Viven
en la misma barriada, por la zona norte de la capital. Se conocen prácticamente
desde cuando asistían al aula de infantil, en un colegio público de Educación
Primaria. Ahora, pasados los años y convertidas en cuatro lindas jovencitas,
frisando ya la mayoría de edad, son compañeras en un Instituto. Allí cursan el
segundo curso de bachillerato, a las puertas inmediatas de su futuro destino universitario.
Sociológicamente,
Mila, Sandra, Carol y Alba,
pertenecen a distintas familias encuadradas en un modesto nivel medio, que les
permite “ir tirando” sin grandes agobios. Pero, desde hace casi dos años, una
de ellas, Alba, comparte y sufre en su persona la
dramática situación de desempleo que afecta a sus padres. Con un
intervalo de meses, ambos progenitores perdieron su puestos de trabajo, él como
óptico y ella como dependienta en una franquicia de ropa. Primero fue una
reestructuración laboral, la que terminó con el hundimiento de la empresa donde
Carlos llevaba trabajando desde hacía 19 años. El caso de su madre, Auxi, fue
aún más sangrante, pues su despido vino a consecuencia de una política de
rejuvenecimiento en la plantilla, cara al público. Ninguno de los dos han
logrado levantar cabeza desde entonces, para estabilizar la economía familiar,
donde en este momento sólo entra una ayuda social básica para esos parados de
larga duración. Y aquí no hay abuelos que puedan paliar algo de la
desacomodación económica, en un hogar donde apenas se llega a final de mes y
eso con sacrificios más que generosos para los cuatro miembros que lo conforman
(la chica tiene un hermano, tres años menor). ¿Pasar hambre? Pues hay días que….
casi-casi. Algo de apoyo han recibido de la parroquia, pero ahí el listado de demandantes
es verdaderamente complicado a fin de poder atenderlos a todos.
Alba,
considera a sus tres compañeras desde la infancia como hermanas. Éstas conocen la difícil situación que atraviesa su amiga y tratan
de apoyarla en lo que pueden. Especialmente, en los fines de semana,
cuando toca salir, ir al cine o a la disco. Y también, cómo no, cuando llega la
noche y deciden acudir a la pizzería de moda, a fin de calmar el apetito de un
finde, pleno de actividad, para naturalezas muy vitales y participativas en lo
lúdico. Pero son edades difíciles, donde los sentimientos y la vergüenza se
hallan a la orden del día. Salir con las amigas, llevando el monedero vacío,
puede aceptarse o soportarse en alguna ocasión. Pero después la dignidad
aprieta, haciéndose insoportable el mantenimiento de esa indigencia que a todos
humilla, pero más en estas edades de la adolescencia avanzada.
Tampoco
es que sus tres amigas naden en la abundancia. Sin embargo, y de manera
afortunada, sus padres (dependiente en una conocida tienda de ultramarinos; mecánico
de automóvil; celadores en el Hospital Materno Infantil; respectivamente) sí
tienen trabajo y esa mensualidad en el banco que les permite ir avanzando en el
día a día. Ya es conocido que los mayores suelen ser generosos para que nada
falte a sus hijos. También, en los gastos de éstos en los fines de semana y,
por supuesto, para fechas señaladas del calendario anual. Pero en casa de Alba
hay un problema de liquidez a fin de atender objetivos de primera necesidad:
energía, comunidad, telefonía, Internet y, muy por encima de todo lo demás, la alimentación
familiar. Todo ello se agudiza porque carecen de suerte en sus esfuerzos por
recuperar ese puesto laboral que tanto ansían y necesitan. Y como cada Navidad, llega a comienzos de Enero ese rito comercial
e ilusionado de los regalos, en la Noche de Reyes.
Con
la ayuda de Sandra, al fin Alba ha conseguido hacer algunas horas de “canguro”
nocturno con los niños de algunas familias. Eso le está permitiendo (mediante la
recomendación boca a boca) obtener algún dinerillo con el que atender los
gastos más básicos de una chica en la plenitud adolescente. Pero el montaje
tradicional de estas fiestas exige no pocos desembolsos. Las cuatro compañeras hallaron
un lugar de celebración para el Fin de Año, muy interesante en el precio.
