viernes, 24 de abril de 2015

UNA BELLA HISTORIA, EN LA COMUNICACIÓN AFECTIVA, DESDE LA SOLEDAD.


Por motivos básicamente de ocio, nos encontrábamos pasando un corto fin de semana en la capital madrileña. La cómoda versatilidad que permite el transporte en el tren AVE, junto a los incentivos lúdicos y culturales que siempre ofrecen las grandes ciudades europeas, nos había animado a romper con esa serena rutina, dibujada por nuestro entorno inmediato, durante cada día de la semana. Antes de viajar a Madrid, siempre es importante reservar entradas para algún espectáculo teatral, de entre la numerosa oferta que sugiere la cartelera en aquella cosmopolita ciudad. Al margen de El Rey León, siempre tan atractivo y permanente en la Gran Vía, existen numerosas salas teatrales donde puede disfrutarse de excelentes actuaciones escénicas, desarrolladas por afamados, o más desconocidos,  intérpretes.

Habíamos elegido el Teatro Amaya. Faltaban unos quince minutos para el inicio del espectáculo cuando, en la antesala del patio de butacas, me distraía observando unos carteles anunciadores de otras obras que esta cadena empresarial ofertaba en otros teatros de la ciudad. En ese preciso instante un hombre de edad avanzada, que acaba de atravesar la puerta de entrada, bien guarnecido en su abrigo, dada la baja temperatura ambiente que aquella noche soportaba Madrid, se me queda mirando con una cierta firmeza. Me desplazo unos metros del lugar que ocupaba pero, al volverme de nuevo, me siento observado por esa persona que me resulta absolutamente desconocida. Tiene el cabello muy corto, a fin de disimular su avanzada alopecia. Rostro curtido por los años, viste de azul oscuro y no va acompañado por pareja o amigos, en ese momento. Me resultaba un tanto incómoda la situación, debido a ser el centro de esa persistente observancia, por lo que decido desplazarme ya a la sala de butacas, a fin de buscar el lugar exacto de nuestras localidades.

Aproveché los minutos concedidos, durante el descanso de la obra, para dirigirme a los lavabos. Antes de entrar en los mismos, la misma persona que antes me observaba de manera indisimulada, se me acerca y, con unos correctos modales, me transmite las siguientes palabras:

“Buenas noches. Discúlpeme, pero yo creo …. que le conozco. Su cara me resulta bastante familiar. ¿tal vez de Madrid …. Valladolid …. Castellón. La verdad es que no logro concretar. Pero estoy, cada vez más seguro, que hemos hablado en alguna otra ocasión. Por eso me he quedado mirándole, tal vez con una indelicada impertinencia.”

Dada la amabilidad de mi interlocutor, le atendí con la mejor cordialidad de que fui capaz. Le expliqué que no me venía a la memoria su imagen y que mi círculo vivencial no ser hallaba precisamente en tierras castellanas, aunque de forma circunstancial me encontrara en Madrid, durante ese día. Pero este señor (Álvaro) siguió insistiendo con diversas preguntas u otras aportaciones en datos, a fin de vincularme con elementos de su memoria. Él mantenía que nos conocíamos, pero sin poder concretar ese cómo, cuándo y dónde. Me rogaba que también yo hiciera memoria. Acabó por entregarme su tarjeta personal, con los datos obvios del nombre, dirección postal y electrónica, además de sus dos números telefónicos. Se despidió con un apretón de manos sugiriendo que,  en caso de que recordara datos concretos, me pusiese en contacto con él, utilizando el medio que considerara más procedente. Aunque no suelo usar tarjetas de visita, sí recuerdo que le dije mi nombre completo, a fin de corresponder a los datos que había tenido a bien darme a conocer. Con tanto hablar, volvimos a la sala cuando ya había comenzado la segunda parte de la representación. Por cierto, una interesante obra titulada Enfrentados, interpretada magistralmente por un genial Arturo Fernández, quien a sus ochenta y cinco abriles mantenía un estado de forma digno de plena admiración.

