Al igual que otros muchos integrantes de la
ciudadanía, suelo utilizar de manera regular determinados o específicos
itinerarios en mis frecuentes desplazamientos a través de la ciudad donde
resido. Esas líneas de movilidad, tanto con el uso del versátil transporte
público, como realizando los desplazamientos a pie (lo cual resulta un hábito más
que saludable) se tornan un tanto repetitivas y rutinarias, atendiendo a muy
diversos factores y comportamientos. ¿Qué nos impulsa
a utilizar con frecuencia casi los mismos itinerarios? No existe, desde
luego una única causa. Puede ser la ubicación respectiva de los puntos de
origen y destino, en nuestras necesidades cotidianas; la rentabilidad en el uso de aquellas distancias más cortas, considerando
el espacio y el tiempo aplicado a su recorrido; la existencia, en esas
trayectorias, de zonas y puntos agradables e interesantes, tanto para la
necesidad inmediata como para el estado anímico personal (jardines, monumentos,
zonas diáfanas, barrios antiguos, zonas comerciales, instituciones
administrativas, etc). Finalmente habría que añadir ese algo psicológico o
íntimo, en el automatismo que nos hace priorizar determinadas “caminos” sobre
otros, sin que tengamos claro las causas específicas o motivaciones que nos
inducen a escoger unas determinadas calles sobre otras, en nuestro vivencial
recorrido del multicolor “tejido o laberinto” urbano.
Existe, sin embargo, una atractiva arteria urbana
que soporta un denso y diario tránsito peatonal. Es aquella que comunica el testimonial
romanticismo de la Málaga antigua, nucleado en torno a la preciosa Plaza de la Merced, con el acceso a la rica muestra
botánica del Parque malacitano, atravesado éste por la principal vía de
comunicación Este/Oeste, en el centro de la ciudad paralela al mar. Esta
atractiva vía peatonal, denominada calle ALCAZABILLA,
se halla guarnecida de importantes monumentos para el recuerdo de nuestra
historia y el interés del numeroso y cosmopolita trasiego turístico: ahí se
encuentran los restos del Teatro Romano, la
fortaleza musulmana de la Alcazaba, el monumental
edificio neoclásico del Museo de Málaga (antigua
Aduana), las edificaciones del Museo Picasso
(antiguo Palacio de los conde de Buenavista) y, a muy escasos pasos, el magno y
emblemático templo católico de la Catedral malacitana,
con esa mezcla cultural de estilos artísticos (renacentista y barroco, por las
fechas dilatadas de su construcción). A muy escasos metros de esta popular calle,
se halla también el edificio donde nació y vivió su infancia el genial artista
de los pinceles Pablo R. Picasso. Este atractivo
y visitado entorno monumental se ve completado por numerosos establecimientos dedicados a la
restauración, destacando entre todos ellos las famosas bodegas El Pimpi, además de dos importantes sedes de cofradías
de la Semana Santa: Estudiantes y Sepulcro. Tampoco hay que olvidar, en el centro de
esta cosmopolita vía, la importante presencia cultural del Cine Albéniz, una de aquellas tradicionales salas para
la exhibición cinematográfica que aún permanecen en la Málaga antigua. Sus
cuatro pantallas ofrecen al espectador películas en versión original
subtitulada, no sometidas, en su inmensa mayoría, a la poderosa maquinaria comercial
de la industria de Hollywood.
Además de toda esta amplia riqueza, para la cultura
y la economía turística de la ciudad, la famosísima calle Alcazabilla goza de
un elemento acústico añadido, de inestimable valor para todos aquellos que
tienen la suerte de caminar por su entorno. Efectivamente, nuestro paseo por la
zona se ve acompañado con los acordes musicales que interpretan numerosos “juglares” callejeros que, sin molestarnos con
insistentes peticiones de ayuda económica, utilizan la guitarra, el acordeón, algún
instrumental de viento, como el saxofón o la gaita, junto al maravilloso y celestial
instrumento circular de percusión, denominado hang, regalándonos esas notas
amables, romántica, sugestivas, que nutren con su sutil alimento nuestra alma e
imaginación. Es admirable la labor que realizan estos cantautores
urbanos, desde la llegada esperanzada del alba hasta la despedida adormecida
del atardecer.
Son numerosos los incentivos que me hacen optar por
esta calle, sobre otras, en mis numerosos desplazamientos hacia el teatro Cervantes o la zona
universitaria del Ejido. Cuando paso por delante de estos generosos y
esforzados músicos, que tanto alegran el espíritu de los viandantes, suelo
aminorar el paso a fin de deleitarme con el recuerdo de esas canciones que
ellos interpretan y construyen con su modestísimo atalaje instrumental, con esa
solidaria voluntad de compartir el fresco aroma de un pentagrama lleno de
historia y ensueño. Al igual que hacen otros peatones, suelo dejar algunas
monedas en su platillo necesitado, gesto que los artistas agradecen con la bondad
de su sonrisa o con la corrección educada en sus palabras.
