En
la leyenda o argot popular existe una expresión que suele aparecer con
distintas modalidades, según quien la comente o la situación a quien se aplica.
Me estoy refiriendo a ese dicho coloquial de que a una
persona empieza a conocérsele por su forma de vestir; o por el lenguaje
que utiliza para comunicarse con los demás; o por la tonalidad y sensibilidad
de su voz; o por la forma como se comporta al conducir su vehículo; o por la
sutileza y encanto que refleje su mirada. Y así, un largo etc. que nos ayuda a aproximarnos,
en nuestro criterio o mentalidad, a ese familiar, compañero, amigo, vecino, conocido
o viandante, sobre el que presumimos tener una visión más o menos certera o
inicial acerca de cómo dibujamos su personalidad.
Desde
luego, los parámetros que se utilizan para esa concreción identificadora son de
lo más variados y sugerentes. Y es en este momento cuando deseo añadir otro
criterio que también puede enriquecer ese curioso hábito interpretativo. ¿Cuál
es esta nueva modalidad? Pienso que también se puede conocer a una persona,
analizando la forma acerca de cómo utiliza el teclado
de su ordenador, tableta o móvil telefónico.
Hay
algunos que parecen reafirmar su personalidad golpeando sin misericordia esas
teclas, reales o virtuales, que lucen sus aparatos electrónicos. Lo hacen
provocando una acústica verdaderamente explosiva o “atronadora”, cual si
estuvieran tocando algún instrumento de percusión orquestal. Por el contrario hay
otros casos en los que vemos cómo son acariciadas, con suavidad y respeto, los
elementos de ese abecedario electrónico, que hace surgir en pantalla, de manera
casi milagrosa, las mismas letras y signos, que generaba el percutir de los que
con más fuerza aplicaban sus dedos. Vayamos,
pues, a una historia cercana que, de alguna forma, sustenta este último
criterio.
Continuaba
el tiempo desapacible, aquel sábado matinal. Aunque en principio no caía la
lluvia, la atmósfera se mostraba muy fría y el cielo completamente nublado. Por
este motivo, cambié mi primera opción de hacer unas horas de senderismo por la
naturaleza y decidí irme a la sala de estudio universitaria que suelo visitar
con frecuencia. Allí me concentro mejor en mis lecturas y trabajos. Además
evito caer en la tentación de juguetear navegando por las páginas inmensas de
Internet.
Al
entrar en el amplio salón académico, observé que las luces estaban apagadas. A
través de los amplios ventanales, que dan al exterior del edificio, entraba esa
modesta luz invernal que, al menos, permitía la lectura. Para mi sorpresa, las
numerosas mesas y sillas habilitadas en este recinto estaban desocupadas. Sólo,
junto a uno de los ventanales, había una persona, trabajando en su portátil. Era
una joven morena de ojos castaños quien, a través de sus rasgos físicos, supuse
que era de origen marroquí.
Al
ser ella y yo los dos únicos usuarios del amplísimo
salón para el estudio, le di los buenos días, saludo al que la chica
respondió con una tímida sonrisa. Hice un breve comentario acerca de lo inusual
de ver aquel gran espacio tan vacío de estudiantes y también me referí al
tiempo exterior tan incómodo y desagradable con el que se nos había presentado
el fin de semana. Me respondió unas palabras de acústica baja, comentando la imagen tan fantasmagórica que
ofrecía la facultad aquella mañana de febrero. Después continuó trabajando en
su pequeño portátil y yo alegré mi amplia mesa rellenándola con libros,
fotocopias, cuadernos y el iPod con los audios.
Dado
el intenso frío que soportábamos en aquel desangelado espacio, sin otras
personas que templaran el ambiente, los dos únicos usuarios nos cobijamos en
nuestra ropa de invierno. En su caso, un abrigo de color azul oscuro y un
pañuelo blanco anudado al cuello. Por mi parte, mantuve el aparatoso anorak que
traía desde la calle e incluso tuve la tentación de ponerme el gorro de lana
con el que salí de casa aquella mañana.
Pasaron
“con lentitud” los minutos y, de manera intermitente, avistaba a mi compañera
de estudio quien escribía laboriosamente en su ordenador, sentada a dos mesas
de distancia. Me llamó la atención la suavidad con que
tocaba las teclas de su portátil. En el silencio de aquel amplio
espacio, no provocaba ruido alguno su pulsación de las letras. Supuse que
estaría elaborando algún trabajo, encargado por su profesor. A veces detenía su
escritura informática y tomaba unas notas con su bolígrafo cristalino, en un
pequeño cuaderno que tenía junto a sí. Era extremadamente cuidadosa en no
provocar molestia alguna, en este caso, al único compañero que tenía en la
sala. Si hubiese estado sentado de espaldas a la chica, no hubiera tenido
conciencia de que alguien me acompañaba en aquel fantasmagórico espacio para el
estudio. Allí, al no ser una biblioteca, está permitido a los usuarios que
puedan hablar entre ellos, aunque un cartel en la pared ruega que no se eleve
el tono de voz. Otro simpático y significativo cartel indica la prohibición de
“jugar a las cartas”.
En
un instante concreto, la joven se acercó cuidadosamente a mi
mesa. Calzaba unas zapatillas blancas Converse que ella cuidaba no hiciesen
ruido al pisar. Me preguntó, con un tono de voz muy delicado, si me sobraba
algún bolígrafo rojo que le pudiera prestar, pues tenía que hacer unas
correcciones en ese color.
“Por supuesto. Como ves, yo también trabajo con muchos
bolígrafos y marcadores de diferente color. Me ayudan a identificar y a clasificar
las ideas y conceptos. Posteriormente, agilizo
bastante los repasos y la localización de las cuestiones más importantes, entre
todas las páginas y folios manuscritos o impresos.
Por cierto, parece que nadie se anima a venir a este
lugar de estudio, siempre tan concurrido, en esta mañana de sábado,. Me resulta
curioso verlo tan vacío de estudiantes. Observo que se ha puesto a chispear ahí
fuera. Dado el intenso nublado, con el que se había levantado el día, era más
que previsible que al final las nubes se decidieran a concedernos un buen
regado. Nada, que tenemos un día típicamente invernal”.
Me
respondió afirmativamente, asintiendo varias veces con la cabeza. Hizo algún
breve comentario con respecto a mis palabras y volvió a su mesa. Allí continuó
“acariciando” las teclas de su pequeño iBook.
Era
ya cerca de la media mañana y me apetecía tomar alguna cosa, Pero ya había
comprobado, cuando llegué al edificio, que el bar de la facultad se encontraba
cerrado. Los sábados son días de escasa concurrencia y entonces a las personas
que regentan el servicio no les es interesante mantenerlo abierto. Por este
motivo, se había habilitado, en nuestra misma sala de estudio, una máquina
automática donde poder comprar botellines de agua y refrescos, además de
bolsitas de patatas, chocolatinas, almendras o similares. Aparte del agua, lo
más importante es que allí hay otra máquina que sirve
vasitos con varias modalidades de cafés. Antes de echar las monedas, me
pareció educado ofrecer a mi compañera de sala si le apetecía alguna infusión u
otro producto del expositor. Para mi sorpresa, la chica aceptó y agradeció un
café solo.
Mientras
tomábamos nuestras calientes infusiones, mi interlocutora se mostró algo más
locuaz. Pronunciaba perfectamente el castellano, pues eran ya siete los años que
sumaban los de su residencia en España. Me preguntó qué estaba estudiando. Y ya, en ese momento, pude conocer su nombre. Celeste (curioso y bello nombre, para una mujer
natural de Marruecos). Esta joven realizaba un curso de postgrado en la
actualidad, tras haber finalizado su graduación en Ciencias Económicas.
“Comparto
piso con otras tres compañeras, no lejos de esta facultad. Siempre que puedo,
me gusta venirme a este activo lugar para estudiar, pues en casa me entretengo en
mil cosas y no aprovecho bien el tiempo. A veces suelo irme a la biblioteca,
pero me agrada más este espacio porque tanto silencio acaba aturdiéndome. La
verdad que aqu í, cuando está lleno de compañeros, el ruido resulta
algo molesto. Pero, desde luego, prefiero el murmullo a un silencio que suele
acabar dejándome casi dormida”.
Entre
otros temas, comentó que sus padres le apoyaba económicamente, durante su
estancia de España.
“Sin
embargo, tengo algunas familias en las que ejerzo de cuidadora de niños. Eso
también me ayuda para atender a los pequeños gastos. Me gusta mucho el trato
con los pequeños. En realidad, estuve a punto de hacer el grado de maestra o
pedagoga, pero al final mis padres me convencieron para la Economía. Ellos poseen
varios negocios allí en Rabat. Pero a mi me gustaba e ilusionaba estudiar en
España y, al final, ellos acabaron aceptando. Llevo casi siete años ya viviendo
en este buen y acogedor país”.
Volvimos
a nuestras mesas de trabajo. A los pocos minutos, entraron
en la sala tres estudiantes, una chica y dos varones, que obviamente conocían
a Celeste. Parece ser que habían quedado citados para una reunión del grupo de
trabajo que todos ellos formaban. Uno de estos chicos se dirigió a Celeste con
palabras recriminatorias, incluso soeces, por algún asunto ocurrido en la tarde
del viernes. Ella, de manera prudente, no respondió y comenzó a guardar sus bártulos
de trabajo. Por algunas de las duras palabras que él seguía pronunciado (más
bien, habría que decir “gritando”), era evidente que este joven era la pareja de Celeste. Vi que la joven, ante la
actitud imperativa, descortés e incluso insultante de su compañero, se mostraba
avergonzada y humillada, por esa actitud indecorosa que estaba recibiendo
delante de todos los presentes El rubor había aflorado a su rostro. “Ya está bien, hombre” fueron las palabras que me
atreví a decirle a este chico. Hizo como que no se enteró. A los pocos minutos,
los cuatro juntos abandonaron el salón. Antes de marcharse, ella me miró
entristecida, de manera fugaz.
Durante
algún tiempo no pude olvidar los hechos de los que fui partícipe y espectador
aquella fría mañana invernal. La imagen de la desconsideración verbal que
aquella chica había recibido por parte de su pareja, delante de sus compañeros,
generaba en mí un profundo rechazo. Me preguntaba cómo una joven agradable,
dulce y educada podía aguantar el comportamiento arrogante de un impresentable,
que en poco la respetaba. Si esa actitud la mostraba públicamente, que no haría
en la privacidad de su relación afectiva. ¡Qué dos caracteres más contrastados
los de ambos jóvenes!
No
volví a ver a esta chica durante unos meses. Igual no coincidíamos en los
horarios o habría vuelto a su país de origen. Pero una tarde de junio, mientras
me aproximaba a la facultad para dedicar unas horas al estudio, caminaba por
los jardines exteriores al recinto universitario. Entonces escuché detrás de mí
una voz que decía “Señor, por favor”. Me volví y ante mi se encontraba Celeste,
con el cabello más corto, algo más delgada
y con la misma expresión de inocencia y dulzura. Me saludó, añadiendo
unas cortas palabras.
“Lamento
mucho lo que tuvo que presenciar aquel día de febrero. Quiero decirle con
respecto a ese muchacho que ya no es mi pareja. Ambos rompimos y desde entonces
me siento más feliz. Aunque mis padres quieren que vuelva con ellos, he
encontrado trabajo en la administración de una empresa, aquí en un Polígono
Industrial. El contrato es por tres meses, con posibilidad de renovación. Me
siento muy esperanzada, pues ya estoy trabajando en mi especialidad. Quiero agradecerle
lo bien que me trató aquella mañana”.
Le
deseé toda la suerte del mundo. Me sonrió y la vi alejarse entre setos de
flores y árboles que nos protegían con la generosidad de su sombra.-
José
L. Casado Toro (viernes, 11 Marzo 2016)
Antiguo
profesor I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
No hay comentarios:
Publicar un comentario