A poco que observemos la vida relacional que
sentimos latir en nuestros barrios, pueblos y ciudades, percibimos unos
específicos núcleos de reunión en los que la heterogeneidad de las personas que
los protagonizan intercambian solidariamente las palabras y las historias, las
necesidades y los anhelos, los enfados y las sonrisas, en el diario caminar a
través del cual unos y otros vamos construyendo los días. En general solemos valorar
y agradecer esa grata compañ ía, unida al calor del
diálogo, que nos aproxima al siempre muy apreciado y reconfortante valor de la
amistad.
Son numerosos y variados los
puntos de relación social, a los que se alude en estas previas líneas
introductorias. Citemos algunos de los más conocidos y cercanos a nuestras
vidas: las peluquerías, las tiendas de
ultramarinos, los bares y cafeterías, las consultas médicas, los quioscos de
prensa o de “chucherías”, los mercados y los mercadillos semanales, las calles
y las plazas urbanas, los jardines, las gradas deportivas, los centros educativos y de aprendizajes, las mercerías, los patios
de las antiguas “corralas” … y así un largo etc. Pero nuestra historia
va a estar hoy centrada en un específico espacio de relación social,
costumbrista y popular, que aún no ha sido mencionado en el listado anterior. Se
trata del tradicional y siempre valorado (cada vez ya con menos presencia en la
sociología popular) taller de zapatería. En la
actualidad aquellos artesanales portales, donde trabajaba el muy conocido
zapatero “remendón” ante la vista del público, han sido sustituidos por unos
pequeños locales, normalmente insertos en los grandes centros comerciales, en
los que alguna franquicia, repartida por toda la geografía del Estado, trabaja
en la duplicación de todo tipo de llaves, la sustitución de pilas y baterías en
los relojes y, por supuesto, en el oficio básico: el arreglo rápido de los
zapatos, los bolsos y las correas o cinturones deteriorados.
En una muy transitada y popular calle, inserta en
el más antiguo y tradicional callejero urbano malacitano, había un portal donde
trabajaba Matías Cañadal, un zapatero de aquéllos
que se ocupaban en arreglar “todo” tipo de calzados: piel, lona, caucho,
plástico y goma. Fue su padre, don Fulgencio,
quien se instaló en este popular y transitado lugar, ejerciendo durante toda su
vida ese buen servicio demandado para la reparación del calzado usado. Poseedor
de destrezas y habilidades para el oficio, supo enseñarlas a su único
descendiente, a quien cedió el usufructo del local y negocio tras su merecida jubilación.
El taller era un pequeño espacio de apenas unos
14 metros cuadrados de superficie, a los que había que añadir un altillo o
entreplanta, a la que se subía mediante una “cinematográfica” espectacular e
intrigante escalera metálica de caracol. Allí tenía un pequeño almacén, donde
guardaba las piezas de piel que habría de utilizar, botes de cola, instrumental
para su trabajo y no pocos pares de zapatos reparados que, por una u otra
causa, no habían sido retirados por sus propietarios. Al paso del tiempo, solía
llevar algunas partidas de estos pares olvidados a centros o instituciones
benéficas, para que fueran utilizados por personas humildes de escasos
recursos.
Su espacio de trabajo estaba ocupado por un amplio
banco, sobre el que tenía a mano todo el instrumental necesario, unos estantes,
donde reposaban los pares ya arreglados y aquéllos otros pendientes de reparar, algunos taburetes y
sillas que, en el buen tiempo estaban situadas incluso fuera del local, ocupadas
por amigos y vecinos tertulianos, que gustaban de echar un ratito con el bueno
y a la vez cascarrabias, amigo Matías. No faltaba, tras la silla ocupada por el
habilidoso artesano, una gran radio, de las antiguas de bujías, que estaba
continuamente sintonizada con aquellas emisoras que preferentemente emitían
músicas y canciones de la más entrañable
copla popular y los inolvidables discos dedicados. Mientras sonaban los
decibelios del voluminoso “armatoste” receptor y emisor, Matías dialogaba con
sus amigos de siempre, Cosme, don Damián, Doroteo y el tío Toribio, aunque eran
otros muchos los que también se unían en tan limitado espacio a las repetitivas
y vibrantes tertulias sobre fútbol, el cine y los toros, como temas recurrentes,
a fin de entretener el paso de las horas, desde que amanecía hasta el anochecer.
Una gran bombilla, de no muchos watios, pendía del techo, permitiendo al
zapatero una mejor visión, pues con los años y los achaques su vista se encontraba
ya un tanto cansada.
El oficio o trabajo que aquél laborioso artesano realizaba consistía básicamente
en poner medias o suelas completas, tanto de piel como de caucho, el cosido (a
mano o con una antigua máquina Singer) de las partes abiertas o rotas del
calzado, la sustitución las hebillas, la reparación de los tacones, el teñido
de la piel o la colocación en la horma de aquellos pares que se habían comprado
pequeños para la real talla de sus usuarios y a los que se les podía ganar unos
milímetros, tanto en el largo como en el ancho, a fin de permitir su más cómoda
y racional utilización. También solucionaba los deterioros de las sandalias de
goma y de cualquier otro material. Las correas, los bolsos y las carteras eran
reparadas, con sus remaches, cosidos y aplicación de esa “nutritiva” grasa de
potro, que daba más suavidad y “vitalidad” a la gastada piel “vapuleada” por el
uso.