Ya en mi ciudad de residencia, no le di más importancia a este curioso episodio que había tenido lugar durante el fin de semana madrileño. Pero, como era previsible, al paso de las semanas, la figura de Álvaro volvió a hacerse presente en mi quehacer cotidiano. Un mes, aproximadamente después de nuestro primer encuentro, compruebo que tengo en el escritorio de mi ordenador, un correo electrónico cuyo remite comenzaba por alvaromm45@.... Esa misma noche abrí el mensaje. Efectivamente este Sr. había localizado mi dirección electrónica, a través del blog que tengo en Google, dato que aparece en mi perfil. No era un texto muy extenso el que me escribía. Básicamente me recordaba nuestro reciente encuentro en el teatro madrileño Amaya, preguntándome si había hecho memoria, pues él estaba convencido de haber mantenido algún contacto previo con mi persona.

Aunque me seguía extrañando la insistencia de este hombre, respondí educadamente a su misiva electrónica. La reiteraba que carecía de datos en el recuerdo, pero que cuando lo desease podía escribirme si así le apetecía. Como me temía, más o menos a las setenta y dos horas, tenía otro correo electrónico en mi escritorio, remitido por Álvaro. Era mucho más extenso que el anterior. A groso modo, decía así.

“Comprendo que le resulte extraña y pesada mi insistencia comunicativa. Pero, en esta ocasión, quiero ser absolutamente sincero con Vd. La verdad es que no nos conocemos de nada. He estado vinculado al mundo teatral. Mi trabajo era de índole técnica. He trabajado en campos muy diversos, como la electricidad, el sonido y también, en el atrezzo escénico. Hace cuatro años que me jubilé, y en este inmediato espacio de tiempo perdí a quien era mi compañera de toda la vida. No tengo más familia directa que unos parientes lejanos con los que apenas tengo trato. Vivir en soledad es muy complicado, por lo que hago todo lo posible por entablar amistad con personas que sean receptivas a mi necesidad de comunicación. Pero el mundo no es generoso en este terreno, especialmente con personas ya tan mayores como yo (cumplo los setenta y seis de aquí a unos meses). He visto y vivido mucho teatro y con Vd apliqué un recurso muy infantil, lo reconozco, a fin de tener con quien hablar, aunque fuese de manera electrónica. ¿Por qué le elegí para esta burda travesura? Posiblemente porque algo en su figura y comportamiento me indujo a confiar en una respuesta positiva por su parte. Me pareció una persona bondadosa y educada, nada más intercambiar las primeras palabras. Me debo disculpar, por supuesto. Pero ya el hecho de escribirle este largo correo, me permite despertar el interés y la ilusión por comunicar con personas. Me encuentro así menos solo. Las horas y minutos del día se me hacen largos y tediosos. También le aclaro que aunque mi economía es modesta, el haber trabajado tantos años en el Amaya me permite recibir invitaciones para asistir a todas las salas de este  grupo empresarial.” Se despedía con una nueva disculpa por su peculiar proceder.

Tras la lectura de este correo, aparentemente lleno de sinceridad y humildad, reflexioné acerca de los comportamientos que algunas personas se ven obligados a adoptar, como consecuencia de una sociedad en la que imperan tantos incentivos para lo material sobre otros valores que debieran sustentarse en lo fraternal, en lo solidario, en la cooperación afectiva y efectiva de todos para con todos. Álvaro era uno más de los miles y miles de seres humanos que, soportando esa perniciosa soledad que tanto daño nos provoca, reaccionan aplicando comportamientos inverosímiles a fin de hallar ese cobijo amistoso que tanto necesitan para su inestable orfandad afectiva. De manera coloquial me decía, en el contexto de esta reflexión, “¡hay que ver lo que es capaz de hacer u organizar la gente, por encontrar un poco de consuelo en medio de una sociedad que tan vanamente presume de comunicación y diálogo!”

A partir de la franqueza que esta persona me había mostrado, decidí mantener con ella un intercambio epistolar, de manera periódica, sentando las bases de una amistad en la distancia originada de la forma más inverosímil que yo podría imaginar. Durante algún tiempos nos intercambiamos correos, con una periodicidad de unos dos o tres al mes. Mi ahora amigo Álvaro me transmitía en ellos comentarios, confidencias, anécdotas  y reflexiones acerca de su vida, tanto en la actualidad como antiguos episodios que había protagonizado a lo largo de su ya proverbial longevidad. De manera especial me agradaba mucho conocer el “sabroso” trasfondo que conlleva el mundo de la farándula y la representación escénica. Una persona que había trabajado tanto tiempo en el corazón organizativo del espectáculo tenía que poseer un amplio y buen bagaje informativo, tanto para el comentario como para la información e ilustración más distraída y documentada. Alvaro disfrutaba compartiendo con ese amigo, casi desconocido, múltiples páginas, contempladas o incluso protagonizadas por él, que jalonaban una intensa vida dedicada a la actividad teatral.

