Por
motivos básicamente de ocio, nos encontrábamos pasando un corto fin de semana
en la capital madrileña. La cómoda versatilidad que permite el transporte en el
tren AVE, junto a los incentivos lúdicos y culturales que siempre ofrecen las
grandes ciudades europeas, nos había animado a romper con esa serena rutina, dibujada
por nuestro entorno inmediato, durante cada día de la semana. Antes de viajar a
Madrid, siempre es importante reservar entradas para algún espectáculo teatral,
de entre la numerosa oferta que sugiere la cartelera en aquella cosmopolita ciudad.
Al margen de El Rey León, siempre tan atractivo y permanente en la Gran Vía, existen
numerosas salas teatrales donde puede disfrutarse de excelentes actuaciones
escénicas, desarrolladas por afamados, o más desconocidos, intérpretes.
Habíamos
elegido el Teatro Amaya. Faltaban unos quince
minutos para el inicio del espectáculo cuando, en la antesala del patio de
butacas, me distraía observando unos carteles anunciadores de otras obras que
esta cadena empresarial ofertaba en otros teatros de la ciudad. En ese preciso
instante un hombre de edad avanzada, que acaba de atravesar la puerta de
entrada, bien guarnecido en su abrigo, dada la baja temperatura ambiente que
aquella noche soportaba Madrid, se me queda mirando con una cierta firmeza. Me
desplazo unos metros del lugar que ocupaba pero, al volverme de nuevo, me siento observado por esa persona que me resulta
absolutamente desconocida. Tiene el cabello muy corto, a fin de
disimular su avanzada alopecia. Rostro curtido por los años, viste de azul
oscuro y no va acompañado por pareja o amigos, en ese momento. Me resultaba un
tanto incómoda la situación, debido a ser el centro de esa persistente
observancia, por lo que decido desplazarme ya a la sala de butacas, a fin de
buscar el lugar exacto de nuestras localidades.
Aproveché
los minutos concedidos, durante el descanso de la obra, para dirigirme a los
lavabos. Antes de entrar en los mismos, la misma persona que antes me observaba
de manera indisimulada, se me acerca y, con unos correctos modales, me transmite
las siguientes palabras:
“Buenas noches. Discúlpeme, pero yo creo …. que le
conozco. Su cara me resulta bastante familiar. ¿tal vez de Madrid …. Valladolid
…. Castellón. La verdad es que no logro concretar. Pero estoy, cada vez más
seguro, que hemos hablado en alguna otra ocasión. Por eso me he quedado
mirándole, tal vez con una indelicada impertinencia.”
Dada
la amabilidad de mi interlocutor, le atendí con la mejor cordialidad de que fui
capaz. Le expliqué que no me venía a la memoria su imagen y que mi círculo
vivencial no ser hallaba precisamente en tierras castellanas, aunque de forma
circunstancial me encontrara en Madrid, durante ese día. Pero este señor (Álvaro) siguió insistiendo con diversas preguntas u
otras aportaciones en datos, a fin de vincularme con elementos de su memoria. Él
mantenía que nos conocíamos, pero sin poder concretar ese cómo, cuándo y dónde.
Me rogaba que también yo hiciera memoria. Acabó por entregarme su tarjeta
personal, con los datos obvios del nombre, dirección postal y electrónica,
además de sus dos números telefónicos. Se despidió con un apretón de manos
sugiriendo que, en caso de que recordara
datos concretos, me pusiese en contacto con él, utilizando el medio que
considerara más procedente. Aunque no suelo usar tarjetas de visita, sí
recuerdo que le dije mi nombre completo, a fin de corresponder a los datos que
había tenido a bien darme a conocer. Con tanto hablar, volvimos a la sala
cuando ya había comenzado la segunda parte de la
representación. Por cierto, una interesante obra titulada Enfrentados, interpretada magistralmente por un
genial Arturo Fernández, quien a sus ochenta y cinco
abriles mantenía un estado de forma digno de plena admiración.