Este alegre y “costumbrista” portal o local siempre
había estado alquilado. Don Fulgencio, su
primer inquilino, pagaba una pequeña cuota mensual, pues la propiedad del
espacio pertenecía a un antiguo legionario, Atilano,
amigo de correrías y otros “asuntos” en la juventud del viejo zapatero, al que
debía antiguos “favores”. Su hijo, Matías. siguió pagando una modesta renta cada
mes, cantidad que en la actualidad apenas había llegado a los 150 euros, con
las actualizaciones anuales correspondientes según el índice del coste de la vida.
Todo marchaba relativamente bien para el profesional hasta que, hace
aproximadamente unas semanas, el antiguo legionario (ya nonagenario) había
dejado de existir. Sus ávidos herederos,
cuatro hijos de impronta “parasitaria”, conocían la nueva legislación que
modificaba drásticamente los alquileres con renta antigua. La in tención de
estos descendientes era, de manera manifiesta, obtener una más “sustanciosa” renta
de capital por el usufructo de ese local que habían recibido en herencia de su longevo
padre.
Tal y como lo pensaron, así lo decidieron. Una
mañana, los cuatros herederos se personaron en el taller de zapatería con el objetivo de hablar
con Matías. Le plantearon, con toda urgencia y claridad, sus imperativas demandas.
Si quería seguir utilizando el local que ahora les pertenecía, tendría que
negociar un nuevo contrato con una vigencia anual renovable, pero al coste
actual de los alquileres en la zona. Le mostraron unos estudios, realizados con
el asesoramiento del abogado que los representaba ante la justicia, acerca del
precio de los alquileres en esa zona tan céntrica y tan demandada por las
nuevas franquicias, muchas de ellas con capital e intereses foráneos. El precio de una nueva contratación mensual (y
siempre por respeto a la amistad que había mantenido con su difunto padre) lo
establecían en 250 euros el ¡¡metro cuadrado!! Argumentaban este elevado coste
porque la propiedad estaba ubicada en pleno centro urbano, rodeada de
importantes y conocidas franquicias, núcleo hostelero densamente visitado por
miles de malagueños y turistas cada uno de los días.
Incidían en que tenían importantes ofertas, desde
hacía tiempo. Alardeaban sobre grupos de inversión que les habían ofrecido
hasta 400 euros el metro cuadrado útil de pago mensual y aseguraban que si no
habían actuado con más presteza era porque Atilano, el dueño de la propiedad,
valoraba en mucho la amistad que había mantenido con D. Fulgencio, respetando
en consecuencia la renta antigua que pagaba su hijo Matías. Pero, una vez
fallecido su progenitor, la situación tendría inevitablemente que cambiar.
Haciendo números, la nueva renta se “montaba” en la escandalosa cifra de 6000
euros mensuales.
Matías no era ajeno a que estos descendientes, con
los que nunca antes había establecido trato alguno (sólo había negociado con el
padre de sus cuatro interlocutores) reclamarían una mejora del contrato de
alquiler. Sin embargo, la exagerada cantidad que éstos exigían era totalmente inasumible,
desde todos los ángulos en que fuera considerada, para la realidad de su
modesto taller de zapatería que, desde el fallecimiento de su padre, él había
retitulado EL
CAMINANTE BOHEMIO (su denominación anterior era El Gato Negro).
La originalidad de este bello nombre procedía de
una vieja experiencia de juventud, por él protagonizada y siempre añorada.
Apenas había cumplido los dieciocho años y considerando su mayoría de edad,
decidió vivir la experiencia de un verano por tierras “galas”. Con su mochila, pantalón
corto, unas recias “chirucas”, profundas ilusiones y una muy escasa liquidez
económica en los bolsillos, emprendió aquella “bohemia” aventura por los
barrios y recovecos parisinos, realidades plásticamente inolvidables y
representativas de la gran capital francesa. El par de semanas proyectado en
sus intenciones iniciales , se convirtieron en casi medio año de “heroica”
estancia. Vivió experiencias insospechada, en las que hubo amores imposibles, escenas
violentas, supervivencias en situaciones límites y un recorrido o vagar
continuo por los barrios, localidades y personajes de la más honda actitud
bohemia ante la vida. Ese caminar continuo entre los riesgos materiales y
afanes contradictorios, aplicando para la supervivencia toda la imaginación
posible (y la “imposible) ante la escasez material, fue sintetizado por este
ilusionado “peregrino” de la aventura en ese peculiar letrero que simbolizaba toda
una breve pero intensa época vital, un emocionante recuerdo y una ilusión
inolvidable para su memoria. Al igual que todo caminante necesita, en su
valiente recorrido aventurero, cuidar la protección de sus pies, a través de
los caminos y senderos que atraviesa y descubre, su taller de zapatería iba a
facilitar, a tantas y tantas personas que al mismo acudirían, soluciones y
reparaciones para ese instrumento básico que nos permite caminar y caminar, en
la siempre nueva construcción de los días. Su taller arreglaría los zapatos.
