Ayudados por la potencialidad de nuestra memoria, podemos
echar una mirada a la España de aquellos lejanos años sesenta, en la centuria
precedente. Cuesta cierto trabajo imaginarse una Nación (u otro país de
estructuras sociológicas similares) sin la presencia continua de la maquinaria
informática, el asombroso e infinito avance electrónico y la globalizada influencia
mediática, elementos tecnológicos que hoy sustentan, con sus muy poderosos
resortes, los fundamentos operativos de nuestra existencia.
Efectivamente la forma de vida, en aquellos pretéritos años del
siglo XX, era muy diferente a la que hoy protagonizamos, con todas las
posibilidades de discusión y criterio para el análisis. Los juegos y las distracciones de los niños estaban también
presididos (no podía ser de otra forma) tanto por la propia realidad
sociológica de cada familia, como por las avances tecnológicas que el mundo en
general y cada uno de los países en particular podían alcanzar y difundir entre
la mayoría de sus ciudadanos.
Helios, un niño de once años de edad, era el hijo mayor de una modesta
familia madrileña que residía en el seno de una barriada humilde, integrada entre
los cinturones urbanos de la gran urbe. Marcos,
su padre, trabajaba atendiendo la ventanilla de una estafeta de correos,
ubicada a no mucha distancia del pequeño piso que tenían alquilado, en una de
las numerosas y hacinadas manzanas obreras del viejo Madrid. Claudia, su madre, se ocupaba de atender todas las
obligaciones que suele conllevar la vida diaria en un hogar familiar. Helios,
junto a su hermana menor Irene, mezclaban su
tiempo para el estudio y los juegos en una sociedad donde la televisión estaba
apenas comenzando, la palabra informática apenas aparecía en el argot imaginativo
de muy cualificadas minorías intelectuales. Eran años en que la vida española
se embarcaba en un viaje imprevisible e ilusionado con la mirada puesta en el
desarrollismo, la difusión mayoritaria del turismo, los usos “oxigenantes” de
la emigración y un régimen político profundamente anacrónico que, más tarde o
temprano, tendría que actualizarse, entre otras varias razones, por las leyes
ineludibles que todo cuerpo orgánico ha de aceptar ante el paso ineludible del
tiempo.
Los niños de aquellas generaciones solían utilizar,
mucho más que los de ahora, las calles y plazas de sus ciudades para el
desarrollo vital de sus juegos y diversiones. Helios, al igual que otros muchos
compañeros, amigos y vecinos de su barriada, tenía entre sus aficiones una muy
laboriosa y sugestiva cual era la de formar
colecciones con objetos propios y asequibles para su joven edad. Los
incentivos y motivaciones para la búsqueda, el hábil intercambio y el apetecible
juego con las diversas series de láminas y estampas, que exigían el laborioso
esfuerzo añadido a fin de completar los álbumes correspondientes, suponía toda
una lúdica ceremonia, sumamente atractiva, en los sanos y nobles deseos imaginativos
del vitalismo infantil.
Los motivos y fundamentos de esta práctica eran
variados para cada paciente coleccionista, pero todos ellos insertos en la
sociología y cultura de la época. La memoria nos hace recordar aquellas míticas
y famosas películas que, además de su proyección en las grandes pantallas,
tenían también su importante “marketing” comercial en la venta de numerosos
sobres de estampas, ávidamente “consumidas” en la avidez de los niños. Dos
simbólicos e inolvidables ejemplos podrían ser citados: el film español “Marcelino pan y vino” junto a la superproducción
estadounidense “Los diez mandamientos”. Pero no
sólo era la popularidad del cine la única fuente de estas colecciones
infantiles. Había otras atractivas y variadas temáticas. Por ejemplo, las
estampas de los coches que circulaban en la
época, también las fotos de los futbolistas que
integraban los equipos de la primera división (los popularmente llamados
“cabezones”, por la simpática disimetría en sus dibujos y fotos) y no podían
faltar aquellas “suculentas” estampas que las más afamadas marcas de chocolate
introducían junto a sus tabletas, para el goloso consumo de los más pequeños y,
por supuesto, también de los adultos y mayores. El protagonismo de Nestlé era incuestionable, para esta cultural y
comercial difusión. Las temáticas de sus colecciones de estampas, anejas al
suculento alimento, eran variadas pero siempre sumamente atractivas (como la
vida animal, los grandes monumentos en el mundo, la flora de la naturaleza, los
más decisivos inventos de la Humanidad y un largo etc.)
