Apenas está clareando, en el amanecer, cuando nos
planteamos la estrategia para la “construcción” de un nuevo día. Una gran mayoría de las personas tienen bien
marcada esa hoja de ruta, que habrán de recorrer durante las horas siguientes
al despertar. Esta ayuda en su itinerario obedece, de manera fundamental, a las
obligaciones laborales de cumplimiento ineludible. Pero también hay otros
muchos que, a causa de haber ya finalizado su etapa de actividad en el trabajo
(sea por la edad, por su estado de salud o por otras circunstancias personales)
han de comenzar a diseñar, a construir, como lo vienen haciendo en cada página
de su historia, el proyecto de esas veinticuatro horas que tienen por delante. Todos,
pero de manera especial estos últimos, van elaborando ese pequeño esquema
mental acerca de cómo “rellenar” el tiempo diario que de la mejor forma posible
han de “inventar” y protagonizar. Lo hacen permaneciendo aún entre las sábanas,
“negociando” con la ducha o, probablemente también, sentados ante la mesa de
ese desayuno que debe reportar energía y alimento para nuestro organismo. No podemos
tampoco olvidar a todos aquéllos que se dejarán llevar básicamente por la
inercia de sus itinerarios, esperando que sea el propio día el que vaya
marcando y modelando los tiempos, con sus inesperados y sorpresivos destinos.
Cuando salimos a la calle y vamos recorriendo diversas
zonas de nuestra ciudad nos encontramos ya, sin apenas darnos cuenta,
construyendo otro nuevo día. Acudimos a nuestro trabajo, a un centro comercial,
a un organismo público, a una entidad bancaria o, simplemente, caminamos porque
nos apetece y sienta bien el pasear. A poco que pensemos, nos vendr á a la
mente una frase cuyo contenido está basado en la racionalidad: ¡Son tantas y
tan variadas las “cosas” que puedo emprender hoy! Ya sea cuando nos quedamos en
casa o cuando decidimos cruzar el umbral de la puerta. En este último caso abandonamos
temporalmente nuestro cobijo familiar, a fin de sentirnos inmersos en un mundo
que bulle activamente y en el que tendremos que introducirnos para resolver
necesidades, anhelos aventuras y obligaciones varias.
En ese nuestro lento o más ágil recorrido por las
plazas y las calles que conforman el laberinto o poliedro urbano de nuestra
localidad, son numerosas las imágenes que se nos
van grabando sobre la retina. Algunas de las mismas incluso nos agrada
recogerlas con nuestra cámara, mientras que otras simplemente las utilizamos
como testimonio para la posterior o inmediata reflexión, archivo de la memoria
o, lúdicamente, para distraernos. Y nos hacemos preguntas
¡qué duda cabe! sobre aquello que vemos y nos resulta curioso, diferente u
original.
La historia de hoy va a estar centrada en una de
esas “escenas” que cíclicamente aparecen ante nuestra visión, en determinados
puntos de la ciudad donde residimos. Vamos conduciendo nuestro vehículo o en
otras ocasiones nos desplazamos en un autobús municipal, taxi de alquiler o en
ese autocar de viajeros interurbano. O, simplemente, caminamos. En determinadas
arterias viarias, especialmente aquéllas que dan entrada o salida al núcleo
urbano, vemos apostados junto a la señalización semafórica algunos jóvenes
vestidos y aseados con apariencia inequívocamente bohemia. Como único bagaje viajero,
les acompañan, normalmente unas mochilas en las que sobresale algún botellín de
agua. Mientras tanto, estos chicos o
chicas mantienen en sus manos unas pelotas de goma o también, en ocasiones,
algunas varas (de fino grosor y no muy extensas en su longitud) que parecen de
caucho y el típico aro de goma plástica. Ese simple instrumental material será
utilizado para realizar ejercicios que pondrán a prueba la destreza y coordinación manual de estos
“artistas” callejeros. Todos esos sencillos recursos suelen ser de una variada
gama cromática.