Ya
en mi ciudad de residencia, no le di más importancia a este curioso episodio
que había tenido lugar durante el fin de semana madrileño. Pero, como era
previsible, al paso de las semanas, la figura de Álvaro volvió a hacerse
presente en mi quehacer cotidiano. Un mes, aproximadamente después de nuestro
primer encuentro, compruebo que tengo en el escritorio de mi ordenador, un
correo electrónico cuyo remite comenzaba por alvaromm45@.... Esa misma noche abrí el mensaje. Efectivamente este
Sr. había localizado mi dirección electrónica, a través del blog que tengo en
Google, dato que aparece en mi perfil. No era un texto muy extenso el que me
escribía. Básicamente me recordaba nuestro reciente encuentro en el teatro madrileño
Amaya, preguntándome si había hecho memoria, pues él estaba convencido de haber
mantenido algún contacto previo con mi persona.
Aunque
me seguía extrañando la insistencia de este hombre, respondí educadamente a su
misiva electrónica. La reiteraba que carecía de datos en el recuerdo, pero que
cuando lo desease podía escribirme si así le apetecía. Como me temía, más o
menos a las setenta y dos horas, tenía otro correo electrónico en mi
escritorio, remitido por Álvaro. Era mucho más extenso que el anterior. A groso
modo, decía así.
“Comprendo que le resulte extraña y pesada mi insistencia
comunicativa. Pero, en esta ocasión, quiero ser absolutamente sincero con Vd.
La verdad es que no nos conocemos de nada. He estado vinculado al mundo teatral.
Mi trabajo era de índole técnica. He trabajado en campos muy diversos, como la
electricidad, el sonido y también, en el atrezzo escénico. Hace cuatro años que
me jubilé, y en este inmediato espacio de tiempo perdí a quien era mi compañera
de toda la vida. No tengo más familia directa que unos parientes lejanos con
los que apenas tengo trato. Vivir en soledad es muy complicado, por lo que hago
todo lo posible por entablar amistad con personas que sean receptivas a mi
necesidad de comunicación. Pero el mundo no es generoso en este terreno,
especialmente con personas ya tan mayores como yo (cumplo los setenta y seis de
aquí a unos meses). He visto y vivido mucho teatro y con Vd apliqué un recurso
muy infantil, lo reconozco, a fin de tener con quien hablar, aunque fuese de
manera electrónica. ¿Por qué le elegí para esta burda travesura? Posiblemente
porque algo en su figura y comportamiento me indujo a confiar en una respuesta
positiva por su parte. Me pareció una persona bondadosa y educada, nada más
intercambiar las primeras palabras. Me debo disculpar, por supuesto. Pero ya el
hecho de escribirle este largo correo, me permite despertar el interés y la
ilusión por comunicar con personas. Me encuentro así menos solo. Las horas y
minutos del día se me hacen largos y tediosos. También le aclaro que aunque mi
economía es modesta, el haber trabajado tantos años en el Amaya me permite
recibir invitaciones para asistir a todas las salas de este grupo empresarial.” Se despedía con
una nueva disculpa por su peculiar proceder.
Tras
la lectura de este correo, aparentemente lleno de sinceridad y humildad, reflexioné
acerca de los comportamientos que algunas personas se ven obligados a adoptar,
como consecuencia de una sociedad en la que imperan tantos incentivos para lo
material sobre otros valores que debieran sustentarse en lo fraternal, en lo
solidario, en la cooperación afectiva y efectiva de todos para con todos. Álvaro
era uno más de los miles y miles de seres humanos que, soportando esa
perniciosa soledad que tanto daño nos provoca, reaccionan aplicando
comportamientos inverosímiles a fin de hallar ese cobijo amistoso que tanto
necesitan para su inestable orfandad afectiva. De manera coloquial me decía, en
el contexto de esta reflexión, “¡hay que ver lo que es capaz de hacer u
organizar la gente, por encontrar un poco de consuelo en medio de una sociedad
que tan vanamente presume de comunicación y diálogo!”
A
partir de la franqueza que esta persona me había mostrado, decidí mantener con
ella un intercambio epistolar, de manera periódica, sentando las bases de una
amistad en la distancia originada de la forma más inverosímil que yo podría
imaginar. Durante algún tiempos nos intercambiamos correos, con una
periodicidad de unos dos o tres al mes. Mi ahora amigo Álvaro me transmitía en
ellos comentarios, confidencias, anécdotas
y reflexiones acerca de su vida, tanto en la actualidad como antiguos episodios
que había protagonizado a lo largo de su ya proverbial longevidad. De manera
especial me agradaba mucho conocer el “sabroso” trasfondo que conlleva el mundo
de la farándula y la representación escénica. Una persona que había trabajado
tanto tiempo en el corazón organizativo del espectáculo tenía que poseer un amplio
y buen bagaje informativo, tanto para el comentario como para la información e
ilustración más distraída y documentada. Alvaro disfrutaba compartiendo con ese
amigo, casi desconocido, múltiples páginas, contempladas o incluso
protagonizadas por él, que jalonaban una intensa vida dedicada a la actividad
teatral.
