Una
de las actividades que recordamos con especial simpatía, en aquellos ya lejanos
años de nuestra infancia, consistía en ponerle color a
unos simples cuadernos de dibujos, en los que sólo aparecían marcadas
las siluetas de los objetos. Haciendo uso de nuestras cajas de lápices Alpino,
u otras marcas similares, pasábamos las horas del entretenimiento rellenando de
luz y color todas esas páginas que enriquecían nuestra imaginación y creatividad.
Las figuras impresas en esos cuadernos, preparados para cromatizar, reflejaban
formas de la más variada naturaleza, tales como muñecos, juguetes, vestidos,
paisajes, coches, trenes, flores, etc. Así pasábamos muchas de las horas del
día, entreteniéndonos en soledad o compartiendo el juego con familiares, con
amigos de la vecindad o también con algunos compañeros del colegio.
Este
lúdico ejercicio aún hoy permanece, especialmente entre las personas de menor
edad, aunque un tanto modificado dada la evolución de
la avanzada tecnología digital. Las tabletas electrónicas y los
ordenadores personales permiten seguir iluminando esas formas esquemáticas u
otras composiciones pictóricas (incluso las tomas fotográficas) utilizando unas
paletas de gradación cromática preestablecidas, en lugar de aquellos
entrañables lápices de colores, pinceles de acuarelas o tarritos con diversas
pinturas, como la siempre bien afamada témpera. Ahora podemos usar el asombroso
lápiz digital, el mouse inalámbrico o los seguros y versátiles teclados,
puestos a nuestra disposición por el desarrollo electrónico de los
microprocesadores.
Aplicando
el sentido metafórico, a esta noble y divertida actividad atemporal (piénsese
en los dibujos pintados de las cuevas prehistóricas), también nos proponemos,
en el amanecer de cada nuevo día, rellenar de colorido
todas esas horas que tenemos por delante en nuestra necesaria
convivencia social. Proyectos, obligaciones, actividades, ocio e imprevistos,
todo ello va completando, con más o menos “color”, esas agendas y calendarios
que sustentan el acervo vital de nuestra memoria. También nos ayudamos de la
programación que nos proporcionan los almanaques y los medios de comunicación,
recordándonos determinados y cíclicos eventos que, un año tras otro, siguen
manteniendo el ritual hábito de la tradición. Y ahora, a mediados de este
febrero invernal, en el que cada vez se siente menos el frío por la preocupante
evolución climática, nos llega la afamada festividad del día 14, con San Valentín.
Es
una obviedad que hemos sabido inventar días de celebración para casi todo. En
este caso concreto, del 14 de febrero,
nos sentimos psicológica y materialmente atrapados por toda esa
parafernalia de corazones, la desaforada mercantilización del regalo, el
ingenio de las frases y las palabras hermosas, todo ello bien virado con un
color predominante (básicamente el rosa o el rojo) ya en los envoltorios, ya en
los contenidos, pero también en las miradas y en todos esos textos pronunciados
o escritos para homenajear el dulce valor del amor.
Por
encima de las palabras y los gestos afectivos, el Día
de los Enamorados tiene intensamente señalado ese intercambio de regalos
que, con mejor acierto u oportunidad, ponen una sonrisa, tanto en aquellos que
reciben el presente como también en las personas que tienen la generosidad de
entregarlos. Ramos de bellas flores, libros con sutiles encantos, golosos
bombones, atrayentes joyas y artilugios electrónicos, etc. todos son apreciados
regalos con los que tratamos de mostrar el cariño,
el afecto y esa proximidad hacia los seres amados de nuestro entorno.
Preferentemente hacia la mujer pero también, cada día más, el hombre recibe de
su compañera, esposa o amiga, ese detalle que se hace explícito en tan
emblemático día. Acerquémonos ahora a una de las historias que tuvieron
protagonismo ese día 14 de Febrero.