Con el paso de los meses, la intercomunicación se fue espaciando por ambas partes. En realidad, la nuestra había sido una amistad un tanto forzada, inesperada y sin el imprescindible o más necesario vínculo de la proximidad. Al igual que hace la meteorología, llegaron épocas de sequía o de frialdad en el diálogo, hasta generarse amplias lagunas para el silencio, educadamente salvadas por la felicitación navideña o por la atención a los respectivos santorales que nos identificaban. Pasaron meses sin contacto alguno cuando, a la vuelta de un reciente viaje a Galicia, decidimos pasar un día completo en la capital madrileña. Previamente me ocupé en enviarle unos correos a su dirección electrónica, indicando esta posibilidad y mi ilusión por saludarle de manera directa y personal. No recibí respuesta a mis mensajes. Sin embargo, como tenía una dirección postal que él me había facilitado en uno de sus correos, aquella mañana me dirigí a ese domicilio con el ánimo de interesarme por su estado. Le llevaba algún recuerdo de Málaga, aunque no dudaba que especialmente valoraría mi esfuerzo por estar unos minutos junto a él. 

El taxista me condujo a una dirección ubicada en las entrañas del viejo y siempre vivo Madrid. Allí, unos chicos jóvenes, estudiantes universitarios, que vivían en la misma planta que Álvaro, me informaron que “ese señor mayor hace unos meses fue llevado a un centro residencial para mayores, dependiente de la Comunidad madrileña”. Rápidamente me dirigí al edificio de la Puerta del Sol, donde un funcionario muy amable efectuó varias llamadas y comprobaciones, facilitándome una dirección asistencial, donde muy probablemente se encontraría el residente Álvaro Mandly Martín. Mi mujer (muy interesada en el caso)  y yo mismo nos dirigimos, por la tarde, a ese institución ubicada en la carretera de Somosierra.

Poco antes de las seis, en una tarde muy templada de julio, fuimos atendidos por el gerente del centro asistencial el cual, tras la información puntual y documental que le aporté (entre la misma, algunas fotos que este amigo me había enviado) nos acompañó a una amplia zona ajardinada. En ese grato y vegetal espacio, los residentes descansaban, bajo la atención de varios cuidadores, dormitando en sus asientos de madera, sillas ortopédicas o algunos caminando despacio bajo el cobijo de los árboles, ya que el día se había tornado intensamente caluroso. Junto a un pequeño estanque artificial, se encontraba Álvaro.

Lo reconocí de inmediato, aunque su cuerpo estaba notablemente cambiado físicamente, desde aquella noche en el teatro Amaya en la que él forzó nuestro encuentro y el inicio de la amistad (había ya transcurrido, aproximadamente, un año y medio desde entonces). El Sr. Gerente me había advertido de las profundas lagunas de consciencia que esta persona padecía. Tomé sus manos entre las mías y le sonreí, con palabras llenas de afecto. Parecía no reconocerme, aunque yo le seguía hablando, tratando de que recordara algún detalle. Le entregué una bolsa con dulces, vino de Málaga y una guía muy bien ilustrada con abundantes fotos de mi ciudad. Tras casi una hora, de lo que fue en realidad un pausado monólogo de sonrisas y anécdotas por mi parte, tomé de nuevo sus manos para despedirme. Sólo había logrado arrancarle algunas palabras inconexas. Pero, cuando ya me marchaba, en ese instante levantó su mirada y pareció pronunciar una corta frase que yo creí entender como “gracias, mi amigo.”

Cuando volvíamos hacia nuestro hotel, camino de la Gran Vía, le pedí al taxista que nos parase unos minutos junto al Teatro Amaya. Me acerqué hacia la puerta del recinto y recordé aquella noche en que una persona se esforzaba por superar su soledad. Aquel día veraniego, la obra que se estaba representando en la sala llevaba por titulo “No me abandones, amor”.


José L. Casado Toro (viernes, 24 abril, 2015)
Profesor

viernes, 17 de abril de 2015

LEYENDAS EN LO URBANO, CON UN TRAVIESO JUEGO DE LUCES.



