Cuando
vamos construyendo el guión de un nuevo día, la sorpresa y la rutina se nos van
entremezclando con ese ritmo aleatorio que, posteriormente, enriquecerá el
balance multicolor de nuestros recuerdos. Pero hay ocasiones en que lo imprevisible supera ampliamente, en numérico porcentaje.
a esa normalidad que apetecemos para el
necesario y valioso sosiego.
Estanislao Parral, a pesar de su juventud, es un experto profesional asalariado del taxi.
Comparte el trabajo diario con otros dos compañeros conductores, rotándose
semanalmente los turnos de ocho horas, a fin de que el vehículo que conducen no
esté parado, sino a disposición de prestar este importante servicio público,
durante las veinticuatro horas que conforman el día. Hoy, un caluroso viernes
de julio, le corresponde atender la franja horaria de entre las dos de la tarde
hasta las diez de la noche. Aunque dedica muchos minutos a circular con la luz
verde indicadora de disponibilidad, está siempre atento a recibir el mensaje de
un nuevo servicio a desarrollar, desde la centralita del Radiotaxi. En otros
momentos suele utilizar la densa parada de la estación de ferrocarriles y
autobuses, que también goza de notable movilidad. El propietario del vehículo
les abona un fijo mensual, aunque tienen un plus de rendimiento en función de
la recaudación que desarrollen durante cada jornada. Él y su mujer tienen una
hija pequeña y aún les queda por pagar muchos años de hipoteca para la vivienda
en que habitan. En general, viven con equilibrada modestia, aunque la comida y
las primeras necesidades están aseguradas pues, en ocasiones, Estanislao se
presta a realizar sustituciones en los taxis de otros propietarios, obteniendo
con su esfuerzo unos euros que les viene muy bien para atender esos gastos
inaplazables que todas las familias deben afrontar.
En
las primeras horas de su turno en el día, la recaudación realizada estaba
siendo en sumo reducida. Apenas tres servicios urbanos de cortos trayectos, a
lo que había tenido que aplicar la tarifa mínima establecida. Pero he aquí que,
sobre las siete de la tarde, cuando ocupaba el primer puesto en la fila de
espera de la Estación Málaga María Zambrano, se le acerca un hombre aseadamente
bien vestido, con deportiva ropa veraniega, persona que rondaría (en su
opinión) las seis décadas de edad. El viajero ofrece una constitución enjuta,
manteniendo un buen nivel capilar en su ya canosa cabellera, protegiéndose sus
ojos con una gafas de suave fumé. Porta una bolsa de loneta, verde militar,
aparentemente llena de lo que parecen ser, por su volumen, ficheros o dosieres.
Una vez dentro del Peugeot 308, color blanco aunque con la rentable y cromática
publicidad en sus laterales, el usuario pronuncia una
enigmáticas palabras que dejan pensativo al bueno de Estanislao.
“Buenas tardes. Por favor, le voy a pedir algo que tal
vez le resulte extraño, aunque le aseguro que, en modo alguno, pretendo
incomodarle. Simplemente, deseo que conduzca un buen rato a través de la ciudad,
preferentemente por las zonas con más animación o vivacidad en cuanto a la
densidad de personas. Desde luego, dejo el itinerario a su libre albedrío, pues
no tengo un destino fijo. Le reitero que no debe preocuparse por lo que marque
el taxímetro, pues afrontaré el coste de la carrera sin la menor objeción”.
Aún
sin salir de su asombro, el taxista asiente con un movimiento de cabeza y
arranca el vehículo. Era la primera vez, en sus ya once años de oficio, que le
ocurría algo así. De todas formas, aunque la actitud del pasajero en principio
no le incomodaba, se preguntaba en silencio hasta cuándo tendría que estar
moviendo el taxi, de uno a otro lugar. Pensó en conceder unos minutos al
viajero, esperando que esta kafkiana situación se
aclarase. Se dirigió primero a la zona portuaria y, desde allí, condujo
el vehículo hacia el Paseo Marítimo camino de Pedregalejo y la barriada de El
Palo. Al llegar a la Playa de El Dedo, preguntó al cliente si continuaba el
recorrido o detenía el vehículo en algún lugar especial. “Ahora deseo ir hacia el Paseo Marítimo del Oeste”.
