Entre los numerosos elementos que conforman las
edificaciones arquitectónicas, en el paisaje urbano y rural, hay uno que para
muchos ofrece especial significación, tanto por su manifiesta utilidad como por
la imagen romántica que su realidad representa. La
construcción de un puente se justifica, de manera básica, para permitir la
comunicación entre las dos orillas que delimitan una, más o menos importante, masa
hídrica. Pero también, ríos, lagos, estrechos, rías, bahías, valles y
carreteras, ven facilitado el paso peatonal, automovilístico o incluso
ferroviario de los trenes y viajeros, gracias a estas estructuras de piedra,
hierro y cemento, enriquecidas constructivamente por el voluntarismo, la necesidad
y la imaginación de todos aquéllos que han contribuido a su positiva y gozosa realidad.
Como en tantos otros aspectos de nuestra existencia, es necesario equilibrar en
la edificación de estas atrevidas estructuras el contenido y la forma, la
belleza y la utilidad. Por supuesto, resulta obvio manifestarlo, también su imprescindible
seguridad.
La geografía monumental de los puentes es muy
amplia tanto en el tiempo, como en su muy rica y bella diversidad espacial. Si
a continuación citamos algunos incuestionables modelos de estas estructuras de
la geografía universal, no se quiere con ello desmerecer o eclipsar aquellas
otras que, en justicia, podrían ocupar un admirado puesto en tan constructiva
galería. The Tower Bridge (el puente de la
Torre) sobre el r ío Támesis en Londres; el Golden Gate,
en San Francisco, California; el Ponte Vecchio,
en Florencia, sobre el Arno; el Puente Romano de
Mérida, sobre el río Guadiana en Badajoz; el de Alcántara,
sobre el Tajo, en Cáceres; el de Zubizuri, en
Bilbao; el puente romano de Córdoba, sobre el
Guadalquivir; el puente de Triana o Isabel II,
en Sevilla o el Nuevo Puente de Ronda, sobre el
Guadalevín, son algunos estupendos ejemplos de la imaginación, diseño y
eficacia constructiva de sus arquitectos, para el buen uso de la ciudadanía en
su tránsito diario. En muchos de ellos vemos aparecer hoy la romántica
costumbre, puesta en uso por los turistas o los naturales del lugar, de colocar
esos románticos candados decorados con mensajes
de amor y fidelidad “imperecederos”.
Pero hay otra imagen que también podría estar
aparejada en la memoria a estas estructuras facilitadoras del tráfico viajero.
Desde la infancia siempre me impresionó observar esa penosa imagen social de algunas
personas cobijándose o incluso viviendo debajo de un
puente, por razones de extrema necesidad, que aparecían en las páginas
de los tebeos, la prensa y, obviamente, en la propia realidad ciudadana. Al
igual que hoy podemos observar, junto a los cajeros de muchas entidades
bancarias, en los andenes de los metros suburbanos o bajo los soportales y
galerías de algunas plazas porticadas, vemos a personas indigentes que se
resguardan del frío de la noche, de los intensos aguaceros o de la templanza
tórrida del sol, apenas con algunos cartones, mantas o mochilas, en sus
improvisadas y muy peculiares “viviendas”.
Efectivamente, una muy extrema situación carencial,
dominada por la pobreza, mueve a muchas familias o personas solitarias a buscar
acomodo temporal en esos inadecuados lugares para su protección física o
descanso puntual. Cierto es que algunos de estos personajes, sumidos en la marginación
de sus vidas, rechazan la oferta de puntos de acogida institucional ofrecidos
por miembros de la seguridad ciudadana. Pero el simple hecho de que por sus
desafortunadas biografías tengan que llegar a tan extrema y dramática situación
debe mover a la solidaridad de las conciencias, gubernativas, asistenciales,
públicas y privadas, sociales e individuales, a fin de reflexionar y poner
remedio a tan lacerante injusticia social. Aún hoy, cuando transitamos por los
aledaños de un puente, la memoria social nos hace mirar esos vanos que las
arcadas van dejando bajo la pasarela transitable. ¿Podemos encontrar allí a
personas resguardándose? Vayamos, pues, a una de estas historias, enmarcadas en
tan inadecuado y lamentable contexto para el sonrojo.
Santos y Claudia forman un matrimonio joven
de origen ecuatoriano, que lleva residiendo en España desde hace nueve años.
