Mi
afición por la literatura proviene desde aquellos años, lejanos ya, que
iluminaron el periplo vital de la infancia. Desde siempre he sentido placer y
emoción por ese mundo, encantador y mágico, que florece tras las páginas
impresas en los libros. Leer y, también, escribir, en esa maravillosa intercomunicación que se
establece entre el autor de las palabras y el lector de las historias, nutre felizmente nuestra
imaginación y vitaliza esos eriales silenciosos que, más pronto o tarde,
aparecen en todas las vidas. Todo ocurrió cuando una inoportuna lesión de
tobillo me iba a obligar a la reclusión en casa durante algunos días, tras el
necesario paso por las expertas y doctas manos del cirujano. Planificando el
obligado descanso, me dirigí aquella tarde a una biblioteca
pública que está situada muy cerca del piso donde resido. Hacía tiempo
que no leía una de esas apasionadas novelas antiguas, repletas de personajes,
argumentos, sentimientos y vivencias. Y me dispuse a rebuscar, entre los muy
atestados expositores del centro cultural, algún que otro título que me pudiera
agradar. En la época del libro electrónico y de la infinitud informática, a
través de Internet, resultaba simpático prestar acomodo a una de esas obras en
soporte papel que esperan, pacientemente y medio adormiladas, la voluntad
inesperada de un nuevo lector.
Observando
la sección de literatura me fijé en un grueso volumen que, próximo al suelo, reposaba
sobre uno de los estantes. El libro estaba reciamente encuadernado, con pastas
color verde envejecidas. El amarillento color de sus casi seiscientas páginas y
el típico olor a rancio que nos hablaba del tiempo de su gestación (esa primera
edición fue publicada en 1952) mostraban la antigüedad de la obra. Se trataba
de la traducción de un original inglés, escrito diez años antes por Geoffrey Evans, autor que me era completamente
desconocido. Pero lo que realmente me sedujo fue el título de esta densa
novela: Recorriendo el agradable camino de tu amor
(Walking the nice road of your love).
El tiempo de préstamo iba a ser para dos semanas renovables. El previsible largo
período de convalecencia me iba a permitir, con desahogo, su sosegada lectura.
Cuando
los doctos galenos te “ordenan” reposar un determinado período de tiempo, en
los flancos de la retaguardia, hay que obedecerles sin rechistar. Y como todo
no va a ser la pantalla del ordenador, tuve tiempo más que suficiente para ir
desbrozando esas páginas, anaranjadas y plenas de romanticismo, donde latían
vidas, aventuras, sentimientos y algún que otro desencanto, que de todo hay en
la vida. Poco a poco fui gozando de esa sutil
inmersión que el atento lector realiza en los párrafos diestramente esculpidos
por las palabras del autor. Me encontraba ante un cuidadoso estilo
literario, reñido con las prisas estresantes que, hoy día, absurdamente nos
abruman e incomodan. La sucesión de párrafos y contenidos te atrapaban y
seducían. Y así llegué a la críptica apariencia del capítulo
sexto.
Desde
un principio observé que esas páginas estaban más trabajadas o manoseadas. Tras
la lecturas de unas primeras líneas, comprobé que algún antiguo lector había
ido señalando, a lápiz, una prolongada serie de letras. Busqué algún sentido a
la intencionalidad del gesto, por lo que fui enlazando esas letras que formaban
una curiosa serie de palabras encadenadas. Con gran paciencia, al efecto, fui
escribiendo en un cuaderno el mensaje “oculto” que
allí se transmitía. Tras un laborioso ejercicio de transcripción (eran
cuatro hojas, las así anotadas) completé el conjunto del texto. La sorpresa fue
manifiesta pues tenía ante mi una preciosa carta o misiva de amor dirigida, obviamente, a una
mujer. Junto a esas confesiones tórridas del sentimiento, había algunos datos
que te permitían aproximarte, siquiera lejanamente, a una posible identidad de las dos personas implicadas. Guardé
cuidadosamente esa carta “viajera” entre enamorados, tan laboriosamente
construida, continuando con mi placentera lectura de la novela escrita por
Evans.
Pasaron
unos días cuando la sorpresa volvió a renacer. Exactamente en el capítulo nueve, de nuevo aparecían las señales
de lápiz anotando determinadas letras en el texto. Con toda la paciencia
necesaria, logré ir conformando una nueva misiva cuyo contenido era la respuesta del destinatario al remitente de la
carta anterior. En esta caso, Eva respondía a Liam con otra cariñosa comunicación, entre dos
enamorados que, sin duda, sufrían la fuerte incomprensión de su entorno. He de
aclarar que el paso del calendario había degradado y, en algunos casos, casi
borrados las señales escritas con lápiz, de manera tan habilidosa. Por lo que
el esfuerzo de transcripción me exigió una generosa dedicación en el tiempo.
Pero el contenido de ambas epístolas merecía la paciencia aplicada a ese
interesante ejercicio, en el que me había gustosamente implicado.
Hay
personas cuyo incivismo les mueve a garrapatear los libros de las bibliotecas.
Algunos de estos ineducados arrancan, sin el mayor control, algunas hojas de
los libros que les han sido prestados. Pero, en este caso, la realidad era bien
distinta. Dos enamorados, en la lejanía de los
tiempos que, ante el acoso y control de su entorno familiar o social, se ven
obligados a comunicarse mediante este original sistema de transmisión
bibliográfica. Por algún dato indirecto, deduje que esta pareja luchaba
por mantener su vínculo allá por los años cincuenta de la anterior centuria. No
conocía todos los detalles del caso, salvo aquella limitada información que,
expresa o implícitamente, aparecía en
ambas misivas.
