que habían quedado
“dormidas”. Como D. Ramiro no tenía hijos, se
sentía feliz con la compañía y ocurrencias de este joven e inquieto vecino del
tercero, que pronto mostró su interés por iniciarse en la habilidad artesanal
de la relojería. Así que una vez aprendido el oficio, viendo lo inviable que era
establecerse por su cuenta, encontró acomodo laboral en un prestigioso centro
comercial que, entre sus variados servicios y departamentos a la clientela,
ofrecía un bien montado taller de relojería, instalado en la zona noble de
joyería del muy visitado gran almacén. Allí reparaba, limpiaba, sustituía pilas
y aconsejaba a tantas personas que en el día acudían a esta acomodada sección
comercial. A cambio tenía su sueldo mensual asegurado, con el que podía vivir
su ahora pacífica soledad, sin los sobresaltos de las modas, la inseguridad
comercial, los impuestos, junto a los indeseados gritos y manías de la “muy
bien alejada” Balda.
Ya jubilado, subsistiendo con su modesta pero
suficiente pensión, llenaba los días atendiendo las tareas de la casa, la visita
al cine, algunos programas de la televisión, sus diarios paseos, algunas
compras en el Aldy, Eroski o el Mercadona y, por las tardes, “enfrascado” en las
gratas horas de biblioteca, en donde muchos días, entre lunes y viernes, hallaba
ese oasis placentero y distraído para la lectura, que tanto le vitalizaba. Así
organizaba su vida este solitario personaje inserto en esa “fauna variopinta”
que integra la composición social de la ciudad.
En una fría y nublada tarde de febrero, pensó en
dirigirse a la biblioteca pública, una vez echado un ratito de siesta. Había
comenzado a chispear, pero esas gotas de lluvia no le hicieron desistir de
trasladarse a ese cálido ambiente que iba a compartir con otros muchos lectores
y estudiantes en las salas del acogedor centro cultural. Había comenzado a leer
un viejo “novelón” (por el grosor de sus páginas) de una edición publicada en
los años setenta del siglo pasado, bajo el título de LA
CONFESIÓN. Argumentalmente, se trataba de una densísima historia que
reflejaba la evolución de una ramificada saga familiar, a lo largo de tres
generaciones, ambientada en la Alemania de entreguerras y, de manera especial, sus
vivencias y posicionamiento ante el drástico conflicto de la 2ª Guerra Mundial,
bajo el prisma ideológico y militarista del expansionismo nazi. El dramatismo
sobre el que subyacía la citada obra vinculaba con fidelidad al lector que se
atreviera a leer tan copioso material. Era el segundo día en que Modesto tomaba,
del estante correspondiente a la novela contemporánea, el pesado pero
interesante volumen. Esa tarde comenzó la lectura del capítulo 2, que se
iniciaba en la página 41.
Se encontraba muy a gusto leyendo su compleja trama
literaria. Descansaba el libro sobre una de las amplias mesas de la sala 2, en
la que una chica universitaria (tenía ante sí un manual del Código Penal y un
grueso volumen de Derecho Procesal) sentada frente a él no hacía más que
teclear y consultar con su móvil iPhone, al que no le había quitado el sonido.
Le hizo una pequeña indicación al
respecto, gesto al que la joven reaccionó con presteza con una disculpa. Seguía
con su paciente y atractiva lectura cuando, al pasar una de las páginas,
comprobó con suma extrañeza que la hoja que continuaba había sido
cuidadosamente arrancada. Correspondía a las páginas
77 -78. La ausencia de estos párrafos lastraba en demasía el hilo
conductor del relato. Detuvo por unos instantes su lectura y fue repasando con
paciencia las páginas siguientes de ese y los sucesivos capítulos. Con sorpresa,
comprobó que también había desaparecido la hoja 87-88.
Con hábil intuición, viendo la cadencia de las hojas sustraídas, se fue a la 97-98, hoja que también faltaba. Así continuó, con el
mismo resultado que preveía: la 107-108, la 117-118, 127-128 y 137-138. Fue comprobando las sucesivas decenas y ya en
todos esos casos las hojas habían sido respetadas, permaneciendo en su correcto
lugar. En definitiva, faltaban siete hojas, cuya ausencia perjudicaba
decisivamente la continuidad argumental de la historia, en sus capítulos dos,
tres y cuatro.