También trataron de evitar una excesiva competitividad en el vestuario, en esa
emblemática Noche del 31. Pero estas jóvenes edades, donde el lucimiento ante
los demás chicos resulta difícil de controlar, exige notables sacrificios
económicos.
Y ahora
el tema de conversación prioritario, en los días previos a Gran Cabalgata de la
ilusión, es el recurrente “qué me voy a pedir o
regalar, para este año”. Mila y Sandra lo tienen bien claro. Quieren
cambiar su viejo teléfono, por un móvil de esa última generación digital que
multiplica las prestaciones hasta límites insospechados. A pesar de su elevado
coste, los padres de ambas han respondido a su petición con un sonriente silencio,
pleno de complicidad. También para Carol esa posibilidad no le desagrada. Todo
lo contrario. A nadie le amarga un dulce y el mimetismo hace de las suyas. Y
ese es el asunto de conversación que prioriza las tardes de paseo, en estos
días diseñados para disfrutar de las vacaciones escolares. Alba las escucha, guarda silencio y sonríe. Comprende
que, en esa temática, su intervención tiene que ser limitada, más como espectadora
que como protagonista.
En una
tarde de merienda, un tanto cansadas de tanto pasear por entre calles abarrotadas y adornadas para la celebración
de las fechas, Alba propone que todas cuenten el regalo que recuerdan con más
ilusión cuando, en la mañana del 6 de enero, corrían desde la cama para ver qué
les habían dejado los Reyes. Allí, junto a los zapatos y el árbol de Navidad, siempre
hallaban esos paquetes de colores con los que habían soñado durante una Noche
en la que duermes despierto, cerrando los ojos con la emoción nerviosa propia
de la infancia. Era un tema atractivo. Todas se mostraron
animadas a participar.
Interviene,
en primer lugar, Carol. “No sé si tendría cuatro o cinco años. Por
casa de mi abuela, como era lógico, siempre pasaban los Reyes. Aquel año,
siendo yo muy pequeñita, mis padres no me llevaron al domicilio de esa mujer
tan mayor que tanto me quería. En aquella Navidad, nos dejó para el cielo.
Pasados unos días, acompañé a mis padres a su casa, pues iban a organizar todo
aquello que deseaban guardar para nosotros o para regalar a personas
necesitadas. Con sorpresa, descubrieron en su armario una preciosa muñeca de
trapo, con trenzas y ojitos azules, como los míos. Junto a esa cajita, había
dos trajecitos que ella había cosido (era muy habilidosa en el arte de la
costura) para ir formando el vestuario del que iba a ser mi mejor regalo de
Reyes. Aunque con el paso del tiempo se ha ido estropeando mucho, yo aún la
conservo y le tengo un especial cariño. Es como un pequeño tesoro que guardo
desde la infancia”.
“Sé que os vais
a reír, pero cada una de nosotras tenemos nuestra historia (dice Mila). Mis dos hermanos no me dejaban jugar con sus cosas.
Decían que los juguetes de los niños no eran para las chicas. Escuchar eso me
daba veinte patadas. Y lo peor es que mis padres estaban en esa onda. Que si la
cocinita. Que si la muñeca. Que si la cajita de pinturas. Bueno, pues hasta que
un día me planté y en la carta (…. tendría como unos siete u ocho años) hice mi
lista y me pedí un balón de fútbol, un fuerte con indios y soldaditos de goma y
un trompo, de esos que al tirarlo se llenan de luces y música. No sé si incluso
puse alguna escopeta o algo así. Eso de la carta a los Reyes era un rito que
todos los años se cumplía. También, hacer
cola delante del gordiflón de turno, envuelto en algodón, con una corona de
cartón dorado, para la foto correspondiente y el “¿has sido muy buena…?”. Sólo
me hicieron caso en el trompo. Para mí fue el regalo más ilusionante. ¿Por qué
una niña no podía disfrutar tirando y bailando el trompo en medio de la calle?.
Por ahí comencé a romper esas costumbres ñoñas que existían en mi familia”.
