La estación primaveral suele favorecer esa
inteligente y saludable costumbre de recorrer pausadamente, sin prisas y con el
disfrute visual de la memoria, los numerosos barrios, calles y plazas que
pueblan nuestras entrañables ciudades. Y en los momentos del previsible
cansancio, siempre es posible encontrar cerca de nosotros un pequeño jardín.
Allí, en ese grato vergel, podemos reposar durante unos minutos compartiendo el
verdor de la masa vegetal, junto al aroma de esas flores que culminan el ornato
de los muy necesarios “pulmones” urbanos que purifican, física y anímicamente,
el ambiente que nos sustenta.
Aquella tarde del martes, deambulaba por el núcleo
más antiguo de la localidad. Me sentía feliz con ese recorrido con el que
compensaba una densa sesión de trabajo en el entorno académico universitario.
De manera espontánea, llegué a una de esas vías urbanas que siempre
mantienen una especial fuerza afectiva
en nuestro recuerdo. ¿Quién no siente algo emocional, cuando camina por la calle donde nació y vivió aquellos inolvidables
años de su ya bastante lejana infancia?
Sin duda, a todos nos embarga esa evidente
convicción: “nuestra calle” y esas otras adyacentes a la misma, la percibimos hoy profundamente transformada. Superponemos la foto
atesorada en la memoria, con esa otra imagen que aparece delante de nuestra
mirada. Los comercios, los portales, aquellos balcones e incluso las cubiertas
conformadas de tejas o en terrazas han cambiado profundamente su faz, a la
manera de ese otro vestido que sacamos del armario y con el que ofrecemos una
nueva imagen ante los ojos de los demás. Y no sólo por esos establecimientos
que inútilmente tratamos de localizar en el frágil archivo de la mente, sino
también (lo más importante en todos esos cambios) por no pocas personas de las
que, con esfuerzo y tenacidad,
recordamos sus nombres, sus figuras y gestos, con esa significación
convivencial que tuvieron para nuestra infancia y adolescencia.
Donde había un estanco, vemos ahora un comercio de
ropa. Aquella “familiar” tienda de ultramarinos es hoy un concurrido establecimiento
de comida rápida. Y aquel otro pequeño habitáculo del habilidoso relojero,
situado frente a la Iglesia, se halla ahora ocupado y ampliado por una curiosa
y espectacular tienda de productos
esotéricos. Ya no existe la barbería, ni ese habilidoso practicante que
tan buenos servicios prestaba a nuestros padres, cuando nos llevaban presurosos
y accidentados por los riesgos sobrevenidos en los juegos de la chiquillería
callejera. Incluso aquella severa funeraria, que provocaba nuestros miedos, la
vemos transformada en un bohemio y funcional bar de copas. Todo se encuentra
hoy, al paso de las décadas en el tiempo, profundamente cambiado.
En ese lúdico y afectivo itinerario me encontraba,
cuando me detuve enfrente de la casa o bloque donde ella
vivía. Algún día quiso contarme el motivo por el que sus íntimos la solían
llamar Aire, en la privacidad familiar, cuando
su nombre de identidad era María del Rocío. Al
nacer, unos imaginativos padres quisieron ponerle ese extraño, sugestivo y
bello nombre que nos permite respirar para la vida, pero en el Registro Civil
no aceptaron inscribirla con esa nomenclatura. Tampoco el enérgico párroco del
barrio toleró esa atrevida decisión, muy enojado ante ese “pagano” intento para
una época de nuestra Historia anclada en el más puro nacionalcatolicismo. En la
oficina administrativa aceptaron al fin el nombre de Rocío (adjunto al de
María) apelativo no menos hermoso, que nos aproxima a ese agua condensada con
que la naturaleza sutilmente se viste en tantas mañanas de frío y humedad.
Elemento básico también (al igual que el aire) que permite sustentar la
existencia de los seres sobre la Tierra.
Aunque nuestros respectivos domicilios no estaban
separados por muchos números en el callejero (el doce era el de ella, mientras
el ocho marcaba mi portal, en el lateral derecho de la calle) la distancia
entre ambas viviendas yo la percibía bastante grande en aquellos años de la
infancia. Más o menos coetáneos en la edad, éramos compañeros de diversión y
juegos con aquella otra amplia chiquillería del barrio, durante las cálidas
tardes del calendario y, de manera especial, en las anheladas semanas de
vacaciones.
