viernes, 12 de mayo de 2017

EN LA MUY DIFÍCIL BÚSQUEDA DE AQUEL TIEMPO FUGAZ.


La estación primaveral suele favorecer esa inteligente y saludable costumbre de recorrer pausadamente, sin prisas y con el disfrute visual de la memoria, los numerosos barrios, calles y plazas que pueblan nuestras entrañables ciudades. Y en los momentos del previsible cansancio, siempre es posible encontrar cerca de nosotros un pequeño jardín. Allí, en ese grato vergel, podemos reposar durante unos minutos compartiendo el verdor de la masa vegetal, junto al aroma de esas flores que culminan el ornato de los muy necesarios “pulmones” urbanos que purifican, física y anímicamente, el ambiente que nos sustenta.

Aquella tarde del martes, deambulaba por el núcleo más antiguo de la localidad. Me sentía feliz con ese recorrido con el que compensaba una densa sesión de trabajo en el entorno académico universitario. De manera espontánea, llegué a una de esas vías urbanas que siempre mantienen  una especial fuerza afectiva en nuestro recuerdo. ¿Quién no siente algo emocional, cuando camina por la calle donde nació y vivió aquellos inolvidables años de su ya bastante lejana infancia?

Sin duda, a todos nos embarga esa evidente convicción: “nuestra calle” y esas otras adyacentes a la misma, la percibimos hoy profundamente transformada. Superponemos la foto atesorada en la memoria, con esa otra imagen que aparece delante de nuestra mirada. Los comercios, los portales, aquellos balcones e incluso las cubiertas conformadas de tejas o en terrazas han cambiado profundamente su faz, a la manera de ese otro vestido que sacamos del armario y con el que ofrecemos una nueva imagen ante los ojos de los demás. Y no sólo por esos establecimientos que inútilmente tratamos de localizar en el frágil archivo de la mente, sino también (lo más importante en todos esos cambios) por no pocas personas de las que, con esfuerzo y tenacidad,  recordamos sus nombres, sus figuras y gestos, con esa significación convivencial que tuvieron para nuestra infancia y adolescencia.

Donde había un estanco, vemos ahora un comercio de ropa. Aquella “familiar” tienda de ultramarinos es hoy un concurrido establecimiento de comida rápida. Y aquel otro pequeño habitáculo del habilidoso relojero, situado frente a la Iglesia, se halla ahora ocupado y ampliado por una curiosa y espectacular tienda de productos  esotéricos. Ya no existe la barbería, ni ese habilidoso practicante que tan buenos servicios prestaba a nuestros padres, cuando nos llevaban presurosos y accidentados por los riesgos sobrevenidos en los juegos de la chiquillería callejera. Incluso aquella severa funeraria, que provocaba nuestros miedos, la vemos transformada en un bohemio y funcional bar de copas. Todo se encuentra hoy, al paso de las décadas en el tiempo, profundamente cambiado.

En ese lúdico y afectivo itinerario me encontraba, cuando me detuve enfrente de la casa o bloque donde ella vivía. Algún día quiso contarme el motivo por el que sus íntimos la solían llamar Aire, en la privacidad familiar, cuando su nombre de identidad era María del Rocío. Al nacer, unos imaginativos padres quisieron ponerle ese extraño, sugestivo y bello nombre que nos permite respirar para la vida, pero en el Registro Civil no aceptaron inscribirla con esa nomenclatura. Tampoco el enérgico párroco del barrio toleró esa atrevida decisión, muy enojado ante ese “pagano” intento para una época de nuestra Historia anclada en el más puro nacionalcatolicismo. En la oficina administrativa aceptaron al fin el nombre de Rocío (adjunto al de María) apelativo no menos hermoso, que nos aproxima a ese agua condensada con que la naturaleza sutilmente se viste en tantas mañanas de frío y humedad. Elemento básico también (al igual que el aire) que permite sustentar la existencia de los seres sobre la Tierra.

Aunque nuestros respectivos domicilios no estaban separados por muchos números en el callejero (el doce era el de ella, mientras el ocho marcaba mi portal, en el lateral derecho de la calle) la distancia entre ambas viviendas yo la percibía bastante grande en aquellos años de la infancia. Más o menos coetáneos en la edad, éramos compañeros de diversión y juegos con aquella otra amplia chiquillería del barrio, durante las cálidas tardes del calendario y, de manera especial, en las anheladas semanas de vacaciones.

¿Y cómo recordaba a mi amiga? Desde pequeña ofrecía una faz angelical, con esa mirada alegre y motivadora que a tantos cautivaba. Alta, delgada, ojos castaños, frágil de cuerpo y con un largo cabello, del mismo color que sus pupilas, que gustaba ordenar en dos largas trenzas con esos lazos de colores que su madre cuidadosamente añadía para satisfacción propia y ajena. Una niña espontánea, divertida, habilidosa con el dibujo y la construcción de maquetas, casi siempre de casitas, donde convivían sus muñecas en esas curiosas historias que tejía con su sana y atrevida imaginación.

Su padre trabajaba en una oficina bancaria, no alejada de su domicilio, aunque completaba sus ingresos llevando la representación de diversos artistas de la copla y el baile, que actuaban durante los fines de semana por diversas localidades de la provincia. Desde mi balcón veía como Aire o Rocío, junto a su madre, despedían al apuesto y delgado papá, don Adrián, que siempre iba encorbatado y vistiendo chaqueta gris, junto a jóvenes y mayores bailaoras, cantaores y palmeros. Todos ellos se esmeraban en ir guardando un amplio atalaje de guitarras, castañuelas, instrumental de viento y ese cromático vestuario, en aquel viejo, destartalado y cansado jeep que los trasladaba a todos esos destinos de actuación para la diversión y encanto ilusionado de los mayores.

Aunque los años de la infancia son ya propicios para la captación de muchos detalles, gestos y miradas, es una edad en la que resulta difícil enlazar, tejer y coordinar toda esa información con la que poder entender el trasfondo de las historias que están sucediendo a tu alrededor. El tiempo y la experiencia son buenos maestros explicativos para la comprensión de una realidad que sólo resulta comprensible con el paso de los años. El papá de Aire se había encaprichado de una bellísima y joven bailaora con la que al parecer mantenía unas relaciones complementarias fuera del hogar. Su mujer intentó salvar el matrimonio, afrontando un nuevo embarazo que trajo al mundo una nueva hermana para Aire, Lourdes, que sería seis años menor. No fue la única hermana que tuvo mi admirada amiga, pues la chica del baile también tuvo un hijo de don Adrián, con el que se uniría definitivamente, dejando roto el núcleo familiar de mi querida vecina.

Todas estas vivencias afectaban ¡cómo no! al estado anímico de Aire. Había días en que, entre juego y juego, se le escapaba alguna confidencia o suspiro, cuando su proverbial alegría se transformaba en una mueca de tristeza y preocupación. Ante mis insistentes  preguntas, ella al fin se sinceraba explicándome, con alguna lagrimilla de por medio, que había tenido que contemplar y sufrir una nueva discusión entre sus padres. Pero juntos lográbamos que pronto volvieran la sonrisas y el mejor talante en esos juegos y paseos, mezclados de alguna osada travesura, para divertimento y solaz en tantas tardes del cálido estío veraniego. 
 
Ambos crecimos hacia esa adolescencia plena de contrastes, en las respuestas, los proyectos y el crecimiento personal para esa nueva etapa del instituto y los cambios hormonales. Hubo momentos de furor intimista y otros en los que el distanciamiento nos hizo buscar nuevas y diferentes oportunidades para la vida relacional. Los años de facultad fueron al tiempo sobreviniendo y el cambio de residencia, en mi caso, nos alejó de una forma definitiva. Por eso hoy, tras décadas de calendario y al pararme delante de la que fue su casa, recuperé, siquiera por unos instantes, aquella ilusión y fortaleza de nuestra proximidad y complicidad en la infancia, aquellos intensos sentimientos juveniles, posteriormente frustrados, junto a ese deseo por saber qué habría podido ser de esta persona, una “divinal musa” de mis raíces y recuerdos, al paso inevitable de los años. 

En días sucesivos, puse manos a la tarea de encontrar algún rastro o camino que pudiera acercarme a la realidad actual de la bella y encantadora Aire o Rocío. La empresa era en efecto difícil y complicada, a causa de sumar varias décadas la evolución de nuestras vidas y a la escasez de datos que yo podría aportar. Suponía un esfuerzo basado en el idealismo de una época que, lógicamente, ya no habría de volver. Tengo buenos amigos, expertamente cualificados en las redes sociales, a los que pedí ayuda dada mi inexperiencia en estos mecanismos para la localización de personas. Realmente solo poseía su nombre y primer apellido como elemento de primera ayuda. Su segundo apellido era uno de esos términos que, de poco pronunciarlos, llegan a borrarse en los archivos cerebrales.

Tras varios intentos de acercamiento a nuestro objetivo de búsqueda, los resultados comenzaron a tornarse desalentadores. Jugábamos con las tres posibilidades, llamadas  Rocío, María del Rocío o el de Aire, pues tal vez podía ser permisible su utilización en la actualidad. Una aplicación de la red (Namespedia) nos indicó que el nombre de Aire había sido encontrado 132 veces en 19 países diferentes (también como apellido, 228 veces en 22 países). Rastreando su primer apellido, en Málaga, apareció un listado de nombres con la suerte de que leyendo el nombre completo recordé su segundo apellido, también poco usual. Pero esta mujer no era Aire o Rocío, sino Lourdes. ¡Podía ser su hermana! En un par de horas las dificultades se fueron difuminando y tenía en mi ordenador un correo electrónico como respuesta al que previamente yo había enviado, por cierto bastante explicativo.

Efectivamente era su hermana Lourdes. Decía que, dado el paso de los años, se acordaba muy “vagamente” de mí. En relación a su hermana, me comentaba que ella le explicaría el interés que yo mostraba por saludarla y que a tenor de su disposición me daría los datos pertinentes. Pasaron unos cuantos días, sin tener noticias de esta persona. Probablemente las dos hermanas estaban haciendo averiguaciones al respecto, antes de establecer alguna nueva comunicación con mi dirección electrónica. Una semana después de este primer contacto, mientras estaba conduciendo, escucho una llamada a mi móvil. Una vez estacionado el vehículo, traté de reconocer ese número. Era de Madrid. Pensé que probablemente se trataba de algún mensaje publicitario. Pero esa misma noche, volvió a sonar la llamada del iPhone.

“Hola, buenas noches. Soy Rocío, aunque tal vez me recuerdes mejor por ese Aire, curiosa ocurrencia de mis padres. Según me ha explicado mi hermana, te has aplicado en localizarme. Al contrario de Lourdes, yo sí me acuerdo perfectamente de ti, a pesar de todos los años transcurridos. Me ha impresionado que a pesar del largo tiempo que ha pasado, desde nuestra infantil vecindad en aquella calle de Málaga, donde nacimos, jugamos y compartimos tantas y tantas complicidades, manteniendo una magnífica relación hasta los años de la adolescencia, te hayas puesto a estas alturas de nuestras vidas en localizarme.

Sería estupendo que ya en la madurez nos volviéramos a encontrar ¡después de cuatro décadas, sin saber nada el uno del otro! Confío, desde luego, en que te encuentres bien. Te hablo desde Madrid, la ciudad donde resido desde los años setenta. La verdad es que suelo ir poco por Málaga. Ya entenderás los motivos. Mi hermana Lourdes viene con frecuencia hasta la capital, ahora que también ella está jubilada de su trabajo. Ya tienes mi número de teléfono en el móvil. Cuando pases por Madrid, me echas una llamada y quedamos. Recordaremos aquellos muy buenos momentos que para mi, con tu admirable esfuerzo, han vuelto a tomar nueva vida, despertando ilusiones que pensaba  habían desaparecido”. 
 
Me impactó escuchar de nuevo su voz, aunque debo reconocer que el tono en su dicción no era el que yo recordaba de nuestras conversaciones e intimidades juveniles. Por supuesto que le aseguré que, a corto plazo, haría lo posible por desplazarme a la capital madrileña. Le avisaría con la suficiente antelación a fin de que pudiéramos reencontrarnos, recuperando muchas vivencias de nuestro pasado. Creía honestamente que la ilusión era recíproca y sincera por ambas partes.

