La opción de viajar
a Madrid, a fin de pasar unos días de descanso en esta cosmopolita
ciudad, me resultaba ilusionadamente atractiva. Cómodo desplazamiento en el
AVE; elección de un buen hotel, próximo a esa céntrica artería viaria de la
Gran Vía; facilidad para el movimiento por la ciudad, utilizando la bien
articulada malla suburbana del metro; oferta de múltiples incentivos culturales
de la más variada naturaleza y, también, unas opciones gastronómicas muy
suculentas, entre las que priorizaba ese cocido madrileño que tanto reconforta.
Tres días expresamente dedicados a disfrutar un necesario y terapéutico cambio
de ambiente, resultan siempre apetecibles. Y es que el curso escolar había sido
muy denso y agotador, por lo que mi cuerpo demandaba un desplazamiento lúdico
para la necesaria recuperación.
Las expectativas iniciales se fueron
cumpliendo con rigurosa puntualidad. Ese primer día
estuvo dedicado, básicamente, a recorrer la parte antigua de la ciudad. Los
barrios más castizos, con su tradición y recuerdos, te van aportando unas
vivencias que resultan enriquecedoras, especialmente porque ayudan a cambiar
esa rutina que suele acompañarte en tu lugar habitual de residencia. Por la
tarde hice un buen paseo por los jardines del Retiro, antes de acercarme a un
señorial teatro sito en la Plaza de Jacinto Benavente, donde iba a disfrutar de
la primera obra teatral, que desde Málaga había tenido la previsión de
reservar. Siempre me agrada hacerlo, a fin de conseguir una buena localización
en la espaciosa sala donde la pieza escénica iba a ser representada. Dada la
hora en que finalizó la actuación, pensé que lo más acertado era tomar unas
tapas como cena y el siempre goloso postre de un chocolate caliente, a pesar de
la templaza térmica con que la llegada del verano ofrecía la ciudad. Una ducha
reconfortante antes de ir a dormir y a eso de la una de la madrugada ya me
encontraba en la cama, repasando las variadas noticias del día en la pantalla
del iPad. Me sentía profundamente cansado, pero sin embargo feliz, en lo que
había sido un bien aprovechado primer día para la actividad vacacional.
Eran las cuatro treinta de la madrugada,
cuando me desperté sobresaltado. Me había quedado dormido con la luz de la
mesita de noche encendida y la tablet junto a la almohada. Desde la habitación
contigua, llegaban unos sonidos musicales que se escuchaban perfectamente a
través del cabecero de mi cama. Miré de nuevo la esfera del reloj y,
efectivamente, las manecillas marcaban esas cuatro horas y treinta minutos,
para la desventura. No sabía si estaba soñando, aunque pronto reconocí las
notas musicales de la marcha militar que había puesto fin a la profundidad de
mi sueño. Tras unos dos minutos y medio de interpretación, de nuevo volvió el
silencio. Me vi sentado a los pies de la cama, preguntándome quien sería ese
insensato que ocupaba la habitación vecina. ¿A quién se le podría ocurrir poner
(a buen volumen) la Marcha Radetzky a esas horas en que las personas normales
tratan de conseguir el necesario descanso para su cuerpo? Mi problema, como el
de muchos, es la dificultad para volver a retomar el sueño, una vez desvelado.
Además, había sido un despertar eminentemente castrense, con la marcialidad
propia de una marcha militar De manera afortunada, un par de horas después de “jugar”
con el tablet, volví a quedarme dormido. Ya estaba amaneciendo, con las
primeras luces de un nuevo día.
Tras hacer un suculento y copioso breakfast
(estos desayunos, en determinados hoteles, resultan verdaderamente
pantagruélicos) me dirigí al mostrador de recepción de clientes, donde fui
atendido por la Srta. Belén Arana. Le expliqué,
de forma detallada, mi desagradable experiencia nocturna, en el ecuador de la
pasada madrugada, a fin de que hiciera las gestiones oportunas para impedir su incómoda
repetición en las noches siguientes. Mi descanso estaba en juego y yo había
venido a este hotel para completar una placentera actividad vacacional. A
medida que le iba narrando lo sucedido, noté una expresión de intensa extrañeza
en su rostro.
