jueves, 4 de mayo de 2017

INSÓLITA NOCHE DE CINE, VIVIDA EN UN MISTERIOSO PARKING DE PUEBLO.

Gonzalo es un diligente repartidor de correspondencia, paquetería y publicidad, vinculado a una empresa privada  de mensajería urgente. Lleva dos años felizmente conviviendo con su pareja Aroa, recepcionista de llamadas y otras tareas administrativas en la misma empresa en la que trabaja su marido. Entre las aficiones de este joven de veintisiete años, destaca especialmente su “amor” y afición por todo lo relacionado con el mundo del cine. Asiduo asistente a las salas cinematográficas, desde los ya lejanos tiempos de su infancia, suele visionar una película cada día, tanto en la pantalla de su televisor como desplazándose a esos cada vez más reducidos cines que van quedando en las diversas localidades de nuestras ciudades. Le gustan casi todos los géneros vinculados este arte fílmico aunque, de manera especial, siente una intensa predilección por el cine alternativo, europeo y de otros continentes, rodado fuera de la poderosa maquinaria industrial de Hollywood.

Repasando la cartelera, para este fin de semana de abril, vio que en un cine de la provincia proyectaban una película de nacionalidad coreana, premiada en diversos festivales del cine independiente. No había sido estrenada en las salas de su localidad de residencia, ni tampoco en los cines de la propia capital provincial. Al ser un film perteneciente a los denominados de “arte y ensayo” temía que durara poco su permanencia en la gran pantalla, pues no tendría un gran público que pasara por taquilla. De hecho se proyectaba en una sola sesión, correspondiente a las diez de la noche. Aroa ese viernes no se sentía bien. Dada las fechas primaverales, había cogido un fuerte constipado que incluso le estaba provocando unas décimas de fiebre. Conociendo la ilusión de su pareja, le animó que fuera a verla mientras que ella se quedaba en casa. Se iría pronto a la cama con alguna medicación en el cuerpo, pues el día había sido de intenso trabajo en la empresa.

Dada la hora fijada para proyección y teniendo en cuenta que habría de tomar dos líneas de transporte, una hasta la capital y después el tren de la costa a fin de llegar esa localidad, decidió utilizar su viejo utilitario para ganar el tiempo necesario con el desplazamiento. Ya en el camino, los cristales de su coche le indicaron que había comenzado a llover. Al principio solo era una continua llovizna, que se fue haciendo más intensa a medida que transcurrían los minutos. Para su preocupación, el chubasco se convirtió en una atronadora tormenta con fuerte aparato eléctrico en las nubes. Sin duda se trataba de una gran borrasca, que estaba llegando por el oeste de la provincia, paralela a la línea costera.

Después de conducir durante unos 45 minutos, al fin accedió a la localidad de destino, donde estaba el pequeño multicines integrado por tres salas de exhibición. Al estar el cine ubicado en el centro más antiguo del “pueblo” comprobó la dificultad para encontrar el necesario aparcamiento. Había salido con tiempo desde su casa, por lo que aún disponía de hasta cuarenta minutos hasta el momento en que estaba fijado el inicio de la proyección. Dio un par de vuelta por la zona y vio que las calles estrechas de ese casco antiguo urbano estaban ocupadas por numerosos vehículos junto a las aceras. Sin duda, esas casitas antiguas carecían de aparcamiento en las respectivas viviendas. Preguntó a un vecino de la zona si había alguna zona cercana donde poder dejar el coche. Este lugareño le indicó que, unas manzanas más al norte, había una nave habilitada como aparcamiento particular. Allí se dirigió, divisando pronto ese destartalado edificio, en cuyo frontal aparecía el letrero de “APARCAMIENTO”. Continuaba la fuerte lluvia y una luz mortecina apenas iluminaba la entrada del viejo y destartalado recinto. Para colmo reparó en que se había olvidado el paraguas en casa. Menos mal que no había una gran distancia para recorrer hasta las salas cinematográficas.

Nada más entrar en esa gran nave, muy descuidada en su mantenimiento, percibió que estaba prácticamente repleta de vehículos. El atractivo precio por dejar el coche durante todo el día (cuatro euros) atraía a muchos convecinos de la zona que carecían del necesario garaje o espacio para dejar sus utilitarios. Fue circulando muy despacio entre las filas de vehículos, cuando vio a lo lejos un hueco que aun siendo pequeño le iba a posibilitar aparcar. Se desplazó hacia el mismo y comenzó a realizar muy lentamente (por las limitaciones de espacio) la necesaria maniobra.