Cuando estaba llegando a la zona de la Torre o Chimenea Mónica, cerca de la
Playa de la Misericordia, tras unos veinticinco minutos de conducción, el
taxista aparca junto a la acera y, volviéndose al viajero le manifiesta, de
manera abierta y clara sus dudas acerca de lo que estaba sucediendo. Le ruega
con firmeza, no exenta de cortesía, que abone lo que marca el taxímetro y que se
preste a bajar del vehículo.
“Señor taxista, si me permite unos minutos, le explico
algo de mi situación a fin de que se tranquilice y pueda, de alguna forma,
comprenderme. Mi nombre es Cristóbal. Soy un técnico electrónico jubilado. Ya casi
alcanzo los setenta en edad. Desde hace unos años, la vida me va dando la espalda
en razones para sonreír. Las desventuras van viniendo una tras otra, de una
forma cruel y sin sentido. Perdí a mi compañera hace ya cuatro años y, desde
entonces, sufro la enfermedad de la soledad. Terrible, se lo aseguro. En cuanto
a los hijos, viven su existencia para la cual creo que mi persona molesta. Ya
hablan incluso de buscarme un buen acomodo en algún lugar que a ellos no les moleste
y así puedan lavar sus conciencias, especialmente la de mis nueras y yernos.
Han querido controlar mi patrimonio financiero, pero hoy yo me he adelantado y
he dejado la cuenta bancaria con un fondo meramente testimonial. Ahora el
capital de mis ahorros viaja conmigo, en esta bolsa que me acompaña”.
El
asombro de Estanislao alcanza ya los más altos niveles. Sobre todo cuando, en
un gesto para la convicción, Cristóbal extrae de su bolsa un billete de
cincuenta euros, con el que se dispone abonar la cantidad de veintiún euros y
unos céntimos que, en ese momento, marca el taxímetro. Son las 8.25 de la
tarde, cuando el sol del verano se halla en plena retirada. El taxista cobra la
cantidad correspondiente, devolviendo el resto al pasajero. Pero en un arranque
de bondad solidaria, sugiere a esta extraña persona, que se hace llamar
Cristóbal, si necesita tomar un café o algo similar. Tienen un bar a unos pasos y allí se dirigen, en medio de
mucha gente que transita a esa hora de la tarde por el Paseo. Otros muchos, con
sus bártulos playeros, vuelven de la arena camino de sus respectivos
domicilios.
“Percibo que se
siente Vd. muy solo. Pero entienda que su actitud resulta un tanto extraña. En
definitiva ¿qué pretende conseguir haciendo kilómetros y kilómetros en el taxi,
desde un lugar para otro? No creo que esa sea la mejor solución, para los
problemas que pueda efectivamente tener. ¿Por qué no habla abiertamente con sus
hijos y les expone su desazón ante la actitud que mantienen con su persona, amigo
Cristóbal? Estoy completamente seguro de que ellos le comprenderían pues, sin
duda, Vd. ha dedicado toda una vida pensando en lo mejor para ellos. Pero ahora
les corresponde actuar con responsabilidad y ayudarle. Y no me refiero a lo
material que, desde luego, es importante, sino a ese cariño que todas las
personas necesitamos en el día a día”.
El peculiar
viajero va asintiendo a todo lo que, con la mejor voluntad, le manifiesta su generoso
interlocutor. Pero su mirada cada vez parece estar más perdida en la lejanía desordenada
de su memoria. Sólo acierta a responderle, temblándole ahora la voz, como
explicación básica a su comportamiento, que necesitaba
estar rodeado de gente. Y que por eso eligió el medio rápido de un taxi
que le trasladara a sitios diversos donde hubiera muchas personas, con sus
sonrisas, con sus conversaciones, con esos niños que corren, gritan y juegan ……..
