¿Dónde se halla la realidad de todas esas
apariencias que nos rodean por doquier y de las que formamos parte en nuestro
deambular cotidiano? Qué nivel de verosimilitud tiene todo aquello que,
consciente o subliminalmente, vemos o lo que se nos quiere hacer ver? Son
preguntas que nos podemos hacer durante esos espacios para la reflexión que tal
vez tengamos la suerte de reservar, en un mundo en que la servidumbre al reloj
marca la disponibilidad de los tiempos y la suerte de las voluntades. Realidad
o ficción, apariencia o verdad. Veamos una interesante historia inserta en este
contexto de luces y sombras.
Me desplazaba viajando en un autobús municipal de
transporte, con la intención de llegar a un espacio alejado del centro urbano,
cuando observé a un hombre modestamente vestido cuya edad, a tenor de sus
rasgos faciales, estaría rondando la sexta década de su existencia. Llevaba colgado
de su cuello un chapón, en el que había prendido con unas pinzas metálicas un
número indeterminado de décimos o participaciones de la lotería nacional, a
sortear en la cada vez más cercana Navidad. Se trataba de una de esas personas quienes tienen por costumbre
o hábito el expresarse con un tono elevado de voz. Así que pude enterarme sin
dificultad acerca de aquello que estaba contando, desde su asiento, a otro
hombre mayor que permanecía de pie, asido a una de las barras verticales de
seguridad que existen en este tipo de transporte público. Parecía interesante
todo aquello que este buen hombre le explicaba a su interlocutor, sobre las
peculiaridades de su trabajo.
“Le presto un buen servicio a la
administración de lotería que me surte de los billetes. Los décimos no vendidos
tengo que devolverlos, al menos con dos horas de adelanto, antes de que se
celebre el correspondiente sorteo. Si no cumplo este requisito del tiempo, no
se me devolvería el importe de los mismos. La venta de estos décimos me deja un
20 % de ganancia o ayuda, que paga el cliente por la compra de los mismos. Es
un porcentaje legal establecido por la Administración para la venta ambulante
de la lotería. Si te has fijado, ahora no nos obligan a llevar placa
identificativa, como parece que antes era un requisito, pero llevar estos décimos
ensartados en la solapa revela cómo nos estamos ganando la vida”.
Lo que me dejó más extrañado fue la frase final que
le dijo, al que parecía su amigo, antes de que éste se bajase en una de las
paradas.
“En realidad, Blas, a mi no me hace falta la ganancia de este porcentaje.
Este oficio lo hago (no a diario, por supuesto) por otros motivos que algún día
te contaré”.
Antes de bajarse del bus, este amigo del lotero se
despidió con un educado “hasta otro día, Julián”,
con lo que pude conocer el nombre de esta persona que desempeñaba la función de
vendedor “sin tener necesidad para ello”.
A las personas se nos despierta, en ocasiones, ese
comportamiento infantil de ejercer de detectives,
lúdica afición que probablemente muchos llevamos dentro. Así que cambié el
destino del “senderismo suburbano” mi
primer propósito y continué viajando en el bus, sin perder de vista la intriga
que representaba aquel curioso pasajero. Llegamos hasta la parada final de
trayecto con sólo tres pasajeros y el propio conductor. Además del lotero,
también se apeó una señora que visiblemente venía de comprar desde el centro de
la ciudad, a tenor por los paquetes y
bolsas que llevaba, indicando éstos su adquisición en afamados y siempre bien
concurridos establecimientos. Me dispuse a seguir, con la mayor discreción, a
ese hombre con sus décimos en la solapa, el cual caminaba sin poder evitar o
disimular una leve cojera que sufría en su pierna izquierda.
Tras caminar por un par de calles, el lotero giró
hacia una zona en la que predominaba el entorno natural. Viviendas
unifamiliares diseminadas, la mayoría de las mismas con sus patios y pequeñas
zonas de cultivo, Entró en una de esas casas encaladas de un blanco reluciente,
debido a un día soleado y térmicamente caluroso de otoño, tras atravesar un
amplio patio ajardinado por donde paseaban a sus anchas, con su andar
majestuoso, un número indeterminado de gallos y gallinas. Anejo a la vivienda
había un zona hortícola con cultivos de tomates, pimientos, zanahorias y una
gran parra rodeada de varios cítricos, como naranjos y limoneros. Escuché a
unos perros que ladraban ante la llegada del dueño probable propietario, aunque
estarían amarrados ya que, para mi fortuna, no hicieron acto de presencia.