Para su sorpresa, cuando estaba dando marcha atrás, marcando la lógica trayectoria angular, otro pequeño utilitario se “metió de cabeza” en dicho espacio, sin respetar su prioridad. Un tanto indignado por la descortesía de quien lo conducía, sacó la cabeza por la ventanilla a fin de pedirle una explicación. Era una ineducada joven, alta de cuerpo, morena y vestida con atuendo deportivo, que salió rápidamente de su habitáculo acompañada por dos niños pequeños. Ambos cruzaron sus miradas, interrogativa y enfadada la suya que encontró como respuesta en la desenfadada y arrogante joven una retadora expresión entre burlona y despectiva. Evitó, con sensatez, continuar en esa crispada polémica y continuó buscando otro lugar habilitado donde poder aparcar.

Tuvo la suerte de aprovechar el hueco de otro conductor que salía con su coche (era un sacerdote, pues observó a través de la ventanilla la parte alta del clergyman que vestía). Comprobó por su reloj que eran ya las 21:30, por lo que aún disponía de una media hora hasta el comienzo de la película. Caminó hacia una destartalada taquilla donde estaba sentado el vigilante, un señor ya mayor, con apenas algo de pelo sobre los parietales de su oronda cabeza, pequeño bigotillo y unos sátiros ojos que conformaba un rostro con evidente muestras de sueño. Tenía abierto ante sí un periódico deportivo, el MARCA, mientras su mano derecha asía un gran bocadillo apenas consumido, que desprendía un penetrante y exagerado olor a chorizo. Cobró sus cuatro euros, sin parar de dar bocados a tan apetitoso manjar. Tras pagar el coste del ticket, pensó que aún disponía de unos minutos para ir al lavabo, usando para ello un sucio y deprimente habitáculo que probablemente no había sido limpiado en sus pertenencias a lo largo del día.

Cuando abandonó aquel pestilente lugar, quedó asombrado al comprobar que ahora había numerosos espacios de parking libres. No se explicaba como en unos tres o cuatro minutos habían podido abandonar la nave tantos vehículos. Se dirigía con presteza hacia la puerta de salida cuando sintió una voz detrás suya, de alguien que con pasos acelerados se le acercaba:

“Señor, por favor discúlpeme. Me encuentro con un problema que no sé como resolver. Al llegar a mi coche aparcado, me he encontrado con que tiene la rueda delantera totalmente desinflada. Seguro que he tenido un pinchazo. El problema es que soy nueva en esto del conducir. Me dieron el carnet a comienzos del año. Nunca he cambiado una rueda. El coche lo tengo desde hace sólo unos tres meses. Necesitaría que me ayudara. Vivo en la parte alta del pueblo y mis padres pueden estar preocupados con una noche de tormenta como la que tenemos encima. Para colmo olvidé el móvil al salir de casa con las prisas”.

Quien así le hablaba era una joven que no superaría en mucho los dieciocho años de edad. Se la veía muy nerviosa, ante un problema común para todos aquéllos que manejan el volante. En el parking sólo estaban en ese momento ellos dos, además del vigilante, concentrado en su bocadillo y el periódico. Gonzalo dudó acerca de qué hacer. La chica evidentemente necesitaba ayuda pero, en caso de prestársela no llegaría a tiempo para ver la película, objeto de su deseo. Le explicó la premura del tiempo de que disponía, aconsejándole consultara con el vigilante. Con esta respuesta la joven se echó a llorar. La verdad es que no se imaginaba al peculiar hombre de la taquilla, con su mórbida obesidad y intrigante mirada, prestándose a cambiar una rueda de coche.

En aquel preciso instante, se produjo un inesperado corte de fluido eléctrico. Sólo un par de luces mortecinas de seguridad permanecieron encendidas. Pero la visión global se había limitado a sombras y algunos reflejos en medio de una muy oscura penumbra. Analizando rápidamente  la situación, Gonzalo decidió prestar ayuda a la chica que, de manera manifiesta, se hallaba profundamente asustada y apurada. Al fin le dijo: “Vamos allá y veamos el problema, aunque con esta escasísima luz no sé si podremos cambiar esa rueda que te ha dejado bloqueada en este tétrico lugar.” Se escuchaban los truenos procedentes del exterior e incluso el ruido de la acústica y húmeda lluvia cayendo sobre el suelo.