Otros se encargarían de dibujar y poner itinerarios a la soledad, más o menos
disimulada, en sus vidas.
El veterano artesano se esforzó en mantener la
calma. Tenía ante sí una “jauría” de intereses ante los que no cabían palabras
para la negociación y la racionalidad. Sin
dejar sobre el mostrador de trabajo la zapatilla de marca de un
adolescente, a la que se le había despegado y rajado parte de su suela, miró
con serenidad los ojos aviesos de sus ambiciosos interlocutores, que, mezclando
la indolencia y el nerviosismo, los apartaron del marco focal que representaba
el laborioso zapatero.
“No os voy a pedir que os pongáis o
entendáis mi situación. Sería inútil el esfuerzo. Sabéis perfectamente que ese dinero yo no lo puedo
pagar con mi trabajo. Y más en estos tiempos, en que las familias sustituyen
los pares usados, prácticamente como nuevos, sin mayores problema. Ahora
estamos en la dinámica del usar y tirar a la basura. Se trabaja aún en lo que
te traen (suelas, tacones, teñidos…) pero eso apenas da para vivir en el día. Me
decís que sólo vais a esperar quince días. No os preocupéis. En una semana tendréis,
en vuestra conciencia y ambición, este querido local, en el que hemos trabajado
mi difunto padre, y yo mismo, más tiempo que los años que abarcan dos
generaciones. Confío me deis, al menos, esa semana. Debo entregar los encargos
todavía pendientes. Vuestro padre, no me pondría fecha. Pero, desgraciadamente,
Atilano ya no está entre nosotros. Tengo 62. Yo seguiría con este noble oficio
hasta los 70 o más. Pero, aquí ya no podrá ser. Me llevaré el instrumental, los
materiales y los taburetes. Ah, también ese entrañable cartel que, aunque no
está en patente, nadie más que yo lo va a usar.”
Aquella muy larga noche explicó a Gonzala, su compañera de siempre, la visita exigente
de los hijos de Atilano que había tenido esa misma mañana. Aunque era hombre de
carácter para afrontar e integrar las dificultades, apenas pudo probar bocado. La
“saterná” de patatas fritas y pollo con tomate, que su mujer le había preparado,
serviría para el refrito del día siguiente. Se fue pronto a la cama y, aunque
cansado, comenzó en el “mar de las sábanas” a darles vueltas a la cabeza, a fin
de encontrar alguna salida a una esa larga tradición, mezclada de entrañable vocación,
que los egoísmos ajenos en modo alguno iban a cercenar. Efectivamente, terminó
el trabajo pendiente en un par de días. Y en ese fin de semana, el hijo de don Damián
(que se encargaba de hacer portes a una agencia de correo urgente, en su
furgoneta de 2ª mano) le ayudó para llevar a casa todo el material que tenía
disponible en su querido taller. El mismo lunes acudió a la oficina del abogado
que representaba a los cuatro hermanos, dejándole las llaves y los documentos
firmados por los que se ponía fin al vínculo contractual de alquiler.
Ha pasado aproximadamente un año y medio, desde todos
estos hechos. El local o portal del antiguo taller de reparación de calzado continúa
cerrado. La basura se acumula con desidia sobre las rejas de la puerta. Las paredes
adyacentes sirven hoy como tablón de reclamo, donde las empresas publicitarias
colocan sin control sus carteles informativos (conciertos, ventas,
espectáculos, etc) apilados con goma los unos sobre los otros, dando una penosa
imagen de suciedad, dejadez y abandono. Sobre la puerta del antiguo taller aun permanece
la silueta del viejo cartel que anunciaba la característica del taller de
zapatería. Precisamente ese cartel está
hoy colocado en la puerta de un pequeño local, situado en una barriada obrera y
populosa del la zona oeste de la capital.
EL CAMINANTE BOHEMIO es hoy vecino de otros 8 locales, todos de
propiedad municipal, cedidos para jóvenes o veteranos emprendedores, que abonan
una módica cantidad mensual, con contratos de alquiler anuales (aunque
renovables). La gestión de Cosme, el viejo amigo de Matías fue decisiva, pues
su hijo trabaja como administrativo en el departamento de urbanismo de la
Corporación Municipal. Mientras tanto, en varias agencias para el alquiler de
viviendas y locales comerciales, se sigue ofertando el espacio que tuvo que
dejar el zapatero, hace año y medio. En estos momentos se solicita por el mismo
2.500 € mensuales. Muchos interesados preguntan por él pero no acaban de
decidirse a pagar esa cuota. Los responsables de esas agencias siguen
aconsejando, a los cuatro hermanos propietarios, que reduzcan aún más lo que exigen
por el alquiler del pequeño, “histórico” y bien ubicado local.-
José L. Casado Toro (viernes, 23 Marzo 2018)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga