Irina y Neyla son dos
jóvenes amigas, compañeras de trabajo en una empresa de servicios para la
limpieza. Ambas comienzan su labor de cada día, desde horas muy tempranas de la
mañana, en un organismo público de la Administración Autonómica. Cuando
finalizan su tarea, a eso de las dos en la tarde, vuelven a sus domicilios
donde residen junto a sus padres y hermanos. Algunos días, suelen citarse para
merendar y dar una vuelta juntas. Durante los fines de semana, acuden a alguna
sesión de cine y, cuando se presenta la oportunidad, participan en fiestas y
celebraciones a las que son invitadas por otros amigos comunes.
Desde hace meses están preparando, con esa ilusión
que estimula y alegra las horas laborales y de asueto, sus
próximas vacaciones de verano.
Han centrado su destino, para ese atrayente y ansiado agosto, en Marruecos, un país del que le han narrado
experiencias muy interesantes otras compañeras que ya lo han visitado. Esos nueve días de aventura, en la zona norte de áfrica,
motiva la desbordada ilusión de estas dos jovencitas que, a pesar del interés
mostrado por sus respectivas familias, nunca se han significado por su esfuerzo
e interés para rendir en los estudios. Se muestran satisfechas con tener un
trabajo relativamente estable, que cubre con un básico desahogo las necesidades
que ambas, en este momento, poseen.
Tras
meses de ahorro, preparativos e información de aquí y de allá, un cuatro de
agosto inician su periplo viajero por varias
ciudades del atrayente país marroquí: Rabat, Chauen,
Tánger y Casablanca. En los hoteles concertados les ofrecen una serie de
excursiones y actividades que, con sus esforzados ahorros, ambas contratan a
fin de disfrutar, de la mejor forma posible, esa semana para descubrir
paisajes, personajes y otras vivencias que sus juveniles expectativas siempre
están dispuestas a experimentar. Las vacaciones están resultando muy
agradables, aunque extrañan un poco el tipo de comida que les ofrecen en los
distintos lugares que visitan (sólo tiene concertado el desayuno, en los tres
hoteles de su programación). Algo que les impresiona, un día tras otro, es la belleza de los atardeceres, en la cálida estación
del estío. Ese color cromado y majestuoso de un sol despidiéndose para el
anochecer, sobre las faldas agrestes del Atlas, lo inmortalizan con sus cámaras
fotográficas y en la retina asombrada y romántica de su exaltada imaginación.
Les
recomendaron, por parte de la recepción del hotel, la
conveniencia de que asistieran a los diferentes zocos y mercados que, de
forma periódica, desarrollan su actividad, con decenas de puestos y tenderetes
para la venta de los más insospechados artículos y mercancías. En uno de ellos,
montado en la ciudad de Chauen, pasaron casi toda una mañana. Teniendo en
cuenta que las vacaciones iban llegando a su fin, fue Irina la que se esforzó
por encontrar un regalo atrayente que le
permitiera recordar, durante mucho tiempo, esta singular experiencia en este
singular país. Vieron muchos artículos de cuero (carteras, bolsos, correas,
chaquetas, sandalias y babuchas), tejidos lujosamente ornamentados, lámparas y
apliques para la más exquisita decoración, perfumes e inciensos embriagadores,
joyas y bisutería de distinta calidad y presentación, etc. Todos ellos
materiales atractivos para practicar el regateo y su posible y posterior
adquisición.
“Hola Sr. Dentro de tres días, mi amiga y yo volvemos para
España. Me ha gustado mucho este país. Y ahora ya que pronto tomaremos el
avión, quisiera llevarme un recuerdo que fuera especial e inolvidable. Algo que
sea muy diferente, de todo lo que vemos expuesto en estas tiendas que forman el
zoco. Pienso en algún objeto que tuviera una cierta magia y que me hiciera
recordar a Marruecos con admiración, misterio y asombro. ¿Qué me puede Vd.
ofrecer…? ¡Y siempre que no tenga un precio exagerado!”
