A
pesar de que durante todo el día estuvieron cayendo intermitentes chubascos, a
la llegada de la noche las nubes decidieron tomarse un merecido descanso en su
importante labor pluviométrica. Escasos viandantes por las calles, abundantes
charcos de agua en el asfalto y aceras, intensa humedad por la generalidad del
ambiente y un viento frío desapacible que animaba a quedarse en casa, dejando
para un mejor día esa salida nocturna para cenar, ir al cine o disfrutar con un
atractivo espectáculo teatral. Sin embargo, aquél sábado noche Laura tuvo que acudir, con puntualidad responsable, a
su lugar de trabajo. Le correspondía atender el servicio nocturno, desde la
medianoche hasta las 8 de la mañana, en una farmacia situada en la zona
céntrica de la ciudad.
Una
vez que Laura hubo finalizado sus estudios en la Secundaria obligatoria, con un
expediente académico más bien mediocre, optó por realizar un ciclo formativo
profesional de auxiliar en farmacia. En su
decisión estuvieron presentes, tanto el certero consejo del profesor orientador
de su instituto, como también el ejemplo de su mejor amiga, Emma, una buena
compañera del centro escolar que había encontrado un puesto laboral en esa
actividad, recién cumplidos los años de su mayoría de edad. Todo ello le motivó
a elegir esa línea de acción profesional en la que actualmente trabaja. Ahora,
con sus veinticuatro primaveras y un hijo con apenas año y medio de edad al que
atender, debe extremar su buen comportamiento en esa farmacia, donde presta sus
servicios hace ya unos tres años. En ese horario nocturno, y durante muchas de
las horas semanales, sus padres (siempre ha vivido con ellos) cuidan del
pequeño, con esa atención afectiva que saben ofrecer aquellos a quienes el
destino sólo les concedió una sola hija en su descendencia.
Para
estas horas nocturnas, donde la clientela es más bien escasa, Laura se ayuda
con la compañía de un pequeño transistor, que hace más llevadero el paso del tiempo.
Sintoniza la cadena SER, donde sigue un interesante programa en el que alterna
la música con la intervención de los radioyentes. Suele traerse también de casa
un termo con café bien caliente, así como algunas magdalenas o alguna fruta
variada para el desayuno. La atención a las recetas médicas de urgencia, las
realiza a través de una ventanilla de seguridad,
aunque la farmacéutica titular y propietaria tiene contratado un servicio de
emergencia, con una línea conectada directamente a la policía. De manera
afortunada, no ha sufrido en su historial laboral problemas considerados
graves, como robos o intentos de violencia, aunque las anécdotas acumuladas,
ante la intervención de los usuarios, daría para escribir algunos folios útiles
para la reflexión o el divertimento.
Sin embargo, en esta noche de un gélido Febrero, la atención a un cliente de mediana edad, pasadas las dos y media del nuevo día, va a tener una significación especial, a esas horas en que la mayoría ciudadana se encuentra descansando y dormitando en la cama. Laura se distraía navegando por Internet, con su inseparable iPad, cuando la luz roja de aviso le reclamó hacia la ventanilla. A través del cristal de seguridad vio a un hombre de contextura delgada, que hablaba a través del interconector. Se expresaba de manera pausada, aunque difícilmente podía disimular el estado de nerviosismo perceptible en su rostro. Observó que podría hallarse cerca de la cuarentena, en su edad, extrañándole en su imagen, de manera especial, que no llevara la necesaria ropa de abrigo, dado el bajo nivel térmico que dominaba el ambiente. Tras darle las buenas noches, la profesional farmacéutica quedó sorprendida ante las palabras que escuchó a través del interfono, procedente de este cliente que no mostrara receta médica alguna en su petición.
“Buenas
noches, Srta. Desearía comprar si tienen Vds. algo que ayude para recuperar la
ilusión. A buen seguro, entre tantas cajitas de medicinas que poseen en las
estanterías, tiene que haber alguna que me venga bien para superar el estado de
angustia e intranquilidad en que me encuentro”.