Con todo este trajín, miré mi reloj que marcaba ya las
13:50. Verdaderamente había salido de casa un poco tarde, para una mañana
senderista, pero ciertamente el tiempo había avanzado con rapidez. Se acercaba
la hora del almuerzo y me preguntaba que hacía yo allí, en una zona ruralizada
del extrarradio, siguiendo a un señor que se ganaba la vida vendiendo lotería y
todo por esa frase misteriosa manifestada a su amigo de que “en realidad no necesito esta ganancia.
Algún día te contaré … por qué lo hago”, más o menos, así fueron las palabras
que escuché por mi proximidad a los dos veteranos viajeros.
Ya que había llegado hasta allí, me dije “y por qué
voy a desistir ahora de conocer lo que puede ser una interesante historia”.
Golpeé en la puerta, con los nudillos de la mano, ya que el envejecido timbre
colocado en un lateral no funcionaba. Me abrió una señora, entrada en kilos y
de parecida edad a la del hombre que había estado siguiendo. Pregunté por
Julián, pues no había olvidado ese nombre mencionado en el bus. “Ah sí, es mi hermano. No se quede en la puerta y pase”.
De inmediato y a viva voz, reclamó la presencia de este familiar. “Julián, aquí hay un amigo que te busca”. En poco
segundos tenía a este hombre ante mi. Ya se había desprovisto de los billetes
del sorteo, aunque mantenía la misma ropa que llevaba en el bus. Me observaba
con cara de curiosidad y extrañeza, aunque por su sonrisa inmediata entendí que
me había reconocido. “Vd. es uno de los viajeros
del autobús ¿Me he dejado algo en el asiento? Es que soy algo despistado”.
Pero al momento reflexionó. ¿Pero cómo ha dado Vd.
con mi domicilio? ¿Es Vd. policía?
“Bueno, ante todo quiero presentarme y disculparme,
por aparecer así en su casa. No, no soy policía. Iba en el bus que Vd.
utilizaba hace unos minutos y no pude por menos que escuchar parte de la
conversación que mantenía con un conocido o amigo. Le confieso que me dejó un
tanto intrigado la frase que pronunció, acerca de que ejercía el trabajo de
vendedor de lotería, pero que en realidad no le hacía falta. Entre mis
aficiones se encuentra la de escribir. Elaboro artículos, narraciones, alguna
entrevista, etc. Siempre que llega a mi conocimiento alguna historia, anécdota,
suceso, etc. me gusta profundizar en la noticia para después poder aplicar algo
de su contenido a esos relatos que construyo con bastante frecuencia. De ahí
que me animase a seguirle. Pretendía preguntarle (comprendo que la hora no es
la más oportuna para hacerlo) el por qué sigue ejerciendo ese trabajo, sin duda
abnegado, cuando no necesita de sus ganancias, pues creí entender que tenía la
vida resuelta en el aspecto económico. Efectivamente le he seguido, como si
fuera un detective, por lo que de nuevo quiero disculparme. Por supuesto, si acepta
hablar conmigo en otro momento, tendré mucho gusto en acudir a la cita y no
dude que le compraré un décimo de esa lotería que ofrece, día a día, por toda
la ciudad”.
Durante mi extensa explicación, Julián me miraba
con su rostro dominado por el asombro. Sin duda se estaba preguntando cómo un
desconocido lo había seguido hasta su domicilio, con el ánimo de preguntarle
por una frase pronunciada ante un amigo con el que dialogaba minutos antes. Por
un momento temí que la reacción del lotero fuese algo drástica y me mandase a
paseo. O igual podría pensar que mi intención no era exactamente aquélla que
acababa de razonarle. Su hermana, Felisa, no me
quitaba un ojo de encima y con cara de pocas amigas. Pasaron unos segundos (que
me parecieron años) y entonces el vendedor rompió su expectante y largo silencio.