Como el reloj marcaba más de las siete y media de
la tarde, Modesto decidió poner fin a la lectura. Llevaba en la biblioteca
desde las cinco y pico y, además de sentirse un poco cansado de la continuidad
lectora, se mostraba un tanto enojado al considerar la dificultad que iba a
encontrar para entender el continuo argumental de la obra, en la que no iba a
poder contar con las páginas ausentes. Se levantó de su asiento, dirigiéndose
al mostrador de la encargada de sala. Aquella tarde (conocía a todo el personal
que allí prestaba sus servicios, dada la frecuencia con que asistía al
establecimiento) le correspondía a la Sra. Mercuria. Le explicó la situación que se había
encontrado, mientras seguía la interesante narración de la novela. La respuesta
de la veterana bibliotecaria era la apropiada al caso.
“Son comportamientos incívicos de
algunos lectores, contra los que es sumamente difícil actuar. Este volumen se
ve bastante manoseado. Ha tenido que ser muy leído por el público, a pesar de
la gran extensión de su contenido. Tiene 545 páginas y hay un volumen II que
desarrolla la continuación de la historia. Compruebo por el ordenador que a
nosotros nos llegó el mes pasado, procedente de una remesa de libros donados
por una institución oficial, los cuales fueron repartidos entre diversas
bibliotecas públicas. Voy a comprobar si esta específica novela también ha sido
enviada a otras de nuestras bibliotecas municipales. Si tenemos suerte, igual
puede recuperar el contenido de esas hojas, desplazándose a esos otros puntos
de lectura”.
La consulta en la base de datos fue muy explícita:
el susodicho ejemplar no se encontrada en ningún otro punto de la red
provincial de bibliotecas. Mercuria le aconsejó que entrara en Internet, para
ver si tenía suerte de localizar más datos de la edición. No podía hacer otra
cosa, dado que tenía asuntos pendientes que atender, en todo caso le prometió
(sin gran convicción) de que ella también se movería más adelante para tratar
de localizar esas hojas que faltaban en el volumen.
Modesto era una persona muy testaruda, para cuando
algo se le ponía “entre ceja y ceja” según el conocido dicho popular. Estuvo un
buen rato aquella noche consultando en Google información
sobre el título, la editorial, el autor, la fecha de edición… Sus largos años
trabajando el oficio de la relojería, aplicando en esa cualificada profesión la
virtud de la paciencia, resultaba un valor insoslayable para quien practica con
los micro elementos de una máquina relojera. Sabía aplicar la paciencia. Sin
embargo apenas aparecía dicha obra en las editoriales más conocidas, tanto
españolas como extranjeras y, en los escasos lugares donde aquélla era citada, se
indicaba la característica de obra ya descatalogada.
Dejó pasar un par de días hasta el jueves, cuando
volvió a pasar por la biblioteca. Consultó con la bibliotecaria, la cual sólo
pudo darle la información de que ese determinado título les había llegado
formando parte de un lote de ejemplares, procedentes de los fondos existentes
en un establecimiento penitenciario ubicado en una provincia española,
recientemente cerrado. Añadía que con las hojas que le habían quitado, el
volumen les resultaba ya poco útil para mantenerlo en la estantería, dado el abundante
material en reserva para exposición que tenían en loa almacenes. Por ello se lo ofrecía como regalo, dado el interés que
mostraba hacia el mismo, por si él podía encontrar esas hojas perdidas a fin de
tener una visión más completa de la historia que narraba. Modesto agradeció el
gesto de la veterana funcionaria y se fue muy feliz con el pesado volumen.
Pensaba que, con tesón y habilidad, podría hallar, en algún que otro lugar,
esas páginas “evadidas” las cuales podrían ser fotocopiadas para insertarlas en
el lugar de la encuadernación donde faltaban.
Durante ese fin de semana visitó algunas librerías,
con la intención de encontrar alguna información útil con respecto a La
Confesión. No obtuvo los resultados apetecidos. Reconocía que estaba un tanto
obsesionado con la densísima historia que se esforzaba en seguir leyendo, a
pesar de faltarle esas páginas en siete que tan necesarias eran para la mejor
compresión del relato. Ya en lunes volvió a pasar por la biblioteca, con la
esperanza de que pudieran darle alguna información útil para su afanosa
búsqueda.
Cuando Mercuria lo vio entrar en la sala de lectura,
rápidamente le hizo una señal para que se acercara al mostrador de atención a
los usuarios.