Durante
algunos segundos, la joven manceba dudó en la respuesta más apropiada, ante la
insólita petición que había escuchado de su interlocutor. Con esa entereza que
da la experiencia, adquirida a través de varios años tras el mostrador,
respondió al cliente con un cierto aire maternal, impropio de una joven que no
superaba los veintipocos años de edad.
“¿No se le ha ocurrido ir a su médico, a fin de que ese
profesional pueda atenderle y aconsejarle la prescripción más adecuada para su
dolencia? Porque, según observo, no trae Vd. receta alguna, como debería ser.
Probablemente necesita algún fármaco antidepresivo. Entenderá que este tipo de
medicación no estoy autorizada a entregarla sin la correspondiente receta. Pero
¿qué es lo que realmente le ocurre?”
A
partir de este momento se entabló un muy peculiar diálogo, entre una persona
visiblemente nerviosa y entristecida y una excelente profesional farmacéutica,
un tanto interesada en conocer el trasfondo de una petición a la que nunca
había hecho frente en sus años de trabajo.
“Srta.
No sé si tendrá Vd. tiempo para atenderme unos minutos. Mi nombre es Mateo. Sí,
ya sé que mi petición es un tanto extraña. Pero le aseguro que si he venido hasta
la ventanilla de su farmacia es porque creo que aquí puedo hallar algo de ayuda,
para una situación de la que me siento muy insatisfecho. Tengo trabajo, como
vigilante de seguridad. Vivo con mis padres, personas ya de avanzada edad. Pero
no he tenido suerte en mis deseos e intentos de formar una familia y tener esos
hijos que nos dan alegría y prolongan nuestra existencia.
Aunque
parezca raro, carezco de amigos con los que compartir el tiempo libre. Sí, por
supuesto, hay conocidos y compañeros, pero sin ese tono de intimidad y afecto
que genera una buena amistad. Lo que le quiero decir es que cada noche y, de
manera especial, los fines de semana, me pregunto si con cuarenta y tres años
que ya alcanzo ¿qué sentido tiene mi vida? Me paso las horas en casa viendo la
tele pero, cada día más, el aburrimiento me desilusiona y aplana.
Le
aseguro que fui al médico. Cuando le dije más o menos esto, poco menos que me
echa de la consulta. Me respondió, de una manera poco amable, que ese día tenía
treinta y siete cartillas a las que atender. Y que en ellas había casos
verdaderamente graves. Que mi única dolencia era el de ser una persona
desocupada. Que me fuera a hacer deporte o al cine….. Total que ya ve, esta
noche no podía dormir y me he venido hasta su farmacia, pensando que tal vez
tendría algo que me ayudara en mi absoluta falta de ilusión para casi todo”.
Tras
esta larga e inesperada confesión, Laura dio media vuelta y se dirigió hacia
uno de los estantes, donde reposan decenas de cajas conteniendo medicinas. Tras
repasar unos cuantos envases, eligió uno de los fármacos con el que se dirigió
hacia la ventanilla donde aguardaba el infeliz Mateo, que apoyaba su cabeza
entre ambas manos sobre una pequeña repisa metálica.
“Mire, le puedo vender este complejo vitamínico, que
tiene un porcentaje de ginseng rojo muy eficaz como estimulante para una
naturaleza cansada o con principios de depresión. Tómese cada mañana un
comprimido. Creo que le ayudará. Pero, sobre todo, le sugiero que consulte a un
buen especialista en psicología, incluso en psiquiatría, para que estudie bien
su situación orgánica y pueda ayudarle con un tratamiento verdaderamente eficaz
que ayude, con éxito, a sanar su estado de bloqueo anímico”.
Dicho
lo cual, cobró a este extraño cliente los 8,50 € que costaba el producto.
Cuando se disponía a cerrar la ventanilla o torno giratorio, Laura sintió pena
de este hombre cuyo rostro mostraba una forzada sonrisa que trataba inútilmente
de disimular la profunda tristeza que, a no dudar, le embargaba. Se preguntaba,
a sí misma si con la venta de aquel fármaco podría aportar algo de ilusión a una mente un tanto enferma de soledad.
Cuando
Mateo se retiraba, tras darle las buenas noches, Laura, con un gesto valiente y
pleno de madurez solidaria, llamó de nuevo al desanimado cliente, para
transmitirle unas palabras de consuelo y humanidad.