“No, no tiene por qué preocuparse. Vds. los que escriben,
necesitan temas para llenar las cuartillas con sus historias. En realidad me lo
podría haber preguntado en el bus y tal vez yo se lo habría explicado,
sacándole de sus dudas. Aunque me parece un poco raro su comportamiento, creo
que su voluntad es buena. Son casi las dos y media. Es la hora de echar algo al
cuerpo. Si le parece, Felisa no va a tener problema de añadir un plato más a la
mesa, por lo que le invito a que coma con nosotros. Vd. me cuenta un poco de su
vida y después, cuando tomemos el café, yo le aclaro la frase que tanto le ha
motivado, narrándole una historia que es un poco larga pero, le aseguro,
interesante ¡Hermana, hoy me decías que ibas a preparar unas lentejas con
chorizo y morcilla. Vamos a disfrutarlas”.
Me sentía abrumado por la generosidad de estas dos
humildes y amables personas. No pude negarme a su hospitalidad, por lo que
compartí un suculento almuerzo, elaborado con la maestra habilidad de la cocina
tradicional. Me explicaron que en la bien surtida ensalada, todos sus vegetales
procedían del huerto que tenían junto a su casa. Eran productos caseros, al
igual que los huevos, la leche y algunas de las carnes que consumían. A la hora
del postre, Felisa trajo una saludable bandeja repleta de fruta. Las manzanas y
las naranjas también eran cultivos de “la casa”. Una nota simpática, en ese muy
agradable almuerzo, fue la entrada en el comedor de la casona de un par de
gallinas que pasearon cerca de la mesa con la mayor tranquilidad y parsimonia
en sus típicos andares. Curiosamente, ni el perro ni los dos gatos (bien
alimentados, dada su gordinflona anatomía) que dormitaban en uno de los
sillones, hicieron el más mínimo además para asustar a las dos aves que, tras
su “visita” dieron la vuelta y salieron atravesando la puerta por donde habían
entrado. Verdaderamente en esta casa, con esta forma de vida tan natural y
apacible, se estaba muy bien. Podría afirmar que me sentía feliz con la “osada”
decisión que había tomado allá en el bus. Nos sentamos pues a saborear el café
junto al hogar, cuyos leños aún estaban apagados. “Por la noche , en esta zona
entre colinas, suele hacer ya frío en esta época del otoño”.
“Mi historia es bastante larga, pero
voy a tratar de resumirla lo mejor que pueda. Como ya he comprobado que tiene
buena memoria, no tendrá que tomar nota alguna. Entonces ¡vamos a ello! Pertenecemos
a una acomodada familia, sin problemas para el sustento de cada día. Heredamos
de mis padres una serie locales, aparcamientos y algún piso, pues mi familia,
en una época de bonanza económica, supo invertir y bien. Pienso que con mucha valentía
e inteligencia. Los alquileres de todas esas propiedades nos proporcionaron (y
lo continúan haciendo) unas buenas rentas, pagadas lógicamente por sus usuarios.
Ha sido siempre un dinero fácil y seguro que nos llega cada mes. Tanto mi hogar
familiar como esas propiedades se hallan ubicadas en una provincia andaluza, no
lejos de Málaga. Allí nos codeamos con familias de “la buena sociedad” por
decirlo de la mejor forma. Somos muy apreciados, si preguntaras en los mejores
círculos sociales.
Pero (y aquí aparece el problema) esa
forma netamente rentista de vida te pone por delante mucho tiempo de ocio, excesivas
horas de no hacer nada y aburrirte, pues nunca he tenido la preocupación, como
la mayoría de las familias, por buscar un sustento con mi trabajo. Esa
pasividad, esa falta de motivación, ese ir acumulando capital tras capital en
los bancos, ese levantarme por la mañana sin saber qué hacer… acabó por
afectarme gravemente en lo psíquico. Desmotivación, aislamiento, depresiones a “mantas”,
toma de pastillas y mil brebajes… tabaco y alcohol… todo un círculo vicioso que
los médicos no sabían cómo parar. A ello ello se unió un importante accidente
de moto, con secuelas de movilidad que todavía mantengo.