Con el necesario cuidado, para evitar tropezar en la casi total oscuridad, se dirigieron hacia el vehículo de la inexperta jovencita. Llegaron hacia un pequeño Lancia, segunda mano y con algunos “remendones”. Gonzalo se agachó para ver, con la luz de su móvil, la boquilla de la rueda desinflada. En eso estaba cuando sintió una mano sobre el hombro y al tiempo un grito de la muchacha. Se incorporó de inmediato y vio que detrás suya tenía la figura de un hombre, alto y enjuto, moreno y con dentadura parcialmente desdentada. Vestía una túnica, larga y poco aseada, calzando unas viajas babuchas, mojadas y llenas de barro. La luz había vuelto a fluir en las escasas bombillas de la nave. Aún no recuperado del susto, escucho lo que este hombre quería manifestarle:

“No temer, amigo. Llevar paraguas baratos. Llover y llover cántaros fuera, como aquí decir. Seguro que tú bien necesitar. Éste costar solo seis “iuros”. Compra. Tu no equivocar.  También este azul, yo poder vender. Dos, diez “iuros”. Tú dar, yo entregar. Yo necesitar vender “pa” comer”. Hambre no  buena, doler barriga”.

Gonzalo quería quitarse aquella figura espectral que tenía delante. En realidad carecía de paraguas, por lo que entregó al marroquí sus seis euros por el azul. Menudo susto les había dado la inesperada aparición de este extraño vendedor, probablemente marroquí, en medio de la oscuridad. Con la convicción asumida de perder el pase de la película, comenzó a mover la manivela del gato, a fin de elevar un poco el coche de la joven, ya respuesta de la presencia “fantasmal” del inesperado vendedor de paraguas. Cuando liberó la rueda de repuesto anclada en los bajos del coche, comprobó que ésta carecía del inflado necesario. Por alguna razón, la válvula del neumático fallaba y había perdido mucho aire. Era evidente que había que llevar ambas ruedas a un servicio de recauchutado. Sin embargo eran las 22:17, cuando consultó los datos que marcaba su reloj Seiko. A esa hora difícilmente podría encontrarse un establecimiento abierto que prestase este servicio al conductor.

Cálmate, Elena. No llores más, que ese no es el camino para hallar una buena solución. Aunque también mi móvil está muy bajo de batería, utilízalo para llamar a tus padres y explicarles lo que te ha sucedido. Mañana podréis venir por ambas ruedas y llevarlas a un servicio de recauchutado. Ya no llego a tiempo para la película que quería ver. Así que, si lo quieres, te llevo a casa, porque aquí poco más podemos hacer. Tú me vas indicando pacientemente el camino. La noche está metida en truenos, lluvia y relámpagos. Hay que extremar la prudencia”.

Cuando Gonzalo conducía de vuelta a casa, tras haber dejado a Elena en la puerta de su domicilio, reflexionaba acerca de esas “travesuras” que en tantas ocasiones nos tiene reservado el destino. El anhelado visionado de la premiada película coreana tendría que esperar para otra oportunidad. El valor de la solidaridad había priorizado cualquier otra opción en su voluntad y criterio. Pensaba en la joven Elena. Difícilmente iba poder olvidar esa tierna sonrisa angelical que le regaló, antes de cruzar el quicio de su puerta. Tampoco olvidaría la imagen irresponsable del vigilante del parking. Allí siguió, metido en la casetilla, ojeando su diario deportivo y sin ofrecer su lógica colaboración para el caso de la joven conductora. Conducía despacio, pues el lavaparabrisas apenas ayudaba para mantener una visión de calidad, dada la “manta” de agua que estaba cayendo.

Al llegar a casa, eran ya las 12:40 h. Aroa no había querido irse aún a la cama, hasta que él volviera. Tras preguntarle cómo había ido el cine, su respuesta fue explícitamente concluyente y burlona: “Me he sentido protagonista de una película muy espacial. Por cierto los decorados de la sala eran de los más apropiado, para ese género de thriller y misterio argumental del film. No te puedes imaginar el tipo de película de que “disfrutado”.

En ese preciso instante se despertó sobresaltado, sudoroso e inquieto. Aroa dormía plácidamente a su lado. Sobre la ventana del dormitorio los goterones de lluvia percutían una fuerte acústica, debido a la fuerza racheada y caprichosa del viento.-  

José L. Casado Toro (viernes, 5 de Mayo 2017)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

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