El
reloj marca las seis y treinta, en un tórrido jueves a finales de Julio. Hoy no
espero una labor agotadora en consulta. Previsiblemente, según la agenda de
citas, sólo habrá dos pacientes a los que atender. Aunque para lo económico no
es una cifra placentera, el valor de la humanización en el trabajo prioriza
cualquier otra consideración, ya que la atención a los mismos resultará más
sosegada y eficaz en lo profesional. La Srta. asistente, encargada de atender
al teléfono y de ordenar las diferentes citas, ha comenzado ya sus vacaciones
anuales, por lo que hoy personalmente me ocuparé de este menester. La persona
que va a suplirla, de manera temporal, no
podrá cumplir con esta función hasta
comienzos de la semana próxima. Y estamos sin el “aire”. Ayer di el
aviso al servicio técnico, pero no me aseguraron la reparación para esta
semana. El verano es así. Al menos, el edificio está orientado al sur. Suena ya el timbre en la puerta y recibo a la primera
paciente, la cual ha sabido cumplir perfectamente con el educado valor
cívico de la puntualidad.
Ante
mí se presenta una joven mujer, llamada Ágata.
En la densa ficha que rápidamente voy rellenando, a partir de los datos que
ella se presta con fluidez a facilitarme, anoto la edad de 36 años. Inició
estudios de Empresariales tras su etapa en la Secundaria, aunque no llegó a
finalizarlos por su dificultad con las Matemáticas. Trabaja actualmente en un
servicio de mensajería rápida, estando adscrita al departamento administrativo
de recepción y planificación del reparto. Su estado civil es casada y tiene una
hija. Su marido ejerce como mensajero de paquetería, precisamente también en la
misma empresa donde ella está contratada. Entre sus aficiones, destaca una
intensa vinculación a las redes sociales por Internet, que le hace “robar”
incluso horas al sueño. Un historial médico sin importantes dolencias y como
dato curioso manifiesta que su nivel de comprensión y expresión, tanto en
Inglés como en francés, es bastante aceptable y útil para desempeñar mejor su
tarea profesional. De inmediato le ruego que sintetice, de la forma más
concreta posible, la situación que le aqueja.
“Debo aclararle que es la primera vez que acudo a un
servicio de ayuda psicológica. Y he tomado esta decisión ante un problema al que
en principio no le di gran importancia pero que, con el paso de los años, se ha
ido complicando y agravándose, sumiéndome actualmente en un estado de
nerviosismo que cada vez controlo peor. Siempre he pensado que este comportamiento,
me refiero al uso exagerado del móvil, afecta hoy en día a muchas personas.
Pero es que en mi caso la situación va de mal en peor. Dr. tengo que confesarle
que no concibo mi vida sin tener el teléfono cerca. Es como mi otro yo. Reconozco
que es una dependencia enfermiza, a la que me siento atada hasta el
desequilibrio. Y no la puedo evitar o encauzar. Ya no sólo en el trabajo, lo
que sería razonablemente explicable, sino, lo que resulta más preocupante, también
en el ámbito de mi privacidad. Le voy a citar algunos ejemplos que pueden dar
muestra de esta extremada vinculación”.
La
expresión vocal de esta mujer entremezcla la lentitud, pausadamente entrecortada
en ocasiones, con una nerviosismo comunicativo, al que le cuesta mucho controlar.
Claramente percibo que trata de compartir algunas de sus desordenadas vivencias,
aportando una fuerte dosis de sinceridad, claridad y detallismo en la
narración. Como si tratara de realizar una especie de catarsis interna, ante la
receptividad comprensiva y cualificada del especialista.