Tienen dos hijos, Beli y Lito, de cinco y dos años de edad respectivamente. Tras
el desempeño de diversos trabajos (construcción, reponedor, limpiador de
cristales, reparto de publicidad) todos ellos en régimen de temporalidad y
subcontratas, Santos Calzada se inscribió en un curso de dos meses, promovido
por el INEM, para optar a una titulación de auxiliar como vigilante de seguridad. Logró superarlo, no sin un
gran esfuerzo, pues a este hombre nunca se le dio bien el mundo de las letras y
los libros. Sin embargo, su capacidad y preparación física le facilitó el poder
superar los niveles exigidos, compensando sus limitaciones en el temario y ejercicios
teóricos. Para su suerte, pronto logró entrar en una prestigiosa compañía de
seguridad privada, donde ha estado trabajando durante los últimos cinco años. Esta
estabilidad laboral le animó a firmar una hipoteca
bancaria, a fin de acceder a la propiedad de una vivienda de segunda
mano, situada en una barriada obrera de la zona noroccidental de la ciudad.
Un infortunado e inesperado hecho ha venido a
enturbiar esta esperanzadora situación, para una familia humilde y
voluntariosa. En la noche de un sábado de enero.
Santos fue encomendado para vigilar las instalaciones de un almacén de
productos informáticos y material electrónico, ubicado en uno de los polígonos
industriales de la capital. En esta oportunidad, su horario de trabajo era
desde las 10 de la noche hasta las ocho de la mañana, ya del domingo. Este
función habría de desempeñarla tres veces durante la semana, en los meses
siguientes. Pero la esquiva suerte quiso que, en la madrugada de un viernes, el
pequeño Lito sufriese un fuerte proceso febril de garganta, que obligó a sus
padres a estar muchas horas en los servicios de pediatría del materno. Al día
siguiente, Santos inició su trabajo a la hora fijada, aunque llevaba sin
dormir, por estas circunstancias familiares, casi veinticuatro horas. Ello
provocó que, a pesar de llevar consigo un buen termo de café, le venciera el
cansancio quedándose dormido a las pocas horas de iniciar su turno de
vigilancia. Y esa irresponsabilidad coincidió con un acto delictivo, perpetrado
por una banda profesional, que desvalijó la bien provista nave, que el
vigilante guardaba, en apenas una hora
de “trabajo”.
Cuando Santos se despertó, a eso de las seis y
treinta, vio con desconsuelo como las dependencia del almacén habían sido
“limpiamente aseadas” de valiosos productos electrónicos. La alarma de
seguridad había sido también convenientemente desactivada y varias cerraduras quedaron
forzadas por manos expertas para la delincuencia. La actitud de estos rateros
estaba bien planificada, pues el sueño del vigilante fue intensificado por un
gas limitador de la voluntad, que producía un intensísimo adormecimiento. En su
caseta de vigilancia tenía a mano un botón de alarma, conectado con las fuerzas
de seguridad, que nada más pulsarlo habría dinamizado la movilidad de la
policía. Pero la evidencia era que se había quedado dormido, mucho antes que
ese gas limitador intensificara los efectos del cansancio en su cuerpo.
La investigación subsiguiente comprobó todos estos
hechos y tras un juicio de faltas, este infortunado trabajador fue despedido
por irresponsabilidad laboral, con una mínima indemnización por los cinco años
de trabajo en la empresa. Si ya este hecho era de suma gravedad, para el futuro
profesional lo era aún más esa mancha en su hoja de servicios, a fin de poder
optar a un nuevo puesto en otras de las empresas del ramo. Lo intentó de una y
otra forma, pero en todas ellas recibía el no como respuesta. Su hoja de
servicios difícilmente podría avalarle a fin de poder conseguir otro puesto de
trabajo en el mismo sector de seguridad. El valor de
lo robado había superado los dos millones de euros.
Pronto comenzaron a llegar los agobios y dificultades económicas a esta familia. Las
estrecheces en la alimentación y en la compra de vestuario eran manifiestas.
Sin embargo lo que más preocupaba a Santos y a Claudia era esa “letra” o factura hipotecaria que cada primero de mes iba
llegando, “comiéndose” de manera voraz los escasos ahorros de que disponían. Y
a la acumulación de las obligaciones impagadas se unió como respuesta los
requerimientos de la entidad bancaria con la que se había firmado la deuda. A
los seis meses de retraso, las autoridades del banco pusieron en manos del
juzgado la persistente situación de morosidad que afectaba a su cliente. En ese
medio año de paro laboral, Santos sólo había conseguido trabajar algunos días
sueltos como peón de albañil en trabajos de “chapuzas” domiciliarias, todo ello
a cambio de una pobre compensación monetaria en dinero “negro”. Y esas muy
escasas entradas de capital en la casa apenas servían para responder a las
necesidades alimenticias más urgentes. La situación se tornó insostenible, pues
a la morosidad hipotecaria se unió la gravedad del corte de suministro
eléctrico por impago del mismo.
Algunos vecinos querían ayudarles, pero se trataba
de un barrio obrero con una alta tasa de paro y con brotes continuos de
violencia y actividades delictivas. Algo de comer conseguían en la casa
parroquial. También acudieron a entidades sociales de ayuda a familias y
personas marginadas. Pero, en un contexto de profunda crisis económica, estas
organizaciones se veían desbordadas ante todas las peticiones que les llegaban,
en el día a día, por las necesidades para poder subsistir.
Fue extremadamente duro el contenido de aquella
carta judicial, certificada y con acuse de recibo, que Claudia abrió en una desgraciada
mañana. En ella se daba conocimiento a sus destinatarios de la orden ejecutiva
judicial para el desahucio del piso hipotecado,
que tendría lugar dos semanas más tarde. A pesar del apoyo de alguna
organización de ayuda al emigrante y de las idas y venidas a la concejalía del
barrio, para el departamento de servicios sociales, la fecha para el abandono del
pisito que les albergaba se iba acercando, para angustia y desesperación de una
muy modesta familia cuya suerte se les había vuelto totalmente de cara.
La mañana del lunes, en que dos miembros de la
policía local, un representante del juzgado y varios operarios contratados por
la entidad bancaria se personaron en el domicilio, representó un trago muy
amargo para esta muy humilde familia. Los críos aún estaban en sus últimos días
del curso escolar y guardería municipal, respectivamente. Gracias a la bondad
de un chatarrero vecino, pudieron llevar sus muebles a una nave, no muy lejana,
en la cual se les permitió un pequeño espacio para que dejaran sus enseres. La
situación era insostenible, pues no tenían a dónde ir ni tampoco dónde
cobijarse. Hubo algunas protestas vecinales, pero pronto llegó un par de
vehículos de la policía, temiendo un previsible altercado. Otra vecina amiga se
ofreció a que comieran y cenaran en su casa durante ese muy amargo día. Sin
embargo Santos había hablado con Claudia, en los días previos, acerca de una
idea que tenía en mente, a fin de denunciar socialmente tan lacerante situación
por la que estaban pasando.
Aquella misma tarde, Santos pidió ayuda a Tomás,
vecino del tercero B, el cual se ganaba la vida haciendo pequeños transportes
en un viejo y recompuesto motocarro, que siempre se caracterizó por prestar muy
buenos servicios. Los dos amigos se desplazaron a la nave de Eusebio, el
chatarrero, pudiendo recoger allí alguno de los básicos enseres almacenados: el
colchón, tres sillas y una pequeña mesa playera. En una de las maletas, guardó
alguna ropa y zapatos. El tiempo meteorológico acompañaba, pues había comenzado el verano, haciendo por consiguiente innecesario
llevar demasiada ropa de abrigo. A todo ello unió una modesta nevera de playa,
donde guardó platos, cucharas, tenedores, cuchillos y cuatro vasos. Con este
básico mobiliario, le indicó a Tomás cuál iba a ser su destino: se dirigirían hacia el río que cruza la ciudad. En
el mismo había elegido uno de sus puentes, bajo el cual pensaba instalar su pequeña vivienda de emergencia. Estaban
en la estación estival, por lo que no habría riesgo de grandes lluvias. Su
amigo le aconsejó que pensara dos veces lo que iba a hacer, pues consideraba todo aquello como un gesto
de desesperada locura.
A pesar de sus consejos, Santos insistió en su
decisión. Llegaron al punto convenido y allí descargaron estos enseres,
volviendo Tomás para recoger a Claudia y los niños, a los que llevó al
improvisado “hogar” situado en una pequeña plataforma que sustentaba uno de los
grandes pilares del puente. La familia Calzada pasó allí la noche. Afortunadamente,
la temperatura era bastante templada.