Aprovechando los breves segundos en los que el
semáforo correspondiente da paso al cruce peatonal, y los vehículos han de
detener su rodadura por el asfalto, uno de estos jóvenes (van intercalando su
orden de actuación) se sitúan en el punto central de la calzada. Optimizando
una parte del escasísimo tiempo con que el semáforo marca la luz roja, en la
que permanece detenida la circulación de coches, camiones, autocares o
motocicletas, estos artistas de la destreza realizan
ágiles y sorprendentes juegos malabares con sus pelotitas, aros o
barritas de goma, ante la mirada curiosa de aquéllos ciudadanos que están
sentados ante el volante o descansan sus manos sobre el manillar de sus motos.
En ocasiones, el instrumental de trabajo que manejan esos artistas de la
destreza cae al suelo, perdido por algún pequeño error en la coordinación o
rapidez de los brazos en movimiento. Pero ellos no suelen inmutarse. Por el
contrario sonríen o aportan algún simpático gesto mímico, recogiendo con rapidez esa pelota perdida que ha
abandonado “traviesamente” el ciclo armónico con sus compañeras de juego.
Unos pocos segundos antes de que el programado
señalizador cambie de color, los malabaristas detienen su espectacular
ejercicio. Se inclinan cortésmente, saludando al distraído “respetable” y se
desplazan rápidamente entre las primeras filas de vehículos, con su gorrilla en
la mano. Tal vez algún “espectador” quiera dejarles algunas monedas, necesarias
a todas luces para su necesidad. En modo alguno molestan o persuaden con sus
palabras. En realidad carecen de tiempo para ello, pues el semáforo se ha
puesto en color verde. Los primeros vehículos ya están reiniciando su marcha.
Son muy escasos los conductores (normalmente, casi ninguno) que bajan sus
ventanillas para regalarles algunos de los céntimos que pueden sobrarles en sus
privativos monederos y billeteras. Todos solemos llevar prisa, real o
infundada, así que una vez que el semáforo se ha abierto, nos apresuramos en
seguir la marcha con el vehículo pues el que viene detrás suele poner en marcha
su otro y visceral mecanismo, el nervioso, para “contaminar” acústicamente (con
su indelicado claxon) el medio ambiente que sobrevuela la zona.
Y una vez más, en el deambular callejero, aparece
el interés curioso de los interrogantes. En
este caso que narramos, las preguntas eran obvias:
¿quiénes son estos jóvenes? ¿dónde
habrán aprendido su tan habilidoso ejercicio? ¿de dónde proceden y cuál es su
próximo o inmediato destino? ¿cómo resuelven las necesidades diarias de su
sustento? La falta aparente de aseo, en sus cuerpos y atuendos es debida ¿a
circunstancias concretas de su realidad o señal indeleble de una desenfadada y
particular forma o estilo de vida? ¿En qué lugar acomodarán su necesario
descanso nocturno? ¿Cuáles son sus nombres? ¿Cuánto de verdad hay en la
permanencia de sus sonrisas? …
Esas imágenes permanecieron en el pensamiento
durante algunos días. Las respuestas normalmente exigen el planteamiento previo
de sus preguntas. Pero no resultaba fácil tomar la decisión de realizarlas.
Siempre juega en nuestra conciencia la balanza previa de la prudencia, la
receptividad o incluso la impertinencia. Sin embargo la suerte favoreció que la oportunidad se presentara, como tantas veces
ocurre, de una manera absolutamente casual. Era día festivo. No me hallaba muy
lejos de donde usualmente estos jóvenes de mentalidad bohemia instalan sus
mochilas y aditamentos para el espectáculo. Esa mañana había entrado en un
pequeño supermercado, de esos que tanta utilidad reportan a los barrios y a
los que se les permite la apertura (si lo
desean) todos los días del año. El único requisito que les impone la ley para esta
apertura, en días no laborables, es la superficie espacial de los negocios. Lo
pueden hacer si el espacio comercial no superan un determinado número de metros
cuadrados (entre 300 y 500 m). También creo que a las tiendas pequeñas se les
permite todos los días del calendario anual. No sucede así con las grandes
superficies, aunque hay Comunidades Autónomas cuyos gobiernos conceden libertad
horaria a todo el comercio, sea cual sea su naturaleza. Son medidas muy discutibles,
aunque no es el caso, en este momento, profundizar en su discusión.
