Las
tardes y noches de invierno suelen tener una cierta crudeza en la temperatura también
aquí, en las tierras de la alta Andalucía. El intenso frío desaconseja potenciar
el paseo por las calles, gélidas y nubladas, no sólo por los grados que marca
el termómetro sino también por esa ausencia de viandantes que animan la
necesaria percepción sociológica de la convivencia. Por estas y otras razones,
mis tardes suelen estar presididas por un comportamiento que, aunque rutinario,
lo percibo como aceptable para el agrado. Tras cumplir con mi horario laboral,
en la entidad bancaria donde trabajo, me apetece descansar un buen rato para
reposar el almuerzo. A eso de las seis, o un
poco más, me llego un buen rato a la Cafetería
Victoria, donde tomo algo para la merienda. Casi siempre elijo para sentarme
la mesa que ocupa mi buen amigo Mauro, un veterano
funcionario de correos ya jubilado, con el que intercambio las palabras, los
recuerdos y el grato afecto de la amistad.
Este
buen hombre es muy apreciado por todos sus convecinos. Ha pasado toda su vida
laboral trasladando cartas y otros
envíos a mil y un hogares en esta tranquila localidad, que se ve sembrada de olivos,
ese gran regalo de la naturaleza. Algo así como un gran mar u océano plateado
en verde, repleto de riqueza y esperanza, que permite el sustento de muchas
familias que aman la tierra y el fruto alimenticio que con admirable generosidad
ella sabe concedernos.
Estoy
seguro de que Mauro conoce a casi todo el pueblo, en ese ir y traer
comunicaciones escritas, de aquí para allá a lo largo de varias décadas. Dado
lo prolongada de su vida laboral, se sabe de memoria centenares de datos, tanto
personales como las direcciones de todo el callejero. Distintas generaciones de
familias han podido recoger de sus manos esos envíos que contenían un arco iris
de ilusiones, alegrías, tristezas, amores y proyectos… Buenas o regulares
noticias que construyen en el día a día la vida de todos. Mi amigo ha trabajado
en ese pequeño y gran mundo donde se entremezcla la función pública con la
privacidad de lo íntimo; lo económico con lo lúdico; la fría información con el
calor del afecto. Para mí, sus palabras son como esa gran fuente de donde mana
la sabiduría que pacientemente ha ido construyendo a través de largas horas de
reflexión y experiencia.
En
una recia mesa escorada junto al gran ventanal que asoma a diversas colinas
teñidas de verde naturaleza, descansan dos cafés. Uno, descafeinado (ese
insomnio, con el que me siento hermanado) el otro, hermanado a la ineludible
copita de aguardiente seco, sacra medicina (según Mauro) para los incómodos
achaques que conllevan los años. Los leños ardientes de la gran chimenea
atemperan el intenso frío exterior de un febrero que se ha presentado sin
lluvia, pero con temperaturas por debajo de los 7 u ocho grados, durante la
mayor parte del día. Parece que hoy mi veterano amigo se muestra muy locuaz y
comunicativo. “¿Por
qué no me cuentas otra buena historia, de esas que has vivido en este pueblo que
te vio nacer y donde has trabajado años y años ….? Y sin ponerte nunca de baja ¡Vaya buena salud
la tuya!”.
“Te confiaré una historia que te puede asombrar. Me
pareció en sumo interesante aquella experiencia que viví, hace ya unos años,
ejerciendo mi oficio de cartero. No te voy a indicar nombres concretos, a fin
de respetar a la persona protagonista que reside aquí en nuestra localidad.
Esta mujer era hija única de un matrimonio de modestos labriego. El padre
falleció siendo ella muy joven, por lo que tuvo que ponerse a trabajar en una
cooperativa del aceite, a fin de ayudar con un sueldo las necesidades de casa.
Pasaban los años y no tenía suerte a la hora de formalizar un buen noviazgo y poder
disfrutar de la maternidad. Entiende que lo que te estoy narrando: corresponde
a una etapa ya alejada en el tiempo. La mentalidad era bien diferente, de la
que en este momento predomina en la mayoría de los jóvenes. Esta chica era
llamada “la solitaria” (cosas de mote) pues también las chicas del pueblo le
daban de lado. La verdad es que nunca supe el porqué o la causa de este desagradable
rechazo.
Pero, en un momento concreto, comenzaron a llegar a la
estafeta de correos cartas dirigidas a su persona que, lógicamente, yo
trasladaba a su domicilio. Cada semana recibía, al menos, una misiva. A veces
llegaban incluso dos. Yo me fijaba y observaba que venían sin remite personal explícito.
Sólo una dirección postal, con sede en la capital de nuestra provincia. A
medida que iba pasando el tiempo, en ese remite se fue añadiendo el nombre de
Pablo, sin más apellidos que lo acompañara. Siguió llegando esa correspondencia
a su puerta, cartas que ella recibía con manifiesta satisfacción.
La casualidad quiso que un lunes tuviera que desplazarme
a la capital, a fin de resolver una consulta médica con el especialista.
Aproveché el viaje para saludar a un sobrino que trabajaba en el Servicio
Central de Correos de la provincia. Fui a visitarle y entrando en el patio
central me encuentro a mi joven amiga de
las cartas, escribiendo en uno de los pupitres situados al efecto. Se mostró un
tanto nerviosa al reconocerme, aunque pronto trató de reaccionar comentándome
que había ido a la ciudad a realizar
algunos encargos que le había hecho su madre. Me extrañó que el sobre y el tipo
de letra que utilizaba era muy similar al de los sobres que yo le llevaba a su
domicilio.
No le di más importancia a este encuentro. Pasaron dos
días, cuando una mañana observo en la oficina que hay una nueva misiva para la
joven. Era evidente que el sobre con la carta que yo pude ver era el mismo que
manejaba Jana
en la estafeta central ¡Vaya, he pronunciado su nombre. Pero yo sé que eres
discreto!
Al llevarle la carta, me quedé mirándola con respeto y
ternura a los ojos (la conozco desde que era pequeña) y mi joven vecina se me
echó a llorar. No era necesario que la chica me explicara lo que era evidente. Me
comentó que ese rechazo social que soportaba desde hacía tiempo le había hecho
tomar la decisión de escribirse a sí misma. Normalmente era en la mañana del
lunes, cuando libraba en la cooperativa, el día en que se desplazaba a la
ciudad para enviarse el correo. También aprovechaba ese viaje para comprar
algunas cosas en los centros comerciales. Después gozaba con la ilusión de que
yo fuera a su puerta, para entregarle el correo. Me confesó que se escribía
párrafos muy lindos, imaginando que era alguien que la quería y deseaba.
Realmente fue un diálogo muy duro para ambos pero, es
también verdad, con el enorme valor de la sinceridad. Le prometí que yo le
escribiría al menos una carta al mes. Y que le contaría cosas de mi trabajo y
de mi vida familiar. Eso sí, con suma delicadeza, le aconsejé la conveniencia
de que recibiera algún tipo de ayuda psicológica. Incluso le gestioné una
visita con un familiar lejano, que era psicólogo quien, recientemente, había
había abierto una clínica en la ciudad. Había que ayudar a una mente desorientada,
a consecuencia de una incalificable incomprensión y rechazo colectivo. Desde
luego, el sufrimiento y el trauma psicológico que sufrió Jana tuvo que ser muy
grave. Había que tenderle una mano, con la necesaria comprensión, afecto y los
mejores consejos”.
El
bueno de Mauro se toma unos minutos de respiro, apurando su muy cargado café.
