Eran
las seis de la tarde y el sol apenas ya calentaba. El otoño se había presentado
con toda su crudeza térmica, en esta antigua y bella localidad castellana.
Acostumbrado a vivir desde pequeño en otras latitudes más meridionales de la
Península, se me hacía difícil soportar un septiembre que, cada día más, iba
reduciendo su insolación y regalándonos, al tiempo, esos pocos grados de
temperatura. Frío intenso, especialmente en las primeras horas de la mañana y,
también, desde que comenzaba ese rápido atardecer que anunciaba las próximas
horas del sueño. Pero me debía dar por satisfecho, pues ahora tenía un puesto de trabajo seguro y creativo. Contribuir a
la formación de estos seres tan pequeños en edad, pero
tan fuertes en alegría e inocencia, compensaba la distancia que me
separaba de aquellas raíces que me iban a identificar para toda la vida.
Las
tardes y noches, nubladas y gélidas, en estas tierras repletas de Historia, me
resultaban un tanto aburridas y cansinas. Vivía con
una familia modesta, sin hijos, que me había cedido un trocito de su casa para
ayudarse en su precaria economía. La pensión de jubilación de Tomás, toda una vida trabajando las tierras ajenas,
apenas les daba para cubrir los gastos más cotidianos. Eran
muy buena gente, con la austeridad de carácter propia de los habitantes de esta
submeseta norte. Hacía con ellos el almuerzo, a eso de las tres de la
tarde. Virginia, una excelente cocinera y mejor
mujer, se esmeraba en los suculentos cocidos que preparaba o en otros platos
calientes que me aconsejaba consumir. “Después de una mañana de trabajo, este tipo de comida es
necesario”.
La
buena mujer se levantaba temprano, a fin de tener bien dispuesto en la mesa un completo
desayuno, con sus rebanadas tostadas de pan, el sabor del aceite, algún trozo de bizcocho y un cálido
tazón de leche, con los sobrecitos del descafeinado. El matrimonio solía irse
muy pronto a la cama, por lo que me dejaban en la cocina fiambres, frutas y una
cacerola con caldo de puchero, del que yo me calentaba una tacita en un pequeño
microondas que tenían junto a la alacena. Tras dejar todo bien ordenado en la
cocina, corregía los ejercicios y las libretas del día, terminando mi rutinaria
jornada con un buen rato para navegar por Internet. Aunque mis patronos no
sabían nada de informática, accedieron a contratar una línea ADSL, tras
explicarles la necesidad que yo tenía en esta vía de comunicación. Y así un día
tras otro. Los fines de semana los dedicaba, básicamente, a practicar el
senderismo, a fin de conocer y disfrutar los parajes naturales que adornaban
toda la provincia. Por supuesto que Virginia se encargaba de organizarme una
mochila bien completa de bocadillos y frutas. Admirablemente, me trataban como
a un hijo, ese que el destino o la vida no les quiso conceder.
Esta
curiosa anécdota que me dispongo a narrar sucedió un jueves de octubre. A final
de dicho mes se celebraban elecciones generales a Cortes. Y aunque este
pueblecito castellano, de apenas 1.300 habitantes, era por naturaleza bastante
tranquilo, la propaganda electoral surgió desde la maquinaria partidista, con
la timidez de algunos carteles, especialmente por la placita de la Iglesia,
donde también se hallaba ubicado el Ayuntamiento y el café bar más importante
de este pequeño núcleo de población, en medio de una naturaleza poblada de
encinas. Se anunciaba, para ese día de la semana, un
mitin político protagonizado por uno de los grandes partidos nacionales que
concurrían a los comicios. Nos iba a visitar uno de los cabezas de lista
de dicha agrupación política en la provincia. Aunque el cielo se mostraba un
tanto desapacible (entoldado y con signos previsibles de lluvia) decidí cambiar
la monotonía de mis tardes, asistiendo a la anunciada concentración electoral.
Un
buen rato antes de la celebración política (6 de la tarde) ya me encontraba
paseando por entre las galerías porticadas que encuadran a toda la placita. He
comentado que la meteorología no acompañaba a participar en ese acto
democrático para la comunicación de los proyectos y las ideas. Tal es así que, quince minutos antes de la iniciación del acto, sólo había
dos hombres, en plena ancianidad, sentados en las numerosas sillas que se
habían habilitado al efecto. Eran bien conocidos por mí, al haber
compartido algún café de merienda con ambas personas. Era el tío Jonás y el
señó Rogelio, antiguos trabajadores de la zona minera y vinculados a la
actividad sindical, durante la época de su actividad laboral. Hoy, con más de
ocho décadas acumuladas en sus curvas espaldas, permanecían silenciosos con los
ojos entreabiertos en una de las esquinas de la sillería. Y sobre el modesto tablao, que servía de escenario,
un par de micrófonos más los grandes altavoces que “gritaban” consignas políticas
reivindicativas. Nadie más.
Faltaban
unos pocos minutos para que sonaran las seis campanadas, en la torre de la
Iglesia, estilo de transición románico tardío, cuando llegó
un destartalado y mediano autobús, adecentado con llamativa propaganda
electoral en toda su periferia. Se bajaron cuatro hombres y dos mujeres, sin
duda pertenecientes al aparato provincial del partido. El
protagonista del “meeting” fumaba un cigarrillo tras otro, tratando de
encontrar su sonrisa ante un auditorio tan desangelado y vacío de asistentes.
