Una
de las actividades que más nos ayudan a reconfortar el cuerpo y la mente,
durante la época vacacional, es el placer de viajar a
otras culturas y destinos que se hallen situados a más o menos distancia
de nuestra entrañable y rutinaria realidad cotidiana. Cuando viajamos
descubrimos nuevos espacios y formas de vida que enriquecen el conocimiento,
vitalizando también nuestro
espíritu con esas imágenes y experiencias en la que por unos días nos sentimos
gratamente integrados. El beneficio intelectual que nos produce toda esa
plasticidad y simbología monumental, los cambios atractivos en la restauración
alimentaria, la fluida comunicación con otras costumbres y diseños de vida, el
diálogo, la amistad y la socialización con nuevas y muchas personas….. son valores
que apreciamos e integramos en el libro siempre inacabado de nuestro recorrido
existencial. En esos días presidido por la vacación, el tiempo se llena se
sorpresas y modificación en los hábitos, generando un entorno festivo donde lo
lúdico se hermana, necesariamente, con la reflexión y el descanso.
En
ese densísimo catálogo de hábitos y costumbres para el recuerdo, hay una que a
muchos nos despierta curiosidad e interés, especialmente a consecuencia del
significado que encierra su romántica escenografía. Se trata de ese simpático
gesto con el que lanzamos alguna moneda en determinados lugares donde el
elemento y la condición fundamental es la existencia de agua. Y junto con la
moneda, viaja nuestro deseo. Tal vez el ejemplo más conocido sea la universal Fontana de Trevi, en la maravillosa ciudad italiana
de Roma. En este muy visitado lugar, los turistas suelen arrojar una, dos o
tres monedas, situándose de espaldas a la monumental fuente barroca del siglo
XVIII, construida por el arquitecto romano Nicola Salvi. Dice la tradición que
una moneda asegura a su autor la vuelta a la bella capital italiana. Dos
monedas, posibilitarían la llegada de un nuevo romance, mientras que una más
significaría el matrimonio o el divorcio para el destino del confiado y soñador
turista que visita el preciado y marmóreo monumento.
Pero
además de ese emblemático lugar, situado en la península itálica, hay otros
espacios en la heterogénea geografía que nos sustenta, donde también se
práctica ese singular y misterioso lanzamiento al agua del metálico elemento.
Misterioso porque el acto gestual debe ir acompañado
de un deseo que sólo el autor del mismo conoce. ¡Cuántos objetivos y
anhelos, materiales y afectivos habrán acompañado a esas monedas que, bien
sonrientes, reposan en el fondo del estanque, de aquella otra fuente o en la
grandiosidad de un azulado mar……!
Tarde
calurosa de agosto, en un monasterio franciscano del
norte de España. Autocares repletos de turistas y muchos otras personas
en sus vehículos particulares se han acercado a esta joya pétrea del románico
tardío. Somos muchos a quienes nos atrae esa atmósfera comunitaria de paz,
rezo, trabajo y estudio que practican las órdenes religiosas. Sean
benedictinas, franciscanas, cistercienses o carmelitas ….. la vida claustral
irradia ese hálito de sencillez, laboriosidad, oración y amor fraternal que
despierta nuestra admiración, respeto y positiva valoración. Antes de entrar en
la iglesia monacal, donde existe una importante reliquia para los creyentes y
practicantes del catolicismo, estuvimos paseando por un silencioso patio
claustral anejo al templo de la comunidad. En la parte central del mismo,
rodeado de flores y verdes arbustos, me detuve ante una
pequeña fuente gallonada de mármol, con forma de media naranja, cuyos gajos
conformaban todo el perímetro circular. El agua manaba del surtidor central
alcanzando una modesta altura en su impulso. Y reposando en el fondo del agua,
numerosas monedas en las que se entremezclaban la tonalidad del cobre, y la
brillantez del níquel, conformando un bello lienzo anegado de colores plata o
anaranjado en los céntimos y euros allí depositados.
Pasé
unos minutos observando, tras las ondulaciones en la superficie del agua, el
interior de la fuente. Mi pensamiento estaba en todas esas personas que allí
habían depositado sus ilusiones, deseos y creencias, a fin de conseguir ese
algo, importante o modesto, que alegrara sus corazones. Sus palabras insonoras
irían dirigidas a la magia de la naturaleza o a las creencias del cielo. Ensimismado como estaba ante la bella
plasticidad que la imagen me producía no reparé en la proximidad de una mano
amiga que se posó sobre mi hombro. Me volví y ante mí tenía la venerable figura de un monje franciscano, que
pertenecería a la comunidad del monasterio. Alto y delgado, con el cabello ya
encanecido, su figura representaba aproximadamente el medio siglo de vida.
Lógicamente, vestía el hábito marrón de la orden, con el cordón de los tres
nudos, calzando unas modestas sandalias. Tras regalarme su sosegada sonrisa,
comenzó a explicarse con ese habla pausado que trasmite serenidad, sosiego y
amistad.
“Hola, amigo. Soy el Hermano Estanislao, siendo una de
mis funciones atender y ayudar explicativamente a todas las personas que se
acercan a este lugar, apartado del bullicio social, buscando el conocimiento y
el placer de la paz. ¿Has estado ya en el interior de la Iglesia? Ya sabes que en el altar mayor se
expone una importante reliquia para todos aquellos que gozan de la fe o, al
menos, aquellos que tienen curiosidad por entender su significado. Te he visto
muy pensativo observando esta fuentecilla, en la que muchas personas dejan sus
monedas pidiendo algún deseo. Como llevabas ya un tiempo ante la misma, he
pensado que te agradaría conocer una historia de la que fui partícipe de una
forma directa. Si te parece, nos sentamos en esos bancos que hay bajo el
soportal del claustro y compartimos su narración y recuerdo”.
