En
los anales de los tiempos oscuros para las relaciones económicas tiene que
haber, a no dudar, centenares y miles de historias que permanecerán silenciosas
y casi anónimas, en la íntima privacidad de sus angustiados protagonistas. Veamos
alguna de ellas que, como casi todas, contiene valores y enseñanzas para la
vida.
En
una simple clasificación sociológica, el matrimonio formado por Ángel y Ana se podría definir como una familia de
clase media, ciertamente acomodada, en función de la formación académica de
ambos cónyuges y por la actividad laboral que desempeñaban en dos empresas
vinculadas al ámbito de sus respectivas titulaciones. Ángel,
41 años, trabajaba en una importante empresa de óptica, como especialista en
optometría. Ana, tres años más joven que su
marido, prestaba servicio como auxiliar de farmacia aunque, desde un principio,
tuvo que aceptar el condicionante de su eventualidad o inestabilidad laboral.
Este joven matrimonio no tenía descendencia (siempre fueron dejando para más
adelante su proyección genética) lo que les hizo algo más llevadera las cargas
financieras de una gravosa hipoteca bancaria firmada para el piso que
compraron, hace ya ocho años, en la nueva zona oeste malagueña.
El duro azote de los cierres y las egoístas políticas
empresariales les afectó de lleno en su estabilidad económica. Ángel
lleva sufriendo (más de cuatro años, ya) la desesperanza del despido laboral.
La ayuda de sus padres (muy limitada, por la realidad modesta de su patrimonio)
y algunas sustituciones espaciadas y puntuales, como reponedor en un centro
comercial, les ha permitido sobrevivir a duras penas, para afrontar los gastos
básicos. Tampoco, en el caso de Ana, el panorama ha tenido mejores
perspectivas. Todo lo contrario. El complejo de laboratorio y farmacia, donde trabajaba
cambió de propietaria, teniendo ésta ya reservada su plaza laboral para una
persona amiga recomendada. En definitiva, el joven matrimonio tuvo que dejar,
con mucho pesar, ese piso en el que ambos habían puesto tantas de sus ilusiones.
Ahora viven alquilados en una vivienda mucho más modesta, por la que han de
pagar 350 euros de renta mensual, más los gastos de comunidad.
De
manera afortunada, el cariño que permanece entre ambos les ha ido dando fuerzas
para luchar en la espera de un tiempo mejor. Desde luego que no resulta fácil
asumir el tránsito de una cómoda estabilidad socioeconómica a un estado de
carencias y agobios para el que, no siempre, se está suficientemente preparado.
Llegar a una situación de pobreza real, cuando
se ha disfrutado de unas posibilidades más que desahogadas, es un aprendizaje
que afecta y degrada no sólo lo puramente material sino, incluso más
importante, la básica ilusión y proyección anímica de la persona.
Faltan
escasos días para que finalice el mes Julio. Ángel nunca ha dejado que atender
con fidelidad ese pequeño o gran detalle, que muestre el cariño que siente por
su mujer, especialmente cuando ésta celebra su festividad. Ya sean unas flores,
un perfume, ese DVD del grupo que tanto le agrada o aquella prenda que le hace
sentirse más guapa. Pero este año la
situación no permite dispendios, porque lo más básico e ineludible es pagar
esas facturas que no esperan y, lógicamente, atender al alimento diario que mantendrá
a sus respectivos organismos. Sin embargo, desde hace unos días, le viene dando
vueltas a la cabeza a una acción que, hasta el momento, nunca ha llevado a la
práctica. ¿Sería una solución adecuada desprenderse de
algo material, en una casa de empeños o compra de objetos usados, a fin
de conseguir esa liquidez monetaria que paliara las muchas necesidades
urgentes? Además, podría seguir mostrando ese cariño hacia su gran amor, comprándole
algún detalle o regalo, el próximo día 26, santoral de todas aquellas mujeres
que atienden por el bello nombre de Ana.
Estando
decidido a dar ese inusual paso en su vida, pensó en lo más importante que tenía
materialmente en casa y por cuya venta podría conseguir una sustancial
compensación. La joya más apreciada que guardaba, desde el día de su boda, era un valioso reloj de oro, con los números grabados en
pequeños brillantes, que había pertenecido a tres generaciones de su familia.
Fue inicialmente comprado por su abuelo, tras el esfuerzo y ahorro de muchos
años de trabajo en Argentina. A pesar del elevado precio que tuvo que pagar,
siempre comentó que aquella adquisición fue una magnifica operación. Su
propietario, un suizo afincado en aquellas tierras, se hallaba endeudado hasta
el cuello por su desmedida afición a los juegos de azar. El padre de Ángel
recibió la preciada joya como regalo de boda, tradición que también continuó
cuando su hijo se unió en matrimonio a esa frágil y vitalista mujer, de nombre
Ana. Romper esa tradición de padres a hijos era una decisión dolorosa y difícil
de entender. Pero Ángel estaba lo suficientemente desesperado y, a la vez,
enamorado, para que ese gesto de desprenderse de aquellos que representaba el
vínculo generacional quedase interrumpido de una vez para siempre. En modo
alguno quiso consultar, en principio, su decisión con Ana. Difícilmente ella
hubiese estado de acuerdo y más conociendo que, en una parte importante, ella
sería causa de tan drástica acción por parte de su esposo.
En
la tarde de un caluroso martes, Ángel se
dirigió a un establecimiento de compra de oro y joyas,
donde también negociaban la modalidad de empeño de objetos de un cierto valor.
Antes de entrar en el local, se dio un largo paseo por entre la arboleda del
denominado Parque malacitano, atravesado por una gran vía repleta de vehículos.