Desde siempre y para siempre hacemos convivencia con su realidad. Los calificativos que aplicamos a su conocimiento resultan conceptualmente variados y contrastados, ante la riqueza imaginativa de su interpretación. Suelen despertar o provocar en nosotros una mezcla difusa de curiosidad, intriga, temor, asombro, sonrisas y, también, preocupación. Quiero referirme a ese mundo pleno de sueños, literatura, esoterismo, misterio y populismo, que poseen las leyendas urbanas. Cada ciudad, rincón espacial o territorio tiene la suya propia. Incluso, en ocasiones, participamos en la pluralidad de las mismas. De forma especial afectan a determinados edificios, aunque su proyección, en otras ocasiones, señalan a personas, costumbres, mitos o hábitos de la propia ciudadanía.

Decía que, en un lenguaje intensamente popular, llega a nuestro conocimiento la concreción de que en una determinada edificación, según la creencia indemostrada de los hechos, reside un extraño ser o el fantasma de turno. Normalmente bautizado, en la conversación de la gente, con un nombre más o menos simpático o curioso. Generalmente, suele señalarse a un personaje, asombrosamente longevo, que habita en ese viejo caserón, palacio o gran construcción desigualmente habitada y que, a determinadas horas, días o circunstancias, quiere darse a conocer, con sus sonidos, travesuras, señales o hechos inexplicables que generalmente atemorizan y, en otras oportunidades, generan y potencian nuestra incredulidad o hilaridad.

La mayoría de esos edificios, donde reside el personaje fantasmagórico, en la interpretación o creencia ciudadana, suelen estar deshabitados. En otros casos, su presencia se hace perceptible en horas de la noche, cuando la mayoría duerme y ellos actúan. Y las historias o leyendas que representan son variadas, para alimentar la distracción o el conocimiento. Veamos una, ciertamente curiosa, por las características propias de su localización y desarrollo.

Se trata de un magno edificio público, con muchas plantas en altura, dedicado a servicios administrativos. En ninguno de sus numerosos niveles hay dependencias habilitadas para la residencia familiar. Sólo existen, en ese imponente volumen de hierro, hormigón y cristalería, un centenar y medio de despachos, repletos de mesas, ordenadores, estanterías y mostradores para la adecuada atención de aquellos ciudadanos que realizan las gestiones administrativas necesarias para sus intereses. En el interior de ese macro edificio trabajan, desde las horas tempranas del amaneces, más de medio millar de funcionarios públicos, pertenecientes a diversos organismos de la Administración. Normalmente, la mayoría de estos trabajadores finalizan su jornada laboral sobre las tres de la tarde. En horas vespertinas permanecen abiertos algunos departamentos aunque es una actividad más bien enfocada para la gestión interna de los diversos asuntos, por lo que la presencia de público exterior es prácticamente inexistente. Y ya por la noche, el edificio queda completamente  cerrado, hasta que, casi al amanecer, algunos de los bedeles procederá a su apertura y vigilancia correspondiente.

Hace unos años el edificio gozaba de vigilancia nocturna. Un equipo o empresa de seguridad se encargaba de ejercer esta función incluso los fines de semana pero, debido a diversas circunstancias (especialmente de índole o naturaleza económica) este servicio fue suprimido, quedando el gigantesco bloque completamente vacío o desguarnecido de personas, desde esas horas en las que comienza la noche.

Cierto día, unos vecinos de la zona alertaron a las fuerzas de seguridad municipal de que una planta completa del edificio permanecía totalmente iluminada en su interior. Esas llamadas telefónicas se efectuaron cerca de las tres de la madrugada. Una patrulla de la policía se desplazó a la zona y, tras comprobar la veracidad del aviso ciudadano, estimó que por alguna razón se había dejado completamente encendida toda la planta séptima. Efectivamente, a la mañana siguiente, los funcionarios que llegaron a sus dependencias comprobaron que las luces interiores permanecían encendidas, sin causa alguna que lo justificase. Se hicieron algunas consultas, pero nadie sabía dar una respuesta o razón convincente a ese importante gasto de electricidad desarrollado durante la pasada noche.

El asunto no pasó a mayores. Los servicios técnicos comprobaron la instalación eléctrica, pero no hallaron causa determinante que justificase ese “espectáculo luminoso” de la séptima planta que, cual faro vigía, había orientado durante la noche a estrellas, luceros y a esas almas somnolientas que anhelan el destino de su domicilio para el necesario descanso orgánico. Pasaron unos días y todo transcurrió sin la mayor anormalidad. Pero ese sábado por la noche, exactamente a las dos de la madrugada, un abogado, que trabajaba en su despacho preparando su intervención procesal de la próxima semana en el Palacio de Justicia, observó que las luces del gran bloque volvieron a encenderse. En este caso, los despachos iluminados fueron todos aquellos situados en la planta novena. Y así permanecieron hasta el amanecer.

Efectivamente, a pesar de ser domingo, algunos jefes de negociado, que habían recibido la correspondiente comunicación de la policía local, se desplazaron a su lugar de trabajo a fin de apagar las luces y planificar una investigación al respecto para averiguar qué estaba pasando con la estructura eléctrica del bloque. Ya en lunes, de nuevo fue realizada una revisión técnica pero nadie daba con la causa de este episodio que estaba poniendo de los nervios a los jefes de los distintos departamentos.

Era previsible que pronto la imaginación o la inventiva popular comenzara a desatarse. Fueron surgiendo numerosas historias, entre los propios funcionarios y vecinos de la zona que, desde sus balcones, permanecían atentos y bien despiertos para comprobar por sí mismo un posible nuevo encendido o fenómeno luminoso nocturno. Una semana después, en la madrugada del sábado, de nuevo las luces hicieron de la noche el día, ahora en toda la planta tercera. Y ya, en los corrillos callejeros se hablaba del fantasma o el espíritu luminoso que todos los fines de semana procuraba adecentar, con el brillo de las barras de neón y demás bombillas, un nuevo espacio en ese castillo administrativo para la ciudad. Al supuesto espíritu o ente fantasmagórico comenzó a buscársele nombre, entre la lúdica y jocosa inventiva popular. Unos lo llamaban “bombillita” mientras que para otros era representado como “el veterano farero de la Avenida” pareja sin duda (no sabemos si bien llevada) de nuestra esbelta y coqueta Farola portuaria. También fue llamado “Manolo, el sereno recordando aquellos amables servidores de la noche, muy lejanos ya en el tiempo, que con sus llaves y autoridad ayudaban a muchos viandantes a poder entrar en sus domicilios.

La prensa se hizo pronto eco del asunto, ubicando la información en la sección “latidos de la ciudad”. Hasta la propia compañía eléctrica se dio un paseo por el gigantesco recinto, tratando de hallar una razón que justificase unos hechos que, aparte el misterio, potenciaban entre bromas y chascarillos la imaginación popular para esas leyendas urbanas que distraen los ratos lastrados por el aburrimiento. Se barajó también la conveniencia de dotar unas plazas de vigilantes para controlar la seguridad del bloque durante la noche pero, en época de recortes y ahorros (en algunas cosas más que en otras) la opción fue pronto desechada,  por el aumento del gasto que suponía unas personas más en plantilla. La contratación de vigilantes no era autorizada por la superioridad.

Pasaron otras semanas y, para respiro de los administradores, nada nuevo ocurrió. Pero he aquí que a comienzos de junio, ya en los albores del verano, durante la madrugada del sábado y a eso de las dos, la planta catorce volvió a iluminarse, para gozo, sonrisas y asombro de unos y de otros. De nuevo fueron reclamados los servidores públicos para que acudieran al lugar de los hechos. Pero se encontraron con las puertas bien cerradas y sin huecos aparentes por donde se pudiese haber entrado en el recinto para manipular el encendido eléctrico. Como ya era comidilla popular el posible “encantamiento” del bloque, el asunto trascendió a la autoridad regional que decidió afrontar de lleno la solución del problema, especialmente porque había operarios y funcionarios a quienes les estaba afectando, en su equilibrio anímico o emocional, tener que prestar servicio en un espacio donde estaban sucediendo hechos “paranormales”. Al fin fue aceptada la convocatoria de una plaza de vigilante nocturno que, tras la selección correspondiente, comenzó a prestar servicio desde comienzos de julio.

