Gonzalo es un diligente repartidor de correspondencia, paquetería y
publicidad, vinculado a una empresa privada
de mensajería urgente. Lleva dos años felizmente conviviendo con su
pareja Aroa, recepcionista de llamadas y otras
tareas administrativas en la misma empresa en la que trabaja su marido. Entre
las aficiones de este joven de veintisiete años, destaca especialmente su
“amor” y afición por todo lo relacionado con el mundo del cine. Asiduo asistente a las
salas cinematográficas, desde los ya lejanos tiempos de su infancia,
suele visionar una película cada día, tanto en la pantalla de su televisor como
desplazándose a esos cada vez más reducidos cines que van quedando en las
diversas localidades de nuestras ciudades. Le gustan casi todos los géneros vinculados
este arte fílmico aunque, de manera especial, siente una intensa predilección
por el cine alternativo, europeo y de otros continentes, rodado fuera de la poderosa
maquinaria industrial de Hollywood.
Repasando la cartelera, para este fin de semana de
abril, vio que en un cine de la provincia proyectaban
una película de nacionalidad coreana, premiada en diversos festivales
del cine independiente. No había sido estrenada en las salas de su localidad de
residencia, ni tampoco en los cines de la propia capital provincial. Al ser un
film perteneciente a los denominados de “arte y ensayo” temía que durara poco
su permanencia en la gran pantalla, pues no tendría un gran público que pasara
por taquilla. De hecho se proyectaba en una sola sesión, correspondiente a las
diez de la noche. Aroa ese viernes no se sentía bien. Dada las fechas
primaverales, había cogido un fuerte constipado que incluso le estaba provocando
unas décimas de fiebre. Conociendo la ilusión de su pareja, le animó que fuera
a verla mientras que ella se quedaba en casa. Se iría pronto a la cama con
alguna medicación en el cuerpo, pues el día había sido de intenso trabajo en la
empresa.
Dada la hora fijada para proyección y teniendo en
cuenta que habría de tomar dos líneas de transporte, una hasta la capital y
después el tren de la costa a fin de llegar esa localidad, decidió utilizar su
viejo utilitario para ganar el tiempo necesario con el desplazamiento. Ya en el
camino, los cristales de su coche le indicaron que había
comenzado a llover. Al principio solo era una continua llovizna, que se
fue haciendo más intensa a medida que transcurrían los minutos. Para su
preocupación, el chubasco se convirtió en una atronadora tormenta con fuerte
aparato eléctrico en las nubes. Sin duda se trataba de una gran borrasca, que
estaba llegando por el oeste de la provincia, paralela a la línea costera.
Después de conducir durante unos 45 minutos, al fin
accedió a la localidad de destino, donde estaba el pequeño multicines integrado
por tres salas de exhibición. Al estar el cine ubicado en el centro más antiguo
del “pueblo” comprobó la dificultad para encontrar el necesario aparcamiento.
Había salido con tiempo desde su casa, por lo que aún disponía de hasta
cuarenta minutos hasta el momento en que estaba fijado el inicio de la
proyección. Dio un par de vuelta por la zona y vio que las calles estrechas de
ese casco antiguo urbano estaban ocupadas por numerosos vehículos junto a las
aceras. Sin duda, esas casitas antiguas carecían de aparcamiento en las
respectivas viviendas. Preguntó a un vecino de la zona si había alguna zona
cercana donde poder dejar el coche. Este lugareño le indicó que, unas manzanas
más al norte, había una nave habilitada como aparcamiento particular. Allí se
dirigió, divisando pronto ese destartalado edificio, en cuyo frontal aparecía
el letrero de “APARCAMIENTO”. Continuaba la fuerte
lluvia y una luz mortecina apenas iluminaba la entrada del viejo y destartalado
recinto. Para colmo reparó en que se había olvidado el paraguas en casa. Menos
mal que no había una gran distancia para recorrer hasta las salas
cinematográficas.
Nada más entrar en esa gran nave, muy descuidada en
su mantenimiento, percibió que estaba prácticamente repleta de vehículos. El
atractivo precio por dejar el coche durante todo el día (cuatro euros) atraía a
muchos convecinos de la zona que carecían del necesario garaje o espacio para
dejar sus utilitarios. Fue circulando muy despacio entre las filas de
vehículos, cuando vio a lo lejos un hueco que aun siendo pequeño le iba a
posibilitar aparcar. Se desplazó hacia el mismo y comenzó a realizar muy
lentamente (por las limitaciones de espacio) la necesaria maniobra.