Nunca me había “atrevido” a entablar conversación
alguna con estos artesanos de la música. Pero en aquel luminoso día de
Primavera algo me impulsó a ralentizar la errónea servidumbre del reloj,
sintiéndome animado para escuchar con tranquilidad la romántica melodía que uno
de esos músicos callejeros estaba interpretando, ayudándose por una “muy usada”
guitarra. Hacía ya un buen rato que habían sonado las campanas del mediodía y
el calor apretaba, con esa cálida temperatura que anunciaba la inminente llegada
de la estación estival. Tenía ante mi a un hombre al que suponía alrededor de
la treintena en su edad, vestido con un “andamiaje” textil en extremo
alegremente bohemio. Su limpieza era bastante descuidada, a poco que observaras
el estado de sus cabellos, manos y pies. Pero la mirada de sus ojos azules,
junto a la sonrisa de un rostro agradeciendo esas monedas que dejé en el
platillo, transmitía una atrayente bondad. Por uno de esos impulsos, que
difícilmente descubrimos en el misterio de nuestro interior, le dije una breve
frase que él entendió perfectamente, a pesar de su nacionalidad americana que
unos minutos después llegué a conocer ¿Te apetece
compartir una cerveza? Buscamos un popular “chiringuito” cercano (no
podía ser otro que las emblemáticas bodegas El Pimpi) donde, próximo a esos
jardincillos que flanquean los muros del Picasso, estábamos él y yo, junto a
dos apetecibles y frescas jarritas de cerveza (que pronto hubo que volver a
rellenar) y un pequeño cubilete con ocho aceitunas, generosidad de la casa. Al
final acabamos tapeando, pues habían “dado” las campanadas del almuerzo.
Seguro que unos y otros nos hemos preguntado, en
más de una ocasión, acerca de estas personas que parece ser tienen su forma de
vida en un lateral de la calle, en esas aceras o zonas peatonales. Allí se
cobijan con su instrumental, a veces también con su mascota de compañía y siempre
detrás de ese platillo o la propia funda de sus guitarras, donde los viandantes
agradecen y valoran con unas débiles monedas esa petición de ayuda económica
realizada a través de un modesto cartel. Es otra forma de decir, sin el grito
estentóreo o la persistencia reiterativa ¡ayúdame!
Ellos piden a través de sus canciones que muchas veces resultan difuminadas en la
acústica ambiental por esa otra contaminación de las prisas, el jolgorio o las
conversaciones más o menos intrascendentes.
Era una oportunidad única y saludablemente
enriquecedora para poder practicar ese “saber
escuchar” que repetidas veces proclamamos entre nuestros principios,
desde esa convincente teoría cuya aplicación tan difícil se nos hace por la
omnipresencia patológica de ese ego que nos domina y subyuga en las horas y los
días. Disfruté con la multitud de sus palabras que, de forma manifiesta, mi
interlocutor gustaba transmitir. Andrew es un
ciudadano norteamericano nacido en el Estado de New Jersey, aunque ahora trabaja
en la costa oeste californiana, en una importante empresa de seguros e inversiones. ¡Quién me
lo iba a decir! Persona educadamente locuaz, con un castellano bastante bueno,
aunque a veces intercalaba frases e incluso palabras en inglés, “lapsus” que yo
divertidamente agradecía. Siempre es bueno practicar con este universal idioma,
hoy tan básico para la universalidad comunicativa.
“Observo, amigo español, tu rostro
dominado por el asombro. No te faltarán las preguntas. Poco a poco,
pacientemente, te las explicaré. Sí, me
defiendo bien con el castellano o español, como digáis. La segunda mujer de my
father, que continúa siendo un gran aventurero de la vida sentimental, era de
tu nacionalidad. A través de ella aprendí lo básico de una gran lengua. Pero lo
que más te costará aceptar es ¿qué hace un profesional de los seguros e
inversiones tocando la guitarra en esta abarrotada calle, esperando la
generosidad monetaria de los transeúntes? Y , por supuesto, con esta facha… Es
muy cómoda y en realidad no me sienta tan mal ¿verdad?
Amigo, esto que me ves haciendo, es
una terapia. Esto no te lo esperabas, tampoco… Trabajo de manera muy intensa y
estresante durante gran parte del año. Aunque te resulte difícil creerlo, hay
días en los que mis obligaciones me llevan más de 10-12 horas de dedicación. El
mundo financiero, vinculado al de los grandes consorcios de seguros, exige una
dedicación de tal calibre, que acaba minando tu resistencia. Y así un año tras
otro. A pesar de mis treinta y siete, mi cuerpo y la mente cada día estaban
peor. La primera medida es ir al psiquiatra. Allí, en los EE UU, es una ayuda
médica más o menos como aquí consideráis el facultativo de “familia” o
“cabecera”. Te someten a una ingesta de barbitúricos y vuelta a empezar”.