En la mañana siguiente, muchas personas que pasaban
se detenían desde las dos orillas del río, con el cauce prácticamente seco, observando
y comentando tan peculiar y conmovida escena para las conciencias. Pronto
llegaron profesionales de la prensa,
pertenecientes a distintos medios de la información escrita y hablada, así como
diversas televisiones que consideraban un filón informativo enorme, para la venta de sus reportajes, la historia
de una humilde familia desahuciada de su vivienda, que había tenido que buscar
acomodo bajo la protección de uno de los puentes que articulan la ciudad. Se
realizaron numerosas entrevistas, con fotos y editoriales, junto a grabaciones con testimonios de los
dirigentes de la entidad bancaria que se había quedado con la vivienda, de la concejala
de asuntos sociales del Ayuntamiento y de muchas agrupaciones políticas,
sindicatos, organizaciones diversas de naturaleza laica y eclesiásticas, etc.
Unos y otros querían aportar sus puntos de vista, ante la situación extrema que
soportaba una joven familia viviendo bajo un puente.
Curiosa o prudentemente, la policía solo intervino para conocer y analizar la
situación de los niños pequeños que, esa misma tarde, fueron recogidos,
atendidos y tutelados por orden judicial, en un centro de acogida dependiente
de la Junta Regional Administrativa.
Pasaron tres días y sus noches, con esa estancia
denuncia bajo un puente por parte de esta familia sin hogar, todo ello sometido
a un eco mediático que, al avance de las horas, se iba tornando más crítico, en
sus editoriales, reportajes y fotos para el testimonio. Lo más significativo es
que nadie, institucionalmente hablando, hacía “algo” ante esta patética
situación, salvo la atención prestada a Beli y a Lito, los dos hijos del
matrimonio. Y ya en el viernes, al mediodía, tuvo lugar una significativa y
tensa reunión entre el Ilmo. Sr. Alcalde de la ciudad y la Concejala responsable
de Acción Social. Conozcamos lo esencial de la conversación que mantuvieron los
dos políticos.
“Lantrada, voy a serte muy explícito
hablando con puntual claridad: a esta situación hay que ponerle fin. Y de
manera urgente, fulminante. Dentro de dos semanas comienza la campaña para las
municipales. Y esto puede ser un golpe muy duro para nuestras expectativas de
voto, con el mayor gozo de la oposición, que anda frotándose las manos con el
espectáculo que estamos dando en la prensa y ante la propia ciudadanía. Unas y
otras instituciones se “lavan” las manos ante este escabroso asunto y todos
acaban señalándome. Soy el Alcalde de la ciudad y me tengo que comer el marrón,
con más o menos justicia o responsabilidad. Así que vamos a tomar una decisión
que saque a esta pareja del escenario bajo el puente. Aunque nos cueste “los
cuartos”. Para eso también está … el dinero del contribuyente”.
La maquinaria de la eficacia se puso en marcha. Desde la Concejalía de
limpieza, Parques y Jardines se concedió a Santos, con carácter urgente ese
mismo viernes por la tarde, un puesto laboral eventual en el equipo de trabajadores de la limpieza y recogida de
residuos urbanos, con la misión de ir sustituyendo las bajas puntuales que se
fueran produciendo entre los miembros de la plantilla. Por su parte la
Concejalía de acción Social contrató una habitación, con derecho a baño y
cocina, para que fuera usada por esta familia, durante los seis meses
siguientes. Santos sólo pagaría un 20 % del coste mensual (225 euros) por esa
habitación. Tras todos estos movimientos, el domingo al medio día, esta familia
abandonó la plataforma que ocupaba junto al cauce seco del río, trasladando sus
enseres, con la ayuda del motocarro de Tomás, a su nuevo cobijo temporal. Previamente
acudieron al centro asistencial infantil para recoger, con inmensa alegría, a
Beli y a Lito. La misma tarde del domingo, los servicios operativos municipales
“vallaron” convenientemente ese espacio testimonial que una familia ecuatoriana
había ocupado durante las seis últimas noches.
Art. 47 de la Constitución
española 1978:
Todos los
españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada. Los
poderes públicos promoverán las condiciones necesarias y establecerán las
normas pertinentes para hacer efectivo este derecho, regulando la utilización
del suelo de acuerdo con el interés general para impedir las especulaciones. La
comunidad participará en las plusvalías que genere la acción urbanística de los
entes públicos.
José L. Casado Toro (viernes, 30 de
Junio 2017)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra.
Sra. de la Victoria. Málaga