¿Y cómo recordaba a mi amiga? Desde pequeña ofrecía una faz angelical, con esa
mirada alegre y motivadora que a tantos cautivaba. Alta, delgada, ojos
castaños, frágil de cuerpo y con un largo cabello, del mismo color que sus
pupilas, que gustaba ordenar en dos largas trenzas con esos lazos de colores
que su madre cuidadosamente añadía para satisfacción propia y ajena. Una niña
espontánea, divertida, habilidosa con el dibujo y la construcción de maquetas,
casi siempre de casitas, donde convivían sus muñecas en esas curiosas historias
que tejía con su sana y atrevida imaginación.
Su padre trabajaba en una oficina bancaria, no
alejada de su domicilio, aunque completaba sus ingresos llevando la
representación de diversos artistas de la copla y el baile, que actuaban durante
los fines de semana por diversas localidades de la provincia. Desde mi balcón
veía como Aire o Rocío, junto a su madre, despedían al apuesto y delgado papá,
don Adrián, que siempre iba encorbatado y vistiendo chaqueta gris, junto a
jóvenes y mayores bailaoras, cantaores y palmeros. Todos ellos se esmeraban en
ir guardando un amplio atalaje de guitarras, castañuelas, instrumental de
viento y ese cromático vestuario, en aquel viejo, destartalado y cansado jeep
que los trasladaba a todos esos destinos de actuación para la diversión y
encanto ilusionado de los mayores.
Aunque los años de la infancia son ya propicios
para la captación de muchos detalles, gestos y miradas, es una edad en la que
resulta difícil enlazar, tejer y coordinar toda esa información con la que
poder entender el trasfondo de las historias que están sucediendo a tu
alrededor. El tiempo y la experiencia son buenos maestros explicativos para la
comprensión de una realidad que sólo resulta comprensible con el paso de los
años. El papá de Aire se había encaprichado de una bellísima y joven bailaora
con la que al parecer mantenía unas relaciones complementarias fuera del hogar.
Su mujer intentó salvar el matrimonio, afrontando un nuevo embarazo que trajo
al mundo una nueva hermana para Aire, Lourdes, que sería seis años menor. No
fue la única hermana que tuvo mi admirada amiga, pues la chica del baile
también tuvo un hijo de don Adrián, con el que se uniría definitivamente,
dejando roto el núcleo familiar de mi querida vecina.
Todas estas vivencias afectaban ¡cómo no! al estado
anímico de Aire. Había días en que, entre juego y juego, se le escapaba alguna
confidencia o suspiro, cuando su proverbial alegría se transformaba en una
mueca de tristeza y preocupación. Ante mis insistentes preguntas, ella al fin se sinceraba
explicándome, con alguna lagrimilla de por medio, que había tenido que
contemplar y sufrir una nueva discusión entre sus padres. Pero juntos
lográbamos que pronto volvieran la sonrisas y el mejor talante en esos juegos y
paseos, mezclados de alguna osada travesura, para divertimento y solaz en
tantas tardes del cálido estío veraniego.
Ambos crecimos hacia esa adolescencia plena de
contrastes, en las respuestas, los proyectos y el crecimiento personal para esa
nueva etapa del instituto y los cambios hormonales. Hubo momentos de furor
intimista y otros en los que el distanciamiento nos hizo buscar nuevas y
diferentes oportunidades para la vida relacional. Los años de facultad fueron
al tiempo sobreviniendo y el cambio de residencia, en mi caso, nos alejó de una
forma definitiva. Por eso hoy, tras décadas de calendario y al pararme delante
de la que fue su casa, recuperé, siquiera por unos instantes, aquella ilusión y
fortaleza de nuestra proximidad y complicidad en la infancia, aquellos intensos
sentimientos juveniles, posteriormente frustrados, junto a ese deseo por saber qué habría podido ser de esta persona, una “divinal
musa” de mis raíces y recuerdos, al paso inevitable de los años.
En días sucesivos, puse manos a la tarea de
encontrar algún rastro o camino que pudiera acercarme a la realidad actual de
la bella y encantadora Aire o Rocío. La empresa era en efecto difícil y
complicada, a causa de sumar varias décadas la evolución de nuestras vidas y a
la escasez de datos que yo podría aportar. Suponía un esfuerzo basado en el
idealismo de una época que, lógicamente, ya no habría de volver. Tengo buenos
amigos, expertamente cualificados en las redes sociales, a los que pedí ayuda
dada mi inexperiencia en estos mecanismos para la localización de personas.
Realmente solo poseía su nombre y primer apellido como elemento de primera
ayuda. Su segundo apellido era uno de esos términos que, de poco pronunciarlos,
llegan a borrarse en los archivos cerebrales.
Tras varios intentos de acercamiento a nuestro
objetivo de búsqueda, los resultados comenzaron a tornarse desalentadores.
Jugábamos con las tres posibilidades, llamadas
Rocío, María del Rocío o el de Aire, pues tal vez podía ser permisible su
utilización en la actualidad. Una aplicación de la red (Namespedia) nos indicó que el nombre de Aire había sido encontrado
132 veces en 19 países diferentes (también como apellido, 228 veces en 22
países). Rastreando su primer apellido, en Málaga, apareció un listado de
nombres con la suerte de que leyendo el nombre completo recordé su segundo
apellido, también poco usual. Pero esta mujer no era Aire o Rocío, sino
Lourdes. ¡Podía ser su hermana! En un par de horas las dificultades se fueron
difuminando y tenía en mi ordenador un correo electrónico como respuesta al que
previamente yo había enviado, por cierto bastante explicativo.
Efectivamente era su
hermana Lourdes. Decía que, dado el paso
de los años, se acordaba muy “vagamente” de mí. En relación a su hermana, me
comentaba que ella le explicaría el interés que yo mostraba por saludarla y que
a tenor de su disposición me daría los datos pertinentes. Pasaron unos cuantos
días, sin tener noticias de esta persona. Probablemente las dos hermanas
estaban haciendo averiguaciones al respecto, antes de establecer alguna nueva
comunicación con mi dirección electrónica. Una semana después de este primer
contacto, mientras estaba conduciendo, escucho una llamada a mi móvil. Una vez
estacionado el vehículo, traté de reconocer ese número. Era de Madrid. Pensé
que probablemente se trataba de algún mensaje publicitario. Pero esa misma
noche, volvió a sonar la llamada del iPhone.
“Hola,
buenas noches. Soy Rocío, aunque tal vez me recuerdes mejor por ese Aire,
curiosa ocurrencia de mis padres. Según me ha explicado mi hermana, te has
aplicado en localizarme. Al contrario de Lourdes, yo sí me acuerdo
perfectamente de ti, a pesar de todos los años transcurridos. Me ha impresionado
que a pesar del largo tiempo que ha pasado, desde nuestra infantil vecindad en
aquella calle de Málaga, donde nacimos, jugamos y compartimos tantas y tantas
complicidades, manteniendo una magnífica relación hasta los años de la
adolescencia, te hayas puesto a estas alturas de nuestras vidas en localizarme.
Sería
estupendo que ya en la madurez nos volviéramos a encontrar ¡después de cuatro
décadas, sin saber nada el uno del otro! Confío, desde luego, en que te
encuentres bien. Te hablo desde Madrid, la ciudad donde resido desde los años
setenta. La verdad es que suelo ir poco por Málaga. Ya entenderás los motivos.
Mi hermana Lourdes viene con frecuencia hasta la capital, ahora que también
ella está jubilada de su trabajo. Ya tienes mi número de teléfono en el móvil.
Cuando pases por Madrid, me echas una llamada y quedamos. Recordaremos aquellos
muy buenos momentos que para mi, con tu admirable esfuerzo, han vuelto a tomar
nueva vida, despertando ilusiones que pensaba
habían desaparecido”.
Me impactó escuchar de
nuevo su voz, aunque debo reconocer que el tono en su
dicción no era el que yo recordaba de nuestras conversaciones e
intimidades juveniles. Por supuesto que le aseguré que, a corto plazo, haría lo
posible por desplazarme a la capital madrileña. Le avisaría con la suficiente
antelación a fin de que pudiéramos reencontrarnos, recuperando muchas vivencias
de nuestro pasado. Creía honestamente que la ilusión era recíproca y sincera
por ambas partes.