“Necesito contarle algo que ocurrió
el viernes pasado y que tiene relación, una muy extraña relación, con la
cuestión que nos está ocupando durante estos días. Resulta que esa mañana (me
tocaba cambiar de turno) apareció por la biblioteca un hombre mayor, de
apariencia un tanto misteriosa. Vino a mí con diligencia para preguntarme curiosamente
por ese título del libro que Vd. se llevó como regalo, lo que me dejó un tanto
extrañada. Se mostró muy interesado y contrariado cuando le expliqué todo lo
que había ocurrido con el ejemplar. Al indicarle que había sido regalado, a
causa de que ya no nos interesaba mantenerlo expuesto para su consulta, pareció como que se enojaba. Parecía que
dudaba de la información que le estaba facilitando, Reaccionó pronto, cambiando
de actitud: todo su interés ahora era poder localizar a la persona que había
recibido el ejemplar, preguntándome una y otra vez, por el nombre y la
dirección del receptor. Yo no le podía ni debía dar datos concretos de Vd. sin
consultarle previamente. Insistió en dejarme su nombre y número de teléfono, en
este trocito de papel que le facilito. Se llama Otto
y podría fácilmente reconocerlo, pues lleva una lente o monóculo en su mejilla
derecha que pende de una fina cadena, la cual tiene cogida en el bolsillo de su
americana. Además de un poblado bigote, luce una pequeña perilla de pelo cano
encima de su mandíbula. Su presencia y comportamiento me dejó bastante
intrigada”.
Tras agradecer a la bibliotecaria su gestión y
confianza, volvió a casa, “dándole vueltas” al interés que también mostraba ese
extraño personaje por un libro tan peculiar. ¿Qué debía de hacer? ¿Ponerse en
contacto con él? ¿Olvidarse de este, probablemente, gran lector? Era simple
coincidencia el fuerte interés que el tal Otto mostraba por La confesión?
¿Tendría todo algo que ver con el misterio de las hojas arrancadas al ejemplar?
Así pasó muchas de las horas del lunes. Antes de cenar tomó una determinación: ¿Por qué no marcar ese número de teléfono? Le
preguntaría acerca de su intenso interés por esta novela, ciertamente ya
descatalogada por parte incluso de una importante empresa editorial que hacía
años había cesado en el negocio, vendiendo sus fondos a otras editoriales de
menor entidad. Marcó el número del tal Otto y éste le indicó su imperativo
interés por concertar una entrevista. Estaba dispuesto a pagar una importante
cantidad por la cesión de ese volumen a su persona. Los escasos minutos que
estuvieron dialogando incrementó, aún más, la extrañeza del antiguo profesional
de la relojería. Precisamente él que siempre había priorizado el valor de la
exactitud en el mecanismo relojero, no encontraba esa clara exactitud
explicativa en el comportamiento del hombre con el que había intercambiado unas
palabras a través del teléfono.
Quedaron citados para el día siguiente, martes, en
un jardín tradicional de la ciudad junto al edificio de la Corporación
Municipal. Ese día de marzo era primorosamente primaveral en el tiempo, así que
podrían sentarse cómodamente en uno de los numerosos bancos de esos bien
cuidados jardines, para aclarar todos los aspectos de un asunto que cada vez percibía
con menos claridad. A las doce menos algún minuto del mediodía, vio llegar a su
interlocutor, al que reconoció sin mayor esfuerzo gracias a la descripción que
Mercuria le había detalladamente aportado. Otto caminaba con gran energía,
exageradamente erguido en su figura y marcando unos pasos “atléticos” con ritmo
castrense, a pesar de ser una persona que mostraba una edad avanzada. Parecía
como si estuviera desfilando en una marcha militar.
Si un detalle identificaba la personalidad de Otto
era la intensidad persuasiva que mostraba en su carácter. Estaba dispuesto a
llegar hasta los 500 euros por hacerse con la propiedad del ejemplar que
Modesto no había llevado a la reunión (tanto por sus dudas y prudencia, como
por el excesivo peso del denso volumen). Ambos interlocutores mantenían ese
extraño tira y afloja por la cesión del libro cuando dos jóvenes, que caminaban
distraídamente por entre los setos vegetales, se detuvieron ante el banco que
ocupaban Otto y Modesto. Mirándolos fijamente, se identificaron como miembros del Cuerpo Nacional de Policía, mostrando la
reglamentaria placa. Con firmeza les urgieron a que les acompañaran, pues se
encontraban en situación de detenidos. Con la faz sobrecogida y embargado en un
estado de profundo nerviosismo, Modesto se levantó rápidamente de su asiento,
mientras que Otto le seguía en sus movimientos, con una actitud en la que
destacaba su aparente resignaci ón y serenidad. Un coche de
la policía les aguardaba, discretamente aparcado, a pocos metros del coqueto y bellamente
cuidado espacio ajardinado.