“Sr. Al margen de que tome ese producto que le acabo de
vender, quiero añadirle algo más. La ilusión la tenemos que crear a partir de
aquellas pequeñas cosas (en realidad son de un gran valor) que tenemos en
nuestras vidas. ¿Por qué no sentir la ilusión de hacer bien nuestro trabajo? Piense
en el panadero, cuando amasa la harina; el profesor, cuando enseña y motiva a
sus alumnos; el jardinero, cuando cuida las flores; el niño, cuando juega y
comparte con sus amigos… Ah, y decirle que, en el resto de la semana, tengo que
trabajar en el turno de noche. Si cree que unas palabras de conversación le
ayudarían en su estado, las intercambiamos a fin de que pueda sentirse algo mejor.
Para mí será un placer hacerlo”.
De
manera afortunada, las noches y días siguientes se tiñeron de esperanza en la
proximidad de dos vidas que, de una forma u otra, necesitaban el cálido susurro
de la amistad. El extraño cliente, que apareció más allá de la medianoche, se fue
convirtiendo en un buen compañero con el que pasear, dialogar y proyectar esas ilusiones
que permiten superar la pereza o el sopor de la rutina diaria.
Una
tarde de sábado, cuando Laura vigilaba los juegos que su hijo realizaba en el parque
p
úblico,
acompañada de Mateo, se sintió observada por alguien. Creyó reconocer a un
hombre joven, vestido con jersey fino, jeans azules y zapatillas blancas, por
haberse cruzado con él en lugares diversos durante los últimos días. Aunque
trataba de disimular su comportamiento, era evidente que este joven no perdía
de vista a la pareja. Después de merendar, en una cafetería de la zona, Laura
tomó de la mano a su hijo y decidió volver pronto a casa. Temía que la humedad
de la noche pudiera complicar el catarro que el crío soportaba desde esa
mañana. Mateo se despidió de los dos, haciéndoles unas carantoñas, y tomó el
bus con destino a su barriada.
Ver
de nuevo al hombre de los vaqueros azules y las zapatillas blancas, esperándola
en la puerta de su domicilio, provocó en la joven madre un profundo sobresalto.
Se acercó lentamente hacia ella, mostrando una sonrisa. De inmediato, comenzó a
explicarle el motivo de su presencia en aquel lugar.
“Señora,
no se inquiete, por favor. Mi nombre es Nacho y soy inspector del cuerpo
general de policía (le mostró su placa, al efecto). Le voy a rogar que me
conceda unos minutos, pues debo informarle de algo que le puede afectar
seriamente. Si lo cree oportuno, suba al pequeño con sus abuelos y yo la espero
aquí junto al portal de la entrada. O, en todo caso, puede pasarse mañana por
la Comisaría central, donde podemos hablar con una mayor tranquilidad.
“Pero ¿qué es lo que está ocurriendo y qué tengo yo que
ver con todo ello?
“Tenemos
conocimiento, a través de una serie de datos y pesquisas, acerca de la persona
con la que Vd. ha estado paseando ésta y otras tardes. Este hombre, que se hace
llamar Mateo, de apariencia y conducta muy normalizada, puede ser el autor de
una serie de robos, en diversos establecimientos de la ciudad. Su modus
operandi siempre suele ser el mismo. Entabla una profunda amistad con personas
que trabajan en determinados negocios para después, abusando de la confianza
que se le otorga, conseguir la necesaria información y facilidades a fin de urdir
importantes acciones delictivas. En alguna ocasión, incluso ha ejercido la
violencia sobre la misma persona que ha puesto en él su confianza y amistad. Por
esta razón necesitamos que Vd. colabore con nosotros, a fin de que podamos
cazarle con la manos en la masa y ponerle, para la seguridad de la ciudadanía,
en manos de un juez de guardia”.-
Sorpresa,
incredulidad y confusión, en el acústico y prolongado silencio de Laura.-
José
L. Casado Toro (viernes, 26 Febrero 2016)
Antiguo
profesor I.E.S. Ntra. Sra. de la Victoria. Málaga