Con el paso de los meses, la intercomunicación se fue
espaciando por ambas partes. En realidad, la nuestra había sido una
amistad un tanto forzada, inesperada y sin el imprescindible o más necesario
vínculo de la proximidad. Al igual que hace la meteorología, llegaron épocas de
sequía o de frialdad en el diálogo, hasta generarse amplias lagunas para el
silencio, educadamente salvadas por la felicitación navideña o por la atención
a los respectivos santorales que nos identificaban. Pasaron meses sin contacto
alguno cuando, a la vuelta de un reciente viaje a Galicia, decidimos pasar un
día completo en la capital madrileña. Previamente me ocupé en enviarle unos
correos a su dirección electrónica, indicando esta posibilidad y mi ilusión por
saludarle de manera directa y personal. No recibí respuesta a mis mensajes. Sin
embargo, como tenía una dirección postal que él me había facilitado en uno de
sus correos, aquella mañana me dirigí a ese domicilio con el ánimo de
interesarme por su estado. Le llevaba algún recuerdo de Málaga, aunque no
dudaba que especialmente valoraría mi esfuerzo por estar unos minutos junto a
él.
El
taxista me condujo a una dirección ubicada en las entrañas del viejo y siempre
vivo Madrid. Allí, unos chicos jóvenes, estudiantes universitarios, que vivían
en la misma planta que Álvaro, me informaron que “ese
señor mayor hace unos meses fue llevado a un centro residencial para mayores,
dependiente de la Comunidad madrileña”. Rápidamente me dirigí al
edificio de la Puerta del Sol, donde un funcionario muy amable efectuó varias
llamadas y comprobaciones, facilitándome una dirección asistencial, donde muy
probablemente se encontraría el residente Álvaro Mandly Martín. Mi mujer (muy
interesada en el caso) y yo mismo nos
dirigimos, por la tarde, a ese institución ubicada en la carretera de
Somosierra.
Poco
antes de las seis, en una tarde muy templada de julio, fuimos atendidos por el
gerente del centro asistencial el cual, tras la información puntual y
documental que le aporté (entre la misma, algunas fotos que este amigo me había
enviado) nos acompañó a una amplia zona ajardinada. En ese grato y vegetal espacio,
los residentes descansaban, bajo la atención de varios cuidadores, dormitando
en sus asientos de madera, sillas ortopédicas o algunos caminando despacio bajo
el cobijo de los árboles, ya que el día se había tornado intensamente caluroso.
Junto a un pequeño estanque artificial, se encontraba Álvaro.
Lo
reconocí de inmediato, aunque su cuerpo estaba notablemente cambiado físicamente,
desde aquella noche en el teatro Amaya en la que él forzó nuestro encuentro y
el inicio de la amistad (había ya transcurrido, aproximadamente, un año y medio
desde entonces). El Sr. Gerente me había advertido de las profundas lagunas de
consciencia que esta persona padecía. Tomé sus manos entre las mías y le
sonreí, con palabras llenas de afecto. Parecía no reconocerme, aunque yo le
seguía hablando, tratando de que recordara algún detalle. Le entregué una bolsa
con dulces, vino de Málaga y una guía muy bien ilustrada con abundantes fotos
de mi ciudad. Tras casi una hora, de lo que fue en realidad un pausado monólogo
de sonrisas y anécdotas por mi parte, tomé de nuevo sus manos para despedirme.
Sólo había logrado arrancarle algunas palabras inconexas. Pero, cuando ya me
marchaba, en ese instante levantó su mirada y pareció pronunciar una corta
frase que yo creí entender como “gracias, mi amigo.”
Cuando
volvíamos hacia nuestro hotel, camino de la Gran Vía, le pedí al taxista que
nos parase unos minutos junto al Teatro Amaya. Me acerqué hacia la puerta del recinto
y recordé aquella noche en que una persona se
esforzaba por superar su soledad. Aquel día veraniego, la obra que se
estaba representando en la sala llevaba por titulo “No me abandones, amor”.
José L. Casado Toro (viernes, 24 abril,
2015)
Profesor