A
esa hora tan poco delicada de las tres cincuenta en la sobremesa, para el
respeto del descanso ajeno, sonó, una vez más, el timbre telefónico para el
desasosiego. Al otro lado de la línea, una voz femenina se identificó como
miembro de una empresa de consulting. Preguntaba por mi nombre, planteando el
deseo de realizar una encuesta de opinión que duraría no más de seis o siete
minutos. Tal vez habituados a recibir respuestas negativas a sus pretensiones investigativas
ofrecían, para esta ocasión, un determinado incentivo a la persona que
accediera a dar respuesta a sus interrogantes. En caso de aceptación por el
interlocutor, enviarían por correo un librito de frases útiles,
Spanish/English, para aplicar en próximos viajes al extranjero. Dada la aparente
amabilidad de la persona que hablaba al otro lado de la línea, junto a la sugerente
temática sobre la que iba a estar centrada la batería de preguntas (los
jardines y espacios verdes en nuestras ciudades) accedí a responderle, con el
ruego o condición que no sobrepasara el tiempo que previamente me había
indicado.
Mi
interlocutora inició el cuestionario con datos de concreción personal, tipo
sexo, grupo de edad, nivel de ingresos, profesión, afinidad política. De ahí
pasamos a valorar aspectos relativos a los diversos jardines que pueblan la
ciudad en que vivo. Flora, mantenimiento, servicios auxiliares, equipamiento…..
En general, había que optar por un nivel, de entre los cinco que eran
ofrecidos: muy bueno, bueno, regular, deficiente y malo. Dada la naturaleza de
las preguntas, supuse que el objetivo de esta encuesta tendría alguna finalidad
de tipo municipal, sociológica o también relativa a empresas que asumen el
cuidado de estos parques y jardines, por delegación y contrato de los
respectivos Ayuntamientos.
Habíamos
cubierto ya, de manera desahogada, los seis o siete minutos previstos en la
encuesta, cuando la persona que la desarrolla me indica que, a partir de ese
momento, íbamos a pasar a un tipo de preguntas de experiencias personales en
determinados jardines malacitanos. Y de inmediato, un interrogante que me dejó especialmente
extrañado. Para mi sorpresa, me preguntaba, si había utilizado el espacio
floral de algunos jardines para llevar a cabo una declaración amorosa, a la
persona que me acompañaba. Ante mi profundo desconcierto, al escuchar que esa
cuestión pudiera ser de interés para un estudio de la flora ornamental de una
ciudad, mi interlocutora reaccionó con sagaz y presta habilidad. Me explica que su empresa de consulting
también trabaja en el sector de las motivaciones y comportamientos psicológicos
por parte de la ciudadanía. Francamente, cada minuto que pasaba me hacía ver
que aquel diálogo, en el que nos hallábamos inmersos, carecía de sentido. El
derrotero que estaba tomando me desagradaba. Ante mi observación de que iba a
poner fin a la continuación de la encuesta, la señorita con la hablaba guardó
silencio unos segundos. Al cabo de los mismos cambió su tono de voz y, con una
evidente tensión anímica, descubrió su verdadera intencionalidad.
“Veo, Álvaro, que no me has reconocido. Soy aquella chica a la que
engatusaste durante varios meses con muy bellas y tiernas palabras, para
ganarte mi confianza y entrega. Sí, hace ya más de cuatro años de tu aventura.
Cuando yo, todo inocencia, me entregué a ti, incluso mucho antes de aquella
maravillosa declaración de amor que me hiciste, rodilla en tierra, en aquella
tórrida tarde de agosto. Fue por los jardines del Parque, en la zona presidida
por ese estanque de mármol redondo, en la zona sur, que linda con el Paseo de
los Curas. Menudo farsante fuiste. Sólo querías de mi …. lo de siempre. Y yo,
confiando en tu cariño y promesas, me sentí la mujer más dichosa del mundo. Y,
al poco, también la más desdichada. En muy pocas semanas, me arrojaste a ese
cesto de las cosas inservibles, pues ya me habías buscado sustituta, para tus
caprichos y nuevas experiencias. La credibilidad en ti fue tan grande y
maravillosa, como la profunda frustración y desesperación por tus engaños. Y lo
triste es que, a pesar de todo el tiempo que ha transcurrido desde tu innobleza
y maldad, no he vuelto a levantar cabeza. Mucha ha sido la porquería
farmacéutica que me he tenido que tragar en todos estos años, a fin de ir
aguantando mi soledad. Y eso me ha ido pasando factura. Nunca llegaste a saber
que me dejaste embarazada. Pero, tras ver cómo me sustituías, no te iba a dar
el gusto de saber las consecuencias de tu proceder. Eres un ser despreciable. Y
hoy sí te lo quería arrojar a tu sucio rostro. Algún día lo has de pagar.”
Me
dejó “helado” esta muy larga y dramática confesión, por parte de una persona
que ahora desvelaba su identidad. En muy breves segundos vinieron a mi mente
unos hechos que tuvieron lugar, efectivamente, hace ya cuatro años. Conocí a Laura en la fiesta de cumpleaños de un compañero de
trabajo. Ella también trabajaba en el sector financiero, aunque en otra entidad
bancaria de la competencia. Desde un primer momento, me sentí atraído y también
halagado por su interés en mi persona. En pocos días comenzamos una relación en
la que ella, con franqueza, llevó un notable protagonismo. En aquella época me
sentía un tanto solitario, ya que una relación anterior había acabado de no muy
buenas maneras. Pasados los días, me di cuenta de que Laura era una persona un
tanto nerviosa y compulsiva, con las respuestas más inesperadas en el
comportamiento diario. Aún así, en un momento de atracción y necesidad,
formalizamos nuestra relación cuando estábamos en uno de los jardines del
parque malacitano. Era una calurosa tarde de agosto y allí se dijeron cosas
sentimentalmente muy intensas. Pero con el trato diario fui entrando en razón
al comprobar, cada vez con más nitidez, que esta mujer necesitaba un adecuado
tratamiento para mejorar su equilibrio psicológico. Comencé a poner tierra de
por medio en nuestro vínculo y, lo reconozco, busqué pronto otra persona a fin
de romper definitivamente con una relación, en mi opinión, equivocada. Obviamente
ella no lo aceptó y me estuvo molestando durante un par de meses. Creí que todo
se había ya olvidado, cuando hoy me encuentro con esta llamada y de nuevo con
toda esta cadena de reproches.
“Laura, lo nuestro no tenía sentido. Creí que, después de
nuestra ruptura, tú acabarías por entenderlo. Pero veo que aún, pasados los
años, sigues en lo mismo. Mi vida ha ido ya por otros caminos afectivos.
Dejaste ya de formar parte de los mismos. Yo no podía soportar ya por más
tiempo tu forma de ser. Incluso te aconsejé que te apoyaras en la dirección de
algún buen especialista médico que te prestara la ayuda que obviamente
necesitabas. En cuanto a lo del embarazo, tú sabrás la historia que te has
inventado. Creo que todo es un producto de tu imaginación, desde luego
obsesiva, por recrear un pasado que ya está muy lejano y que, en modo alguno,
tengo el más mínimo interés por recuperar. Debes dejarme al fin en paz y
centrar tus esfuerzos y tus cualidades en otros objetivos, en los que mi
persona se halla bien alejada. Te deseo suerte en la vida. Pero desde luego no
quiero volver a saber de ti. Te pido que seas tú quien “cuelgue” el teléfono”.
Francamente
me inquietó su largo silencio, como respuesta a mis palabras. Viendo que ella
no lo hacía, al fin fui yo quien puso fin a la comunicación. Toda esta
escenografía telefónica me dejó bastante afectado. Especialmente porque sé que
las personas obsesivas y desequilibradas pueden tener comportamientos
impredecibles y peligrosos, incluso para ellas mismas. Creí que aquella vieja
historia ya había terminado pero, con sorpresa, comprobaba que ello no era así.