Reflexionaba, una y otra vez, acerca de una hermosa y larga historia familiar
que aquella tarde iba a quedar interrumpida para siempre. Todo ello a causa de
un contexto socioeconómico depresivo que estaba minando tanto su vida como la
de Ana. No solo a ellos, sino perjudicando también la existencia de cientos de
miles de personas, repartidas en una muy extensa y diversa geografía mundial.
Esperando
ser atendido, una señora bastante mayor le antecedía ante la ventanilla. Tras
recibir aquélla una determinada cantidad, por la venta de unas joyas, dejó su
puesto al titulado óptico, en situación prolongada de paro laboral. Ángel se
mostraba especialmente nervioso, pues el hecho de protagonizar una escena de
esta naturaleza era algo que nunca hubiera podido imaginar, en otros momentos
más acomodados de su vida. Le atendió un profesional encargado en valorar los
depósitos “empeñados” o definitivamente vendidos. Tras examinar el reloj, que
Ángel le había entregado, comprobó de inmediato que tenía en sus manos una
pieza con más valor de lo que normalmente solía llegar a este negocio de
metales nobles. Lo llevó a un especialista que ocupaba un despacho interior y,
tras unos diez minutos de espera, volvió ante su cliente preguntándole si
deseaba un préstamo a cambio de la pieza o venderla de una manera definitiva.
El reloj, un elaborado producto de alta joyería, iba a ser valorado en 800
euros. Podía recibir ese préstamo, cuya cantidad habría de devolverla en un plazo
máximo de tres meses, con un interés del 22 por ciento, en caso de que quisiese
recuperar la preciada joya. Una vez pasado ese espacio de tiempo, el reloj
sería considerado definitivamente vendido por esa concreta cantidad.
Verdaderamente
confuso ante una experiencia tan nueva y desagradable para él, rogó al operario
que le atendía le permitiera pensarlo unas veinticuatro horas, antes de adoptar
una decisión definitiva. El tasador mostró en su rostro un gesto de cierta
contrariedad, pero no tuvo otra opción que aceptar la petición de su
interlocutor (la persona que había analizado las características del reloj, en
la parte interior de la oficina, había determinado que su valor real en el
mercado podría superar los seis mil euros).
Todo
este asunto le estuvo rondando por la cabeza en la cama, en la que se despertó
en más de una ocasión. Tras el desayuno, Ana le comentó que esa mañana iba a
probar suerte en la empresa que gestionaba la limpieza diaria del edificio.
Hablando con la operaria que se ocupaba del bloque cada mañana, conoció el
trasiego de personal que normalmente soportaban, pues la empresa se encargaba
de los multiservicios en numerosos edificios de la capital y, también, en
localidades importantes de la provincia. Esa mañana llevaría su currículum
personal confiando, una vez más, en la posibilidad de que pudiese ser llamada
para desempeñar el servicio de limpieza o cualquier otra actividad. Eran
tiempos en los que cualquier opción podía resultar útil, por encima de
titulaciones y preparaciones recibidas en los años colegiales.
Ángel
tomó de nuevo la cajita del reloj y se dispuso a volver a la casa de empeños.
Anímicamente se encontraba hecho un mar de nervios. Tras cerrar la puerta del
piso y esperando la llegada del ascensor, escuchó el sonido del teléfono que
estaba llamando desde el interior de su vivienda. Quiso la suerte que esos
segundos de espera, ante la puerta del ascensor le permitiera poder atender la
llamada. Era el encargado del personal del centro comercial donde,
espaciadamente, había tenido días de trabajo. Le indicó que, a la mayor
urgencia, pasase por su oficina. La suerte, y su
contraria, llaman a nuestra puerta cuando menos lo esperamos. A toda
prisa se desplazó a esos grades almacenes, ilusionado de poder conseguir algún día
de trabajo en una actividad que era esforzada y repetitiva pero, al menos, no difícil de realizar: mover y recolocar
productos y productos en los estantes el hipermercado.
“González, nosotros siempre nos hemos caracterizado por
conocer y estudiar bien los datos de las personas con las que trabajamos. Sabemos
que ha prestado servicio en nuestro híper, de manera intermitente, como
reponedor de mercancías. Consideramos que lo ha hecho de forma muy honesta y
ejemplar. Pero el historial de su currículo
nos habla de su formación como óptico y esos casi seis años que
desempeñó el puesto en una empresa hoy desaparecida. Su experiencia nos puede
resultar muy útil para una nueva línea comercial, en el ámbito de la óptica,
que queremos montar. Vamos a utilizar el amplio espacio que antes ocupaba la
venta de DVDs y productos informáticos que, más reducido, será trasladado a
otro espacio. Vd. sería la tercera persona asignada a ese departamento, para la
revisión ocular y la venta de gafas y lentes de contacto. Le repito que
poseemos informes que su trabajo en esa antigua cadena de óptica fue
eficazmente responsable. Desde mañana se pondrá a colaborar con esos otros dos
compañeros ya asignados a esa nueva sección comercial”.
Cuando
Ángel volvía a casa, inmensamente feliz con su inesperada suerte, reparó que en
su cartera de mano llevaba la cajita con el reloj de oro e incrustaciones de
brillantes. El destino así lo había querido. Y la tradición familiar no iba a
quedar malvendida y olvidada. Aquel día había entrado un
flujo de luz en las sombras de una buena familia. Una semana más tarde,
Ana tuvo su cariñoso regalo con motivo de su onomástica. Un romántico ramo de
flores de lilas y rosas. Ese veintiséis de Julio, el ardiente viento de terral
dominaba las calles y plazas malagueñas. Sin embargo, en la atmósfera de esa
pequeña familia, el tiempo había mejorado su suerte con un aire tornado hacia
la esperanza.-
José L. Casado Toro (viernes, 10 abril,
2015)
Profesor
jlcasadot@yahoo.es
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