Siempre puntual, para dibujar con su ejemplo la minuciosa
técnica en la que trabaja, eleva las persianas metálicas de su pequeño local
cada mañana, cuando los relojes marcan las 9.30 horas. Tasio
es un hombre ya considerado mayor por su edad (se halla muy cerca de cumplir la
sexta década en sus años de vida) aunque mantiene un optimista y envidiable espíritu
juvenil, junto una tenacidad en el cumplimiento de sus obligaciones
verdaderamente admirable. Quiso aprender el oficio de su padre, propietario de un reconocido taller de relojería, en
aquellos años en que el franquismo declinaba a causa de la evolución
sociológica del país y también por la vejez acentuada del autoritario dirigente
político.
Persona laboriosa, atiende a la clientela que acude
a su establecimiento con una respuesta eficazmente responsable que permite
“sanar” los problemas de funcionamiento en esas máquinas, cada vez más
sofisticadas, que miden los tiempos de nuestras vidas. La realidad profesional
de los cada vez más escasos relojeros, en el latido comercial de nuestras
calles y plazas, es tradicional y siempre nueva a la vez. Esas pequeñas
máquinas, en su medida de los segundos y las horas, a veces atrasan y en otras ocasiones
adelantan. Entonces hay que buscar el punto o equilibrio correcto, a fin de que
el tiempo mecánico sea el mismo que marca ese
otro tiempo existencial.
En no pocas ocasiones, el motor de esas máquinas suele
bloquearse por múltiples causas. No siempre el usuario ejerce el trato adecuado
sobre los pequeños mecanismos que articulan su funcionamiento. Los golpes, la
suciedad ambiental, la desacertada inmersión en las aguas de playas y piscinas,
la deficiente calidad en los materiales de algunas marcas, el continuo rodaje
de esas minúsculas piezas que lo conforman, el “cansancio” propio del laborioso
mecanismo etc. son las causas que provocan esas incómodas averías, de mayor o
menor gravedad, que penosamente detienen el proceso. Ello nos impulsa a buscar en
esos muy escasos artesanos que aún van quedando en el servicio, las manos
expertas que permiten recuperar en nuestros relojes las
mejores respuestas posibles para sus puntuales “dolencias”.
Hoy en día, el trabajo más frecuente realizado en
un taller de relojería consiste en la reposición de esas minúsculas baterías,
que ofrecen la innegociable y necesaria energía
para que el mecanismo del tiempo funcione. Bien es cierto que hay relojes que
generan su propio “combustible” con el autónomo movimiento de nuestros brazos o
con ese habitual y simple recurso, en la base de todos los tiempos, de dar
“cuerda” a la ruedecilla que almacenará la energía necesaria, para el continuo
y rítmico tic-tac de segunderos y minuteros. Sin embargo, ante los atractivos
precios que alcanzan los relojes de modesta calidad en los comercios, los
usuarios de los mismos deciden, cuando el funcionamiento del que poseen no es ya
el correcto, comprar uno nuevo cuya duración sin averías no será, por supuesto,
prolongada en exceso. A causa de ello, la dedicación artesanal de estos
profesionales se va reduciendo y ahora son escasos los talleres que conservan o
mantienen esta difícil y artesanal actividad.
Tasio no tiene hijos. Enviudó siendo relativamente
joven (con treinta y siete años) y no ha querido volver a pasar de nuevo por la
vicaría o el juzgado. En diversos momentos de su vida ha mantenido algunas
relaciones afectivas pero, tras esas puntuales experiencias, ha preferido siempre
mantener la libertad y su autonomía personal, con el coste o pago indudable de
los también ingratos tiempos de soledad.
Pero, con fortuna, también ha sabido y
podido contar con buenos amigos y, de manera especial, realizándose con el
ejercicio de esa continua profesionalidad que tanto reporta para el goce individual
de cada persona.