Para su sorpresa, cuando estaba dando marcha atrás,
marcando la lógica trayectoria angular, otro pequeño utilitario se “metió de
cabeza” en dicho espacio, sin respetar su prioridad. Un tanto indignado por la
descortesía de quien lo conducía, sacó la cabeza por la ventanilla a fin de
pedirle una explicación. Era una ineducada joven, alta de cuerpo, morena y
vestida con atuendo deportivo, que salió rápidamente de su habitáculo
acompañada por dos niños pequeños. Ambos cruzaron sus miradas, interrogativa y
enfadada la suya que encontró como respuesta en la desenfadada y arrogante
joven una retadora expresión entre burlona y despectiva. Evitó, con sensatez,
continuar en esa crispada polémica y continuó buscando otro lugar habilitado donde
poder aparcar.
Tuvo la suerte de aprovechar el hueco de otro
conductor que salía con su coche (era un sacerdote, pues observó a través de la
ventanilla la parte alta del clergyman que vestía). Comprobó por su reloj que
eran ya las 21:30, por lo que aún disponía de una media hora hasta el comienzo
de la película. Caminó hacia una destartalada taquilla donde estaba sentado el vigilante, un señor ya mayor, con apenas algo de
pelo sobre los parietales de su oronda cabeza, pequeño bigotillo y unos sátiros
ojos que conformaba un rostro con evidente muestras de sueño. Tenía abierto ante
sí un periódico deportivo, el MARCA, mientras su mano derecha asía un gran bocadillo
apenas consumido, que desprendía un penetrante y exagerado olor a chorizo. Cobró
sus cuatro euros, sin parar de dar bocados a tan apetitoso manjar. Tras pagar
el coste del ticket, pensó que aún disponía de unos minutos para ir al lavabo,
usando para ello un sucio y deprimente habitáculo que probablemente no había
sido limpiado en sus pertenencias a lo largo del día.
Cuando abandonó aquel pestilente lugar, quedó
asombrado al comprobar que ahora había numerosos espacios de parking libres. No
se explicaba como en unos tres o cuatro minutos habían podido abandonar la nave
tantos vehículos. Se dirigía con presteza hacia la puerta de salida cuando
sintió una voz detrás suya, de alguien que con pasos acelerados se le acercaba:
“Señor, por favor discúlpeme. Me
encuentro con un problema que no sé como resolver. Al llegar a mi coche
aparcado, me he encontrado con que tiene la rueda delantera totalmente
desinflada. Seguro que he tenido un pinchazo. El problema es que soy nueva en
esto del conducir. Me dieron el carnet a comienzos del año. Nunca he cambiado
una rueda. El coche lo tengo desde hace sólo unos tres meses. Necesitaría que
me ayudara. Vivo en la parte alta del pueblo y mis padres pueden estar
preocupados con una noche de tormenta como la que tenemos encima. Para colmo
olvidé el móvil al salir de casa con las prisas”.
Quien así le hablaba era una joven que no superaría
en mucho los dieciocho años de edad. Se la veía muy nerviosa, ante un problema
común para todos aquéllos que manejan el volante. En el parking sólo estaban en
ese momento ellos dos, además del vigilante, concentrado en su bocadillo y el
periódico. Gonzalo dudó acerca de qué hacer. La chica evidentemente necesitaba
ayuda pero, en caso de prestársela no llegaría a tiempo para ver la película,
objeto de su deseo. Le explicó la premura del tiempo de que disponía, aconsejándole
consultara con el vigilante. Con esta respuesta la joven se echó a llorar. La
verdad es que no se imaginaba al peculiar hombre de la taquilla, con su mórbida
obesidad y intrigante mirada, prestándose a cambiar una rueda de coche.
En aquel preciso instante, se produjo un inesperado
corte de fluido eléctrico. Sólo un par de luces
mortecinas de seguridad permanecieron encendidas. Pero la visión global se
había limitado a sombras y algunos reflejos en medio de una muy oscura
penumbra. Analizando rápidamente la
situación, Gonzalo decidió prestar ayuda a la chica que, de manera manifiesta,
se hallaba profundamente asustada y apurada. Al fin le dijo: “Vamos allá y veamos el problema, aunque con esta
escasísima luz no sé si podremos cambiar esa rueda que te ha dejado bloqueada
en este tétrico lugar.” Se escuchaban los truenos procedentes del
exterior e incluso el ruido de la acústica y húmeda lluvia cayendo sobre el
suelo.
