viernes, 11 de marzo de 2016

PERCEPCIÓN DE CARACTERES, EN UNA FRÍA MAÑANA DE SÁBADO.

En la leyenda o argot popular existe una expresión que suele aparecer con distintas modalidades, según quien la comente o la situación a quien se aplica. Me estoy refiriendo a ese dicho coloquial de que a una persona empieza a conocérsele por su forma de vestir; o por el lenguaje que utiliza para comunicarse con los demás; o por la tonalidad y sensibilidad de su voz; o por la forma como se comporta al conducir su vehículo; o por la sutileza y encanto que refleje su mirada. Y así, un largo etc. que nos ayuda a aproximarnos, en nuestro criterio o mentalidad, a ese familiar, compañero, amigo, vecino, conocido o viandante, sobre el que presumimos tener una visión más o menos certera o inicial acerca de cómo dibujamos su personalidad.

Desde luego, los parámetros que se utilizan para esa concreción identificadora son de lo más variados y sugerentes. Y es en este momento cuando deseo añadir otro criterio que también puede enriquecer ese curioso hábito interpretativo. ¿Cuál es esta nueva modalidad? Pienso que también se puede conocer a una persona, analizando la forma acerca de cómo utiliza el teclado de su ordenador, tableta o móvil telefónico.

Hay algunos que parecen reafirmar su personalidad golpeando sin misericordia esas teclas, reales o virtuales, que lucen sus aparatos electrónicos. Lo hacen provocando una acústica verdaderamente explosiva o “atronadora”, cual si estuvieran tocando algún instrumento de percusión orquestal. Por el contrario hay otros casos en los que vemos cómo son acariciadas, con suavidad y respeto, los elementos de ese abecedario electrónico, que hace surgir en pantalla, de manera casi milagrosa, las mismas letras y signos, que generaba el percutir de los que con más fuerza aplicaban sus dedos. Vayamos, pues, a una historia cercana que, de alguna forma, sustenta este último criterio.

Continuaba el tiempo desapacible, aquel sábado matinal. Aunque en principio no caía la lluvia, la atmósfera se mostraba muy fría y el cielo completamente nublado. Por este motivo, cambié mi primera opción de hacer unas horas de senderismo por la naturaleza y decidí irme a la sala de estudio universitaria que suelo visitar con frecuencia. Allí me concentro mejor en mis lecturas y trabajos. Además evito caer en la tentación de juguetear navegando por las páginas inmensas de Internet.

Al entrar en el amplio salón académico, observé que las luces estaban apagadas. A través de los amplios ventanales, que dan al exterior del edificio, entraba esa modesta luz invernal que, al menos, permitía la lectura. Para mi sorpresa, las numerosas mesas y sillas habilitadas en este recinto estaban desocupadas. Sólo, junto a uno de los ventanales, había una persona, trabajando en su portátil. Era una joven morena de ojos castaños quien, a través de sus rasgos físicos, supuse que era de origen marroquí.

Al ser ella y yo los dos únicos usuarios del amplísimo salón para el estudio, le di los buenos días, saludo al que la chica respondió con una tímida sonrisa. Hice un breve comentario acerca de lo inusual de ver aquel gran espacio tan vacío de estudiantes y también me referí al tiempo exterior tan incómodo y desagradable con el que se nos había presentado el fin de semana. Me respondió unas palabras de acústica baja,  comentando la imagen tan fantasmagórica que ofrecía la facultad aquella mañana de febrero. Después continuó trabajando en su pequeño portátil y yo alegré mi amplia mesa rellenándola con libros, fotocopias, cuadernos y el iPod con los audios.

Dado el intenso frío que soportábamos en aquel desangelado espacio, sin otras personas que templaran el ambiente, los dos únicos usuarios nos cobijamos en nuestra ropa de invierno. En su caso, un abrigo de color azul oscuro y un pañuelo blanco anudado al cuello. Por mi parte, mantuve el aparatoso anorak que traía desde la calle e incluso tuve la tentación de ponerme el gorro de lana con el que salí de casa aquella mañana.

Pasaron “con lentitud” los minutos y, de manera intermitente, avistaba a mi compañera de estudio quien escribía laboriosamente en su ordenador, sentada a dos mesas de distancia. Me llamó la atención la suavidad con que tocaba las teclas de su portátil. En el silencio de aquel amplio espacio, no provocaba ruido alguno su pulsación de las letras. Supuse que estaría elaborando algún trabajo, encargado por su profesor. A veces detenía su escritura informática y tomaba unas notas con su bolígrafo cristalino, en un pequeño cuaderno que tenía junto a sí. Era extremadamente cuidadosa en no provocar molestia alguna, en este caso, al único compañero que tenía en la sala. Si hubiese estado sentado de espaldas a la chica, no hubiera tenido conciencia de que alguien me acompañaba en aquel fantasmagórico espacio para el estudio. Allí, al no ser una biblioteca, está permitido a los usuarios que puedan hablar entre ellos, aunque un cartel en la pared ruega que no se eleve el tono de voz. Otro simpático y significativo cartel indica la prohibición de “jugar a las cartas”.

En un instante concreto, la joven se acercó cuidadosamente a mi cuidadosamente a mi mesa, rogven se acerc usuarios de ese lugar que puedan hablar entre ellos, aunque un cartel en la par mesa. Calzaba unas zapatillas blancas Converse que ella cuidaba no hiciesen ruido al pisar. Me preguntó, con un tono de voz muy delicado, si me sobraba algún bolígrafo rojo que le pudiera prestar, pues tenía que hacer unas correcciones en ese color.

“Por supuesto. Como ves, yo también trabajo con muchos bolígrafos y marcadores de diferente color. Me ayudan a identificar y a clasificar las  ideas y conceptos. Posteriormente, agilizo bastante los repasos y la localización de las cuestiones más importantes, entre todas las páginas y folios manuscritos o impresos.

Por cierto, parece que nadie se anima a venir a este lugar de estudio, siempre tan concurrido, en esta mañana de sábado,. Me resulta curioso verlo tan vacío de estudiantes. Observo que se ha puesto a chispear ahí fuera. Dado el intenso nublado, con el que se había levantado el día, era más que previsible que al final las nubes se decidieran a concedernos un buen regado. Nada, que tenemos un día típicamente invernal”. 

Me respondió afirmativamente, asintiendo varias veces con la cabeza. Hizo algún breve comentario con respecto a mis palabras y volvió a su mesa. Allí continuó “acariciando” las teclas de su pequeño iBook.

Era ya cerca de la media mañana y me apetecía tomar alguna cosa, Pero ya había comprobado, cuando llegué al edificio, que el bar de la facultad se encontraba cerrado. Los sábados son días de escasa concurrencia y entonces a las personas que regentan el servicio no les es interesante mantenerlo abierto. Por este motivo, se había habilitado, en nuestra misma sala de estudio, una máquina automática donde poder comprar botellines de agua y refrescos, además de bolsitas de patatas, chocolatinas, almendras o similares. Aparte del agua, lo más importante es que allí hay otra máquina que sirve vasitos con varias modalidades de cafés. Antes de echar las monedas, me pareció educado ofrecer a mi compañera de sala si le apetecía alguna infusión u otro producto del expositor. Para mi sorpresa, la chica aceptó y agradeció un café solo.

Mientras tomábamos nuestras calientes infusiones, mi interlocutora se mostró algo más locuaz. Pronunciaba perfectamente el castellano, pues eran ya siete los años que sumaban los de su residencia en España. Me preguntó qué estaba estudiando.  Y ya, en ese momento, pude conocer su nombre. Celeste (curioso y bello nombre, para una mujer natural de Marruecos). Esta joven realizaba un curso de postgrado en la actualidad, tras haber finalizado su graduación en Ciencias Económicas.

“Comparto piso con otras tres compañeras, no lejos de esta facultad. Siempre que puedo, me gusta venirme a este activo lugar para estudiar, pues en casa me entretengo en mil cosas y no aprovecho bien el tiempo. A veces suelo irme a la biblioteca, pero me agrada más este espacio porque tanto silencio acaba aturdiéndome. La verdad que aqu lleno de compañeros, el ruid castellano, pues era ya siete años los que llevaba en España.venirme para estudiar a este lugar, pí, cuando está lleno de compañeros, el ruido resulta algo molesto. Pero, desde luego, prefiero el murmullo a un silencio que suele acabar dejándome casi dormida”.

Entre otros temas, comentó que sus padres le apoyaba económicamente, durante su estancia de España.

“Sin embargo, tengo algunas familias en las que ejerzo de cuidadora de niños. Eso también me ayuda para atender a los pequeños gastos. Me gusta mucho el trato con los pequeños. En realidad, estuve a punto de hacer el grado de maestra o pedagoga, pero al final mis padres me convencieron para la Economía. Ellos poseen varios negocios allí en Rabat. Pero a mi me gustaba e ilusionaba estudiar en España y, al final, ellos acabaron aceptando. Llevo casi siete años ya viviendo en este buen y acogedor país”.

Volvimos a nuestras mesas de trabajo. A los pocos minutos, entraron en la sala tres estudiantes, una chica y dos varones, que obviamente conocían a Celeste. Parece ser que habían quedado citados para una reunión del grupo de trabajo que todos ellos formaban. Uno de estos chicos se dirigió a Celeste con palabras recriminatorias, incluso soeces, por algún asunto ocurrido en la tarde del viernes. Ella, de manera prudente, no respondió y comenzó a guardar sus bártulos de trabajo. Por algunas de las duras palabras que él seguía pronunciado (más bien, habría que decir “gritando”), era evidente que este joven era la pareja de Celeste. Vi que la joven, ante la actitud imperativa, descortés e incluso insultante de su compañero, se mostraba avergonzada y humillada, por esa actitud indecorosa que estaba recibiendo delante de todos los presentes El rubor había aflorado a su rostro. “Ya está bien, hombre” fueron las palabras que me atreví a decirle a este chico. Hizo como que no se enteró. A los pocos minutos, los cuatro juntos abandonaron el salón. Antes de marcharse, ella me miró entristecida, de manera fugaz. 

Durante algún tiempo no pude olvidar los hechos de los que fui partícipe y espectador aquella fría mañana invernal. La imagen de la desconsideración verbal que aquella chica había recibido por parte de su pareja, delante de sus compañeros, generaba en mí un profundo rechazo. Me preguntaba cómo una joven agradable, dulce y educada podía aguantar el comportamiento arrogante de un impresentable, que en poco la respetaba. Si esa actitud la mostraba públicamente, que no haría en la privacidad de su relación afectiva. ¡Qué dos caracteres más contrastados los de ambos jóvenes!

No volví a ver a esta chica durante unos meses. Igual no coincidíamos en los horarios o habría vuelto a su país de origen. Pero una tarde de junio, mientras me aproximaba a la facultad para dedicar unas horas al estudio, caminaba por los jardines exteriores al recinto universitario. Entonces escuché detrás de mí una voz que decía “Señor, por favor”. Me volví y ante mi se encontraba Celeste, con el cabello más corto, algo más delgada  y con la misma expresión de inocencia y dulzura. Me saludó, añadiendo unas cortas palabras.

“Lamento mucho lo que tuvo que presenciar aquel día de febrero. Quiero decirle con respecto a ese muchacho que ya no es mi pareja. Ambos rompimos y desde entonces me siento más feliz. Aunque mis padres quieren que vuelva con ellos, he encontrado trabajo en la administración de una empresa, aquí en un Polígono Industrial. El contrato es por tres meses, con posibilidad de renovación. Me siento muy esperanzada, pues ya estoy trabajando en mi especialidad. Quiero agradecerle lo bien que me trató aquella mañana”.

Le deseé toda la suerte del mundo. Me sonrió y la vi alejarse entre setos de flores y árboles que nos protegían con la generosidad de su sombra.-

José L. Casado Toro (viernes, 11 Marzo 2016)
Antiguo profesor I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga

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