Ambos habíamos
llegado a nuestras respectivas paradas, enfrentadas y separadas por la limitada
amplitud de la calzada, con un generoso tiempo de espera para la llegada de los
respectivos buses. Por muy breves segundos, perdimos la posibilidad de subir a los
anteriores vehículos de esta línea de viajeros, que se suelen cruzar precisamente
en esta zona de la carretera desde sus respectivos orígenes. El destino inmediato
de una joven mujer era bajar en dirección al mar, en el sur. El mío, subir hacia
el norte, allá en la montaña.
Entonces comenzamos
a practicar ese rítmico ritual de dar cortos paseos, por el vacío y desangelado
espacio habilitado en nuestras respectivos puntos de espera. Al menos yo, podía
entretener el paso de los minutos comprobando la estructura horaria de esta línea
de transporte, a través de diversas pegatinas informativas pegadas en una cristalera
lateral. En su caso hacer lo mismo no le era posible, pues la estructura de su parada
estaba completamente derribada por la acción destructiva de un gran volumen de tierra
y grandes cascotes de piedra. El efecto de las fuertes lluvias, caídas en los días
precedentes, había provocado el derrumbamiento de un flanco o muro de ladera montañosa,
con el dañino efecto sobre la mampara, las placas verticales y los asientos de esa
construcción habilitada para la espera de los pasajeros, en esta muy utilizada línea
de transporte interurbana.
Como en
aquel momento éramos los únicos usuarios, en las dos paradas de viajeros, de una
manera más o menos furtiva nos íbamos observando aunque, con formas educadas, tratábamos
de mantener la discreción en nuestras respectivas miradas.
Tenía allá,
ante mí, a una joven de mediana estatura, que rondaría la treintena en su edad.
Morena de cabello, cubría sus ojos con una gafas claras de montura plateada. Vestía
un suéter de rayas moradas y blancas, pantalón azul oscuro ceñido, probablemente
de lycra, cubriendo la delgadez de su anatomía con una “colegial” y ya muy ajada
trenka, del mismo color negro como también lo eran sus zapatos de bajo tacón. Miraba,
una y otra vez, a la carretera que ascendía hacia el pueblo blanco, encastrado en
la zona media alta de la sierra norte. Pero su bus, respetando las frecuencias horarias
marcadas en la pegatina de información, aún tardaría unos minutos en aparecer, a
fin de recoger a esa única viajera que aguardaba con muestras inequívocas de juvenil
impaciencia.
En un inesperado
momento, la chica rompió el hielo del silencio recíproco, desde el otro lado de
la carretera. “Por favor ¿no tendría ya que pasar el bus? Aunque vas en
dirección opuesta ¿llevas mucho tiempo también esperando? Lo digo porque cuando
llegué a mi parada, ya te encontrabas ahí”.
Su voz tenía
un cierto acento sudamericano. Mostraba ser una persona agradable, con la saludable
necesidad de comunicar. Probablemente no conocía bien la dinámica de frecuencias,
en los buses que por allí circulaban, tratando de compensar su evidente impaciencia
con esas palabras que casi siempre ayudan a sosegar los traviesos nervios del momento.
Su espontaneidad expresiva, desde el otro flanco de la carretera, resultaba atrevidamente
simpática y estimulante.
De una manera
didáctica y “a plena voz” le tuve que explicar, a mi receptiva interlocutora, que
los dos autobuses que, más o menos previsiblemente, se iban a cruzar en este punto
del trayecto, habían partido desde sus respetivos orígenes a las 17.05 minutos,
según indicaba la información de la empresa de transporte. Solían tardar entre 10
y 12 minutos desde sus estaciones de origen, por lo que estarían ya a punto de aparecer
ante nuestra vista pues, según había comprobado en el móvil, eran las cinco y cuarto
de la tarde. Añadí un breve comentario jocoso, acerca del estado ruinoso de su punto
de espera, indicándole que tuviera especial cuidado con ese lateral del monte que,
con tan intensa lluvia caída durante los últimos días, había perdido su compacidad
y firmeza.
Cuando parecía
estarse iniciando una curiosa e inesperada conversación, entre dos personas que
muy probablemente nunca antes habían coincidido, vi llegar desde lejos a mi bus,
que ascendía esforzadamente por este tramo de la carretera, estructuralmente dotado
con un gran angular. Me despedí de la chica, deseándola pasara una buena tarde.