Una
vez ya recuperado de mi lesión e intervención quirúrgica, comencé a dedicar
algo del tiempo disponible (fuera de mi dedicación laboral, en seguridad) a la investigación posible de esta cálida historia de
amor. Ejercicio al que me entregué con una cierta tensión obsesiva. Hice las
fotocopias necesarias, antes de cumplir con los plazos para la devolución del
volumen. Una joven bibliotecaria me informó que muchos de estas ediciones, con
numerosos años de antigüedad, procedían de donaciones que realizaban particulares
u otras entidades, publicas o privadas. Algunos portales de Internet resultaron
de inestimable ayuda, a fin de ir cruzando los datos que, muy lentamente, se
iban acumulando para el acervo de la memoria. La cita de un monumento concreto,
en la respuesta de Eva, me condujo al territorio castellano, concretamente a la
ciudad de Salamanca. Había que “jugar” con las iniciales de los apellidos de ambos jóvenes con
las que, afortunadamente para mi investigación, finalizaban sus textos. Un
amigo, compañero de estudio, que trabajaba en una empresa de detectives, me “echó”
alguna ayuda, aconsejándome ciertos caminos o vías eficaces que me podían hacer
avanzar en la búsqueda de ambas personas. Y eso contando con que aún
permanecieran felizmente con vida.
Pasaron
los meses, con esos avances y retrocesos en el afán investigador. Aproveché
parte de mi mes de vacaciones para trasladarme a esa culta ciudad castellana
donde, según todos los indicios, estaban las claves explicativas de esta
complicada relación afectiva. En el registro civil de esa bella ciudad
recorrida por el Tormes, encontré a un ser angelical sin el cual difícilmente
hubiera podido encontrar a estas personas. Vicky,
una joven licenciada en Historia, directora adjunta del Registro Civil que, conociendo los detalles acumulados en el
dosier que le facilité, se entregó con toda su capacidad y habilidad en la
búsqueda de esos posibles nombres y apellidos. La informatización de todos los
archivos de ese centro estadístico fue decisiva, a fin de ir reduciendo las
posibilidades de concreción personal para nuestra búsqueda.
Una
de las tardes, mientras disfrutaba con uno de esos gratos atardeceres en la Plaza Mayor de Salamanca, tomando un aromático
té con canela que me supo a gloria, sonó el timbre de mi móvil. Vicky, con
espíritu admirablemente incansable, estaba sobre una pista que podía ser la
solución afortunada. Me lo transmitía llena de alegría y expresividad. Quedamos
en vernos para cenar. La verdad es que fue una
inolvidable noche de agosto que iba a marcar también nuestras vidas,
pues cada vez nos sentíamos más cerca el uno del otro.
Fue
un viernes bien “templado” con los treinta y nueve grados que marcaba tozudamente
el termómetro. Esta linda compañera me acompañaba hacia un centro de la tercera edad, donde residían dos personas que
coincidían con no poco de los datos que, con ímprobo esfuerzo, habíamos
acumulado. Octogenarios ambos, pero con una aceptable lucidez mental. Se
mostraron algo extrañados y, al tiempo divertidos, con nuestra inesperada
visita. Tras unos cordiales saludos, me dirigí a Liam, resumiéndole parte de
esta complicada historia. Este hombre, de pelo encanecido y perilla venerable,
atendía a mis palabras con una mezcla de asombro e interés. Por momentos,
cruzaba su mirada con Eva e intercambiaban una dulce sonrisa. El momento de más
intensidad fue cuando les mostré las fotocopias, con las letras señaladas para
ese impulso de amor que, en el momento de su realización, era imposible llevar
a cabo de otra manera por razones que sólo ellos conocían. La emoción fue
irrefrenable para dos seres que lucharon por estar juntos en la vida. No
quisimos cansarles por lo que, una vez que les entregamos unos regalos,
quedamos en visitarles la tarde siguiente, un día antes de que yo tuviera que
volver a Madrid. Liam me prometió explicarme el
trasfondo de su bella historia con Eva.
Una
vez más, aparece esa triste y repetida historia que germina para el infortunio,
en todo tiempo y en cada lugar. Eran dos familias visceralmente enemistadas y
enfrentadas, a causa de rancios reproches y agónicos intereses por la
materialidad. Sin embargo, en el seno de ambas surgió el afecto, la comprensión
y la proximidad connivente para dos jóvenes, en aquellos lejanos años de
nuestra cruenta posguerra. Secretos, sospechas y amenazas, en sus progenitores,
cariño, atracción y amor, en un chico, Liam y una linda muchacha, Eva, que se
rebelaban por tener que renunciar a sus nobles sentimientos. Castigos,
encierros, controles que ellos, con imaginación e ilusión, supieron obviar. Esa
declaración irrenunciable de amor para siempre,
en las páginas de una novela, fue un gesto de rebeldía ante unos padres de
mentalidad decadente y anclada en los tiempos oscuros de la enemistad. Al paso
de los años, por fin pudieron materializar su unión, vínculo que felizmente aún
continúa ya en el anochecer de sus nobles existencias.
Esta
romántica novela viajera ha permitido generar no pocas y dulces realidades. Es una bella muestra de que la
constancia y la fe en uno mismo, también en los demás, nos puede conducir a
objetivos insospechados. Por cierto, en una preciosa
ermita, en las afueras de Salamanca, Rubén y Vicky celebrarán su unión
matrimonial. Eva y Liam han prometido ser los padrinos de boda.-
José L. Casado Toro (viernes, 4 octubre, 2013)
Profesor
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