Hay
frases que, por una u otra razón, se te quedan ancladas en la memoria y que,
por más que el río del tiempo continúe su agitado o más pausado curso,
permanecen activas en el acervo (conjunto de bienes morales o culturales
acumulados por tradición o herencia, según la Real Academia de la Lengua Española)
mágico de nuestros valores. Efectivamente, hay centenares o miles de
comentarios, imágenes y realidades que, al paso de los años, se nos van
nublando o borrando de la conciencia. Algunas de las mismas reaparecen cuando
menos lo esperas, mientras que otras formarán parte de esa historia oculta que
se olvida o volatiza ya para siempre.
Una
de esas frases emblemáticas fue pronunciada hace ya más de un par de décadas.
Un conocido director de cine español, autor de diversas películas en las que
primaba lo humanitario, con grandes pinceladas para el humor, comentaba en una
entrevista, ante la realidad de su situación médica, que lo peor de la
enfermedad que le aquejaba era no poder controlar el dinamismo de su mente, por
encima incluso de las propias molestias físicas que esa situación patológica le
estaba imponiendo. En mi opinión, su razonamiento era bastante comprensible y certero.
Cuando la mente se descontrola y desborda,
imaginamos, construimos o suponemos situaciones exageradas que, a pesar de no
tener un fundamento real, nos hacen
vivirlas y sufrirlas de una forma tan necia, banal y complicada que,
lastimosamente, nos incomodan, entristecen y perjudican. Hay que reiterarlo.
Sin tener una presencia concreta o personal, construimos una tragedia de las
mismas, magnificando pequeños problemas y haciendo complicado aquello que aún
no lo es. Hemos creado un mundo en nuestra mente el cual, con la frialdad de
los hechos, sólo tiene existencia en la plataforma onírica o imaginativa de
nuestra conciencia. De esta forma sufrimos, innecesaria y absurdamente. Y cabe
preguntarse ¿tiene algún sentido sufrir?
Sin
embargo podemos y debemos aprovechar o reconducir este
poderío incontrolado de la mente encauzándolo, con la prudencia de la experiencia
a fin de que nos preste un mejor servicio para recuperar el sosiego, para
nuestro mejor bienestar y, sobre todo, para solucionar, en lo posible, los
problemas que efectivamente nos están afectando. Para llevar a cabo este
ejercicio es necesario que aprendamos y practiquemos previamente el valor de la empatía (identificación mental y
afectiva de un sujeto con el estado de ánimo de otro, según la definición de la
R.A.E.). Es decir, que tratemos de ponernos, en la
medida de lo posible, en la situación que está viviendo, en lo afectivo o en lo
psicológico, esa otra persona con la que tratamos, en función de los
datos o conocimiento que poseamos de la misma. Es lo que hace el profesional de
la psicología o psiquiatría, con su paciente. El médico, cuando escucha la
manifestación de tus dolencias. El profesor, cuando dialoga con sus alumnos. El
sacerdote, con su feligrés. El político, con el ciudadano. El padre, con sus
hijos. Y tú mismo, con el compañero de trabajo. Así,
comprenderíamos mejor al interlocutor con el que hablamos, discutimos, nos enfadamos,
proyectamos o socializamos. ¡Cuántos fracasos escolares hay por esas
aulas de dios, a causa de la de la desacertada falta de empatía aplicada por
los gestores de la enseñanza y la educación! entre otros miles de ejemplos que
se podrían aportar en este complicado o fácil (según se interprete) contexto.
Y ya,
en este camino inteligente de la acomodación mental,
para nuestro necesidad o autoayuda, llegamos a
una serie de situaciones que, muy probablemente, todos hemos vivido. Citemos un
primer caso, como ejemplo. Nos encontramos atrapados
en un fuerte atasco de tráfico, sin solución posible para escapar por
vías adyacentes. Pasan los minutos y aquel laberinto estático no tiene, por el
momento, solución de arreglarse. Apenas nos hemos movido unos centímetros de
nuestro lugar y el frío exterior es más que intenso. A nuestros oídos sólo
llegan los desacordes acústicos de otros cientos de automovilistas que hacen
sonar, sin misericordia posible, sus cláxones y bocinas. Para colmo de males,
tenemos prisa por llegar a nuestro destino, en función de una reunión acordada
o un interesante espectáculo para el que hemos sacado previamente la entrada. Asumimos
y tememos la imposibilidad de llegar a tiempo y los nervios se nos disparan con
su intransigencia. ¿Qué hacer, aparte de intentar
serenarnos o incrementar nuestra crispación?
Podemos
poner algo de música en el autorradio. O tal vez comprobar los mensajes del
móvil o intentar realizar alguna llamada, siempre y cuando el vehículo esté
completamente parado. Nuestro civismo nos obliga a permanecer atentos a lo que
está ocurriendo en esa carretera que intentamos, sin suerte, recorrer. El
bloqueo se eterniza y viajamos solos, por lo que no tenemos a nadie con quien
conversar, intercambio de palabras que nos haría mucho bien. Es posible que
incluso algunas necesidades físicas de nuestro cuerpo (beber, comer, orinar)
tensen o impacten en nuestro equilibrio. En este precario estado, lo más
desacertado sería perder el control de los nervios. Pero es aquí donde debe
actuar el poder o la eficacia de nuestra fuerza mental. Hacemos el esfuerzo de
trasladarnos con la imaginación del deseo a otro espacio mucho más grato. Podría
ser una naturaleza marítima. Nos imaginamos allí caminando descalzo por la
suave arena de la playa, sintiendo el cosquilleo de esa espuma que las olas
generan al romper en la orilla. Aunque físicamente no estemos allí, la fuerza
de nuestra mente imaginativa nos hace pensar y sentir en ese paradisiaco, o
simplemente agradable, lugar. Nos ayuda, a esa asunción imaginativa que
llamaríamos empática, la racional convicción de que a más largo o breve tiempo
podremos llevar a cabo esa experiencia que ahora, en nuestra mente, nos va a
permitir controlar, sosegar y aliviar la crispación en la que estamos sumidos.