Mientras
sigue saboreando su chocolate caliente (es especialmente golosa) Sandra cuenta algo de aquellos días de Reyes. “La verdad es
que ya casi ni me acuerdo. Pero los primeros patines que tuve fueron hechos por
mi padre. Esas cosas de la mecánica siempre se le han dado bastante bien. Es su
oficio. Y gracias al taller de los coches, ha podido llevar la familia. Yo
había pedido unos patines, pero de los que tienen las ruedas alineadas. Los
precios estaban por las nubes. Me dijeron que los Reyes tenían demasiados
gastos ese año. Pero aquella mañana ¡bien que llovía! me encuentro junto al
nacimiento con unas botitas blancas que me habían regalado para mi santo, con
las cuatro ruedas perfectamente dispuestas en la suela. Fue un trabajo de
artista. Me hizo tanta ilusión que aunque la lluvia impedía patinar por la
calle, me paseaba por el pasillo de casa, agarrada a las manos de mi madre.
Algún culazo me di en el suelo, pero la alegría que sentía hizo que olvidara los
inevitables cardenales. Me hubiera gustado conservar aquellos mis primeros
patines…. Pero estas cosas se van perdiendo. Alguna foto tengo por ahí, que
otro día os la enseño, cuando la encuentre en los álbumes”.
Y,
al fin, le llega al turno a la autora de la propuesta, Alba.
“Si de lo que
se trata es de ser sincera, a vosotras tres que sois como hermanas, os cuento
algo que nunca he confiado a nadie. Hubo un regalo de Reyes que nunca olvidaré.
A mi padre, después de un verano, se le fueron los tejos por una compañera de
trabajo, en la óptica. Fueron casi tres meses de locura en casa. Mi madre aguantó
todo lo que pudo. Pero él se fue a vivir con aquella lagartona. Cuando esa
mañana de enero (ya había cumplido los siete años) me levanté de la cama para
ver los juguetes, me encontré a mi padre junto a mi madre, sentados los dos,
junto al árbol de Navidad esperándome. Estaban como dos tórtolos, cogidos de la
mano. Yo pasé de los juguetes. Me dio una llantina, por la emoción de ver allí
a mi padre, que nunca olvidaré. Aquello se arregló. Aquella salamandra sólo
estuvo en Málaga un año, pero fue grande el daño que hizo. Y no sólo a mi
padre. Era una zorra de cuidado. En fin, eso es historia. Pero este año la cosa
ya sabéis que va mal en lo económico. Tal vez,
en la rebajas, consiga algunas cosillas, que siempre vienen bien”.
Ninguna
de las tres amigas se esperaban algo así. Se quedaron como “cortadas” ante la
sinceridad de su compañera de grupo. La merienda finalizó y la tarde se
convirtió en noche, entre el estruendo del tráfico, el trajinar de los
viandantes y muchas luces de colores, que trataban de alegrar el ambiente. Quedaron
citadas para ver, al día siguiente, la Cabalgata de SS.MM. con toda la
parafernalia al uso. Tres de las cuatro compañeras sabían que en la mañana del
día 6, todas ellas iban a poder gozar de ese estupendo regalo que hoy día
“enloquece“ a jóvenes y mayores. El iphone, con
todas sus prestaciones y posibilidades, a modo de un segundo corazón para
moverte por la vida. Es la devoción sumisa, casi religiosa en lo sociológico,
por la novedad y la tecnología. Cuando se despidieron, Mila, Sandra y Carol
habían sabido mantener el simpático y generoso secreto.
Aquel
6 de enero, su querida amiga tuvo, al igual que todas ellas, ese móvil
supermoderno que sustenta la intercomunicación. Las
tres familias se habían puesto de acuerdo, con la mediación de las chicas, para
ofrecerle ese regalo. Un bello gesto que Alba nunca podría haber
sospechado. Pero la amistad y el cariño sabe vencer al misterio de una Noche en
la que casi todo es posible, cuando la lógica y la
realidad se transforman en mágica ilusión.-
José L. Casado Toro (viernes, 3 enero, 2014)
Profesor
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