Ella lo agradeció con breves palabras y una sonrisa. A poco de iniciar mi corto
viaje hacia el pueblo de la montaña, me crucé con el otro vehículo que bajaba, camino
de ese punto de confluencia, donde esperaría impaciente la chica “sin nombre”.
Esta simple
y simpática anécdota no alcanzaría mayor importancia y pasaría rápidamente al estante
de los olvidos, en nuestra bien recargada memoria. Así fue como sucedió en los próximos
días. Pero el azar, que tiñe de diversos colores nuestro diario caminar, quiso que,
de manera sorprendente y casual, aquella historia del fugaz encuentro entre dos
personas continuase. El reencuentro acaeció el sábado siguiente.
Había una vez
más bajado hacia el pueblo del mar, en donde tenía que realizar unas pequeñas compras
de material para unos arreglos de bricolaje. En pleno centro de la villa costera,
me detuve en unos jardines a fin de responder a un whatsapp que acababa de llegarme.
Unos pequeños jugaban, mientras padres y madres descansaban y controlaban los movimientos
de sus hijos. Y la casualidad, difícil de explicar, generó un nuevo encuentro con
la joven “anónima”. Ambos nos reconocimos, en una escenografía que tenía no pocos elementos cinematográficos.
Tras un cordial
saludo, quisimos desvelar nuestros nombres. Pamela, que estaba
ojeando uno de esos diarios gratuitos que se reparten a diario, inequívocamente
quería o necesitaba prolongar aquel inicio de la conversación, que ambos habíamos
iniciado en los bordes opuesto de la carretera. Siempre expresiva y amable, comenzó
a desgranar, de manera espontánea, el breve currículo que le significaba. Me dispuse
a escucharla, con la atención y el interés propio de la, nuevamente acaecida, peculiar
situación.
“A pesar de
mi juventud (aún no he cumplido la treintena) he tenido una vida bastante agitada.
Tuvimos que venirnos acá, desde mi país, Argentina, mi mayma y yo, hace
ya casi cinco meses. Aunque no tengo muchos estudios, pude encontrar, al finalizar
la secundaria, un puesto de administrativa en una gran empresa que fabrica accesorios
para los carros, como llamamos a los coches allá. Tuve la debilidad de encariñarme
con uno de los jefes, llamado Sandro Labarca … no
olvidaré su nombre. Cuando me sentí utilizada, hasta la degradación, quise poner
tierra de por medio. Pero este hombre mayor, muy posesivo y a ratos violento, comenzó
a hacerme la vida imposible. El maltrato que sufría era insoportable y, día tras
día, el miedo se me subía por las venas.
Mayma, la abuela
que me crió, quiso liberarme de la persecución a que me sometía este mal hombre,
poderoso socialmente y enloquecido con sus innobles deseos. Teníamos miedo. Había
que huir ¡Vaya palabra! ¿verdad? Ambas decidimos venirnos a este país hermano, prácticamente
con lo puesto y algunos ahorrillos. Elegimos esta bella ciudad costera, por su buen
clima y la alegría comunicativa de que hacen gala sus gentes, según me hablaron
unos compatriotas.
Estamos compartiendo
una pequeña habitación de alquiler, en donde se nos ha habilitado una litera para
el descanso, pues no caben allí dos camas. Tenemos derecho al baño y cocina,
Además podemos ver la tele, que la señora Engracia tiene instalada en el salón comedor.
Mi mayma es muy habilidosa con esto de las labores. Fabrica unas
muñecas de trapo, muy lindas, que las vendemos en el mercadillo semanal y también
en algunas plazas y calles, aunque la policía a veces nos deja hacerlo y otras nos
manda retirar la mercancía. Ahora te las enseño”.
Me asombraba
la exagerada locuacidad y la amplia confianza que la joven Pamela depositaba en
mi persona, narrando con tantos detalles una situación que era en sumo complicada.
Sin embargo ella lo afrontaba con una gran entereza y admirable normalidad.
“Y qué estaba
haciendo yo, la otra tarde, cuando nos conocimos en aquella parada de la carretera?
Busco trabajo, cada uno de los días, pero lo poco que me sale y me ofrecen tipejos
tan “boludos” con los que tengo que tratar es como para no contar. Esa tarde, subí
para tener una entrevista con un empresario de muchos locales de alterne, que tiene
repartidos por varias regiones españolas. Se alojaba en el hotel, situado cerca
de la parada del bus. Ya puedes imaginarte lo que me ofreció. Trabajo de casi doce
horas diarias, atender a los clientes, tanto en la barra como en los reservados
y, además, entregarle una importante comisión mensual de lo poco que se me iba a
pagar por mi labor. Él se encargaría de gestionar y controlar todo mi trabajo. Por
supuesto, tendría que desplazarme, sin rechistar, a la provincia o localidad donde
se me ordenara. Le respondí que me olvidara y punto. Por eso tenía tanta interés
en alejarme de tan asqueroso “tipejo”.
Y así son las
“estupendas labores” que te llegan, en estos tiempos difíciles. Hubo un grupo formado
por gente extraña, que buscaba modelos para fotos eróticas. Otro me propuso hacer
seguros a comisión, a través de Internet, teniendo yo que pagar un porcentaje de
los gastos de teléfono. En la restauración, ya sabes: meterte en la cocina, fregando
platos y cubiertos, teniendo que cubrir horarios que después no te retribuyen y
“sin protestar”. A la menor reclamación te enseñan la puerta de la calle y sin indemnización.
Tienen colas de personas para esos puesto donde se te explota de la forma más mísera
e ilegal.
Total, que
seguimos con nuestras muñecas de trapo que, como ves, son preciosas y van teniendo
una buena aceptación. Aquí llevo unas cuantas para ofrecer a un comerciante de artículos
y juguetes para niños. Rotamos por algunos mercadillos semanales y, cuando podemos,
montamos el tenderete en las plazas y calles por donde circule más la gente. ¡Que
le vamos a hacer! Tenemos que comer cada día”.
Lógicamente,
tenía que ser generoso con toda esa amplísima confianza y detallismo
comunicativo que estaba recibiendo de mi interlocutora y ocasional amiga. Tenía
en mi proximidad a una chica joven, maltratada por el destino, que había tenido
que abandonar su país y buscar refugio en España. Con la ayuda de su abuela, se
ganaba esos euros necesarios para el sustento básico de cada día. En una época difícil
para el trabajo y dada la escasa cualificación por sus estudios, practicaba la venta
ambulante, mientras buscaba esa complicada estabilidad laboral que no llegaba o
el trabajo que se le ofrecía en condiciones verdaderamente penosas.
Decidí comprarle
una de sus pequeñas muñecas. Buscaría a quien regalarla o, tal vez, la conservaría
como recuerdo de esta peculiar y muy curiosa amistad. La elaboración de este lindo
juguete era bastante simple, pero no estaba exento de un cierto encanto. De manera
especial, por la sonrisa que mostraba en el dibujo de su rostro y por el intenso
colorido que adornaba el trajecito con el que se vestía. El precio por unidad era
de 12 euros. Le di un billete de 50, indicándole que no me diese la vuelta. Al despedirnos
le deseé mucha suerte, aconsejándole que actuara con sensatez y prudencia en la
vida.
El azar caprichoso,
que interviene en la privacidad de nuestras agendas, hizo que ella y yo no volviésemos
a coincidir durante los próximos meses. Bien es verdad que, siempre que pasaba por
aquel jardín o cuando esperaba la llegada del bus, en la parada ya restaurada, recordaba
la historia de Pamela, con sus desventuras y proyectos. No quise deshacerme de la
muñeca de trapo que sigue adornando, con esa tierna imagen infantil, una de las
preferidas estanterías donde reposan mis libros.
Una tarde de
playa, en pleno tórrido agosto, me acerqué a uno de los alegres puestos de helados,
que se instalan cerca de la arena. Azotaba bastante el viento de terral y el calor
resultaba insoportable. Había mucha chiquillería y personas adultas, aguardando
su turno para comprar esos refrescantes polos y helados, junto a otras suculentas
“chucherías”. Mientras observaba el listado de productos disponibles, escuché una
voz que me resultó “familiar” en el recuerdo. Decía, algo así como “Sandro,
no me seas tan boludo, que me haces daño…” Levanté mis ojos del cartelón
de los helados y vi que allí, más adelante en la cola, estaba Pamela, la chica
de las muñecas, acompañada por un señor mucho más mayor que ella. Ambos jugueteaban
entre risas, intercambiando desenfadadas y zalameras carantoñas.-
José L. Casado Toro (viernes, 16 de Diciembre 2016)
Antiguo profesor del I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria.
Málaga
No hay comentarios:
Publicar un comentario