El
anciano musulmán, dueño de este tenderete, ampliado con una gran jaima en la
parte trasera del mismo, espacio donde expone otras muchas mercancías, observa
con ojos labradamente cansados a Irina, la cliente que, minutos antes, le ha
hecho una enigmática e interesante petición. Da media vuelta y penetra
lentamente en la jaima. Tarda unos minutos, tiempo que es aprovechado por una
mujer que le acompaña en el puesto para ofrecer a los clientes y paseantes una
modesta degustación de sabrosos dátiles para la merienda. Irina y Neyla se
entretienen observando el bello colorido de todos los regalos expuestos en unas
destartaladas mesas, mientras esperan al veterano comerciante, que guarece su
cabeza con un fez o tarbush rojo intenso, cubriendo su cuerpo con una no bien
aseada túnica de color blanco. El calor que hace, en esta tarde de agosto, es
verdaderamente sofocante. Ambas amigas visten con muy escasa ropa, habiendo
cambiado sus zapatillas por unas cómodas sandalias morunas de piel que habían
comprado, con una excelente precio, en un puestecillo anterior. El ruido
ambiental es ensordecedor, aunque especialmente motivador para el ánimo, dada
la densidad de público de muy diferentes nacionalidades que visita esa tarde
veraniega el zoco comercial. Al fin vuelve el comerciante con una cajita de
madera, pintada toscamente de colores verde, naranja y azul.
“Puedes tú
llevar este regalo. Yo no querer vender a nadie antes, por su valor. Tener un
inmenso valor”.
Lentamente
abre la tapa de la cajita y dentro de la misma se ve un espejito con mango,
enmarcado en una armadura de latón labrado y dorado. Se adorna con unas
incrustaciones de florecitas de diversos colores, intercaladas con pequeños
rombos de espejo que le dan una apariencia en sumo atractiva.
“Yo explicar el
misterio y lo importante en espejo. Cuando tú sufrir grave problema, tu asomar
a él. Verás como él decir solución y ayudar resolver problema. Pero solo mirar
él cuando tener gravedad. Él saber ayudar y conocer desgracia tuya. Yo sólo
cobrar 500 dirhams. Ser joya muy valiosa. Yo no vender nadie antes tu. Tú ser bella
joven y tener bondad”.
Irina
repasa mentalmente lo que le está pidiendo el comerciante por ese coqueto
espejito. Al cambio, casi cincuenta euros. Se muestra muy interesada en la
adquisición, tras la curiosa historia que le ha narrado el vendedor en orden a
su mágica utilidad. Después de mucho regatear, lo obtiene por un precio de 260 dirhams, poco más de veinte euros. Se lleva el
espejito misterioso y un pañuelo largo de seda azul clara para el cuello que le
regala el musulmán de ojos cansados, piel morena muy curtida y un paternal semblante
que transmite sosiego.
Ya
en España, la chica reparte algunos regalos entre su familia y amigos. Guarda
la cajita del espejito en su dormitorio, pues está dispuesta a seguir esas
indicaciones que le confió su vendedor. Solo acudirá a él cuando tenga algún
importante o grave cuestión para consultar. Y así van pasando los días, las
semanas y los meses, con esa rutina placentera que ofrece la vida, con sus
alzas y bajas anímicas. En alguna ocasión, abrió la caja del misterioso regalo,
mirándose en el espejo, pero sólo con la curiosidad de recordar los días de
aventura en el atrayente país del Magreb.
Y
como es usual que ocurra, en la vida de todos, llegaron problemas y
dificultades, de muy diversa naturaleza, también para Irina. Tal vez el más
importante fue el de una reconversión laboral en su
empresa de limpieza. El trabajo que había sería repartido por semanas
para aquellos que no quisieran aceptar el despido, en esos momentos de
dificultades económicas que afectan especialmente a los más humildes. Estuvo
trabajando una semana y después habría de esperar otras seis para que la volvieran
a llamar. En este primer paro, con las repercusiones económicas subsiguientes,
se sintió profundamente desanimada. Incluso tuvo que tomar alguna ayuda
farmacéutica, para afrontar esas bajas anímicas.