Se ofrecía a la infancia un poderoso marco de
posibilidades para estimular los retos de su ingenio para la culminación de las
diversas colecciones que cíclicamente salían al mercado. Pero, en el caso de
nuestro protagonista, había un interés especial en una temática
coleccionista, preferentemente ejercida
por las personas adultas. Tanto el oficio de su padre, un esforzado y ejemplar
funcionario de correos, como la afición filatélica de su abuelo materno,
sembraron en Helios el gusto por las colecciones de
sellos, estampillas engomadas utilizadas en el franqueo de una
correspondencia para la que aún no existía el vocablo actual del “on line”.
Coleccionar sellos tenía para el niño Helios varios
y justificados incentivos. Las personas adultas le explicaban y comentaban
acerca del valor que podían llegar a alcanzar con el tiempo esas estampitas
engomadas que venían pegadas en el anverso de los sobres de cartas, según
mostraban los catálogos de los círculos filatélicos. No era menor el interés
que para él tenía la belleza mostrada
por todas esas pequeñas láminas, con las fotos y los dibujos más dispares
(monumentos, personajes famosos, animales, flores, banderas, efemérides,
instrumentos, ciudades, etc), perteneciente a una ubicación geográfica diversa
y contrastada. La mecánica del intercambio, de todos
los ejemplares repetidos, era también un poderoso acicate para fomentar el
diálogo y las amistades subsiguientes. El hecho de poder y tener que negociar
con personas que duplicaban o multiplicaban su edad, despertaba el asombro de
todos esos interlocutores que elogiaban la insólita madurez en un chiquillo de tan
sólo 11 años de edad. El proceso de búsqueda, separación de los sobres,
desengomado, limpieza, colocación en hojas con su papel de celofán, rotulación
y clasificación de los pliegos y hojas, junto al cosido o encuadernado de los
álbumes, además de utilizar una buena lupa, suponía también un ejercicio que iba
cimentando la madurez, responsabilidad y distracción, en una muy joven persona que caminaba
naturalmente hacia el marco de la adolescencia.
Su padre, don Marcos, a pesar o tal vez por su inmediato
conocimiento del oficio, tenía que regañarle en ocasiones ante la excesiva
dedicación que, en su opinión, dedicaba su hijo a la colección de sellos. Este
buen y campechano funcionario pensaba que ahora era el tiempo específico para
el estudio y el deporte, en una persona que estaba inmersa en el proceso de su evolución
natural hacia la pubertad. Sin embargo Helios estaba intensamente motivado
hacia su colección filatélica. Obtuvo el permiso de sus padres (ciertamente a
regañadientes de los progenitores) para que un día a la semana, entre lunes y
viernes, pudiera llegar más tarde a casa, desde su salida del colegio a las 5,
a fin de pasarse por algunas de las empresas que operaban en el barrio. Se
trataba de visitar una gestoría, una agencia de viajes y una tienda de venta de
muebles, en las que se había dado a conocer, a fin de que le guardasen algunos
sellos de las cartas que los establecimientos recibían. También solía pedir
sellos a los vecinos de su bloque de pisos, a los familiares y compañeros de
clase e incluso escribía tarjetas a países extranjeros con el fin de recibir
franqueo de otros estados y nacionalidades. Por supuesto que el intercambio con
amigos y con una filatelia que había en la zona centro de la capital también
era una interesante fuente de aprovisionamiento
para su esfuerzo acumulador y diversificador de esos pequeños ejemplares de
papel, con dibujos y fotos, utilizados para el envío de la correspondencia.
Llegó a acumular más de
cuatro mil sellos, colección muy heterogénea desde un criterio de
procedencia geográfica e incluso temporal. Sin embargo, con el avance del
calendario, ese interés que despertaba la afición filatélica fue declinando.
Otras motivaciones y nuevas amistades relegaron lo que sin duda había sido un
esfuerzo admirable de constancia, organización e inteligencia, ante una ilusión
no muy común en un chico de su edad. Los cinco densos
álbumes acabaron reposando en uno de los altillos del bien aprovechado dormitorio
de Helios. Los estudios de bachillerato, los amigos y “compas” de la pandilla,
esos primeros sentimientos hacia la compañera idealizada, las excursiones del
fin de semana intercalados con los alegres guateques protagonizados
acústicamente por los discos de vinilo 45 rpm, ese embriagador “alcohol” de
garrafa y aquellos besos explícitos en la búsqueda inacabada de la “madurez”,
eran los culpables “lógicos” de la natural postergación de una afición que
había comenzado demasiado pronto en la cronología de una muy joven edad.
Pero el destino
tiene sus propias leyes inexploradas para la racionalidad de lo posible. Habían
pasado unos cuantos años en la vida de todos. Don Marcos seguía con su trabajo
rutinario, atendiendo en ventanilla a una continua clientela que demandaba aquél
paquete, carta, certificado, giro postal o envío para sus necesidades e
intereses. Doña Claudia sustentaba sus tardes de café y pastas con un grupo de
amigas de procedencia parroquial, mientras que
Helios ya cursaba segundo de telecomunicación en la Complutense (con una
beca estatal bien ganada por sus circunstancias familiares y brillantez
demostrada en el esfuerzo de estudio).