“Estimado cliente. En modo
alguno pretendo poner en duda la veracidad de lo que está poniendo en mi
conocimiento. Pero es mi obligación explicarle unos datos, para su mejor
comprensión. En estas fechas veraniegas, con todo el turismo en auge, tenemos
el hotel prácticamente al completo. Sin embargo, en ese ángulo de la última
planta, la habitación contigua a la suya lleva dos días sin ser ocupada. Ello
es debido a que la 9/12, por ocupar precisamente un determinado angular, tiene
unas vistas escasamente atractivas. Está mirando al patio interior de un
edificio colindante. Su luminosidad tampoco es buena, en muchas de las horas
del día. Al ser también habitación de uso individual, sólo la utilizamos en
circunstancias muy concretas. Lo que pretendo decirle es que estas dos últimas
noches, la 9/12 ha estado desocupada. ¿Está Vd plenamente seguro de que esos
sonidos en la madrugada procedían exactamente de la habitación paralela a la
suya, que es la 9/11?
Era tal la firmeza con que la Srta. Arana dotaba
a sus palabras, que comencé a dudar de que la peculiar situación que había
sufrido la noche anterior fuese efectivamente real. La verdad es que en la cena
sólo había tomado un par de cervezas. Obviamente no estaba bebido, pero igual
fue un mal sueño ….. En definitiva me disculpé de la Srta. conserje la cual,
muy amable, se ofreció a prestarme toda la ayuda posible, si algo más
incomodaba mi estancia en su hotel. Incluso me aseguró que ordenaría a una de
las camareras, para que repasara esa habitación, que tampoco hoy tenía previsto
ser ocupada, salvo que se presentara alguna necesidad de especial importancia.
Este segundo día
vacacional, estuvo dedicado básicamente a la visita de ese gran museo,
tesoro para la pintura mundial, que se halla ubicado en el Paseo del Prado. Me
detuve, de manera especial, en las salas dedicadas a la época del estilo
Barroco. Por la tarde, tras comprar unos regalos, a eso de las siete encaminé
mis pasos al Teatro Lope de Vega, donde por fin iba a disfrutar de una obra
visual y acústicamente muy hermosa, tanto para la gente joven como para aquella
otra que acumula una mayor edad: The Lion King. Era una asignatura pendiente
que tenía en mi vida: ver la puesta en escena de El Rey León.
Volví al hotel, ya cerca de la medianoche. No
es que hubiera olvidado los avatares de la madrugada anterior pero, he de
reconocerlo, cada vez tenía más dudas de que aquel despertar castrense hubiera
tenido efectivamente lugar. ¿Pudo todo deberse a los efectos de una
desagradable pesadilla? ¿Me habría dicho toda la verdad la Srta. Conserje?
Incluso, antes de ir a la cama, salí al pasillo y acerqué mi oreja a la puerta
de la habitación vecina y pude comprobar que nada se escuchaba desde el
interior de la misma. Parece que tampoco ese día había sido ocupada por viajero
alguno. Repetí los mecanismos habituales que siempre hacía, antes de caer sumido
en el sueño. Repasé las más importantes noticias del día, además de esa entrada
en Google para preguntar opciones básicas
de visita en Madrid, a fin de diseñar bien el que sería mi último día de
estancia en la capital del Estado.
No, no había sido un mal sueño la incómoda
experiencia musical, con su impertinencia horaria. De nuevo, a las cuatro y
media exactas, me despiertan los sonidos marciales de la Marcha Radetsky.
Procedían, de manera inequívoca, de la habitación contigua y se escuchaban
perfectamente a través del muro donde estaba apoyado el cabecero de mi cama. La
pieza musical dejó de sonar, tras los dos minutos y medio de interpretación. La
noche recuperó el silencio momentáneamente perdido. Aunque estaba profundamente
enfadado ante ese nuevo e incómodo despertar, controlé los nervios, tomé un
zumo y encendí, durante un ratito la refrigeración. La madrugada estaba
sometida a una atmósfera de bochorno térmico. Pude recuperar el sueño cuando ya
apenas comenzaba a clarear en el cielo madrileño.