Tres semanas más tarde, viajaba en el AVE camino de Madrid. Sobra añadir que
me embargaba unos sentimientos muy contrastados. Había en ellos una mezcla de
curiosidad, intriga, temor, ilusión, necesidad, impaciencia, pudor …
Ciertamente el trayecto de las dos horas y media se me hizo inusualmente muy
corto. Entendí como algo extraño, pese a mi ofrecimiento inicial de vernos en
algún restaurante o cafetería de la Gran Vía madrileña, que Aire tomara la
decisión de facilitarme una dirección para nuestro encuentro. Era precisamente
la de su casa, en un muy veterano caserón de viviendas del antiguo barrio de
Hortaleza.
Tras dejar el equipaje en
la habitación del hotel y presumidamente asearme, me desplacé a pie hasta su
domicilio, pues el trayecto a recorrer era relativamente corto y un buen paseo
me iba a sentar bien antes de esa entrevista por la que tanto me había
esforzado. Subí hasta la tercera planta de un bloque que parecía haber sido
reformado, abriéndome la puerta una señora de mediana edad a quien le indiqué
mi identidad y el objeto de la visita. Me pasó a una salita de estar y allí
esperé durante unos breves minutos. Al tiempo apareció otra señora también
mayor, que impulsaba con sus manos el desplazamiento de una silla de ruedas
donde ella iba sentada. Me levanté de inmediato del sofá, para saludar con
afecto a la persona que me recibía en su casa. Ambos
nos quedamos mirándonos en silencio durante bastantes segundos, primero
con asombro y posteriormente con una educada sonrisa. Seguro que a ella le
ocurría lo mismo que a mi. Resultaba extremadamente difícil y hasta cierto
punto cruel tratar de reconocer, en nuestros muy “castigados” cuerpos actuales,
la imagen de aquellos niños o adolescentes, en los ya muy lejanos años
cincuenta y sesenta de nuestra memoria.
Aire y yo
intercambiamos, durante casi una hora y media, muchos recuerdos del pasado y
algunos retazos significativos de nuestras respectivas existencias,
compartiendo sendas tazas de té. Antes de despedirnos, quiso mostrarme una
habitación interior donde tenía montado un pequeño taller donde seguía
trabajando, desde su silla de ruedas, esos chapones, pinturas, cartones y
atalajes con los que construía bellas e imaginativas maquetas. Así se distraía
y se ayudaba para completar una pequeña pensión que le había quedado de su
difunta pareja. Dada su situación física actual, salía poco de casa y apenas
viajaba. Aquella imaginativa afición de pequeña le estaba siendo ahora muy
útil, en esta fase avanzada de su vida. Prometí que le escribiría de manera
periódica y que en otra oportunidad volvería a visitarla. Le entregué un bien
acabado colgante de plata, del que pendía una preciosa biznaga, como regalo y recuerdo
de la provincia donde nació. Un emocional beso selló nuestra cariñosa
despedida.
Al salir de su casa, me
dirigí directamente a la estación de Atocha, donde adelanté mi vuelta a Málaga
para la mañana siguiente, cambiando el correspondiente billete. Aquella noche,
en la habitación de mi hotel, lo que hice también durante el viaje de regreso, reflexionaba acerca del paso del tiempo y la evolución que
va dejando en las personas.
Sólo en mi imaginación
podría intentar recuperar aquellas vivencias de
la niñez, en íntima conexión con una muy atractiva vecina a la que nunca
olvidé. Pero la medida del tiempo sigue su avance continuo, sin permitir bajo
su férreo mecanismo posibilidad alguna para su posterior recuperación. Ese
impasible recorrido nos hace cambiar, no sólo en la apariencia física (las más
de las veces con una cruel y extremada dureza) sino también en nuestra
estructura psicológica y relacional. Querer hacer
realidad la imagen que yo tenía de mi amiga Aire fue sólo una “infantil”
e imposible travesura que al pasar por nuestra calle me planteé como reto. Hoy
es doña Mª del Rocio, una entrañable y muy veterana señora que continúa, con
vital y abnegada ilusión, construyendo allá en Madrid nuevas y habilidosas
casitas de muñecas, para el juego y divertimento de todos aquéllos que aún
pueden creer en la misteriosa magia de las sonrisas.-
José L. Casado Toro (viernes, 12 de
Mayo 2017)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra.
Sra. de la Victoria. Málaga
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