Las horas en que estuvo detenido en la Comisaría
central le resultaron verdaderamente angustiosas. No sabía de qué se le acusaba
y qué relación podría tener su terrible situación con la cita que había
concertado con ese extraño personaje llamado Otto. A las tres de la tarde, un
miembro uniformado del Cuerpo Nacional de Policía se le acercó para decirle que
un inspector iba a hablar con él en no más de treinta minutos. Dada la hora y
sin haber probado bocado alguno, le rogó si podía comprar algún bocadillo y un
botellín de agua. El policía, tras dudar unos segundos, le respondió que
llamaría a un bar cercano para que le trajesen ese botellín de agua y el
bocadillo, hecho que sucedió una media hora más tarde. Pagó el coste del
servicio y al fin pudo tomar algo, aplacando sus nervios y la necesidad de
alimento.
Serían sobre las cinco de la tarde, cuando otro
policía se le acercó, indicándole que le siguiera. Entró en una habitación
donde había una persona de mediana edad, sentado detrás de una mesa llena de
documentos y dossiers. Un vetusto
ordenador encendido ocupaba la esquina de la abigarrada mesa. Sobre el tablero de
la misma, descansaba una placa que mostraba el nombre y cargo de quien ocupaba
el pequeño despacho: Subinspector Braulio Endrina
Lastra. Un gesto del policía le indicó que podía tomar asiento.
“Modesto Sebastián León … de profesión
relojero y en la actualidad jubilado ¿verdad? Lamentamos las horas de su
retención, pero era necesario llevar a cabo una serie de comprobaciones.
Consideramos que, por un conjunto de hechos casuales, se ha visto Vd. implicado
en un turbio asunto protagonizado por una banda, muy bien organizada de
delincuentes. Ahora tenemos certeza de que Vd. es ajeno a ese situación y que
solo una serie de circunstancias le han hecho vincularse a uno de estos individuos.
Por supuesto, todo gira en relación a ese libro que utilizó para su lectura en
la biblioteca pública. Ese volumen estaba en la biblioteca de un centro
penitenciario y era utilizado como base de comunicación entre unos internos, en
relación a un asalto bancario que tuvo lugar un año antes y cuyo cuantioso botín nunca pudo encontrarse. En las páginas
que faltan en ese volumen, se explicaba, a partir de anotaciones en letras y
párrafos, siguiendo unas complicadas claves aritméticas y gramaticales, los
lugares donde se encuentran escondidas unas bolsas, conteniendo las joyas y mucho
dinero de la caja de seguridad de la entidad bancaria asaltada.
Por un hecho fortuito, ese y otros
muchos libros salieron de una obsoleta penitenciaría que va a ser demolida.
Alguien antes que Vd. leyó ese libro y,
al llegar a esas páginas y hojas, se dio cuenta de esas anotaciones. Previamente
a su devolución en la biblioteca,
arrancó las hojas anotadas y las guardó. Posiblemente sería alguien
aficionado a los jeroglíficos, a la aritmética y con gran destreza para la
observación. Al individuo que quería comprarle el manual y con el que hablaba
durante esta mañana, le había llegado un soplo. Tenía que localizar ese
ejemplar y averiguar la ubicación exacta del botín, con unas claves que recibió
desde la cárcel, enviadas por alguno de los delincuentes que están en arresto
preventivo, pendientes de juicio.
Pero lo cierto es que esas hojas han
desaparecido. No sabemos quién puede tenerlas en su poder. Otto pensó que Vd
guardaba el libro con el texto completo y de ahí su persistente interés para
que se lo entregase o vendiese. Obviamente, este personaje era un enlace
externo de una poderosa y peligrosa organización delictiva, con ramificaciones por
varios países europeos y sudamericanos.
Finalmente, debo indicarle que está
Vd. libre. Puede abandonar la Comisaría cuando guste. Por supuesto, reiterarle
nuestras disculpas por las molestias que le hayamos deparado. Ahh, también le
aclaro: no encontrará el libro en cuestión, cuando regrese a su domicilio. Lo
hemos requisado, usando la correspondiente autorización judicial”.
En la mañana siguiente, Modesto acudió a la
biblioteca pública. Después de su amarga y tensa experiencia sufrida en la
jornada anterior, quería “confesarle” a Mercuria los avatares de la misma, el haber
sido (contra su voluntad) uno de los protagonistas de un turbio asunto inserto
en el mundo del hampa y, sobre todo, el sentimiento feliz de haber recuperado
esa libertad que desde ahora tanto aprecia y valora. -
José L. Casado Toro (viernes, 16 Marzo 2018)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
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