Apenas
está clareando y ya hay actividad en el acomodado domicilio de los Montalvo. A
los propietarios de esta vivienda, sus hijos ya les han hecho abuelos, por
partida doble. Artemio sabe que le quedan dos
anualidades para dejar de trabajar, en su banco de toda la vida. En cuanto a Diana, siempre agradece quedarse unos minutos más
entre las sábanas, antes de pensar en cómo ir rellenando todas esas horas que
pueden aburrirle en el día. Cuando al fin comienza a prepararse el desayuno, su
marido ya lo ha tomado en esa cafetería del centro, a pocos minutos de la sede
financiera donde pasará, sentado en su mullido despacho, toda la mañana.
Ambos
cónyuges van a dedicar, una parte sustancial de esta jornada, a la búsqueda de
algo interesante para su otra media naranja. Porque hoy es una fecha un tanto
especial. Dado que la liquidez de sus tarjetas de crédito es importante, el
esfuerzo máximo que ambos realizarán será demostrar su imaginación y fortuna en
la mejor elección de
ese regalo que debe asombrar a la otra parte de su pequeña sociedad
familiar.
Muy
de mañana, los dos personajes comienzan a navegar por el cómodo mar de sus
respectivos ordenadores personales, entre la numerosas páginas de comercio
on-line que, día tras día, inundan nuestros servidores de Internet. Las ofertas
son numerosas y atractivas, pudiéndose encontrar aquellos objetos y actividades
que, sin duda, colmarían de agrado y felicidad a sus afortunados poseedores. En
todo caso, si estas ofertas no satisfacen plenamente a sus posibles
compradores, siempre quedará la segura opción de ese desplazamiento rápido por
las naves de los centros comerciales y otros grandes almacenes, donde hallar el
acierto de un buen regalo, presentado con el más luminoso y garante de los
envoltorios.
Entre
búsqueda y búsqueda, la imaginación del banquero cuenta con que, un año más, su
señora aparecerá con ese tarro de colonia que una vez dijo gustar, lo que le ha
valido para ir acumulando hasta tres frascos en el armarito del cuarto de baño.
O una corbata más de esas que, por el precario gusto de su cónyuge, suele
guardar en el vestidor adjunto al dormitorio, incrementando una colección que
se hace aburrida por la falta de variedad y uso.
En cuanto
a Diana, hace tiempo ya que dejó de recibir esas flores que mostraban la
delicadeza y estilo de un marido todavía joven. Conociendo su pasión por los
bombones, cada año, sin oportunidad para la variedad, suele llegar esa enorme
caja roja de la sin par marca, de cuyo contenido ella da buena cuenta en no más
de cuatro sentadas ante la pantalla de su televisor de retina, 46 pulgadas, en
muchas de las horas del día.
Pero
este año, uno y otro desean esmerarse pues precisamente van a celebrar, allá
por el estío veraniego de agosto, la fecha de su cuarta década en el
matrimonio. Para lograr ese objetivo, no tendrán que someterse al ritual
desplazamiento por las naves mercantilizadas del fervoroso templo consumista,
donde casi todo se puede comprar. Van a contar, para ello, con el buen servicio
que prestan las dinámicas ofertas de los Grupalia, Planeo, Grupon, Ticketea,
Brand Alley y similares, donde también podrían hallar excelentes oportunidades,
tanto en los precios pero, sobre todo, en las sorpresas que siempre asombran
por su sutil originalidad.
Artemio
llegó a casa (suele ser siempre puntual para la hora del almuerzo) cuando el
reloj marcaba casi las tres y media de la tarde. Ese retraso puntual fue debido
a tener que tomar un largo aperitivo con el nuevo comercial de seguros, que
había comenzado a trabajar en la entidad financiera. Diana esperó a su marido,
pues era un día inexcusable para que se sentaran juntos en la mesa, a fin de
compartir el alimento diario. Precisamente su hija Marta y su pequeña nieta
Estrella habían venido a hacerles compañía. La joven mamá quería estar presente
en ese momento simpático de los regalos que sus padres tradicionalmente
escenificaban, con el buen oficio que da el hábito interpretativo. Tras el
almuerzo, ayudó a su madre a quitar la mesa y ya los cuatro juntos pasaron al
salón, en donde tomarían el café de sobremesa y desvelarían ese secreto tan
bien guardado, a fin de poder impresionar al interlocutor respectivo.
Fue
Artemio quien primero presentó la dádiva con la que iba a obsequiar a su fiel
compañera de matrimonio. Con gran ceremonia, extrajo un sobre de la cartera de
piel que siempre le acompañaba en sus viajes al banco. Madre e hija observaban
expectantes los movimiento de este hombre, bien metido en kilos, al igual que
su mujer. Síntoma inequívoco de lo bien que, en ambos casos, era apreciado el
valor de la buena mesa. Puso en las manos de Diana un sobre blanco, donde había
guardado unos folios impresos, manifestando esas palabras de felicitación por
el día, con el sello afectivo de un beso frugal. El sobre fue abierto por su
destinataria, sacando del mismo unos tickets impresos que mutaron, de
inmediato, el color de su bien trabajada piel facial, por largas sesiones de
crema “rejuvenecedora”. El regalo consistía en un
curso de gimnasia, especializada en mejorar la imagen física de las
personas. El bono permitía la asistencia a tres sesiones semanales de ejercicio
físico, de hora y media de duración cada día, durante tres meses.
Obviamente,
Diana sufría de sobrepeso. Al igual que le ocurría a Artemio. Por la corta
estatura de esta mujer, sus 81 kilos de masa corporal le hacían tener una
figura no especialmente estilizada. Sintiéndose señalada en su voluminoso
aspecto corporal, se esforzó en disimular, limitándose a sonreír, pero sin
pronunciar una sola palabra. La “procesión” iba por dentro. A los pocos
minutos, ella trajo otro sobre, desde la habitación donde tenían instalada la
impresora, del que sacó unas hojas que entregó a su marido.
Cuando
Artemio leyó el contenido de ambos folios, también se sintió señalado en las
características físicas de su orondo cuerpo. El regalo consistía en un curso de iniciación al golf, que tendría que
realizar durante seis fines de semana, en un campo deportivo instalado por la
zona de Marbella. Él nunca había sido un practicante del deporte. Y para colmo,
consideraba al golf como un ejercicio aburrido que nunca se había preocupado en
comprender. Cuando esta actividad deportiva aparecía por la pantalla del
televisor, siempre cambiada con rapidez de cadena, sintonizando otra
cualquiera. Se preguntaba para su interior “¿Y para qué tengo yo que practicar
deporte? ¡Me veo un poco gordo de cintura, cierto, pero la talla 58 que uso de
pantalón tampoco es muy exagerada!”.
Estuvo
a punto de romper allí mismo los folios, con el contrato y tickets impresos del
curso. Pero la presencia de su hija Marta, con su nieta Estrella, le hicieron
contenerse. Dobló los papeles y se limitó a decir la breve y fría frase de
“está bien”.
Después
de esa tarde, presidida por comportamientos forzados, Artemio y Diana decidieron salir a cenar a un buen restaurante, del
que eran asiduos clientes. El establecimiento en cuestión se encuentra
instalado en la concurrida zona de calle Alcazabilla, entre los restos del
Teatro Romano y la Plaza de la
Merced. Cuando terminaron de dar cuenta de un opíparo y suculento menú (la
cuenta superó los 87 €) quisieron finalizar ese Día de los Enamorados en una
tetería cercana, disfrutando con unos deliciosos dulces árabes. Uno y otro
evitaron hacer mención acerca del golf ni tampoco de los los gimnasios que
mejoran la descompensada imagen corporal. No habían sabido elegir, con acierto,
sus respectivas opciones para ese regalo de San Valentín. Pero, al menos, a
esas horas de la madrugada habían podido recuperar el sosiego para su relación.
Lo cual era importante.
En
una mesa próxima, observaron a dos jóvenes que intercambiaban miradas
cariñosas. Ella tenía entre sus manos una preciosa rosa roja. Tampoco su pareja
tomaba en cuenta la taza de té que, al paso de los minutos, se le acabaría
enfriando. Las tibias luces del local y el agradable murmullo de las confidencias,
ponían encanto a un entorno que ayudaba a soñar y disfrutar con la placidez de
la noche.-
José
L. Casado Toro (viernes, 12 Febrero 2016)
Antiguo
profesor I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga
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