Tres semanas más tarde, viajaba en el AVE camino de Madrid. Sobra añadir que me embargaba unos sentimientos muy contrastados. Había en ellos una mezcla de curiosidad, intriga, temor, ilusión, necesidad, impaciencia, pudor … Ciertamente el trayecto de las dos horas y media se me hizo inusualmente muy corto. Entendí como algo extraño, pese a mi ofrecimiento inicial de vernos en algún restaurante o cafetería de la Gran Vía madrileña, que Aire tomara la decisión de facilitarme una dirección para nuestro encuentro. Era precisamente la de su casa, en un muy veterano caserón de viviendas del antiguo barrio de Hortaleza. 

Tras dejar el equipaje en la habitación del hotel y presumidamente asearme, me desplacé a pie hasta su domicilio, pues el trayecto a recorrer era relativamente corto y un buen paseo me iba a sentar bien antes de esa entrevista por la que tanto me había esforzado. Subí hasta la tercera planta de un bloque que parecía haber sido reformado, abriéndome la puerta una señora de mediana edad a quien le indiqué mi identidad y el objeto de la visita. Me pasó a una salita de estar y allí esperé durante unos breves minutos. Al tiempo apareció otra señora también mayor, que impulsaba con sus manos el desplazamiento de una silla de ruedas donde ella iba sentada. Me levanté de inmediato del sofá, para saludar con afecto a la persona que me recibía en su casa. Ambos nos quedamos mirándonos en silencio durante bastantes segundos, primero con asombro y posteriormente con una educada sonrisa. Seguro que a ella le ocurría lo mismo que a mi. Resultaba extremadamente difícil y hasta cierto punto cruel tratar de reconocer, en nuestros muy “castigados” cuerpos actuales, la imagen de aquellos niños o adolescentes, en los ya muy lejanos años cincuenta y sesenta de nuestra memoria.

Aire y yo intercambiamos, durante casi una hora y media, muchos recuerdos del pasado y algunos retazos significativos de nuestras respectivas existencias, compartiendo sendas tazas de té. Antes de despedirnos, quiso mostrarme una habitación interior donde tenía montado un pequeño taller donde seguía trabajando, desde su silla de ruedas, esos chapones, pinturas, cartones y atalajes con los que construía bellas e imaginativas maquetas. Así se distraía y se ayudaba para completar una pequeña pensión que le había quedado de su difunta pareja. Dada su situación física actual, salía poco de casa y apenas viajaba. Aquella imaginativa afición de pequeña le estaba siendo ahora muy útil, en esta fase avanzada de su vida. Prometí que le escribiría de manera periódica y que en otra oportunidad volvería a visitarla. Le entregué un bien acabado colgante de plata, del que pendía una preciosa biznaga, como regalo y recuerdo de la provincia donde nació. Un emocional beso selló nuestra cariñosa despedida.

Al salir de su casa, me dirigí directamente a la estación de Atocha, donde adelanté mi vuelta a Málaga para la mañana siguiente, cambiando el correspondiente billete. Aquella noche, en la habitación de mi hotel, lo que hice también durante el viaje de regreso, reflexionaba acerca del paso del tiempo y la evolución que va dejando en las personas.

Sólo en mi imaginación podría intentar recuperar aquellas vivencias de la niñez, en íntima conexión con una muy atractiva vecina a la que nunca olvidé. Pero la medida del tiempo sigue su avance continuo, sin permitir bajo su férreo mecanismo posibilidad alguna para su posterior recuperación. Ese impasible recorrido nos hace cambiar, no sólo en la apariencia física (las más de las veces con una cruel y extremada dureza) sino también en nuestra estructura psicológica y relacional. Querer hacer realidad la imagen que yo tenía de mi amiga Aire fue sólo una “infantil” e imposible travesura que al pasar por nuestra calle me planteé como reto. Hoy es doña Mª del Rocio, una entrañable y muy veterana señora que continúa, con vital y abnegada ilusión, construyendo allá en Madrid nuevas y habilidosas casitas de muñecas, para el juego y divertimento de todos aquéllos que aún pueden creer en la misteriosa magia de las sonrisas.- 


José L. Casado Toro (viernes, 12 de Mayo 2017)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga


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