Con el necesario cuidado, para evitar tropezar en
la casi total oscuridad, se dirigieron hacia el vehículo de la inexperta
jovencita. Llegaron hacia un pequeño Lancia, segunda mano y con algunos
“remendones”. Gonzalo se agachó para ver, con la luz de su móvil, la boquilla
de la rueda desinflada. En eso estaba cuando sintió una
mano sobre el hombro y al tiempo un grito de la muchacha. Se incorporó
de inmediato y vio que detrás suya tenía la figura de un hombre, alto y enjuto,
moreno y con dentadura parcialmente desdentada. Vestía una túnica, larga y poco
aseada, calzando unas viajas babuchas, mojadas y llenas de barro. La luz había
vuelto a fluir en las escasas bombillas de la nave. Aún no recuperado del
susto, escucho lo que este hombre quería manifestarle:
“No temer, amigo. Llevar paraguas
baratos. Llover y llover cántaros fuera, como aquí decir. Seguro que tú bien
necesitar. Éste costar solo seis “iuros”. Compra. Tu no equivocar. También este azul, yo poder vender. Dos, diez
“iuros”. Tú dar, yo entregar. Yo necesitar vender “pa” comer”. Hambre no buena, doler barriga”.
Gonzalo quería quitarse aquella figura espectral que
tenía delante. En realidad carecía de paraguas, por lo que entregó al marroquí
sus seis euros por el azul. Menudo susto les había dado la inesperada aparición
de este extraño vendedor, probablemente marroquí, en medio de la oscuridad. Con
la convicción asumida de perder el pase de la película, comenzó a mover la
manivela del gato, a fin de elevar un poco el coche de la joven, ya respuesta
de la presencia “fantasmal” del inesperado vendedor de paraguas. Cuando liberó la rueda de repuesto anclada en los bajos del coche,
comprobó que ésta carecía del inflado necesario. Por alguna razón, la válvula
del neumático fallaba y había perdido mucho aire. Era evidente que había que
llevar ambas ruedas a un servicio de recauchutado. Sin embargo eran las 22:17,
cuando consultó los datos que marcaba su reloj Seiko. A esa hora difícilmente
podría encontrarse un establecimiento abierto que prestase este servicio al
conductor.
“Cálmate, Elena. No llores más, que
ese no es el camino para hallar una buena solución. Aunque también mi móvil
está muy bajo de batería, utilízalo para llamar a tus padres y explicarles lo
que te ha sucedido. Mañana podréis venir por ambas ruedas y llevarlas a un
servicio de recauchutado. Ya no llego a tiempo para la película que quería ver.
Así que, si lo quieres, te llevo a casa, porque aquí poco más podemos hacer. Tú
me vas indicando pacientemente el camino. La noche está metida en truenos,
lluvia y relámpagos. Hay que extremar la prudencia”.
Cuando Gonzalo conducía de vuelta a casa, tras
haber dejado a Elena en la puerta de su domicilio, reflexionaba acerca de esas “travesuras”
que en tantas ocasiones nos tiene reservado el destino.
El anhelado visionado de la premiada película coreana tendría que esperar para
otra oportunidad. El valor de la solidaridad
había priorizado cualquier otra opción en su voluntad y criterio. Pensaba en la
joven Elena. Difícilmente iba poder olvidar esa tierna sonrisa angelical que le
regaló, antes de cruzar el quicio de su puerta. Tampoco olvidaría la imagen irresponsable
del vigilante del parking. Allí siguió, metido en la casetilla, ojeando su
diario deportivo y sin ofrecer su lógica colaboración para el caso de la joven
conductora. Conducía despacio, pues el lavaparabrisas apenas ayudaba para
mantener una visión de calidad, dada la “manta” de agua que estaba cayendo.
Al llegar a casa, eran ya las 12:40 h. Aroa no
había querido irse aún a la cama, hasta que él volviera. Tras preguntarle cómo
había ido el cine, su respuesta fue explícitamente concluyente y burlona: “Me he sentido protagonista de una película muy espacial.
Por cierto los decorados de la sala eran de los más apropiado, para ese género
de thriller y misterio argumental del film. No te puedes imaginar el tipo de
película de que “disfrutado”.
En ese preciso instante se despertó sobresaltado,
sudoroso e inquieto. Aroa dormía plácidamente a su lado. Sobre la ventana del
dormitorio los goterones de lluvia percutían una fuerte acústica, debido a la
fuerza racheada y caprichosa del viento.-
José L. Casado Toro (viernes, 5 de Mayo 2017)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria.
Málaga
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