Para el desencanto popular y la tranquilidad administrativa, no volvió a repetirse el encendido “automático” de más plantas durante las noches de los fines de semana. Actualmente existe servicio de guardia y vigilancia, entre las doce y las ocho de la mañana, lo que ha permitido que una familia más tenga un puesto de trabajo entre sus miembros. Sin duda, un beneficio muy positivo. Pero, durante generaciones. se seguirá hablando de esos fenómenos extraños que tuvieron lugar en un espacio tan emblemático para la ciudad. El edificio será señalado como uno de tantos otros a lo que se supone un cierto misterio o encantamiento en las horas alegres de las estrellas.

Sólo una persona no hace chascarrillos o comentarios jocosos sobre el asunto. Es un habilidoso fanático, artista o “manitas” de la alta tecnología. Estos “magos” diestros en la programación, no sólo informática sino también electrónica, saben muy bien como articular fenómenos que, para la inmensa mayoría de la ciudadanía, nos resultan difíciles o imposibles de realizar, controlar y, sobre todo, explicar. Resultan ser mentes privilegiadas y manos expertas en el control de lo posible. Sus motivaciones son complicadas de compartir y mucho más aún de comprender. Desarrollemos ese instrumento maravilloso de la imaginación, recurso mental que nos permite crear y creer en imágenes explicativas para hechos que carecen de una básica racionalidad.

En otra oportunidad, hablaremos de esos ruidos, crujidos, pisadas o cambios difícilmente explicables, en el interior de tu vivienda, piso o bloque en el que resides. Generalmente estos hechos suceden durante el azulado terciopelo con que nos cubre la noche. Pero también durante el día, cuando todo parece estar vacío pero alguien, no sabemos el por qué, allí permanece.-


José L. Casado Toro (viernes, 17 abril, 2015)
Profesor

viernes, 10 de abril de 2015

UN VALIOSO RELOJ FAMILIAR, PARA LOS TIEMPOS DE AUSENCIA.



En los anales de los tiempos oscuros para las relaciones económicas tiene que haber, a no dudar, centenares y miles de historias que permanecerán silenciosas y casi anónimas, en la íntima privacidad de sus angustiados protagonistas. Veamos alguna de ellas que, como casi todas, contiene valores y enseñanzas para la vida.

En una simple clasificación sociológica, el matrimonio formado por Ángel y Ana se podría definir como una familia de clase media, ciertamente acomodada, en función de la formación académica de ambos cónyuges y por la actividad laboral que desempeñaban en dos empresas vinculadas al ámbito de sus respectivas titulaciones. Ángel, 41 años, trabajaba en una importante empresa de óptica, como especialista en optometría. Ana, tres años más joven que su marido, prestaba servicio como auxiliar de farmacia aunque, desde un principio, tuvo que aceptar el condicionante de su eventualidad o inestabilidad laboral. Este joven matrimonio no tenía descendencia (siempre fueron dejando para más adelante su proyección genética) lo que les hizo algo más llevadera las cargas financieras de una gravosa hipoteca bancaria firmada para el piso que compraron, hace ya ocho años, en la nueva zona oeste malagueña.

El duro azote de los cierres y las egoístas políticas empresariales les afectó de lleno en su estabilidad económica. Ángel lleva sufriendo (más de cuatro años, ya) la desesperanza del despido laboral. La ayuda de sus padres (muy limitada, por la realidad modesta de su patrimonio) y algunas sustituciones espaciadas y puntuales, como reponedor en un centro comercial, les ha permitido sobrevivir a duras penas, para afrontar los gastos básicos. Tampoco, en el caso de Ana, el panorama ha tenido mejores perspectivas. Todo lo contrario. El complejo de laboratorio y farmacia, donde trabajaba cambió de propietaria, teniendo ésta ya reservada su plaza laboral para una persona amiga recomendada. En definitiva, el joven matrimonio tuvo que dejar, con mucho pesar, ese piso en el que ambos habían puesto tantas de sus ilusiones. Ahora viven alquilados en una vivienda mucho más modesta, por la que han de pagar 350 euros de renta mensual, más los gastos de comunidad. 

De manera afortunada, el cariño que permanece entre ambos les ha ido dando fuerzas para luchar en la espera de un tiempo mejor. Desde luego que no resulta fácil asumir el tránsito de una cómoda estabilidad socioeconómica a un estado de carencias y agobios para el que, no siempre, se está suficientemente preparado. Llegar a una situación de pobreza real, cuando se ha disfrutado de unas posibilidades más que desahogadas, es un aprendizaje que afecta y degrada no sólo lo puramente material sino, incluso más importante, la básica ilusión y proyección anímica de la persona.