Una
noche se acordó, sensatamente, del espejito. Atribulada y en un mar de
confusiones, lo sacó de la cajita y, con lágrimas en los ojos, comenzó a
explicarle el desconsuelo que padecía por su situación laboral. Parecía una niña pequeña contando sus penas a ese alguien en
quien confías puede ayudarte. Pero, aunque estuvo minutos y minutos,
mirándose en el espejo, de éste no salió palabra alguna. No se produjo ese milagro, a modo de consejo
o solución, del que hablaba el anciano comerciante llamado Mustafá. Ahora sí había podido recordar su nombre.
Con racionalidad, supo reaccionar. Pensó que la solución de los problemas no
podía venir de un espejo. Reflexionó y se dispuso
aprovechar ese tiempo libre que habría de afrontar. Recordó la
sugerencia de una amiga, que estaba aprendiendo el inglés, en un departamento
de la Junta de distrito municipal. Eran seis horas a la semana, con un coste
prácticamente testimonial. También haría algo de gimnasia. Por las mañanas iría
a caminar y practicaría ejercicios en un parque cercano a las playas de la
Misericordia, donde habían instalado un instrumental de uso público para el
mantenimiento corporal. Pasaron así las semanas y, aplicando la paciencia,
también a ella le correspondió poder volver a trabajar durante un mes más. La
vida seguía su destino inescrutable.
Hubo
otros problemas, de diversa índole, en los que Irina también utilizó el recurso
del espejo. Pero en todos y en cada uno de los mismos, la respuesta de la
superficie de cristal fogueado era la misma. No había
palabras desde el espejo. Sólo veía su propia imagen, presa del problema que le
afectaba.
Dos
veranos más tarde, su amiga Neyla la convenció para volver a disfrutar de sus
vacaciones en ese país que tanto les había encantado. Volvieron a Marruecos, a
sus ciudades, a sus paisajes de economía contrastada, a sus atardeceres, a su
gentío multicolor y, por supuesto, a esos zocos atrayentes y ensordecedores.
Cuando llegaron a Xauen ambas chicas recordaron la compra del misterioso regalo,
en aquel puesto de Mustafá. Se dispusieron a visitar de nuevo tan atractivo
entorno comercial. Curiosamente, allí permanecía el puesto del recordado
comerciante.
“Hola, Sr. no sé si nos recordará. Estuvimos aquí, en su
tienda, hace ya dos años. Me vendió un regalo, según Vd. muy valioso. Me
aseguró que podría ayudarme en los momentos de dificultad. Pero es simplemente
un espejo. Mire, aquí lo traigo. No me dice nada. Sólo veo en él mi figura. Y pagué
un elevado precio por él. Pero no me responde, cuando me siento atribulada y le
cuento mis problemas”.
El
muy anciano vendedor se quedó pensativo, entornando sus ojos cansados, durante
unos minutos. Después, esbozando una agradable sonrisa, miró a la chica y le
respondió, de forma pausada, lo siguiente.
“Cierto. Yo
recordar, linda señorita. Pero espejo…. tener magia. Mucha magia. Yo asegurar.
Tu no dar cuenta, pero él saber ayudar tu desgracia. Espejo ser reflejo en tu
conciencia. Espejo decir que ser tú quien resolver problema. Seguro que tú
resolver problema. Cuando tu mirarlo, tu ver quien ayudar. Ser tu quien ayudar a
ti. Ser, tu conciencia donde encontrar solución problema. Ayuda siempre está por
nosotros mismos. Espejo decir ayuda: ser tu misma”.
Sonriendo,
Irina comprendió la sensata sabiduría del mensaje. Las
mejores respuestas suelen estar siempre en la intima racionalidad de nuestra
propia conciencia. Compró unos regalos a Mustafá y le pidió hacerse un
par de fotos junto él. Las fotos, y el preciado espejo mágico, se prometió conservarlas con la ilusión de un recuerdo muy
grato, pero sobre todo inteligente. Esa magistral lección para su vida nunca, en
modo alguno, la iba a olvidar.-
José L. Casado Toro (viernes, 21 marzo, 2014)
Profesor
jlcasadot@yahoo.es
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