Mientras aguardaba mi turno, para abonar en caja un
par de artículos que había tomado de los expositores, observé que un poco más
atrás de mí aguardaba uno de estos chicos de la farándula callejera.
Precisamente tenía en su mano izquierda una de esas pelotas para la exhibición,
mientras en la derecha portaba una lata de cola que había cogido del expositor
de bebidas frías. Se le veía perceptiblemente sudoroso, a causa del ejercicio
que llevaría realizando en muchos minutos de la mañana. Consideré que era una opción
de “oro”, por lo que tras abonar mi cuenta, esperé distraídamente en la puerta
a que saliera el joven.
Me presenté ante él como un espectador callejero de
sus destrezas. A veces los veía desde el bus, mientras que en otras ocasiones
lo hacía desde el volante de mi propio coche. Fuera él mismo u otro compañero/a,
le expresé mi alta valoración acerca de la habilidad que demostraban, durante
esos repetitivos escasos segundos en los que maniobraba con las pelotas de goma
en el aire, sin que éstas cayeran al asfalto que cubre la vía. Añadí que, en
uno de mis próximos textos para el relato, tenía la intención de hablar sobre estos
artistas de la calle y que me gustaría “robarle” unos minutos a fin de
preguntarle algunos interrogantes al respecto. El
joven se mostró amablemente receptivo por lo que, dada la hora avanzada
de la mañana (serían más de las 13 horas) le rogué que nos sentáramos durante
un momento en uno de los espacios de piedra construidos a lo largo de toda la
avenida. Estos asientos de obra cuadrangular contienen en su interior grandes
formaciones vegetales a fin de embellecer el
ornato callejero de las amplias aceras que acompañan a la gran calzada
central. Desde luego, el contenido de la conversación (aproximadamente,
estuvimos más de media hora charlando) resultó de inestimable interés.
No me concretó su edad, aunque yo deduje que mi
interlocutor, de nombre Jonás, estaría a mitad
de camino de su veintena. Como era fácilmente identificable, por su forma
expresiva, no había nacido en Andalucía. Era natural de La Coruña aunque, por
circunstancias familiares, había vivido en diversas provincias españolas,
especialmente aquéllas que están ubicadas por el norte peninsular. Me comentó
que sus padres habían trabajado siempre en diversas actividades relacionadas
con el espectáculo circense. Su relación con los libros se había visto
condicionada por esos frecuentes desplazamiento que familiarmente habían tenido
que afrontar, sin la necesaria estabilidad residencial. Allí, en el mundo del
circo, había aprendido a ejercitarse en diversas modalidades del juego manual con
los objetos en el aire, colaborando también laboralmente en los trabajos de
montaje y desmontaje de las instalaciones circenses. Pero él no quería
someterse o seguir con la vida nómada que habían llevado sus padres. Éstos,
ahora ya próximos a su jubilación, pensaban volver a las raíces territoriales
familiares, instalándose de una manera estable en un viejo caserón del campo
coruñés, que perteneció a sus abuelos ya fallecidos.
Sin un oficio determinado, tenía el proyecto de
realizar alguno de los cursillos programados por la consejería de trabajo de la
comunidad gallega. Se había inscrito ya en uno de estos cursos, a fin de
obtener la acreditación de dinamizador en actividades turísticas, que comenzaría,
más o menos, a un mes vista desde la fecha. Hasta que llegara ese momento, se
había animado, junto con otros dos compañeros de su trabajo en el circo, para viajar
y conocer un poco más de estas tierras cálidas del sur andaluz.
Reconocía que habían viajado prácticamente “con lo
puesto”. El auto stop les había ido relativamente bien, aunque en algún tren
habían viajado sin pagar, aplicando para ello decisión, destreza y, por qué no,
un tanto de suerte. No obtenían mucho capital con las actividades malabares. Sin
embargo, por las noches a la hora del cierre, se acercaban a supermercados y
superficies comerciales obteniendo material en productos ya caducados pero en buen estado. También, a la
hora del cierre de los mercados públicos, conseguían rebuscar en las cajas
abandonadas junto a los contenedores de residuos. Incluso habían comerciantes
que les daban directamente algunos perecederos o productos que obviamente ya no
podían poner a disposición del público. Aquí en Málaga han encontrado un
maravilloso filón generoso con los Ángeles de la Noche, poniéndote en la cola
correspondiente a eso de las siete de la tarde. No falta una bolsa de comida
gratuita, con la que calmar esa necesidad que todos tenemos con respecto al
alimento.
¿El aseo? En la vida itinerante y bohemia este
aspecto no supone una de sus principales preocupaciones. Pero en las estaciones
de autobuses, también en las áreas de servicios de las carreteras, suele haber
posibilidades para afeitarse, lavarse algunas de las partes corporales e
incluso para utilizar una ducha. El dosificador de jabón o gel supone también
una ayuda muy apreciada.
Mi interlocutor valoraba en mucho el clima de estas
ciudades del sur peninsular.
“Aquí se puede descansar cómodamente debajo
de una palmera, en un banco de los numerosos jardines o incluso en ese lecho
tan apacible que ofrece la arena en la playa. Para situaciones más complicadas,
es bueno informarse si existe algún centro de transeúntes de titularidad
municipal, donde te permitan pasar la noche. En algún caso te embarcas en la
aventura de “contratar” un trozo de gomaespuma donde dormir esas horas
nocturnas, sea en el pasillo de esa vivienda “multi-utilizada” o en una
habitación donde hay hasta seis u ocho personas descansando (como “sardinas en
lata”) pagando unos pocos euros por este servicio “pirata” del que te informas a
través del “boca a boca” de los compas y
amigos”.
Las manecillas del reloj se acercaban ya a las dos
de la tarde. Agradecí al Jonás, sinceramente, toda la información que se había
prestado a facilitarme, con esa franqueza y aparente transparencia que
contenían sus palabras. Le deseé suerte y la mejor fortuna (también a sus dos
amigos, Johnatan y Marcel)
para las opciones que eligieran en la posibilidad de los días. Lógicamente me sentí
obligado en corresponder a la disponibilidad que había mostrado en atenderme.
Era de básica justicia. Le pregunté si prefería que volviéramos a entrar en el
súper, en donde nos habíamos encontrado, a fin de comprarle algunos productos
alimenticios, o si prefería alguna colaboración económica para mejor
sobrellevar ese “road movie” que efectuaba con sus dos amigos (los cuales
continuaban, a muy pocos metros, bailando sus cromáticas pelotitas de goma en
el aire). Me respondió que, dada la variabilidad de productos alimenticios que
el propietario chino ofertaba, le comprara unos bollos de pan con algo
suculento que repusiera sus energías. Así lo hice y el joven se fue feliz con
sus tres bocadillos bien rellenos, latas de cerveza y unas manzanas. Añadí algún
tableta de chocolate pues, según me indicó, les daba fuerza y energía para
llevar a cabo los ejercicios de su diestro espectáculo.