Pasaron otros quince minutos y por allí no aparecieron ni militantes o
simpatizantes interesados en escuchar el rosario de promesas, críticas y demás
voluntades que se proponían anunciar los “teloneros” y el “actor” principal de
la celebración. Continuaba la música estridente por los gigantones bafles, el
cielo cada vez más encapotado y ese diálogo nervioso, mezclados de sonrisas,
ante la muy incómoda situación que estaban atravesando. Ya a las 6:25, un chico
joven de los del grupo, envuelto en una gruesa pelliza, con rostro marcado por
la dureza de la montaña, bajó del escenario y dirigiéndose a Jonás y Rogelio,
les entregó sendos llaveritos, con el logotipo del partido y un cuadernillo con
el programa electoral. Atravesó el otro lateral de la sillería y a mí, viéndome
más joven que los dos amigos del café, me dio expresamente las gracias por la
asistencia. Me preguntó, con cortesía, a
qué me dedicaba. Le comenté acerca de mi profesión de maestro. Vivamente
interesado, se dirigió hacia el bus electoral y me trajo un par de cajas, con
bolígrafos marcados con el anagrama partidista, a fin de que los repartiera
entre mis alumnos. Tuvo el detalle de facilitarme una gran carpeta dosier para
guardar documentos, además del llavero y el programa electoral. A las 6:35, todos los componentes de la troupe se montaron
en el bus y desaparecieron por la calle de la Era a los pocos segundos.
Había comenzado a caer una fina lluvia que pronto hizo su transformación en una
tormenta de gran aparato eléctrico, con aguaceros a “mantas”.
A la
mañana siguiente sentía mi organismo un tanto resfriado. Tomé un tazón bien
caliente de leche con el descafeinado, más una mantecada como desayuno. El
Frenadol me iba a propiciar algo de sueño, pero aún así entendí que era un buen
remedio para cortar el incipiente constipado. Me acerqué a mi colegio, ubicado
en zona que da al río, y vi a la chiquillería que disfrutaba jugando alrededor
del puestecillo de caramelos, bocadillos y prensa. Compré el Correo, el diario
más importante de la provincia, a fin de entretenerme con su lectura después de
comer. A lo largo de la mañana me encontré algo mejor. El efervescente me había
producido un pequeño letargo que compensé, durante el recreo, con otro café,
esta vez intenso en cafeína, que me sirvió Pablo, en el ventorrillo ubicado junto
al patio escolar. Ya en casa, tomamos un excelente almuerzo de fabada,
comentándoles a Tomás y Virginia los avatares que viví en la plaza durante la
tarde anterior. La buena mujer me decía, con palabras imperativas pero
cariñosas ¡Cómo
se te ocurre ir a escuchar a esos desalmaos que sólo echan mentiras por la
boca! Yo me reía al escuchar su espontánea nobleza y mentalidad, enjuiciando
a los que trabajan en el oficio de la política.
Me
eché sobre la cama y tomé el periódico, a fin de conciliar algo de sueño para
descansar de una ajetreada mañana. En las páginas
dedicada a la provincia, observé que venía una pequeña crónica de los actos
electorales, con respecto a los diferentes partidos. Me detuve en un
apartado que se refería a la presencia de ese importante grupo político en mi
localidad. Cuál sería mi sorpresa cuando leí la siguiente y breve crónica del
acto electoral:
“Ayer jueves, la caravana electoral llegó hasta
Villanueva del Río. Desde mucho antes de la hora fijada para el inicio del
acto, la plaza principal estaba abarrotada de personas, pertenecientes a todas
las edades y condición. Con puntualidad británica, el mitin comenzó a las seis
de la tarde, llevándose a cabo dos discursos por parte del líder local y el
candidato a diputado en las Cortes Generales. Tras una media hora de vibrantes
discursos, muchos de los asistentes plantearon preguntas y sugerencias a los
líderes políticos, que éstos respondieron y anotaron para su atrayente programa
electoral. Hubo una fiesta posterior, en la que actuó un grupo de rock,
integrados por chicos del pueblo. A pesar de que el día estaba encapotado,
podría decirse que allí estaba casi todas las personas del pueblo, participando
y disfrutando”.
Tuve
que frotarme los ojos, para tratar de creerme lo que tenía delante de mi vista.
Sin duda la crónica había sido ya elaborada por un
periodista que no se molestó en estar presente en el acto que centraba la
redacción de su trabajo. La enviaría a la redacción de su periódico y
nadie se molestó en comprobar, dadas las prisas para el cierre de la edición,
acerca de la veracidad de lo que allí estaba escrito. Antes de conciliar el
sueño, reparador para una buena siesta, estuve pensando en Jonás y Rogelio. En
el chico barbudo de la pelliza marrón. Y en ese periodista al que las prisas u
otros incentivos le había hecho escribir una crónica de algo que, realmente,
nunca sucedió. Esta vez yo podría dar fe de tamaña falacia pero ¿y en otras
oportunidades, de mayor trascendencia o gravedad?
Me
desperté a eso de las seis de la tarde. La destemplanza corporal me aconsejó
ponerme el termómetro. Tenía unas décimas de fiebre. Esa tarde me quedé en
casa, jugando con Tomás diversas partidas de dominó. Virginia no descansaba, esforzándose
en cuidar de mi salud. Tras los cristales de las ventanas, sonaba el caer
monocorde de la lluvia, orquestada en la
profundidad sentimental del Otoño.–
José L. Casado Toro (viernes, 18 octubre, 2013)
Profesor
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