Esa mañana no estaba la Srta. Belén tras el
mostrador de la recepción. Fui atendido por el Sr. Fermín
Gredial, quien tras escuchar toda el resumen de los hechos, me indicó
que ya existía un informe en manos del director del Hotel. Hizo unas llamadas y,
tras comunicar telefónicamente con sus superiores, me pidió de forma encarecida
que después del almuerzo, hablara con él, pues el problema que me afectaba se
iba a arreglar. Aquella mañana de domingo la
dediqué a visitar la lúdica escenografía comercial que ofrece el gran Rastro
madrileño, donde adquirí algunos complementos de piel, tanto para regalos como
para uso personal. Después del almuerzo, mi dirigí al mostrador de recepción.
“La dirección del Hotel
comprende y lamenta su desazón ante los hechos que ha soportado en las dos
noches anteriores. Esta mañana hemos repasado de nuevo la habitación 9/12 y
seguimos sin hallar explicación lógica alguna a esa música nocturna que
violenta e inestabiliza su sueño. Como aún tiene contratada una noche más, le
ha sido habilitada una nueva habitación, exactamente la 7/8, donde esperamos
que esta noche sí pueda descansar sin interrupciones molestas. Además,
disfrutará Vd de la cena en el Hotel, con cargo a la dirección del mismo. Dos
camareras están preparadas para trasladar sus pertenencias a la nueva
habitación. Sólo esperan sus indicaciones, a fin de ayudarle con las maletas u
otros enseres”.
Era patente la buena voluntad que estaban
mostrando los responsables del establecimiento. Obviamente, agradecí a este
complaciente interlocutor la deferencia que mostraba hacia mi persona. Esa
última tarde vacacional quise dedicarla a recorrer, una vez más, calles y
rincones típicos del más viejo y tradicional Madrid (especialmente, la zona de
Fuencarral y el barrio de Chueca). Me olvidé del Metro y me sumergí por esas
plazas con encanto, sus tiendas con sabor a misterio, visité numerosos bares, que
lucían una decoración e iluminación que ensueña y embruja a una variopinta
clientela y todo ello mezclado con el grato y habilidoso buen hacer de muchos
artistas callejeros. Verdaderamente admirables estos nómadas y juglares del
asfalto, que van tejiendo palabras, arte e ilusiones, mostrando sus pinturas,
destrezas o entrañables canciones que saben templan el alma de tantos paseantes
solitarios, en busca ansiada del afecto amigo. Tras la cena, verdaderamente muy
agradable, aquella noche la famosísima Marcha Radetzky no interrumpió la
continuidad de mi sueño, en el nuevo y coqueto aposento que se me había
asignado.
Una semana después, de mi vuelta a Málaga, recibí un email, en
mi buzón electrónico. Venía firmado por la Srta. Belén Arana. Básicamente, su extenso contenido
era, más o menos, como sigue:
“Estimado cliente. Le envío
estas necesarias y merecidas líneas, a fin de explicarle una situación que nos
ha dado no pocos quebraderos de cabeza y en la que Vd. se ha visto implicado de
la manera más desafortunada. Dos días después de su marcha, un hotel amigo nos
pidió que alojáramos a un cliente que estaba sin habitación por overbooking. Tenemos
en Madrid actualmente un par de importantes Congresos, que han traído muchos
viajeros a la ciudad. Este Sr. un importante ejecutivo empresarial, nos ha dado
la clave para conocer el origen de esa entrometida música que estaba sonando en
el ecuador de la madrugada. Un anterior cliente, de nacionalidad austriaca, parece
ser que dejó olvidado un sofisticado iPod en la cama, programado para que a las
cuatro y media le avisara que tenía que levantarse y prepararse para tomar el
avión. Esa artilugio quedó encastrado en una oquedad de la base que sostiene al
colchón. En su caída, por alguna ranura, parece ser que se potenció, aún más,
el micro que tiene incorporado. El nuevo usuario también se despertó, como Vd.
sobresaltado cuando, puntualmente a las cuatro y treinta de la madrugada,
saltaron esas notas orquestales de Johann Strauss, desde el cabecero de su
propio lecho. Ya hemos contactado con el propietario de este travieso mecanismo
o gadget. Le reiteramos nuestras disculpas y confiamos verle de nuevo visitando
la ciudad y, por supuesto, éste que es su hotel. Será especialmente bienvenido”.
José L. Casado Toro (viernes, 10 Julio
2015)
Profesor
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