Continué mi deambular callejero, ahora ya camino de
vuelta a casa. Lo avanzado de la hora sobre el mediodía aconsejaba hacerlo. Había
que reponer fuerzas, tanto en lo orgánico como en la estructura anímica. Había
resultado emocionante e interesante el diálogo con este joven aventurero. Ya
llegaría después la tarde, en la que
habría que renovar la construcción de
las horas y sus minutos. A buen seguro nos seguirían llegando numerosas
imágenes, con sus preguntas y respuestas, para la curiosidad y la distracción. Y
siempre con la prevención sobrevenida, ante las numerosas opciones que tenemos
por delante para nuestra mejor elección. En cada experiencia no faltarán los
aciertos y los errores. Aunque éstos últimos nos incomoden, no hay que olvidar
esa socorrida frase que nos habla de la “ley de las compensaciones”.
Tiene que haber en lo humano (no puede ser de otra forma) frustraciones y
desaciertos, pero al tiempo encontraremos en nuestro protagonismo vital otras
opciones acertadas y exitosas, incentivos que nos compensarán y gratificarán
ampliamente.
Uno de los protagonistas de este relato no llegaría
a conocer el contenido de las palabras que un joven de veintinueve transmitía a
otros dos amigos, mientras consumían un suculento bocadillo de jamón y queso,
sentados en una de las escaleras del puerto que se sumerge lentamente en las
aguas azules del mar. Bajo ese grato sol, con que nos obsequia la primavera
cercana, Jonás comentaba con sus compañeros de “ágape” la siguiente
confidencia:
“Os comento, colegas, que en un primer momento
estuve a punto de explicarle la verdad. Pero, ante lo imprevisto e incisivo de
sus preguntas, decidí inventarme (ya conocéis mi facilidad para dar vida e
improvisar las más curiosas historias) esa “película” de mi pertenencia a una
familia de circenses, junto a mi deseo de llevar una vida más estable y menos
trashumante, que la que te ofrecen por las ferias y fiestas de tantos pueblos y
ciudades de este país. He acabado situando a mis padres genéticos en un caserón
gallego, recibido en herencia de unos abuelos que ya no están. Total, que este
hombre se ha marchado tan convencido y agradecido. Encima nos ha comprado la
merienda de hoy.
Estas personas nunca se imaginarán que muchos
pertenecemos a familias “demasiado” acomodadas, en las que se nos ha dado de
todo, en las que hemos tenido de todo, seguro que demasiado, diría yo, mucho
más que aquello de lo que realmente necesitábamos. Esa vida de “barroca” opulencia
familiar, junto a compañías no muy aconsejables (si os contara la gentuza con
la que estado pegado …) nos ha llevado por los caminos tortuosos de la
degradación más desagradable (el cielo “hipócrita” de la drogadicción) y la
delincuencia.
Pero algún día aparece la luz. El destino nos ha
querido poner ahora en estos programas de rehabilitación y simulación, que
buenos “cuartos” le cuestan a esa organización benefactora de gente bien que
quieren sanear sus malas conciencias, a fin de que encontremos un mejor
equilibrio en nuestra azarosa, alocada y peligrosa existencia. Esta noche ya
tengo tema suficiente para contarle a mi tutor, por skype, las experiencias del
día.
Por cierto, cambiamos una vez más de territorio. La
semana que viene creo que nos mandan a Canarias, donde tenemos que improvisar
un trabajo de socorristas. Se aprende muy rápido, con esto de pasar de una
actividad a otra. La verdad es que con las pelotas de goma y los aros hemos
dado el pego. Parecemos unos profesionales de la farándula. Me aclaran que cuando
lleguemos a las islas, nos tenemos que poner en contacto con un departamento de
la Cruz Roja. Nos indicarán la dirección de esta institución, la cual nos dará
las instrucciones oportunas para este nuevo ejercicio de simulación e
integración social. Desde pequeño, siempre he escuchado que la población
canaria suele tener un positivo y alegre concepto de la vida …”
José L. Casado Toro (viernes, 23 Febrero 2018)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga