En más de alguna ocasión nos hemos puesto a
imaginar, pocos podrán negarlo, esa difícilmente creíble situación, en la que,
también de una forma persistente en tiempo y lugar lugar, las personas fuésemos en el que la verdad prevaleciera sobre cualquier
otra consideración y en el que la sinceridad fuera un valor prioritario en esa
jerarquía ética que percibimos tan degradada a nuestro alrededor, contexto espacial
del que, obviamente, formamos parte. coherentes en mantener lo que
pensamos con aquello que decimos, en nuestra vida relacional próxima. Las
consecuencias de esa hipotética verosimilitud y concordancia, entre lo que
manifestamos de manera cotidiana, con respecto a la realidad íntima de nuestro
pensamiento, serían de tal calibre, que nos “inquieta” imaginar un mundo
La acción de esta curiosa historia transcurre en un
prestigioso laboratorio de ciencias experimentales, integrado en el Polígono de
Alta Tecnología ubicado en el extrarradio de la capitalidad madrileña. Este
vanguardista centro experimental se encuentra situado a una distancia de 65 km.
con relación a esa puntual centralidad urbana de la Puerta del Sol. Allí
trabaja, desde hace ya más de cuatro años, Ramiro Coblán
un químico de cuarenta y siete años que sigue manteniendo su soltería, tras una
convulsa vida afectiva en la que se ha relacionado con los dos géneros que
forman parte de la identidad humana. Ahora, en esta difícil y trascendental
década de la cuarentena, correspondiente a su temporalidad vital, ha sosegado
su azarosa y ocasional vida sentimental para centrarse en una serena y
responsable actividad investigativa, que colma y satisface su verdadera
vocación estudiosa y profesional. El cualificado departamento del que forma
parte está dedicado, desde hace ya muchos meses, en intentar lograr la
elaboración de un “revolucionario” fármaco que permita
modular y transformar las voluntades intelectivas, a fin de conseguir una
espectacular y futurista coherencia entre aquellos fundamentos y criterios que
atesoran y anidan en nuestro pensamiento y todas esas palabras que expresamos
diariamente ante nuestros semejantes.
Este “bohemio” profesional de la química tiene
alquilado, en el tradicional y castizo barrio de Fuencarral, un apartamento de
40 metros cuadrados útiles, habitáculo integrado en la sexta y última planta de
un viejo caserón de viviendas, que hace dos
años gozó de una urgente remodelación por deterioro, con el correspondiente “lavado
de cara y esqueleto”. La vecindad, con la que apenas mantiene trato, está
formada por un heterogéneo y multicolor catálogo de gente variopinta, en la que
hay dos pisos para estudiantes, numerosas familias alistadas en el bloque de la
tercera y veterana edad, algunas parejas de recién casados o unidos en pareja,
una madre soltera que cría a su retoño, más de una viuda solitaria, con
acendrado comportamiento religioso e incluso un vociferante capitán de
artillería retirado, que vive junto a su mujer (limitada en su movilidad) y dos
hijas solteras que subsisten vendiendo ropas y abalorios, tanto por el circuito
de mercadillos semanales como también en el popular rastro dominical donde
también instalan su tenderete. El único ascensor del bloque sufre constante
averías, dada su prolongada y anticuada longevidad mecánica. Un elemento que
refleja la originalidad del bloque aparece en los peldaños de las escaleras,
construidos desde su origen en recia madera de roble. Hace años el edificio contó
con los servicios de una portería, espacio que hoy hace las funciones de almacén
alquilado para guardar enseres y mercancías pertenecientes a un bar de copas
próximo, establecimiento de alterne cuya apertura es realizada a las nueve de
la noche para cerrar cuando ya el alba comienza a clarear las mañanas.
Son frecuentes las diferencias
y discusiones entre las personas que habitan el vetusto edificio, con
respecto a diversas cuestiones comunitarias: falta de limpieza
en las zonas comunes, pérdida de correspondencia
en los buzones instalados en el portal, averías
en el ascensor y en los motores del agua, la estética y abuso de la ropa tendida en la fachada y en el limitado hueco de
un patio interior, las protestas de muchos vecinos por el incívico sacudir de
las alfombras y manteles del comedor por parte
de aquéllos que viven en los pisos superiores, el elevado volumen que modulan algunas
televisiones y aparatos de radio en horas
inapropiadas que perjudican el necesario descanso, las “zambras”, orgías y fiestas organizadas por los jóvenes en los pisos
compartidos, el sufrimiento que muchos han de soportar por el caminar con tacones y suelas duras, comportamiento habitual en los
vecinos del “piso de arriba”, las colillas y
otros elementos arrojados al vacío desde los
balcones y ventanas del inmueble, las pintadas y
ralladuras en los paramentos y utensilios
comunes etc.
Pero si no fuesen desgraciadamente frecuentes todos
estos avatares, en la “normalidad” de ese colectivo convivencial, hay uno que
focaliza sus “ataques” hacia la original figura de
Ramiro. Se trata de un hombre aparentemente solitario, escasa o
nulamente comunicativo con sus “acústicos” vecinos, que centra en su persona
las miradas, los comentarios, los chascarrillos, las risas y sátiras
inmisericordes, acerca de su forma bohemia o rara de vestir, sobre algunas “llamativas”
visitas que recibe, de manera especial durante los fines de semana. También es
motivo de curiosidad su peculiar forma de andar y el movimiento de algunas
partes de su anatomía corporal, sus expresivas y mayoritarias compras
vegetarianas, alimentos que de manera usual obviamente consume y por esa absorbente
música clásica que disfruta al volver a casa, cuyo potente sonido “inunda” no
pocos recovecos del bloque a través del ojo de patio interior que nuclea el
vetusto edificio. De manera especial, son las bien enjoyadas, intensamente
cremadas señoras del bloque, muy afanadas en la clerecía, quienes, al cruzarse con
el enigmático vecino del ático, le “regalan” esas cínicas sonrisas y apenas lo
ven alejarse comienzan con sus risas, los comentarios despectivos y satíricos,
con los gestos mímicos subsiguientes, sin la menor contención, respeto o
mesura, acerca del derecho a la privacidad y forma de vida del extraño vecino
que tienen en la última planta.
Ramiro no es ajeno a todo ese crítico contexto que
despierta su figura entre la “intolerante” vecindad comunitaria. Ha sopesado cambiarse de vivienda, pero tiene importantes
motivaciones para desistir a esa posible
mudanza. El precio que paga por el alquiler es en sumo atractivo (con relación
a otras zonas más alejadas del centro), las vistas de que disfruta desde su
amplia terraza le permiten gozar con preciosas fotos urbanas y unos dulces
amaneceres junto a cromáticas puestas de sol que le facilitan un valioso
alimento visual y espiritual para su necesaria estabilidad anímica. Además, la
ubicación en el plano urbano del bloque, donde tiene su pequeña y acogedora
vivienda, le permite acceder al corazón arterial de la Gran Vía matritense en
un breve caminar de escasos minutos.
Pero hoy, en este frío sábado de otoño, ha tenido
dos nuevos y enojosos desencuentros con esas palurdas vecinas “acotorradas”
tanto en el ascensor como en el portal del inmueble. Harto ya de tanta
ignominia, decide llevar a la práctica una acción que llevaba barruntando desde
hacía unas semanas: cuando el lunes vuelva a su trabajo en el laboratorio,
piensa traerse para casa un frasco de ese revolucionario
producto, en plena fase de investigación, que el equipo con el que
colabora está perfeccionando antes de experimentar su aplicación con humanos. Es
un brebaje, con fundamentos en plantas asiáticas, que parece influir y alterar
decisivamente en los mecanismos inhibitorios con respecto a las voluntades y
conceptos intelectivos. Explicado con otras palabras, esa “pócima” química” puede
eliminar la inhibición que nuestra voluntad establece a fin de modular y
cambiar lo que realmente pensamos. Expresaríamos con la sinceridad de nuestras
palabras aquello que realmente sentimos o tenemos en mente.
En una lluviosa y tronadora noche de lunes, esperó
a que avanzara la madrugada para llevar a cabo su perverso
plan de castigo, contra una comunidad de vecinos que tan hipócrita y
cruelmente se comporta con respecto a su persona. Le preocupa y agobia que la
vecindad se recatan cada vez menos en depararle tan hiriente e innobles actitudes. Revestido a causa del
gélido tiempo con un chándal azul y rosa y una rebeca negra, bajó con una dosis
del aludido barbitúrico hacia la dependencia del garaje sótano donde se
encuentra ubicado el depósito o aljibe conteniendo el agua para el
imprescindible consumo del bloque. En ese momento ya dispone de la llave que le
va a permitir abrir la cerradura de tan importante dependencia para cualquier
vivienda. Hace unas semanas tuvo un problema de grifos en su apartamento y el
fontanero pidió la llave del cuarto de motores al Presidente de la Comunidad.
Mientras el operario trabajaba, Ramiro hizo un duplicado de la misma en la
ferretería que tiene tres números más allá de su inmueble. Le cuesta un
extraordinario esfuerzo la operación de abrir la voluminosa tapa del aljibe subterráneo,
cavidad que está casi llena de agua en dicho momento. Tras hacerlo, vierte en el
gigantesco depósito el contenido químico de un frasco que contiene 500 cc del
en principio eficaz brebaje. Vuelve a colocar la pesada tapadera del aljibe y sube
con presteza a su vivienda sin utilizar el ascensor, pues quiere evitar por
todos los medios la generación de ruidos a esas altas horas de la madrugada.
Los efectos de la revolucionaria sustancia comenzaron a percibirse ya desde el miércoles y
prácticamente desaparecieron a partir del viernes. El hábil profesional de la
química conocía desde luego esta limitación temporal que la ingesta producía
sobre el cerebro, si dejaba de consumirse con regularidad. Precisamente el
nivel investigativo estaba centrado, desde hacía meses, en tratar de prolongar
la intensidad temporal esas consecuencias sin abusar de una toma continua que
podría producir efectos secundarios impredecibles. Desde luego no afectó por
igual a todos los vecinos, resultado lógico en función de los que sí habían
usado efectivamente el agua del grifo para beber y aquellos otros que la habían
tomado pero ya guisada con otros alimentos. También las variantes estuvieron
condicionadas por la diferente naturaleza y resistencia de cada cual ante la
ingesta del producto químico. Pero durante esos dos días de la semana, los
habitantes del bloque, de manera muy desigual, sintieron en sus cuerpos esa
revolucionaria sustancia, que el espíritu enojado de Ramiro había introducido,
como respuesta rencorosa, en la vida de sus inamistosos vecinos.
Muchos serían los ejemplos
a citar, pero entre todos ellos destacaron las “explosivas” desavenencias entre
dos “maduras” recatadas y amistosas señoras, doña
Jacinta y doña Aurora que, al echar ese ratito por la mañana, después
del desayuno, acabaron insultándose de ventana a ventana, a través del ojo de
patio, ante la expectación e incredulidad de gran parte de la vecindad. Todo
fue por una cuestión de critiqueo, en ropas y edades, en la que intervinieron
comentarios de terceras amigas. También don Zenón
(coronel retirado de la Benemérita), tras comunicarle Valeria
su mujer el por qué se había apuntado a una academia de baile a sus muchos años
(un amor irrefrenable por su apuesto y juvenil profesor) se fue de la casa
entre insultos a su cónyuge y dando un estruendoso portazo. Estuvo dos días sin
aparecer por su domicilio, pero ya con los “papeles” judiciales de su abogado
en la carpeta. A doña Serafina, numeraria del
Opus Dei y habitual de las sacristías , le dio una especie de síncope
cuando su hija Clara le dijo, sin pestañear,
que estaba saliendo con un sindicalista trotskista de la CNT y que estaban
planeando irse a vivir juntos. Y en otro de los pisos los
cuatro universitarios que lo habitan llegaron a las manos tras confesar
dos de ellos que estaban “liados” con las parejas de los otros dos compañeros
de hábitat. La pelea fue tan violenta que la policía nacional tuvo que
intervenir, pasando tres de los protagonistas
por urgencias antes de que todos ellos acabaran detenidos en la
comisaría del distrito.
Hubo otras muchas manifestaciones causadas por el
dinamismo del fármaco para forzar la sinceridad. Aunque sus “diabólicos efectos
fueron desapareciendo en poco más de 24 horas, las desestabilizadoras consecuencias en la armonía vecinal, durante el
período de su corta vigencia, provocó que en el bloque ya nada sería igual como
antes. De una u otra forma, la atmósfera relacional se había deteriorado, para
el regocijo egoísta y sin duda vengativo del afectado y dolido investigador,
harto ya de sufrir el maltrato psicológico de la intolerancia vecinal.
Cuando en una mañana del lunes Ramiro atravesaba el
portal de su bloque, para dirigirse al metro de la Gran Vía que le conducirá a
las instalaciones del laboratorio donde trabaja, abrió instintivamente el buzón
de correos correspondiente a su piso apartamento, comprobando que había una
carta a él dirigida. La misiva estaba remitida
por la Consejería Cultura de la Comunidad
Autónoma, departamento Concurso anual de relatos. Como en ese inicio de semana
se había levantado bien temprano, rasgó sin dudarlo el sobre, extrayendo una
cuartilla, con el membrete oficial de la Consejería.
“Estimado Sr. Coblán. Tengo el gusto de comunicarle
que el relato que nos ha remitido, escrito titulado: APENAS
VEINTICUATRO HORAS DE COHERENCIA, ENTRE PENSAMIENTO Y ACCIÓN, cumple
todos los requisitos del concurso/convocatoria, por lo que ha sido seleccionado
para optar a uno de los tres prestigiosos premios que anualmente concede esta
Consejería. Los relatos serán analizados y valorados por un comité de expertos,
de probada solvencia y con una titulación muy cualificada. Dicho comité
propondrá los tres mejores relatos que recibirán los premios económico
correspondientes y la publicación de los mismos, según consta en las bases de
la convocatoria. Salúdole cordialmente.
Director General de Cultura. Comunidad de Madrid”.
José L. Casado Toro (viernes, 10
Noviembre 2017)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra.
Sra. de la Victoria. Málaga
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