Un hecho inesperado rompió la estabilidad no sólo
en la familia Barquera Palenque, sino también en la del resto de convecinos que
vivían en régimen de alquiler dentro del populoso bloque. 48 familias leyeron,
con asombro y desconsuelo, una carta con franqueo certificado y acuse de recibo
(el asunto era bastante serio) en la que
un despacho notarial les comunicaba la dura noticia que unos y otros en
realidad sospechaban desde hacía años. Los pilares del
viejo bloque estaban gravemente enfermos. Esos sustentantes
constructivos estaban inquietantemente cediendo y las grietas en diversas zonas
del edificio confirmaba que una construcción realizada recién finalizada la
Guerra Civil española, con no buenos materiales y abundantes prisas, podía provocar graves riegos para las
personas (unas 200) que habitaban el veterano y voluminoso inmueble. Diversos
estudios geológicos, tanto privados como municipales, aconsejaban la inmediata evacuación
y derribo del edificio en un plazo no superior a una semana. Tenían que
abandonar, para su desgracia y desesperación, las raíces inmobiliarias que les
cobijaban.
Nervios, desconsuelo, búsqueda de estrategias aceleradas
para salir del embrollo en un ramillete de casi cincuenta familias, entre ellas
la del propio Helios, con sus padres y hermana. Había
que buscar con prontitud un nuevo alquiler, pero la presteza exagerada es
inadecuada consejera para actuar con la debida racionalidad y sensatez. El gran
problema para todos esos vecinos era que estaban pagando una renta mensual ya
muy desfasada para los precios que el desarrollismo de los setenta ocasionaba.
De manera especial, porque la mayoría de esos inquilinos pertenecían a familias
de economía sumamente modesta. Con los sueldos medios disponibles cada mes, la
mayoría de esos convecinos difícilmente podrían pagar los precios de alquileres
actuales para una nueva vivienda de similares características a la que
habitaban desde hacía muchos años.
La situación era más que compleja. Angustiosa sería
la palabra que mejor definía el estado anímico de la familia Barquera y otras
muchas. Y aquí toma de nuevo un “milagroso” protagonismo aquella colección de
sellos, esforzadamente realizada por un chico aventajado de tan solo 11 años de
edad. Fue idea suya la inteligente y generosa propuesta, llevando un rayo de
esperanza a una situación que se había tornado confusa y en exceso preocupante
para el desquicio. Padre e hijo se desplazaron, en la mañana siguiente, a un
establecimiento filatélico de gran renombre en la ciudad del Oso y el Madroño.
Solicitaron hablar con el propietario del mismo al que expusieron crudamente
sus objetivos. Estaban dispuestos a vender la
colección de los más de 4.500 sellos. Dada la urgencia del gesto, dos
peritos tasadores evaluaron el valor actual de esas “estampitas” para el
franqueo, como así desde siempre las había llamado Helios. En apenas 48 horas
llegó la anhelada respuesta. Esas 30.000 pesetas que le ofrecían por la
colección (había en la misma algunos sellos con gran valor de mercado) les
llegó como “agua de mayo” a fin de poder alquilar una nueva vivienda de
promoción municipal (con derecho a su futura compra) ubicada en una localidad “dormitorio”,
situada a 42 km. al norte de la capital madrileña.
Esta sencilla y bella historia, numerosas veces
narrada por Helios a sus dos hijos en la actualidad, ha sido un poderoso
acicate para la afición filatélica generada en uno de ellos. Pero hoy ya no es
tan frecuente conformar un coleccionismo de tan “sentimentales” y admirables características
para la conservación de los sellos. Tenemos la versatilidad del correo electrónico, junto a la acelerada
eficacia de los whatsapps y otras plataformas de la comunicación informática en
las redes sociales, por todo ello se ha ido transformado en profundidad aquel
antiguo y singular encanto de los esforzados y pacientes aficionados a la
filatelia. Eran personas tenaces, de toda edad y condición, que hacían de los
sellos de correo un importante fundamento de su tiempo, aplicando mucho esfuerzo
e ilusión a unos objetivos apreciablemente rentables (como sucedió en esta
historia) para la evolución posterior de sus vidas. Su plausible ejemplo debe de
permanecer con hermosa relevancia en los archivos, históricos y afectivos, que pueblan nuestra memoria.-
José L. Casado Toro (viernes, 19 de
Mayo 2017)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra.
Sra. de la Victoria. Málaga
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