Una
tarde, mientras volvía de mis clases en la UMA, vi el cartel anunciador de un
importante espectáculo musical en la fachada del Teatro
Cervantes. Dado el interés que sin duda iba a suscitar esa actuación en
Málaga, me acerqué a la taquilla para comprar un par de entradas, a pesar de
que la fecha del espectáculo estaba fijada para un mes y medio más tarde. Anticiparse
en la adquisición de localidades siempre es positivo, pues así te aseguras una
buena butaca, en la ubicación o zona que hayas elegido, permitiéndote mejorar la
visión del escenario. Además hay determinadas localidades con precios
especiales para colectivos, como son los jóvenes o las personas mayores, que
pronto quedan agotadas en su oferta desde que son puestas a la venta. Aquel día
guardé las entradas en la billetera, aunque casi siempre lo suelo hacer en otra
cartera donde tengo las tarjetas bancarias, y otros documentos de plástico,
como son los bono buses, DNI, carnet de conducir, etc.
Normalmente,
al llegar a casa, pongo las localidades anticipadas en una carpeta archivadora,
no sin antes anotar en la agenda la fecha y hora de ese concreto espectáculo.
Sin embargo, en esta ocasión, no lo hice así. Efectivamente escribí los datos
de la atractiva actuación en la agenda pero, por alguna razón que no recuerdo,
dejé las dos entradas en la aludida billetera. Y allí permanecieron al paso de
las horas.
Unos
días más tarde, fuimos a ver una película en el único cine que queda en el
centro antiguo de la ciudad. Asistimos a la sesión de las 20:30 y a la salida
de la sala decidimos tomar algo de cena en un restaurante italiano cercano. Ya
era tarde para esperar a un autobús pues, a esas horas de la noche, la
frecuencia de paso en los mismos se hace mucho más dilatada. Por ello tomamos
un taxi para la vuelta a casa. Tras pagarle al conductor su servicio, subimos a
nuestro domicilio. Al abrir la puerta, reparé en que
la billetera no estaba en el bolsillo trasero de mi jeans. Lo más
probable es que, tras guardar la vuelta monetaria entregada por el taxista, se
me hubiese caído al asiento o al suelo del vehículo utilizado. Y fue
precisamente en aquel momento cuando recordé que, además de una cantidad de
dinero (no especialmente elevada) también había dejado guardadas en la
billetera aquellas entradas adquiridas unos días antes.
Tras
el natural nerviosismo de incomodidad y enfado, ante el error en la pérdida,
había que poner en marcha los medios adecuados a fin de poder recuperar mi
pertenencia. Al margen de la cantidad monetaria que hubiera en la cartera, lamentaba
las buenas localidades para el teatro que, en ese momento, ya no se encontraban
en mi poder. Realicé sendas llamadas telefónicas a las dos empresas más
importantes de los radio-taxis, desde donde
difundieron los datos que les aporté por toda la cadena de vehículos conectados
a las dos dinámicas centrales para la movilidad de la ciudadanía. Me indicaron
que si en las próximas horas no recibía alguna llamada por parte de los
taxistas, lo más conveniente sería acudir al Servicio
de Objetos Perdidos, dependiente el Ayuntamiento malacitano. Después de
dejar pasar un tiempo prudencial, me fui a la cama dejando el móvil encima de
la mesita, junto al despertador. Pero el teléfono no sonó en toda la noche.
Dejé
pasar unos días y entonces decidí desplazarme a la
Oficina Municipal de Objetos Perdidos. Allí fui atendido con amabilidad.
Me mostraron unas cajas con carteras y billeteras, pero ninguna era la mía. El
funcionario municipal me explicó que la recuperación de objetos solía ser
bastante lenta. Que había personas que al encontrarse alguna cartera o
documentos solían echarlos en los buzones de correos. Otros, sin embargo, los
entregaban a algún efectivo de la policía local o nacional. Ciertamente también
había ciudadanos que llevaban directamente ese valor encontrado a la propia
oficina, donde en aquel momento me hallaba. Y, por supuesto, los más incívicos,
se quedaban con el valor encontrado o echaban al contenedor de residuos aquello
que nos les interesaba. Pero lo más sensato era esperar. No sin antes
aconsejarme que siempre era conveniente adjuntar algunos datos en el interior
de las carteras o billeteras, confiando en la mejor voluntad de aquellos quiénes
las encontrasen, para su mejor recuperación.
Las
hojas del calendario continuaron su inexorable viaje por las sendas inesperadas
del tiempo. Aun sin mucha fe en mi búsqueda, pregunté en las taquillas del
teatro si alguien había devuelto esas entradas. Obviamente era una ilusión un
tanto infantil, pero quise explorar todas las posibilidades. Una vez allí, ante
la previsible respuesta por parte de la Srta. que atendía el servicio de venta,
opté por comprar un par de nuevas localidades,
pues no quería perderme la asistencia a ese gran espectáculo. Tuve que optar
por dos asientos que se hallaban cinco filas más atrás y ya no junto al pasillo
central. Me preguntaba si el día de la representación esas dos estupendas
localidades perdidas estarían ocupadas. No lo sabría hasta tres semanas más
tarde, fecha en la que todos los asistentes disfrutaríamos de la calidad del
concierto.
He
de aclarar que volví a pasarme, en un par de ocasiones, por la oficina
municipal de objetos perdidos, sin
resultado alguno para mi búsqueda. Francamente, las posibilidades de la
recuperación ya las asumía como muy remotas. Por cierto, me impresionó comprobar
la cantidad de llaveros de viviendas y vehículos, teléfonos móviles, gafas,
relojes, paraguas y monederos que allí aguardaban, debidamente clasificados en
unas grandes bandejas de plástico. También había algunas máquinas informáticas,
como tabletas e iPods. Son muchos los objetos que dejamos olvidados en los
autobuses, centros comerciales, cines, parques y otros lugares de la más
variada naturaleza. Lo más curioso es que sus propietarios no se esfuerzan en
acudir a este centro de atención a la ciudadanía, servicio que es naturalmente
gratuito para aquel que solicita la atención correspondiente.
Y un
viernes de Enero, llegó el día fijado para la
celebración del anhelado concierto. Como era más que previsible, el
teatro se hallaba como en sus mejores galas. El recinto estaba completamente
atestado de espectadores, pertenecientes a todas las edades aunque con una
preeminencia del público juvenil. Una media hora antes del inicio, ocupamos
nuestros asientos. Yo sabía perfectamente los números de mis dos primeros
asientos, cinco filas más adelante que la que estaba ocupando en ese momento.
Transcurrían los minutos y no eran ocupados por nadie. Poco antes de que sonaran
los tres avisos para el comienzo del espectáculo, un chico y una chica, de
veintipocos años ambos, se acomodaron en esas dos butacas objeto de mi control.
Su desenfadada forma de vestir y su look aparencial me hacía identificarlos
como dos jóvenes, posiblemente universitarios, amantes de ese tipo de música
que los asistentes íbamos a disfrutar.
Dejé
transcurrir la primera parte del concierto (aproximadamente unos cincuenta
minutos) y al llegar el tiempo del descanso, me aproximé con presteza a ambas
personas, las cuales se estaban levantando de sus asientos en ese preciso
momento.
“Perdonad que os moleste. Pero os quería hacer una
pregunta, si me concedéis unos minutos”. Ambos
jóvenes mostraron su extrañeza, pero con una sonrisa en sus rostros me
respondieron que no tenían inconveniente alguno. Los tres salimos juntos a la
antesala del teatro.
“Veréis, yo había comprado las dos localidades que estáis
ocupando, hace ya casi un mes y medio. Esas dos entradas, las guardé en una
billetera que perdí, una semana después. Además en la cartera iba una pequeña
cantidad de dinero. Pero lo que me interesa, en este momento, son las entradas.
Evidentemente, esas localidades que estáis ocupando no las habéis adquirido en
taquilla. Entonces me gustaría conocer, si no os importa y por supuesto sin
acritud por mi parte, cómo han llegado estas dos entradas a vuestro poder…”
Pablo (después conocí su nombre) de contextura
delgada, con gafas y corte de pelo prácticamente al cero, dada su evidente
alopecia, desde el primer momento se mostró dispuesto a colaborar en la
explicación. Sin embargo Ana, con unos apliques
en sus orejas y un cabello teñido de intenso color morado, calzando ambos las
típicas zapatillas Converse blancas, me observaba con una indisimulable
extrañeza en el rostro, junto a una expresión de profunda incomodidad ante mi
presencia. Fue él, un tanto “nervioso” quien me respondió.
“Bueno,
le explico la realidad. Y le pido que no se moleste, por lo que le voy a decir.
Yo he comprado las dos entradas por Internet. Además de las páginas web especializadas,
que todos conocemos, hay otros “portales” de compra venta para todo tipo de
cosas, en las que puedes encontrar los objetos más raros o diversos que
busques, siempre a unos precios verdaderamente agresivos por su competitividad.
En este caso cada una de las entradas, cuyo coste en taquilla es de 62 euros,
me han salido sólo por veinticinco. Tras el pago correspondiente, las he
recibido por correo. Le puedo asegurar que no sé quien me las ha vendido. Tampoco
es fácil averiguarlo, pues los datos de la página son muy escasos y están bien
encriptados. Estas cosas funcionan así. Evidentemente las entradas no llevan la
propiedad de nadie, sólo los datos del numero de asiento y fila. Si es verdad
todo lo que me cuenta, y no tengo por qué dudarlo, sólo me queda pedirle
disculpas. Pero le repito que, en este mundo de lo digital, existe otro
comercio y con una potencialidad
que aumenta día tras día”.
Ya
estaban sonando los timbres avisando que en pocos minutos comenzaría de la
segunda parte del concierto. Comprendí básicamente la situación y evité
prolongar una conversación que nos era ciertamente incómoda. Eso sí, antes de
separarnos, le hice un breve comentario sobre mi punto de vista de este
desafortunado asunto.
“Entiendo perfectamente cómo “funciona” este
mercado. Pero os tenéis que poner en mi lugar, también. En esa billetera pudo
haber, aparte del dinero y las entradas, alguna tarjeta o documento
verdaderamente importante. Y cuando una persona se encuentra con algún objeto
que pertenece a otra, debe dar una muestra de honradez y tratar, en lo posible,
de hallar a su propietario. Hay una oficina municipal de objetos perdidos… La
honradez siempre debe ser un valor por el que debemos luchar. Vosotros que sois
muy jóvenes lo iréis comprobando en el día a día de vuestras vidas. Bueno,
vamos a volver a este concierto que para mi ya siempre tendrá un significado muy
especial”.
Observé
que la pareja abandonaba sus asientos, unos minutos antes de finalizar la
representación musical. Deduje que deseaban evitar encontrarse de nuevo
conmigo. Tras los aplausos y vítores subsiguientes, todos los espectadores
abandonando los asientos. La fuerte acústica de la noche, muy bien
interpretada, me había hecho vibrar emocionalmente Salí muy satisfecho de haber
presenciado una actuación memorable.
Y ya
el martes, cuando salía de mi clase en la UMA, observé que alguien se dirigía
hacía mi. Reconocí de inmediato a la joven Ana, que venía sola sin su pareja
Pablo. Con un escueto “hola” me entregó un sobre blanco en la mano. “Hemos estado pensando en lo que nos dijo y por eso le
traigo este sobre. Decirle que sentimos, una vez más, lo que ha pasado”.
Tras lo dicho, dio media vuelta y se confundió entre las personas que se
dirigían hacia la zona de Ciencias Económicas. Abrí de inmediato el sobre y en
su interior estaba mi billetera. Además del dinero, en uno de sus departamentos
se hallaba la tarjeta universitaria, con mis datos personales y fotografía.-
José
L. Casado Toro (viernes, 25 Marzo 2016)
Antiguo
profesor I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga