Hay muchas personas que no se
caracterizan por haber sido educadas en el conocimiento y destreza de la
técnica musical. Ello no impide que, entre sus principales aficiones y
actividades, elija la asistencia a conciertos y a otros espectáculos de
sonidos, donde esa cualificada modalidad artística tenga un cierto
protagonismo. Este era el caso de Emiliano Giráldez,
un honrado trabajador de la relojería, actividad que aprendió en el taller
propiedad de su padre y cuyo negocio heredó tras la jubilación del que siempre
fue un excelente profesional y un admirable maestro.
Además de ser un gran seguidor de
la cinematografía, Emiliano disfruta con los conciertos programados por la
Orquesta Filarmónica de su ciudad natal. Cuando asiste al Teatro Municipal,
donde tienen lugar la celebración de esos gratos espectáculos de música
clásica, elige una butaca cercana al escenario.
Esta proximidad física obedece, no sólo al deseo de gozar con más intensidad de
los sonidos emitidos por los instrumentos orquestales, sino también a su
tradicional capacidad para analizar los detalles más nimios en el trabajo y en
la expresión de los respectivos profesores que conforman el grupo orquestal.
Esa facultad para la observación, puede ser
debida al ejercicio diario que lleva a cabo ante su mesa de trabajo, cuando se
esfuerza diestramente en reparar los frágiles y exactos mecanismos que ponen en juego las numerosas
pequeñas piezas que integran cualquier máquina de relojería.
Cierto día leyó en la prensa
diaria, con estupor y sorpresa, que uno de los componentes de la Orquesta
Filarmónica de su preferencia había sufrido un
terrible accidente, cuando estaba realizando una práctica deportiva. A
consecuencia de esta trágica desgracia, esa profesora de música había perdido
la vida. Se trataba de una chica joven que, en la armonía grupal, tocaba el
instrumento del clarinete. Recordaba perfectamente a la vital concertista, que
siempre solía ocupar el mismo lugar en la estructura posicional del escenario.
La triste noticia tuvo un gran eco mediático en la prensa local, donde también
fueron publicadas unas fotos de la persona fallecida. Incluso uno de los
primeros conciertos, tras el verano, fue dedicado a la memoria de aquella joven
clarinetista que tantas veces había colaborado con el resto de compañero en difundir y compartir las
excelentes notas musicales de los grandes compositores de nuestra
historia.
Pasaron unos tres años ya, desde
aquellos emocionantes hechos. Por aquel entonces, Emiliano disfrutaba unos días
de vacaciones, junto a su mujer e hija adolescente, en las tierras mágicas del noroeste gallego. Una mañana de agosto, la familia
decidió hacer una excusión desde Santiago de Compostela, lugar donde habían
elegido para su acomodo, hasta la zona fronteriza con Portugal. Pensaban
visitar algunos de los pueblos limítrofes con el vecino país, e incluso entrar
en el norte de Lusitania. Para ese lúdico y turístico paseo, utilizaron el tren
como medio básico de transporte.
En un instante del trayecto,
apareció por el vagón diez (donde ellos estaban acomodados) la revisora, la
cual venía a comprobar los tickets de los viajeros. De una forma un tanto
mecánica, Emiliano le entregó los tres billetes que, en unos escasos segundos
fueron debidamente taladrados. La funcionaria de Renfe
dio las gracias a Emiliano que, ahora sí, se quedó observando a su
interlocutora. Algo había, en aquel fino rostro, que le trasladaba a otra época
de su memoria. Sara dormitaba y Esther manejaba su iPad. Pero el observador
relojero no paraba de darle vueltas a su memoria, pues algo le decía que
conocía el rostro de esa mujer, vestida ahora con el uniforme de la compañía
que monopoliza el transporte ferroviario en España. Al fin, tras mucho
pensarlo, se levantó de su asiento y fue pasando de un vagón a otro, en su
intento de localizar a la mujer de uniforme, encargada o jefa de este viaje en
tren.
A los pocos minutos localizó a la
persona buscada, la cual estaba consultando unos folios en una pequeña cabina
dedicada al efecto para el trabajo del responsable ferroviario.
“Discúlpeme,
Srta. Soy un viajero del vagón diez. Por mi profesión de relojero, he sido
desde siempre una persona extremadamente observadora, fijándome en los más
nimios detalles que para otros suelen pasar desapercibidos. Es el caso que,
cuando Vd. ha pasado por los asientos que mi mujer e hija estamos ocupando, he
querido recordar, tanto en su figura corporal como en algunos rasgos de su
rostro, a una persona que en otros tiempos conocí, en la ciudad andaluza donde tenemos
nuestra residencia. Dicha localización en mi memoria no tendría la menor
importancia, si no fuera porque esa persona a la que recuerdo, de manera muy
definida, desgraciadamente ya no se encuentra entre nosotros. Falleció en un
accidente deportivo. Comprendo que le asombrará este comentario que le estoy
haciendo pero, aún pecando de impertinente, me he atrevido a
trasmitírselo”.
La jefa de tren se mostró muy
sorprendida ante la las palabras que estaba recibiendo del curioso pasajero.
Aunque durante unos breves segundos, la crispación nerviosa recorrió todo su
cuerpo, reflejándose en el cambio de color que fluyó en la piel de su rostro,
de inmediato supo reaccionar, controlando con maestría la insólita situación
que, junto al peculiar viajero, estaban protagonizando. Forzó una sonrisa
amable, respondiendo de inmediato a su interlocutor.
“No,
no se preocupe. Estas cosas nos suelen ocurrir, a unos más que a otros, por
supuesto. Creemos reconocer a determinadas personas a las que nunca,
probablemente, hemos tenido delante. Y es que nuestra memoria a veces nos gasta
algunas bromas o travesuras, que no tienen fácil explicación. Desde luego por
su minucioso trabajo, en el que me dice trabaja, tiene que tener Vd. más que
desarrollada la capacidad para la observación de los más nimios detalles. Pero
debo indicarle que, aparte algún viaje vacacional, no tengo vinculación alguna con
esas maravillosas tierras del sur peninsular. Seguro que me está confundiendo
con otra persona. Pienso que no será la primera vez que esto le ha ocurrido y,
probablemente, le volverá a suceder”.
Emiliano agradeció a la jefa de
tren la comprensión que le mostraba, disculpándose una vez más por su atrevido
comportamiento. Volvió pensativo a ocupar su asiento en el vagón diez. Sara ya
no dormitaba y se mostraba intranquila ante la tardanza de su marido “Pensaba
que habías ido a tomar algo en el servicio de bar, hecho que me extrañaba pues
esta mañana hemos desayunado muy bien en el buffet del hotel”. El trayecto que
les quedaba por recorrer hasta el destino elegido, cerca de la frontera
portuguesa, era ya reducido. Pronto bajaron del convoy. Disponían aún de un par
de horas, ante de tomar un nuevo tren con el que entrarían en las tierras
vecinas de Portugal. Ese espacio de tiempo les iba a permitir hacer un grato
recorrido por una preciosa localidad, situada en el sur de Pontevedra.
Tras esas reconfortantes
vacaciones, la familia Giráldez volvió a sus raíces geográficas en tierras de
Andalucía. Emiliano continuó dándole vueltas, por algún tiempo, a la mirada,
caracteres faciales y contextura corporal de aquella mujer que, en unos vagones
de ADIF Alvia, le habían recordado a otra joven mujer que, unos tres años
antes, aún formaba parte de la Orquesta Filarmónica Provincial. Este sagaz
relojero, habituado a trabajar con piezas casi microscópicas en su taller
familiar, mantenía grabados en su subconsciente una serie de elementos que le
recordaban, de manera indudable, a esa clarinetista que un aciago día había
perdido la vida practicando un deporte de riesgo. Pero se repetía, una y otra
vez:
“La
naturaleza humana tiene sus criterios, que se nos hacen muy complicados de
comprender a los seres humanos. Hay parecidos asombrosos entre las personas y
eso nos explica que las leyes de la genética condicione el nacimiento de
hombres y mujeres, cuyos físicos se diría han sido elaborados utilizando las
mismas o muy similares plantillas o troqueles para la vida. Lo que me ha
ocurrido en este reciente viaje ha sido, he de asumirlo, una curiosa
coincidencia. Pero … ¡vaya parecido entre las dos mujeres!”.
Emiliano nunca llegaría a conocer
la tensa conversación que, aquella misma noche de agosto, estuvieron
manteniendo la jefa del tren Avant y su pareja, en la casa donde conviven.
“A pesar de lo que me has
contado, sinceramente no creo que tengas motivos para sentirte y mostrarte tan
preocupada. Cumpliste admirablemente con tu obligación cívica declarando, como
testigo protegido, contra aquel peligroso jefe mafioso, hace ya más de tres
años. La policía se comprometió a borrar de la sociedad todo lo referente a tu
antigua identidad, desde el momento procesal en que el criminal y peligroso
delincuente prometió acabar con tu vida. Muy escasas personas conocen esos
cambios realizados en tu físico, en la identidad jurídica que ahora ostentas y
en tu nueva forma de vida. Ahora mismo sólo tu madre y yo conocemos esa
decisión, que tuviste que asumir, tan difícil y sacrificada, a fin de evitar
que tu vida corriera peligro. Las redes mafiosas son muy poderosas, pero
contigo la policía realizó un excepcional trabajo.
Hoy formamos una feliz familia,
tienes un buen trabajo y el hecho puntual que te ha sucedido esta mañana debes,
con inteligencia, olvidarlo. Ese relojero, del que me hablas, debe ser una de
esas escasas personas, a las que la naturaleza les ha dotado con el don de
poseer una excepcional memoria fotográfica. Pero esta situación que ha vivido
contigo, no va a ser la primera ni la última que va a protagonizar en su vida.
Debe ser un tipo raro, sin duda, pero ahora debemos olvidarnos de él”.
Aún así, y durante las próximas
semanas, esta mujer vivió con la inquietud propia de volver a encontrarse con
Emiliano u otra persona que, como él, se hallara dotada de capacidades poco
frecuentes en la mayoría de la ciudadanía. Sin embargo, el paso del tiempo hace
posible ir restañando las heridas, a fin de recuperar esas cotas de sosiego y
de esperanza que deben presidir nuestro caminar por la vida.-
José
L. Casado Toro (viernes, 19 Febrero 2016)
Antiguo
profesor I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
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