Pide una nueva copa de aguardiente, pues la historia que me estaba narrando le
había hecho revivir momentos de honda tensión en su memoria. No le interrumpí,
pues debía respetar su libertad de contarme solo aquello que él quisiera. Desde
luego que yo no conocía a la persona de quien me hablaba. Después supo
aclararme que hacía años que la joven había abandonado esta localidad, a fin de
residir de forma permanente en la capital provincial. MI amigo recuperó fuerza
y continuó con ese ritmo expositivo pausado, literario, expectante e
imprevisible, que solía caracterizarle.
“La situación creo que mejoró para Jana. En esas semanas,
incluso meses, la ayuda psicológica contribuyó a estabilizar y racionalizar su
equilibrio mental. Las únicas cartas que recibía eran ya las mías. Una, cada dos o tres
semanas. Yo me limitaba a contarle chascarrillos, anécdotas, ocurrencias, de mi
trabajo. Le recomendaba algún libro. Le contaba algunas cosillas de mi vida
familiar. Y, por supuesto, le tendía la mano aconsejándole que buscara
amistades. La soledad nunca le iba a hacer bien. Incluso hablé con algunos
compañeros de la cooperativa (sin que ella lo supiese) a fin de que ayudasen a
la chica de la forma que mejor pudieran. Eso sí, que lo hicieran con la mayor
naturalidad y llaneza. Sin embargo, me respondían que el carácter de Jana era
muy difícil. El desprecio sociológico ejercido sobre ella durante esos años inestables
de la adolescencia y la primera juventud habían hecho mella en su apertura y
sociabilidad. El auto blindaje que mantenía era férreo y complicado de romper.
Dejé de verla durante algún tiempo. También mis cartas se fueron espaciando hasta
que un día me la encontré en el autobús que nos llevaba a la capital. Estaba un
poco intrigante. Cuando llegamos a la estación de autobuses, un chico joven la
estaba esperando. Me lo presentó como Pablo. Cuando el conoció mi nombre, vi
como su semblante se tornó en seriedad. Me despedí de ellos, con la mayor
corrección. Cuando había avanzado unos pasos, alguien me tocó en el hombro. Me
volví y era el joven Pablo. Con una actitud desagradablemente imperativa, me
dijo que dejara en paz a Jana. Que me olvidara de ella, pues se habían casado
hacía una semana, tras un año de noviazgo. No volvió al pueblo. Su casa aún
permanece en venta.
No he vuelto a ver a esta mujer, ni ella ha tratado de
ponerse en comunicación conmigo, Te preguntarás si este Pablo es el mismo que
firmaba las cartas que Jana recibía. Yo pienso que sí, pero todo es muy
extraño. Esa mente no debe estar muy bien. Las enfermedades anímicas deben ser
muy duras de tratar. Le pregunté por el
caso a mi sobrino, quien sólo quiso aclararme que Jana sólo asistió a tres
sesiones en su consulta. Y que no podía ampliarme esta corta información por
motivos de ética profesional. La casita en la que ella vivía, sigue con el
cartel de “Se Vende”. Ella no ha vuelto a aparecer por el pueblo. Esa es toda
la historia que quería compartir contigo en esta tarde cercana ya a la
Primavera. Veo que has estado pero que muy atento a mi narración”.
Creo
que sería por el aguardiente. Lo cierto es que, dentro de la cafetería/mesón,
se estaba bien calentito. Pero afuera el frío, con la llegada de la noche, aún
tenía toda su potencial del crudo invierno. Cuando volvía a mi piso alquilado,
pensaba en Jana. Creo que las más de las veces, nuestro peor enemigo se halla
enrocado en la intimidad de nuestra mente. Pero es complicado y difícil
reconducir la imaginación hacia la racionalidad, cuando ésta se halla bajo el
descontrol de nuestras propias limitaciones. Seguro que Mauro tendrá mañana, otra buena historia que compartir. Pero ahora debo
ser yo quien le cuente el porqué mi entidad bancaria me destinó a esta
tranquila, pero un tanto apartada, localidad rural.-
José L. Casado Toro (viernes, 16 mayo, 2014)
Profesor
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