Decidí
aquella tarde irme a ver una buena película, a fin de relajarme. Lena tenía ese día turno de tarde, en el centro
comercial donde trabaja. Iría a recogerla alrededor de las diez, ya que la
sesión de la película terminaba una media hora antes. Ella no sabía nada de
esta mi antigua historia, por lo que tenía decidido no contarle nada de la comunicación
telefónica que me había dado la sobremesa en la tarde. ¿Qué sentido tendría
provocarle la incomodidad de esa preocupación?
Después
de la cena, Lena se fue pronto a la cama. Me comentó que había tenido un día
muy ajetreado, por lo que se encontraba cansada. Como aún estaba algo afectado
por los recuerdos de Laura, me puse un rato frente al ordenador, a fin de
distraerme un poco. Tenía algunos correos electrónicos a los que dar respuesta.
Y a eso de las once y cuarto, recibí varios Whatsapp de un compañero que tengo
en la sucursal bancaria. Me comentaba que mi foto (algo más joven) estaba
colgada en las redes sociales, con unos comentarios poco favorables (entraban
en el terreno del insulto) hacia mi persona. Y que incluso habían añadido un
trocito grabado, en la que una mujer explicaba mi comportamiento hacia ella. Fui
a esa dirección y pude ver el montaje que Laura había hecho, con los argumentos
que más le interesaban, aparte de algunas fotos antiguas, en la que salíamos
los dos, puntualmente comentadas. La desazón fue muy profunda y aquella noche
apenas pude conciliar el sueño.
En
días sucesivos tuve dos entrevistas que me ayudaron en el contexto emocional que
estaba atravesando. En la comisaría del distrito, un policía me aconsejó que
dejase pasar un tiempo prudencial sin hacer nada al respecto. Normalmente, la
persona que estaba colgando esos comentarios y fotos en la red dejaría pronto
de hacerlo, al no encontrar respuesta alguna por mi parte. Se prestó a
solicitar de la red telefónica un control de mi línea, para investigar si en un
futuro me seguía molestando. Y me facilitó un número personal que debía
utilizar, si veía o sospechaba algún tipo de agresión hacia Lena o a mi propia
persona. Al tiempo, un psicólogo me asesoró acerca del comportamiento mental de
estas personas que soportaban el síndrome obsesivo de la frustración. Me dio
algunas pautas de acción pero, sobre todo, que evitase mantener el más mínimo
contacto o diálogo con esta persona enferma.
Una
vez puesta al cabo de los hechos, la comprensión y generosidad de Lena fue
manifiesta. Se esforzó en estar más cerca de mi, en estos momentos de
preocupación ante las respuestas viscerales que pueden desarrollar las personas
afectadas por desequilibrios mentales. Durante muchos días, cuando me dirigía
al trabajo o paseaba con mi compañera, me sentí vigilado por alguna mirada
oculta. De manera afortunada nada ocurrió, pero la zozobra estuvo inmersa en mi
vida durante algún tiempo.
Ya a
comienzos del verano, tomé quince días de las vacaciones. Mi compañera también consiguió
una semana de permiso, en su centro comercial. Teníamos previsto viajar a una
zona del norte, donde el clima fuera menos caluroso. Preparando las maletas,
decidí dedicar una mañana a ordenar el cuarto trastero que se encontraba a
tope. Hice varios recorridos a los contenedores de residuos, a fin de ir
aligerando de objetos inservibles el pequeño habitáculo. Repasando, abrí una caja
llena de facturas, papeles y algunas fotos antiguas que pertenecían a Lena. Mi
sorpresa fue mayúscula, al ver una de las fotos antiguas que había perdido algo
de color con el paso del tiempo. En ella aparecía Lena,
junto a un grupo de amigas o compañeras, todas muy sonrientes. De inmediato
reconocí a la joven que estaba a su lado. Era Laura,
la autora de la llamada y la acción en Internet contra mi persona.-
José L. Casado Toro (viernes, 22 agosto,
2014)
Profesor
jlcasadot@yahoo.es
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