Faltan escasos días para que finalice el mes Julio. Ángel nunca ha dejado que atender con fidelidad ese pequeño o gran detalle, que muestre el cariño que siente por su mujer, especialmente cuando ésta celebra su festividad. Ya sean unas flores, un perfume, ese DVD del grupo que tanto le agrada o aquella prenda que le hace sentirse más guapa.  Pero este año la situación no permite dispendios, porque lo más básico e ineludible es pagar esas facturas que no esperan y, lógicamente, atender al alimento diario que mantendrá a sus respectivos organismos. Sin embargo, desde hace unos días, le viene dando vueltas a la cabeza a una acción que, hasta el momento, nunca ha llevado a la práctica. ¿Sería una solución adecuada desprenderse de algo material, en una casa de empeños o compra de objetos usados, a fin de conseguir esa liquidez monetaria que paliara las muchas necesidades urgentes? Además, podría seguir mostrando ese cariño hacia su gran amor, comprándole algún detalle o regalo, el próximo día 26, santoral de todas aquellas mujeres que atienden por el bello nombre de Ana.

Estando decidido a dar ese inusual paso en su vida, pensó en lo más importante que tenía materialmente en casa y por cuya venta podría conseguir una sustancial compensación. La joya más apreciada que guardaba, desde el día de su boda, era un valioso reloj de oro, con los números grabados en pequeños brillantes, que había pertenecido a tres generaciones de su familia. Fue inicialmente comprado por su abuelo, tras el esfuerzo y ahorro de muchos años de trabajo en Argentina. A pesar del elevado precio que tuvo que pagar, siempre comentó que aquella adquisición fue una magnifica operación. Su propietario, un suizo afincado en aquellas tierras, se hallaba endeudado hasta el cuello por su desmedida afición a los juegos de azar. El padre de Ángel recibió la preciada joya como regalo de boda, tradición que también continuó cuando su hijo se unió en matrimonio a esa frágil y vitalista mujer, de nombre Ana. Romper esa tradición de padres a hijos era una decisión dolorosa y difícil de entender. Pero Ángel estaba lo suficientemente desesperado y, a la vez, enamorado, para que ese gesto de desprenderse de aquellos que representaba el vínculo generacional quedase interrumpido de una vez para siempre. En modo alguno quiso consultar, en principio, su decisión con Ana. Difícilmente ella hubiese estado de acuerdo y más conociendo que, en una parte importante, ella sería causa de tan drástica acción por parte de su esposo.

En la tarde de un caluroso martes,  Ángel se dirigió a un establecimiento de compra de oro y joyas, donde también negociaban la modalidad de empeño de objetos de un cierto valor. Antes de entrar en el local, se dio un largo paseo por entre la arboleda del denominado Parque malacitano, atravesado por una gran vía repleta de vehículos. Reflexionaba, una y otra vez, acerca de una hermosa y larga historia familiar que aquella tarde iba a quedar interrumpida para siempre. Todo ello a causa de un contexto socioeconómico depresivo que estaba minando tanto su vida como la de Ana. No solo a ellos, sino perjudicando también la existencia de cientos de miles de personas, repartidas en una muy extensa y diversa geografía mundial.

Esperando ser atendido, una señora bastante mayor le antecedía ante la ventanilla. Tras recibir aquélla una determinada cantidad, por la venta de unas joyas, dejó su puesto al titulado óptico, en situación prolongada de paro laboral. Ángel se mostraba especialmente nervioso, pues el hecho de protagonizar una escena de esta naturaleza era algo que nunca hubiera podido imaginar, en otros momentos más acomodados de su vida. Le atendió un profesional encargado en valorar los depósitos “empeñados” o definitivamente vendidos. Tras examinar el reloj, que Ángel le había entregado, comprobó de inmediato que tenía en sus manos una pieza con más valor de lo que normalmente solía llegar a este negocio de metales nobles. Lo llevó a un especialista que ocupaba un despacho interior y, tras unos diez minutos de espera, volvió ante su cliente preguntándole si deseaba un préstamo a cambio de la pieza o venderla de una manera definitiva. El reloj, un elaborado producto de alta joyería, iba a ser valorado en 800 euros. Podía recibir ese préstamo, cuya cantidad habría de devolverla en un plazo máximo de tres meses, con un interés del 22 por ciento, en caso de que quisiese recuperar la preciada joya. Una vez pasado ese espacio de tiempo, el reloj sería considerado definitivamente vendido por esa concreta  cantidad.

Verdaderamente confuso ante una experiencia tan nueva y desagradable para él, rogó al operario que le atendía le permitiera pensarlo unas veinticuatro horas, antes de adoptar una decisión definitiva. El tasador mostró en su rostro un gesto de cierta contrariedad, pero no tuvo otra opción que aceptar la petición de su interlocutor (la persona que había analizado las características del reloj, en la parte interior de la oficina, había determinado que su valor real en el mercado podría superar los seis mil euros).

Todo este asunto le estuvo rondando por la cabeza en la cama, en la que se despertó en más de una ocasión. Tras el desayuno, Ana le comentó que esa mañana iba a probar suerte en la empresa que gestionaba la limpieza diaria del edificio. Hablando con la operaria que se ocupaba del bloque cada mañana, conoció el trasiego de personal que normalmente soportaban, pues la empresa se encargaba de los multiservicios en numerosos edificios de la capital y, también, en localidades importantes de la provincia. Esa mañana llevaría su currículum personal confiando, una vez más, en la posibilidad de que pudiese ser llamada para desempeñar el servicio de limpieza o cualquier otra actividad. Eran tiempos en los que cualquier opción podía resultar útil, por encima de titulaciones y preparaciones recibidas en los años colegiales.

Ángel tomó de nuevo la cajita del reloj y se dispuso a volver a la casa de empeños. Anímicamente se encontraba hecho un mar de nervios. Tras cerrar la puerta del piso y esperando la llegada del ascensor, escuchó el sonido del teléfono que estaba llamando desde el interior de su vivienda. Quiso la suerte que esos segundos de espera, ante la puerta del ascensor le permitiera poder atender la llamada. Era el encargado del personal del centro comercial donde, espaciadamente, había tenido días de trabajo. Le indicó que, a la mayor urgencia, pasase por su oficina. La suerte, y su contraria, llaman a nuestra puerta cuando menos lo esperamos. A toda prisa se desplazó a esos grades almacenes, ilusionado de poder conseguir algún día de trabajo en una actividad que era esforzada y repetitiva pero, al menos,  no difícil de realizar: mover y recolocar productos y productos en los estantes el hipermercado.

“González, nosotros siempre nos hemos caracterizado por conocer y estudiar bien los datos de las personas con las que trabajamos. Sabemos que ha prestado servicio en nuestro híper, de manera intermitente, como reponedor de mercancías. Consideramos que lo ha hecho de forma muy honesta y ejemplar. Pero el historial de su currículo  nos habla de su formación como óptico y esos casi seis años que desempeñó el puesto en una empresa hoy desaparecida. Su experiencia nos puede resultar muy útil para una nueva línea comercial, en el ámbito de la óptica, que queremos montar. Vamos a utilizar el amplio espacio que antes ocupaba la venta de DVDs y productos informáticos que, más reducido, será trasladado a otro espacio. Vd. sería la tercera persona asignada a ese departamento, para la revisión ocular y la venta de gafas y lentes de contacto. Le repito que poseemos informes que su trabajo en esa antigua cadena de óptica fue eficazmente responsable. Desde mañana se pondrá a colaborar con esos otros dos compañeros ya asignados a esa nueva sección comercial”.

Cuando Ángel volvía a casa, inmensamente feliz con su inesperada suerte, reparó que en su cartera de mano llevaba la cajita con el reloj de oro e incrustaciones de brillantes. El destino así lo había querido. Y la tradición familiar no iba a quedar malvendida y olvidada. Aquel día había entrado un flujo de luz en las sombras de una buena familia. Una semana más tarde, Ana tuvo su cariñoso regalo con motivo de su onomástica. Un romántico ramo de flores de lilas y rosas. Ese veintiséis de Julio, el ardiente viento de terral dominaba las calles y plazas malagueñas. Sin embargo, en la atmósfera de esa pequeña familia, el tiempo había mejorado su suerte con un aire tornado hacia la esperanza.-

José L. Casado Toro (viernes, 10 abril, 2015)
Profesor
jlcasadot@yahoo.es