Pasemos
a otro espacio, en el que probablemente todos nos hemos visto inmersos en más
de alguna ocasión. Asistimos a una escenificación cultural
de cualquier tipología (concierto, danza, teatro, deporte, etc). La asistencia
de publico se ha desbordado, estando el espacio dedicado al espectador amplia o
exageradamente densificado. Apenas nos podemos mover, pues nuestra integridad
física esta rodeada y “enlatada” por la humanidad física de otros tantos
cientos y miles de asistentes a la representación. Algunas personas, con un
mayor grado de hipersensibilidad, pueden sentir una sensación de agobio cercano
a la claustrofobia. La evacuación o liberación, desde ese aturdido espacio en
que nos hallamos, es en sumo complicada, casi imposible, sin provocar no pocas
molestias a los demás espectadores ¿Qué hacer, entonces? Aceptamos como
inevitable que habrá que esperar a que el espectáculo finalice, a fin de poder
“huir” de tan incómoda situación de agobio. Mientras, apelamos a ese profundo ejercicio
mental de trasladarnos a otro lugar o espacio que contraste con la asfixiante
atmósfera física y psicológica que el contexto actual nos está imponiendo. Nos
vemos situados en otro lugar, ahora rodeado de árboles, flores y sonidos que
provienen sólo de la brisa o del cimbreo rítmico de las hojas. Ese mar verde,
que la vegetación arbórea regala a nuestra vista, compensa nuestra situación
actual de la que tratamos de evadirnos con los ojos cerrados. Y mantenemos la
ilusión y convicción de que a corto o medio espacio, esa situación onírica que
protagonizamos puede llevarse a la realidad, aplicando el firme ejercicio de nuestra
voluntad y circunstancia.
Otro
ejemplo más. Estamos atendiendo a un cliente,
rodeado de otros muchos clientes que también esperan la oportunidad de ser
escuchados. Puede ser un centro comercial, en época de rebajas. O una oficina que
gestiona asuntos de la Administración. Nuestro interlocutor carece de las
necesarias habilidades sociales para el autocontrol y exige, gesticula e,
incluso, potencia la acústica de su voz considerando que así fortalece su
imagen, neciamente imperativa. El murmullo se torna ensordecedor y las horas de
trabajo se nos han ido acumulando a lo largo de una mañana verdaderamente
intensa en la actividad gestora o comercial. Nos sentimos obviamente cansados y
en ese línea de aguante y autocontrol que no debe abandonarse por el rigor de
la profesionalidad. Hacemos empatía, con
el estado que debe estar atravesando ese iracundo o maleducado cliente o
ciudadano ante el mostrador. Tratamos de no perder los nervios, nosotros
también, e imaginamos que ese nervioso interlocutor puede estar condicionado
por diversos problemas que le están afectando en demasía. Una imagen fugaz se
acerca a nuestra mente. Y en ella nos vemos disfrutando de un sábado para
nuestro ocio en libertad, yendo al cine, paseando por entre las calles o
viajando hacia algún punto de la costa. Y es que, para nuestra mejor convicción,
lo tenemos planeado y estamos dispuestos a llevarlo a efecto. Alimentando
nuestro autocontrol con esa empatía ajena, junto a la propia imaginación,
estamos desarmando el injusto proceder de ese otro ser que recibe nuestro
sosiego frente a su falta de control. En realidad, estamos aplicando esa ya
comentada ley de las compensaciones. Hallamos en nuestra mente, y en la fuerza
de la voluntad, esa gratitud que equilibrará la desagradable escena en la que
nos hallamos inmersos.
La
cita de ejemplos podría continuar. Sin embargo, los modelos elegidos pueden
resultar suficientemente útiles a fin de transmitir ese apetecible mensaje que
prioriza la comprensión frente a la intransigencia. El autocontrol, frente al desatino.
La serenidad, frente a la crispación. La esperanza, frente al desánimo. Es
obvio que no va a resultar fácil llevar a cabo ese ejercicio psicológico, en el
que nuestra mente actúa como un eficaz protagonista ante la dificultad. Pero
aplicándolo, día tras día, veremos que tenemos a nuestra disposición un
versátil y poderoso instrumento que ayuda o palía no pocas tensiones internas y
externas, las cuales afectan, perjudican y descomponen esa felicidad o sosiego a
la que tantos aspiramos y que cada cual asume de una forma o manera diferente. La
empatía nos ayudará a interpretar, comprender y soportar las discordancias de
un mundo donde prevalecen tantos absurdos y, al tiempo, nuestra imaginación
aliviará o compensará ese desasosiego generado desde un entorno próximo o,
incluso, desde nuestra más privativa y natural intimidad. -
José L. Casado Toro (viernes, 27 marzo,
2015)
Profesor