A media mañana de un lunes otoñal, mientras trabajaba
con su severa lupa ocular sobre un antiguo reloj de marca, un joven que
aparentaba “veintipocos” años, vistiendo trenka azul, vaqueros del mismo color
y unas Converse blancas aún de buen uso, entró con lentitud en su
establecimiento. Usando corrección en las formas, pero disimulando un cierto
nerviosismo, le expresó aquello que deseaba:
“Buenos días, Sr. Tasio. Confío en
que me pueda ayudar. Mi nombre es Beltrán y
tengo veintiún años. La titulación por mis estudios alcanza solo hasta el
Graduado en la ESO. Comencé un módulo elemental de formación profesional, en
tecnología, pero al fin lo tuve que dejar. En casa había necesidad de que
entrara un sueldo, más o menos fijo, por lo que comencé a trabajar en una
cafetería. Y ahí sigo, en el turno de tarde. Desde las tres hasta las once de
la noche. La verdad es que nunca he sido muy bueno con los libros.
El motivo de contarle todo esto es
para confesarle que, desde que era pequeño, siempre me ha gustado manejar y
reconstruir los mecanismos más insospechados. Pero, entre todos ellos, mi gran
afición es aprender a dominar el mecanismo de los relojes. Cuando en casa
teníamos alguno, ya sin uso, solía desarmarlo para jugar con todas esas pequeñas
piezas que conforman su funcionamiento. Le aclaro que en la F.P. no hay módulos
de relojería. Al menos, yo no los conozco.
En definitiva, que me gustaría
aprender. Mi madre me ha animado para que venga a su taller de relojería y le
pida si me pudiera ayudar. Me haría muy feliz si Vd. me enseñara. Tengo las
mañanas libres. Debo aclararle que no le estoy pidiendo trabajo. Solo que
quisiera ayudarme a convertirme en un buen relojero. Su taller, entre los pocos
que hoy existen, tiene buen prestigio. Por supuesto que si hay que trabajar en
lo que haya aprendido… no hay problema alguno. Esto es todo lo que le quería
decir. Y muchas gracias por su paciencia en escucharme”.
La resultó curioso que este tan expresivo joven conociera
su nombre. No recordaba haberle visto nunca en su establecimiento. Pero se
sintió un tanto conmovido por la espontánea convicción que Beltrán ofrecía, noble
actitud que le hacía confiar en su
credibilidad. Tasio, hombre que solía distinguirse
por su generosidad, se prestó a enseñarle poco a poco los rudimentos básicos
del oficio, siempre y cuando el comportamiento de su alumno fuera responsable,
en el día a día. Además, el no haber gozado del don de la paternidad le
impulsaba, aun más si cabe, a ofrecer ayuda a una joven persona que, al
parecer, sentía el preciado oficio de relojero. Estuvo hablando un buen rato
con el que iba a ser su futuro discípulo, pues deseaba conocer algo más (con el
respeto correspondiente) de quien iba a compartir con él muchas de las horas en
el taller. Incluso se atrevió a comentarle que si colaboraba eficazmente en su
trabajo, cada final de mes le daría alguna compensación económica.
El intercambio generacional entre maestro y
discípulo fue enriquecedor para ambas partes, en el discurrir de los días. El
veterano relojero se sentía feliz compartiendo los amplios conocimientos que
había recibido de su padre, destreza consolidada a través de un ejercicio
continuado, durante décadas, utilizando una sabia microtecnología en la reparación y funcionamiento de tan heterogéneas
máquinas del tiempo. Por su parte, el joven Beltrán se mostraba atento y receptivo
en el aprendizaje de unas habilidades cuya metodología práctica, basada en la
experiencia, mejoraba y potenciaba la exposición de cualquier manual o
bibliografía especializada. Por cierto, cada final de mes, su maestro le
entregaba un sobre en el que iba alguna cantidad económica, con la que deseaba
compensar la ayuda que recibía de un joven compañero, siempre respetuoso y colaborador
con el propietario del taller.
“Sí, a lo largo de mis muchos años de
trabajo, he tenido no pocas anécdotas y experiencias, algunas de ellas divertidas,
junto a otras menos alegres. Cierta mañana en verano, cuando el calor arrasaba,
veo entrar en el local a una chica adolescente, con atuendo de playa. Me
comenta que deseaba hacer un regalo a su “pareja” que celebraba su “cumple” la
semana siguiente. Estuvo mirando una partida de relojes de segunda mano que yo había
reparado y arreglado con plenas garantías. Lógicamente, son máquinas de calidad
que, por una u otra causa han llegado a mi tienda, pudiéndolas vender a un precio
muy interesante. Después de estar mirando numerosas piezas, en esa caja de las
ofertas, consultando precios y calidades, me dijo que se lo iba a pensar más
despacio antes de tomar una decisión en la elección del regalo más adecuado
para su novio.