Esta “ingrata” situación la estuve
padeciendo hasta que tuve la inmensa suerte de encontrarme con un médico joven
y de ideas innovadoras. Uno de esos especialistas a los que llaman
naturalistas. Le expliqué bien toda mi situación (tanta medicación me estaba
destruyendo el cuerpo) y, tras estudiar detenidamente el caso, me propuso una
aventura que, según su experiencia y conocimientos, podría ayudarme.
La terapia básicamente consistía en
que tenía que cambiar de manera drástica mi forma de vida. Y tenía que hacerlo
habiendo superado ya los sesenta, en la edad. Estudiamos varias posibilidades y
vimos una que podría ponerme en contacto con la gente, abrirme sanamente hacia
los demás, saliendo de ese círculo “elitista” en el que siempre me había movido. Era muy
arriesgada, en lo social, por lo que me desaconsejaba llevarla a cabo en mi
ciudad natal. Allí sería, seguro, muy malinterpretada. Me dijo el Dr. Caprial “Por qué no `pruebas a ejercer de
vendedor ambulante, por ejemplo, lotería? Podrías dedicar a esta honrada actividad
una semana o más días cada mes. Creo que te ayudaría a acercarte a ese mundo de
la llaneza del que te has alejado por tu “estabilidad y acomodación
sociológica”.
Entonces aproveché la generosidad de
mi única hermana que, desde su matrimonio, reside en Málaga. Su forma de vida,
siempre ha sido bien diferente a la mía. Su marido, ya fallecido, era un
honrado y laborioso agricultor. Felisa ahora ya no posee todas las tierras que
llegó a disponer hace años, pero aún tiene sus huertos y pequeña ganadería.
Vengo a Málaga cada mes, acogiéndome a su desinteresada y generosa hospitalidad,
durante un par de semanas. Y ejerzo de vendedor de lotería, pues aquí nadie
conoce mi verdadera identidad. Este trabajo o experiencia me reporta, te lo
aseguro muy saludables ventajas. La más importante, entre todas, es que mis
viajes a la farmacia se han reducido al mínimo. Entablo buenas amistades con
gente sencilla, recorro barrios, calle y plazas, analizando y aprendiendo de la
reacción que me deparan las personas, con sus metas y proyectos, junto a esas
cargas o problemas que también nublan nuestros horizontes, entablando el
diálogo y sintiéndome útil. A unos les doy ilusión y premios. También facilito
el trabajo de la administración de lotería y ayudo a que Hacienda tenga fondos
con que pagar tantas pensiones y proyectos”.
Nuestra conversación se extendió hasta cerca de las
cinco de la tarde. Agradecí a los dos hermanos la hospitalidad y comprensión
que me habían deparado. Antes de despedirme, les prometí enviarles el borrador
escrito de esta historia que obviamente saldría a la luz, con nombres supuestos
y con algún que otro añadido que ayudaría a enriquecer el relato. Felisa, la
buena señora, me preparó en una cajita una docena de huevos para que los
llevara a casa, garantizándose lo bien que comían sus gallinas.
Tomé el bus de vuelta con destino al centro de la
ciudad. Mientras viajaba en uno de sus asientos, repasé el número del décimo de
lotería que había comprado a Julián, cifra cuyos dos últimos dígitos terminaban
en 72, número que me recordó otra curiosa historia en la memoria. Me preguntaba, estando ya muy cerca de mi parada, si todo lo
que me había confiado el muy peculiar lotero, respondía a la verdad. Probablemente
no sería así, pues nuestras vidas tienen pinceladas de ficción y otras también
que reflejan la realidad. Igual ocurre en la elaboración de los relatos, donde la
dialéctica entre lo irreal y la realidad enriquecen una muy fructífera y
ejemplar construcción literaria.-
José L. Casado Toro (viernes, 27
Octubre 2017)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra.
Sra. de la Victoria. Málaga
jlcasadot@yahoo.es