“Cualquier acto, de los que presiden mi vida, ha de estar
acompañado de esa máquina, cada día más versátil y poderosa que es el teléfono móvil. Esa
realidad del smartphone la concibo como si fuera una parte imprescindible de mi
organismo. Me acompaña cuando estoy sentada en la mesa, para el almuerzo o la
cena. Ya sea en el cine, escuchando un concierto o realizando unas compras en
el híper. Es difícil interpretar el drama en que me veo inmersa, si un día
estoy en la calle habiendo olvidado el móvil en casa. Parece que todo va a
salirme mal y estallo de los nervios. La batería externa, para la recarga de
energía, un día me dejó colgada. Hice de ello un drama. Desde entonces llevo ya
en mi bolso dos baterías. Estoy en el cine y me veo consultando y respondiendo
whatsapps, en medio de lo más interesante de la proyección. Mi lista de
contactos va aumentando sin cesar. Añado y añado direcciones, pues temo que sin
ellos mi vida carecería de sentido. La ausencia de estos mensajes sería como el
frío cruel y amargo de la soledad.
Hay cosas…..
Incluso he habilitado una bolsita especial, para tenerlo consigo a mano ¡dentro
de la ducha! Le contaría que cuando estoy con mi marido en la cama (se sonrojan
sus mejillas) mantengo el aparato debajo de la almohada, por si suena esa
campanita alegre que me anuncia la llegada de un nuevo post para mi sosiego. Lo
más dramático fue que para acceder a un iPhone, de la ultimísima generación,
hice algo que puso en tela de juicio el equilibrio de mi sensatez. Fui a una
oficina de compra venta de joyas, y allí dejé una pieza entrañable que mi madre
quiso regalarme en el día de mi boda. Esa cadena de oro había pasado por tres
generaciones, en nuestra familia. Pero yo necesitaba esos casi mil euros, a fin
de tener un aparato con las máximas prestaciones, en la comunicación, la imagen
y el sonido”.
En
ese momento, mi interlocutora se esfuerza en guardar silencio. Como pidiendo
recibir una interpretación acerca de aquello que me estaba narrando. O, tal
vez, considerando que me había facilitado ya los datos suficientes para
establecer ese diagnóstico previo, que avala el necesario camino de la
rectificación y la recuperación.
“Ágata, en principio tengo que valorar, de la forma más
positiva y plausible, la franqueza y valentía de tu sinceridad. Difícilmente
puede iniciarse una ruta para la rectificación si, previamente, no se alcanza ese
punto de humildad necesario para reconocer el error. Te hallas inmersa en síndrome
o enfermedad de esta época, agraciada y sometida al tiempo por la renovación y
avance sin freno de la tecnología. Algo que es objetivamente bueno y necesario
puede resultar malo y desaconsejado para nuestra vida, si no se sabe utilizar
de la forma más racional y conveniente. Eso que te ocurre, no sólo a ti, por
supuesto, sino a miles y miles de personas, tiene un nombre que igual alguna
vez has escuchado. Nomofobia. Algo así como un miedo irracional a perder o a estar
sin el teléfono móvil. La palabra, que procede del inglés, está compuesta por los
vocablos “no-móvil-phone phobia ….” Una
dependencia exagerada, enfermiza o irracional hacia las prestaciones (buenas y
necesarias) que nos prestan ese y otros artilugios, puestos a nuestra
disposición para desarrollar la comunicación entre las personas. Casi sin darnos
cuenta, vamos cayendo (valga la palabra) en sus redes, reduciendo, sin que nos
demos cuenta aparente, nuestra libertad, equilibrio y comportamiento, que debe
estar basado en la racionalidad”.
“Doctor, es que me siento atada a él ¡parece que hablo de
una persona! ¿verdad? Crisparme los nervios, cuando me quedo sin carga en la
batería, entregarme a las lágrimas, cuando estoy en la calle y lo he olvidado
en casa, incluso preguntar a la aplicación SIRI por cuestiones que una máquina
no tiene por qué resolver, como si aquélla fuese ese dios del Olimpo que
aconseja los días fastos o nefastos para la batalla en nuestra existencia. Esto
es de locura …..
Le confieso que, hace unas semanas, mi hija Elisa llegó
muy afectada del colegio, porque en su disputa con una compañera la “seño” no
fue justa en su decisión. En medio de su desconsuelo, sonó la campanita del Whatsapp
desde el dormitorio, donde tenía en ese momento mi móvil. Dejé a una hija
sumida en las lágrimas, buscando inútilmente consuelo. Corrí como una posesa a
ver quien me estaba poniendo un mensaje…. Fue, por mi parte, un comportamiento
de vergonzoso, rechazable por supuesto, doctor”.