Unos días más tarde, volvió a entrar
en el establecimiento la misma jovencita. Venía en esta ocasión acompañada por
una señora que decía ser su madre. Me indicó que su hija tenía algo que
decirme. Con voz entrecortada, la chica confesó que se sentía avergonzada por
el mal comportamiento que había tenido aquella mañana, cuando se interesó por
alguna buena oferta para regalar. Se había llevado uno de los relojes, de
manera inadvertida para mí. Ahora lo devolvía, pidiéndome perdón por su mal
proceder. Obviamente, su madre había visto la valiosa pieza en el dormitorio de
su hija y actuó en consecuencia, con la necesaria responsabilidad. Comentó que
ese mal comportamiento había de ser corregido con la oportuna rigidez y la
primera medida era devolviendo el hurto realizado, mostrando públicamente el
correspondiente arrepentimiento.
¿Sabes lo que le dije a la chica?
Pues que ese mal proceder no era un buen camino para una linda jovencita como
ella. Que aceptaba sus disculpas y que si me prometía, en verdad, no volver a
cometer esas graves faltas delictivas en toda la vida, se pasase el día de su
santo por mi establecimiento. Tendría un buen detalle para ella. La verdad es
que no volví a ver a Saray, pero la actitud que todos mostramos (madre,
hija y yo mismo) creo que fue positiva y por supuesto muy educativa”.
Pasaron los meses que, al tiempo, fueron sumando
años, en la vida de estas personas. Beltrán siguió trabajando, ya contratado en
jornada completa, en la actividad de su preferencia, bien adiestrado por su buen
amigo y maestro Tasio. En cuanto a éste, ese tiempo que tan exactamente marcaba
con sus relojes comenzó a pasarle factura. Le estaba fallando un sentido tan
necesario en todas las personas cual es la agudeza visual. Y más en un
“mecánico” de la relojería. Pero, además de la vista, otro capacidad física fue
también progresivamente degradándose en su persona. El pulso era cada vez más
inseguro en el movimiento de sus manos. Al tener que manejar piezas tan
diminutas, en los difíciles mecanismo de las máquinas, no podía permitirse
fallos o errores en la exactitud de su complicada labor. Decidió, por
consiguiente, acceder a una bien ganada jubilación como empresario autónomo.
Aquella mañana de abril, pidió a Beltrán que le
acompañase a un despacho notarial. Días antes, había hablado largamente con su ahora
empleado y buen amigo explicándole, con franqueza y generosidad, sus
intenciones. Tenía decidido traspasarle todo el material de la relojería y
también el pequeño local, sito en la céntrica y popular plaza de la Iglesia.
Valoraba todo ello en una cantidad meramente testimonial (apenas un 20% de su
valor real) que Beltrán asumiría en cómodos pagos mensuales. La jubilación como
autónomo le permitía cobrar una modesta pensión con la que tendría suficiente
para vivir con dignidad.
A día de hoy, Tasio mantiene una aceptable calidad
de vida en el estado orgánico de su salud. Disfruta con la placidez de las
tardes y esas ilusionadas esperanzas del alba. De vez en vez, suele visitar a
Beltrán y juntos comparten ese fraternal aperitivo y la siempre grata
conversación. Pertenecen a dos generaciones concurrentes. Dos amigos, buen maestro y mejor discípulo,
como si fueran padre e hijo.
Sólo una persona conoce que ese preclaro “hijo afectivo” lo es también, realmente,
en la filiación o realidad genética. Esa persona es, precisamente, la madre del
que hoy es un joven empresario de uno de los escasos y necesarios talleres de
relojería, pequeño pero muy bien ubicado, para el servicio del tiempo en el histórico
centro urbano de la ciudad.-
José L. Casado Toro (viernes, 27 de Enero 2017)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria.
Málaga