Apuran sus tazas de café, antes de que la infusión se enfríe y pierda ese
térmico sabor que debe acompañar su disfrute tonificador. Estanislao paga al
camarero mientras la mirada de su compañero de mesa se halla cada vez más
perdida por entre el erial patológico de sus pensamientos. Salen de la
cafetería y el taxista ofrece llevar al viajero, ya gratis, a su domicilio.
Piensa que esta persona, en el estado anímico que va alcanzando, no debe estar
por ahí deambulando entre la indiferencia anónima de los transeúntes.
Cuando
entra en el vehículo, escucha que por el radioteléfono
están dando un aviso desde la centralita coordinadora. Informan si
alguna persona, precisamente con las características físicas de Cristóbal, ha
contratado un servicio de taxi. Cualquier dato al respecto debe ser comunicado
de inmediato a la operadora, a fin de unificar la información trasmitida a la
policía. Así lo hace de inmediato el taxista, ante la indiferencia de su
pasajero, que parece haber caído en un estado de letargo o aturdimiento total.
No pronuncia palabra alguna. Desde la centralita, indican a Estanislao que conduzca
a su pasajero, con la mayor presteza, a la Comisaria Central de Policía. En
unos siete minutos, llegan a su destino. Allí les esperan varias personas, con muestras
evidentes de inquietud en sus rostros. Obviamente, reconocen de inmediato al
pasajero que le ha acompañado en esa curiosa aventura profesional que no
olvidará.
Tras
los trámites necesarios, narrando detalladamente todos los hechos, una mujer,
prácticamente de la misma edad que el taxista, se le acerca y se esfuerza en facilitar
una explicación al profesional, sobre el
trasfondo de toda esta extraña historia.
“Mi nombre es Lorena. Quiero agradecerle expresamente su responsabilidad
y humanidad de comportamiento. Mi padre sufre un principio de la enfermedad de
Alzheimer. Tiene momentos muy lúcidos y otros en que su memoria y coordinación
prácticamente desaparecen. Los vaivenes mentales son incontrolados y esta tarde
ha tenido uno de ellos. Hace unas semanas, también llevó a la práctica la
aventura de tomar un taxi. Estuvo todo el día desaparecido, pero ya en la
tarde, volvió a casa, caminando con autonomía y con un perfecto control de la
situación. Por este motivo, ante su salida de casa después del almuerzo sin que
nos diésemos cuenta, y la tardanza de su vuelta, tras llamar a los centros
hospitalarios, acudimos a la policía, que se puso en contacto con las
centralitas de los radiotaxis. Pensamos que la aventura del taxi, previsiblemente,
podría haberse repetido”.
Cristóbal
permanecía sentado, junto a otro de sus hijos, con la mirada puesta en algún
punto indeterminado de su memoria. Abrieron la bolsa de
lona verde que le acompañ ó en toda su aventura y,
ante el asombro de todos, sólo contenía recortes de periódicos y revistas en su
interior. Allí también había dejado la vuelta de los cincuenta euros, billete
que había utilizado para pagar la carrera del taxi. “¿Tenemos que abonarle
alguna cantidad más, por el tiempo que ha invertido en su trabajo? “No, nada
más. Estos hechos pueden ocurrir y lo importante es la salud de su padre”
Una
vez aclarados todos los hechos, Estanislao se acercó a Cristóbal a fin de darle
un abrazo para la despedida. Prometió ir a
visitarle en el futuro, haciendo algún hueco entre sus obligaciones de trabajo
como asalariado del taxi. Recibió, como respuesta de su amigo. una sonrisa y
una frase plenamente lúcida. “Gracias, amigo, serás
bienvenido en casa. Juntos daremos un largo paseo, caminando por el centro de
la ciudad”. Un funcionario de policía entregó al diestro conductor una
copia de su declaración, muy necesaria para cuando explicara al propietario del
vehículo la reducida recaudación obtenida en aquella calurosa e imprevisible tarde
de Julio. La sorpresa había vuelto a
entremezclarse, con traviesa agilidad, entre el normalizado mundo de la rutina-
José L. Casado Toro (viernes, 17 Julio
2015)
Profesor
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