Gratamente
sorprendido por estas palabras, le mostré mi agradecimiento y caminamos hacia
uno de esos bancos pétreos que facilitan el reposo del peregrino o del turista
interesado, en un lugar donde se respira paz y se valora el silencio de la
meditación. Junto a mi nombre le comenté el lugar de donde procedía, así como
la actividad profesional que había realizado, dando sentido a mi vida. Centré
toda la atención en esa historia que el padre o hermano franciscano me iba a
narrar.
“Por este santo lugar suelen venir más personas en fechas
vacacionales, especialmente en verano. Durante el invierno, la cruda
temperatura hace que no se acerque mucha gente a la lejanía de un monasterio
situado fuera de la densidad urbana. En las mañanas del lunes me acerco a esa
fuentecilla que tan profundamente observabas, a fin de recoger las monedas que
los visitantes han ido lanzando en su interior. Cada una de las mismas,
llevando la petición de algo sin duda bueno para la voluntad de quien lo
solicita. Podrás suponer que con ese dinero ayudamos a conseguir algunos
“milagros” utilizando una palabra que no debe ser irrespetuosa. Personas
necesitadas de lo más básico nos piden la caridad de la ayuda. Hay que atender
al transeúnte que, a veces cansando o enfermo, valora un plato de alimento o el
consuelo de unas palabras sustentadas en el amor fraterno, que todos nos
debemos como hijos de Dios. Te cuento que un lunes, ya a finales de agosto, me
llevé la sorpresa de ver la ausencia de monedas en el interior de la fuente.
Precisamente, este hecho ocurrió tras una semana de numerosas visitas a nuestra
comunidad eclesial ¿Qué habría podido ocurrir?
“Al domingo siguiente, me cercioré que había muchas
monedas bajo el agua. Esa noche me quedé rezando en el interior de un pequeño
aposento, desde cuya ventana se ve claramente la ubicación de la fuente. A eso
de las dos de la madrugada, escuché una pisadas en el suelo del claustro y
percibí la imagen de una delgada figura que trasteaba en el interior de la
fuente. No era una noche de luna llena, que me ayudara a distinguir al autor de
la apropiación. Caminando con discreción, me acerqué silenciosamente a esa
persona. Era una chica joven, que vestía con manifiesta pobreza. Antes de que
le pudiera decir algo, la joven comenzó a llorar. Por supuesto que había dramas
en su vida. Madre soltera y con padres, muy mayores, enfermos. La extrema necesidad
le había impulsado a desplazarse desde una pequeña localidad situada a unos
seis kilómetros, desde donde venía caminando en la noche, para recoger el
producto caritativo de los turistas en verano. No, no la denuncié, por
supuesto. Le entregué alimentos para llevar a su familia. Pidió perdón por su
acción y me prometió que, cada mes, volvería para recoger algún producto
procedente de la caridad que todo buen corazón sabe realizar, al margen de
creencias y religiones”.
“Como ves, una historia sencilla pero muy humana. Esas
monedas, al menos, ayudan a compensar la necesidad de aquellos que sufren. El
mejor deseo o petición que puede ir con ellas es pensar que todos debemos
ayudarnos, pues la necesidad de tu hermano es más importante que el interés de
tu propio egoísmo. La caridad es más hermosa que esa ambición que tanto y mal nos
“empobrece”.
Tras
despedirme del Hermano Estanislao, dejé caer una moneda en la fuente,
acompañada de un noble deseo en el ámbito de mi privacidad. A continuación, una
vez que visité el interior de la Iglesia, proseguí mi viaje, por otros espacios
y otras vivencias para el recuerdo.
Ya
en las vacaciones del año siguiente, quise desviarme del itinerario previsto a
fin de recorrer una vez más este monasterio cuya modestia y humildad tanto bien
me había producido. No dudé en preguntar por el Hermano Estanislao, al que me
hacía profunda ilusión volver a saludar. El
franciscano que me atendió mostró su extrañeza, pues no conocía a ningún
miembro de la comunidad con ese nombre y con los datos físicos que le aporté.
Me rogó que esperara, pues iba a consultar al superior de la orden a fin de
informarse. Al poco rato volvió,
acompañado por otros dos frailes. Los tres aseguraron que no habían
tenido un compañero llamado Estanislao. Podían afirmarlo con rotundidad, pues
uno de ellos, ya mayor, llevaba en el monasterio más de tres décadas
ininterrumpidas.
¿Quién
sería la persona con la que, hacía un año, pude mantener aquella muy grata
conversación en el claustro monacal? ¿Fue imaginación o producto de la realidad
lo sucedido aquella tarde? ¿Por qué fui yo el elegido para su didáctica
pedagogía? No olvidaré, desde luego, sus hermosas palabras sobre la caridad y la humildad que tan bien supo
transmitirme. Cuando abandonaba el recinto, vi a una pareja de jóvenes quienes,
sonrientes y con una mano entrelazada, se disponían a lanzar sus respectivas
monedas a esa agua que hidrata y limpia nuestras conciencias. También, por
supuesto….. la bondad de nuestro corazón.
José L. Casado Toro (viernes, 8 agosto,
2014)
Profesor
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