En
ese momento fue cuando el estado anímico de mi
interlocutora alcanzó su nivel más bajo,
desde el comienzo de nuestra charla. Le ofrecí prepararle alguna infusión, pues
en la consulta tengo un pequeño habitáculo, con frigorífico, microondas….. lo
básico para una merienda, cuando las visitas se densifican y, de manera
especial, para ofrecer a esos pacientes que alcanzan un preocupante climax
depresivo, que hace sumamente difícil continuar con nuestro trabajo.
“Te voy a exponer algo duro, pero que has de saber
aceptarlo. Una de las razones de esa dependencia obsesiva, hacia el entorno del
móvil, se encuentra en un problema de falta de autoestima del que tú,
probablemente, no te das cuenta. Necesitas apoyarte, de manera cuasi continua
en los demás, en la comunicación con otras personas, a fin de compensar esa
debilidad o incapacidad que sientes para organizar con autonomía tu propia
existencia. Pero lo importante en este momento es que necesitas y quieres
cambiar. Y para hacerlo, has de comenzar esa vía del sacrificio que, en los
primeros días, incluso semanas, puede resultar difícil y complicado para tus
hábitos.
¿Te atreverías a estar veinticuatro horas sin poder usar
el móvil? Me lo dejas en la consulta, llevándote sólo la tarjeta que
previamente le has quitado. Mañana viernes, sobre esta misma hora, te pasas de
nuevo por aquí y hablamos acerca de tu experiencia de un día sin móvil. Es una propuesta
que te animo a seguirla. Tu decides, en todo caso. Verás como eres capaz de
organizar tu día, sin ese obsesivo compañero mecánico que tantos problemas te
está deparando. Después programaremos otras vías que vayan supliendo y
compensando lo que hasta ahora ha sido una omnipresente dependencia”.
Debo
reconocer que fue una grata sorpresa el que mi interlocutora no dudara ni un
sólo instante en aceptar la difícil propuesta que le había hecho. Le sugerí la opción
de tomar unos tranquilizantes naturales o un fármaco para mejorar esa su
serenidad alterada. Guardé su móvil en un sobre, con su nombre y dirección y Ágata
se despidió con una sonrisa cordial aunque, sin duda, la “procesión” y las
dudas iban por dentro de su atribulada cabeza. Me preguntó por el precio de
esta primera consulta.
“Cuando te vea curada, hablaremos de ese tema. No te
preocupes ahora de esa cuestión. Mañana nos vemos. Ágata. Ah! ¿Sería posible
que mañana, o en otro momento, te acompañara Arsenio tu marido? Me resultaría
muy importante mantener un cambio de impresiones con él”.
El
otro paciente que tenía anotado para su visita, por alguna razón. no llegó a la
consulta. Estos días cálidos en extremo de Julio hacen que las personas
prioricen las playas u otras opciones lúdicas, en lo que es un mes intensamente
vacacional. Tras esperar unos minutos, decidí salir a la calle a caminar para disfrutar
del ambiente. Ya en el Paseo Marítimo, me senté en una terraza al aire libre y
pedí esa apetitosa cerveza 00 bien fría. El camarero, muy amable, había traído
también una bandejita de cacahuetes y algunos ciclistas ponían color y
movimiento a su rápido recorrido por el carril bici.
Sabía perfectamente que Ágata me iba a llamar, desde el fijo
de su domicilio, a esas horas que deben reservarse sólo para las
urgencias. Le había facilitado mi número particular a fin de proporcionarle esa
confianza que necesitaba, ante una decisión o gesto que podía ser normal para
muchas personas (quedarse veinticuatro horas sin su móvil) pero no para ella,
totalmente sometida a la servidumbre de la dichosa maquinita. A pesar de su
estado, en el ámbito del desequilibrio, en modo alguno pensaba ceder a lo que
probablemente iba a pedirme: su otro yo telefónico. Las
previsiones se cumplieron, punto por punto. Largo y sacrificado es el
camino, no pocas veces, para la llegada.-
José L. Casado Toro (viernes, 24 Julio
2015)
Profesor
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