El amigo Andrew iba ya por su tercera jarra de
espumosa cerveza. Pronto llegó a nuestra mesa una sin par ensalada malagueña,
en compañía de otra bandeja de surtidos ligeritos y un plato con puntillitas y
boquerones fritos muy calentitos, como tiene que saborearse el buen pescado. Andrew
daba buena cuenta del “material” atendiendo a las peticiones “prosaicas” de su
estómago. Todo resultaba en sumo apetecible: los platos, para el alimento del
cuerpo; la romántica templanza primaveral, para nutrir los espíritus y ese
ánimo desorientado; junto a ello, la grata e interesante narración de un peculiar
personaje, para distraer y nutrir la documentación “sociológica”.
“Hace unos meses me recomendaron a un
especialista con nuevos métodos para la recuperación de las personas en un estado
de intenso agobio laboral. Profesional titulado en psiquiatría, pero que ha
evolucionado hacia una medicina “alternativa” con respecto a la que es aplicada
en los círculos clínicos más tradicionales. Me recomendó que, al menos durante
un mes al año, afrontara esta arriesgada y curiosa experiencia: la aplicación
de una doble vida a mi existencia. El hecho de estar divorciado facilitó
bastante el cambio que iba a desarrollar en el mes y medio de vacaciones que
puedo tomarme anualmente. En fases de mi juventud formé parte de algunos grupos
musicales, lo que me facilita el dominio de la guitarra y su arte. Curiosamente,
mi música favorita era el folk. Siempre quise ser un cantautor o recitador de
canciones con contenido, con mensajes que difundan valores, sensaciones y
experiencias, para este mundo alocado, enfermo y desquiciado que nos empeñamos
en construir.
Un primer objetivo era conocer
España. Estuve aquí, en tu país, un par de veces con mis padres, pero entonces
era un boy “aprendiz” de adolescente. Ahora he vuelto. Básicamente, con lo
puesto. Tenía que experimentar la dura vivencia bohemia, como tantos otros que
casi nada material poseen para la subsistencia. Vengo sin dinero, sólo con el
billete de vuelta en mi mochila. Tengo que comer de lo que me dan por mis
canciones. Duermo donde puedo: bajo las estrellas o en esos bancos de la calle,
sobre un buen cartón. El espléndido clima del que gozáis, ayuda a esa vivencia
cuyo hogar es la calle y sus gentes. Hay centros de transeúntes o de acogida,
donde me puedo dar una buena ducha, de vez en cuando, aunque el concepto de la
suciedad hay que ubicarlo en el libro de las experiencias y los “valores”.
Sí, es una pequeña o gran locura, con
fecha expresa de caducidad. Pero que me permite conocer, con profunda empatía,
ese otro mundo que es tan diferente al que diariamente protagonizo, en esa
burbuja de hipervalorar el Olimpo cósmico de lo material, con unos valores que
son en sumo discutibles. Y en eso estoy. No sé donde dormiré o comeré mañana.
Pero es bueno vivir ese otro mundo, muy diferente al que te estresa y agobia durante
cada una de las jornadas”.
Nos hicimos unas fotos y nos intercambiamos unas
direcciones electrónicas, tal vez con la realista convicción de que no iban a
ser utilizadas. Igual nos inventamos los datos. Pero la escenificación resultó
bastante atractiva. Aunque volví a pasear por la calle Alcazabilla, unos días
después, no volví a encontrar al amigo Andrew, entonando esas canciones en
inglés que tan bien sonaban para alegrar nuestros semblantes en las tardes.
Sólo una semana después, al pasar por
delante de la estación de ferrocarriles, volví a encontrar al “paciente
americano” sentado ante un pilar exterior del magno centro intercambiador para
la movilidad viajera. Ahora no tocaba su guitarra. Le vi en extremo serio y
desaliñado. Tenía ante sí un trozo de cartón, junto a una canastilla con
algunas monedas. El texto escrito en el cartel sólo contenía dos palabras, en
bilingüe. “Tengo hambre. I am hungry”.
Perfectamente entendí en sus ojos el mensaje que me transmitía. No deseaba
hablar. ¿Cuánto habría de verdad en toda su historia? ¿Sería ese su verdadero
nombre? Continué mi camino. Nunca más he vuelto a tener noticia alguna de este extraño
personaje, al que no le agradaba su rutinaria forma de vivir.-
José L. Casado Toro (viernes, 2 de
Junio 2017)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra.
Sra. de la Victoria. Málaga
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