Como
cada mañana, entre lunes y sábados, el despertador suena puntual en el
dormitorio de Claudia, cuando las cifras
digitales están marcando las siete en punto en el amanecer. A esa hora
temprana, el único miembro de la familia que ya ha pasado por la ducha es su
padre, Sebas, Jefe de Negociado en el Registro
Civil de la ciudad, que ha de estar, al igual que sus compañeros, a las ocho en
punto en su puesto de trabajo. Anoche excusó cenar en casa, justificando su
ausencia por una reunión con los
amigos de pádel, un supuesto motivo más en la “libreta de recursos” que trata
de disimular una nueva relación afectiva con esa apuesta joven administrativa
que hace un par de meses llegó al departamento estadístico, tras aprobar unas
oposiciones.
Aún
con los ojos “vidriosos” la joven se dirige hacia la ducha, dedicando un buen
tiempo en el cuidado de su aseo. Su trabajo en la peluquería, horario que
cumple de 10 a 14 y de 17 a 21
horas, seis días a la semana entre lunes y sábados, le exige extremar la
preparación de una agradable presencia. El jefe de este establecimiento
estético, Pietro, quiere que sus cinco
empleadas ofrezcan la mejor imagen y un eficaz servicio, de cara a la numerosa
clientela que su negocio ha ido consolidando.
Una
vez medio vestida, acude a la cocina a fin de tomar el desayuno. Cuando observa
el estado de desorden que muestra la habitación, con todos los platos,
cubiertos y restos de comida en amontonado desorden, fluye en su rostro esa
mirada de desaprobación ya habitual cada una de las mañanas. Nadie en su
familia, después de la cena, se preocupó lo más mínimo en ordenar un poco la
cocina. Tampoco ella lo hizo, pues se encontraba profundamente agotada tras un
día de intenso trabajo. Dedica unos buenos minutos en mejorar esa imagen de
abandono que tiene ante su vista, antes de prepararse unas tostadas con aceite
y un café solo con una pequeña cucharilla de azúcar a fin de reponer fuerzas.
Su
madre, Sole, todavía duerme. Los antidepresivos
de los que abusa la dejan sumida en un profundo sopor, del que no se recupera
completamente hasta más allá del mediodía. La relación con su marido es
puramente formal, de cara a la galería, pero uno y otro hace ya tiempo que dejaron
de soportarse, manteniendo ambos las ordenadas formas de cara a la convención
social. Los mejores momentos del día, en esta señora ya entrada en los canales
de la menopausia, son esas tardes entretenidas con unas amigas, con largas
horas de cotilleo, paseos y rezos,
entre iglesias y cafeterías.
La
descendencia de este peculiar matrimonio la forma, además de la joven
esteticista, el hijo mayor Marco, que trata de
abrirse camino en el mundo de la pintura, aunque la escasa venta de sus cuadros
apenas le permite ir reponiendo el material que necesita para su tarea plástica
y, también, Eva, la hija menor, que apenas pudo
sacarse el graduado en Secundaria, dada su escasa afición el mundo de las
letras, el pensamiento o las cifras. Trabaja como dependienta en una cadena de
pastelería y panadería, muy afamada en el circuito urbano local, aunque su
relación laboral no es fija sino con fases de contratación temporal.
El
trabajo de Claudia y sus compañeros en la peluquería está hoy condicionado por
el estado anímico de Pietro, el cual parece que ha discutido con su pareja Bruno, hecho que acaece con relativa frecuencia. Tras
estos frecuentes enfados del jefe, materializados con gestos autoritarios al
personal de establecimiento, las reconciliaciones de este afectado florentino
con su bien parecida pareja extremeña son espectacularmente románticos. Pronto
vuelve la calma y las suaves formas de relación, en la actividad estética que
todos realizan para atender a la nutrida clientela.
Y
así es ese día, como la mayoría de los días. Cortar, lavar, marcar, teñir,
poner las mechas, cuidados estéticos de manicura y pedicura, a toda esa nutrida
clientela integrada, de manera fundamental por señoras de mediana edad, que
cuidan con esmero su apariencia física. En general, gente con dinero y fuerte
carácter, a las que hay que tratar con extremada paciencia y delicadeza, a
pesar de sus exigencias y actitudes que lindan, con excesiva frecuencia, en el
plano o ámbito de la impertinencia. Pero hay que
saber mantener el autocontrol y aguantar las actitudes exigentes de aquellos
que pagan el servicio que reciben.
A
pesar de su juventud, una de las obligaciones que peor soporta Claudia en su
trabajo es tener que permanecer durante tantas horas de pié. Aunque las
peluqueras no estén atendiendo los servicios de algún cliente, en modo alguno
pueden estar sentadas por orden expresa de Pietro, el cual considera una pésima
imagen que los operarios uniformados puedan tomar asiento durante el tiempo en que sus servicios
no son demandados. El dolor o molestias, que siente en sus piernas y pies, al
acabar cada jornada, se hace en ocasiones incómodo o insoportable. De igual
manera, a pesar de que le resulte más o menos apetecible, según su particular
estado anímico, ha de ofrecer y mantener una fluida y agradable conversación a
la persona que atienda. En general, las opiniones y requerimientos del cliente
deberán ser, en lo posible, aceptados, sea cual sea el contenido de la
conversación y comentarios que se entablen durante la labor estética que se le
esté prestando. Esa manida frase de que “el cliente siempre tiene razón”
estaría en la línea de las “sugerencias” que Pietro ha establecido a los
trabajadores vinculados a su empresa.
En
la faceta económica, al igual que el resto de sus compañeras, recibe el salario
establecido en el convenio del sector. Esa cantidad no alcanza los mil euros
mensuales, aunque todo el personal (seis esteticistas) han establecido hacer un
fondo común con las propinas (cada vez más ocasionales) que algunos clientes
les entregan. En realidad es una somera cantidad que al final de cada mes es
dividido entre ellas, reparto en el que también participa el propietario del
establecimiento. El hecho de que los tres hermanos aún convivan bajo el techo
familiar hace que, aún aportando una cantidad para los gastos de la casa,
puedan dedicar parte de lo que ganan en sus trabajos (y Marco, cuando vende
alguna de sus pinturas) para las necesidades propias de personas jóvenes,
especialmente en la compra de ropa y el tapeo ocasional con los amigos.
Cuando
Claudia finaliza su jornada laboral, vuelve a casa profundamente cansada. Como
ya se ha comentado, aguantar tantas horas de pie, y soportar el trato de
algunas clientes, cuyo carácter raya en la impertinencia y estupidez, hace que
su cuerpo y ánimo necesiten recuperar el mejor tono, a través de esas horas de
descanso que comienzan a partir de las nueve de la noche.
Su
horario semanal le obliga a trabajar, ininterrumpidamente, de lunes a sábado.
Por este motivo recibe ilusionada la llegada del domingo
o esos días festivos que están intercalados a lo largo del calendario. Su madre
tiene establecido que las mañanas dominicales han de estar dedicadas a la
limpieza global de la casa. Al final es Claudia la que tiene que multiplicarse
en la limpieza del piso, en la puesta de la lavadora y en el planchado de la
ropa, por ser la mayor y porque sus dos hermanos tienen la habilidad suficiente
para escabullirse de sus responsabilidades. Sole repite, una y otra vez que
ella ya tiene bastante con la preparación de la comida diaria. Al menos, el
domingo por la tarde la chica lo tiene disponible para salir con alguna amiga,
ir al cine o tomar algún aperitivo o merienda.
A
pesar de su juventud, con una apariencia y carácter normalizado, no ha
sustentado relación de pareja estable. Ella lo achaca a que el destino, tal
vez, no le ha sido favorable en este aspecto de su aún corta vida. Pero, desde
hace ya un cierto tiempo, ella mantiene una ilusión, un complicado objetivo, con el que piensa daría un giro importante
en ese quehacer rutinario que protagoniza el discurrir de los días. En
concreto, anhela el momento en que pueda abandonar esa cobertura familiar que
ha presidido sus veintisiete años de vida. Ahora, tal vez incluso antes, sería
el momento apropiado de dibujar un comportamiento más autónomo, más adulto y
menos sacrificado en el que unos y otros (e incluso ella misma) están dotando a
su rutinaria existencia. Porque cada día se parece demasiado al de ayer y
también al de mañana. Pero esta semejanza repetitiva, desvitaliza y empobrece.
Y
esta imagen, normalizada en la rutina, es la que ofrecen tantos y tantos
jóvenes, durante esa etapa vital aún de convivencia en el seno del hogar
familiar. Claudia aún puede “lucir” un horario laboral en su agenda,
sacrificado e incierto, pero que compensa un ingreso mensual que siempre es
importante, situación que otras muchas chicas de su generación se afanan, con
diversa suerte, en conseguir. Para unos y otros, el fin de semana representa
una posibilidad novedosa a fin de conocer, disfrutar y compartir. Porque tras
ese corto espacio de tiempo, siempre dibujado con fe en la distracción, llegará
un nuevo lunes que “vestirá” con esas galas ya
conocidas de un camino por recorrer. Semana que, probablemente, será más de lo
igual. O, por el contrario, tal vez aportará ese color atrayente para la
novedad que les permita recuperar un esperanzado tono emocional, siempre presto
para soñar o interpretar la ilusión.-
José
L. Casado Toro (viernes, 29 de Julio 2016)
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profesor I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga